Mouse Junior le entrega un teléfono móvil.
—Está en marcado rápido —dice y presiona el botón por él.
Vena no responde hasta la quinta llamada.
—Diga.
Su voz suena como si el teléfono lo hubiese despertado.
—¿Vince? Soy Frank Machianno.
Hay una pausa larga, que es lo que Frank esperaba. Seguro que la cabeza de Vince está dando vueltas, preguntándose por qué estará Frankie Machine al teléfono, cómo habrá conseguido el número y qué querrá.
—¡Frankie! ¡Cuánto tiempo!
—Demasiado —dice Frank, aunque no piensa lo mismo.
No le importaría no volver a hablar con Vince nunca más. Lo conoce de los viejos tiempos, allá por la década de 1980 en Las Vegas, cuando aquello era un territorio abierto en el que todos podían jugar. Vince estaba siempre en el Stardust, como si formara parte del mobiliario. Cuando no estaba en la mesa de blackjack, no se perdía los números cómicos y después fastidiaba a todo el mundo, porque se ponía a repetirlos una y otra vez. A Vince le gustaba pensar que hacía muy bien de Dangerfield; aunque no era cierto, lamentablemente, aquello nunca le impidió imitarlo.
«Pobre Rodney —piensa Frank—: él sí que era gracioso».
—Oye, Vince —dice Frank—, este asunto con Mouse Ju…, con el chaval de Pete.
—Jota —apunta Mouse Junior.
Por la voz, se nota que Vince está cabreado:
—¿Qué pasa? ¿Es que el Tontín Junior ha ido a lloriquearte?
—Se ha puesto en contacto conmigo.
Frank elige las palabras con mucho cuidado, porque tienen un significado muy específico: «Ahora estoy implicado y estás tratando conmigo».
Vince lo capta.
—No sabía que estuvieras en el negocio del DVD, Frank. De haberlo sabido, habría acudido a ti en primer lugar. No ha sido mi intención ofenderte, ¿eh?
—No estoy en el negocio, Vince. Simplemente, es que, vamos, el hijo del capo se ha puesto en contacto conmigo. ¿Qué quieres que haga?
—¿El capo? —ríe Vince y después se pone a cantar—: «¿Quién es el líder del club que crearon para ti y para mí? ¡Mickey Mouse!».
—Da igual —dice Frank—. La cuestión es que voy a acompañarlo a encontrarse contigo, si no te importa.
«O aunque te importe».
—Estos chavales —continúa Frank— no saben lo que se debe hacer —echa una mirada significativa a los dos papanatas que tiene sentados delante y ellos miran al suelo—, pero tú y yo seguro que podemos resolverlo.
Está seguro de poder conseguirlo. Lo que hará será llevarle diez de los cincuenta mil, como detalle, y después negociar con Vince para que rebaje un 15 por ciento del resto del negocio. Es una buena oferta y Vince debería aceptarla. De lo contrario, Mouse Senior está en condiciones de quejarse a Detroit por lo de Vena, para que lo metan en vereda. Y si no sirve nada de todo esto…
Frank no quiere ni pensarlo. Servirá.
—Está bien, como te parezca, Frankie —dice Vince.
«Eso significa que será razonable», piensa Frank y dice:
—Hasta ahora, Vince.
—Dame media hora —dice Vince—, que esta chati y yo estamos liándola, ¿sabes?
—No, no lo sabía —dice Frank.
«¿A quién se le ocurre seguir diciendo “chati”?».
—¿No te lo ha dicho el Tontín Junior? —dice Vince—. Estoy en un barco, aquí en San Diego.
—¿Un barco?
—Un yate de motor —dice Vince—. De alquiler.
—Pero si estamos en invierno, Vince.
—Un amigo nuestro me lo deja bien de precio.
«El típico listillo —piensa Frank—. En cuanto piensa que hace buen negocio, se lanza. Tenemos a un extorsionista barato en un barco que no puede usar, porque llueve. Lo típico».
Está seguro de lo que dirá a continuación y Vince no lo desilusiona:
—«Aunque la barca se menee —dice Vince—, no te cabrees».
—Acabaos las cervezas —dice Frank— y después vamos a resolver esta cuestión.
Va a la cocina, abre el cajón y saca un sobre. Regresa al salón, cuenta diez mil de los cincuenta, los introduce en el sobre y se lo mete en el bolsillo de la chaqueta.
—¿Qué haces? —pregunta Mouse Junior.
—¿No te han enseñado tus padres buenos modales? —pregunta Frank—. Nunca se va a ver a nadie con las manos vacías.
Dentro de la misma línea, comprueba la carga de su calibre 38 y se lo mete en la cinturilla de sus pantalones deportivos, por debajo de la parte posterior de la chaqueta. Observa a los chavales.
—¿Lleváis hierro?
—Claro que sí.
—Por supuesto.
—Dejad la chatarra en el coche —dice Frank.
Cuando empiezan a poner objeciones, les dice:
—Si algo se va a pique, espero que no sea así, pero podría pasar, lo último que quisiera es que uno de vosotros me volara la cabeza por error. Si esto se hace público, os largáis cagando leches y no os movéis hasta que todo se calme y yo vaya a deciros que salgáis. Si no escucháis que os digo que salgáis, es porque estáis muertos y entonces también da igual. ¡Y el que habla soy yo! Capisce?
—Entendido.
—Por supuesto.
—Y deja ya de decir «por supuesto» —dice Frank a Travis—, porque me irrita.
—Por su…
—Iremos en tu coche —dice Frank a Mouse Junior.
«No tiene sentido que gaste mi gasolina —piensa—, con lo que cobran ahora las gasolineras».
Aunque sea bajo la lluvia, a Frank le encanta ver San Diego desde el puerto.
Las luces de los edificios altos del centro dibujan reflejos rojos y verdes en el agua y, en el horizonte, las luces del puente de Coronado, que atraviesa la bahía de San Diego, brillan en el cielo nocturno como los diamantes en un collar en torno al cuello de una mujer elegante.
La lluvia hace que todo brille un poco más. Le encanta aquella ciudad. Siempre le ha encantado.
No les cuesta encontrar un lugar donde aparcar ni el fondeadero del yate de Vena. Mientras bajan por el dique flotante, Frank insiste:
—Recordad: dejadme hacer a mí.
—Pero podríamos ser útiles… —dice Mouse Junior.
—Si se va todo a la porra… —aclara Travis.
—No me ayudéis —dice Frank.
«¿Dónde aprenderán a hablar así? Supongo que en las películas o en la televisión. En todo caso, lo único que se va a ir “a la porra” es el porcentaje de Vena, que caerá automáticamente un 10 por ciento por el mero hecho de que yo esté aquí».
Sabe cuál será la jugada de Vena: tratar de hablar con Frank a solas y decirle que, si consigue que Mouse Junior renuncie al 40 por ciento, le dará el 5 a Frank.
«Y yo rechazaré la oferta, porque se trata del hijo de un capo, y Vince lo va a entender; entonces entraremos en el verdadero hondeling, que es otra palabra que me enseñó Herbie, que en paz descanse».
Encuentra el yate, el Becky Lynn. El nombre es revelador: dos tíos finalmente consiguen la autorización de sus esposas para comprarse juntos un barco y le ponen el nombre de las dos, para que no se pongan celosas, pero no la una de la otra, sino del barco.
«Nunca sale bien», piensa Frank.
Las mujeres y los barcos se llevan… como las mujeres y los barcos.
Desciende del muelle a la cubierta de popa. La cabina está completamente cerrada para protegerla de la lluvia, pero las luces están encendidas y Frank oye que hay música dentro.
—¡Ah del barco! —grita, sin poder contenerse.
Se abre la puerta y se asoma la cara fea de Vince Vena. Vince nunca ha sido un tío de buen ver, con aquella cara delgada con viejas cicatrices de acné y los ojos demasiado juntos. Se coge el cuello de la camisa, le da un tironcito y dice, imitando a Rodney:
—Mi esposa y yo fuimos muy felices durante veinte años…
«Hasta que nos conocimos», piensa Frank.
—… hasta que nos conocimos —dice Vince y se echa a reír—. Entra a refugiarte de la lluvia, Frank. Les demostraremos a todos que se equivocan cuando hablan de ti.
Vince regresa a la cabina y deja la puerta abierta.
Frank entra, la puerta se cierra y siente el garrote que le rodea el cuello y le atraviesa la garganta antes de que pueda levantar las manos, afortunadamente, porque tu instinto te impulsa a poner un obstáculo entre el cable y la garganta, que es lo último que uno debería hacer, porque lo único que consigue es rebanarse los dedos al mismo tiempo que la tráquea.
El tío es enorme. Frank siente su altura y su corpulencia y se da cuenta de que no va a ganarle en fuerza, de modo que se estira hacia atrás y clava los dedos en los ojos de su atacante. Así no consigue que el tío lo suelte, pero sí que aspire y Frank aprovecha aquel segundo para agacharse, cogerlo por la muñeca, girar y mover la cadera para arrojar al tío al suelo.
El aspirante a estrangulador cae con estrépito sobre la mesita del comedor y Frank continúa el giro y se mete bajo la mesa en el momento justo en que Vince saca una pistola y se agacha para dispararle.
La pistola de Frank sale con un solo movimiento rápido. Lo único que alcanza a ver son las piernas de Vena, de modo que apunta a un lugar por encima de ellas y dispara dos veces; después ve que las piernas de Vince se tambalean hacia atrás y se derrumban contra el mamparo y oye que Vince aúlla:
—¡Joder! ¡Joder!
Frank cierra los ojos y dispara tres veces a través de la mesa. Le golpean la cara las astillas de contrachapado y después todo queda en silencio. Frank abre los ojos y ve la sangre que chorrea.
Se queda debajo de la mesa, por si hay un tercer tío.
Oye pasos que corren sobre el muelle, dos pares de pies que se largan, y calcula que se trata de Mouse Junior y Travis. Por supuesto.
Frank se obliga a esperar treinta segundos y después sale a rastras de debajo de la mesa.
El aspirante a estrangulador está muerto, con dos agujeros de bala y un montón de astillas de contrachapado en la cara. Es un tío enorme: ciento ochenta kilos, fácil. Frank echa un vistazo a lo que le queda de cara y le resulta conocido, aunque no recuerda de dónde.
Vince respira todavía, sentado de espaldas al mamparo, y con las manos trata de evitar que se le salgan las tripas.
Frank se agacha a su lado:
—Vince, ¿quién te ha enviado?
Los ojos de Vince miran fijamente el espacio. Frank ya ha visto aquella mirada y sabe que Vince no la cuenta. Tanto si está viendo la luz blanca o cualquier otra cosa, ya no está del todo en este barrio y, si oye algo, no es la voz de Frank.
De todos modos, él lo vuelve a intentar:
—Vince, ¿quién te ha enviado?
Es inútil.
Frank apoya el cañón de la pistola en el pecho de Vince y aprieta el gatillo. A continuación se sienta a recuperar el aliento, sorprendido y cabreado de que le palpite tanto el corazón. Hace unas cuantas inspiraciones profundas para reducir su ritmo cardíaco. Tarda un minuto.
«No te estás haciendo más joven —piensa— y has estado a punto de dejar de hacerte mayor y te lo mereces, por ser tan estúpido y tan descuidado. Has dejado que un mocoso como Mouse Junior te tendiera una trampa. Eso fue lo que hizo. ¿Cómo dicen ahora los chavales? Te la jugó. Te trabajó el ego y te tendió una trampa».
Frank se levanta y mira un buen rato al tío muerto sobre la mesa, que todavía aferra el garrote de alambre en la mano.
«Es de la vieja escuela usar un alambre —piensa Frank—, aunque es probable que no quisieran arriesgarse con el ruido de un arma, a menos que no tuvieran más remedio. Haber usado un silenciador, entonces. A menos que con el garrote pretendieran hacerlo lento y doloroso y, en ese caso, la muerte sería una cuestión personal».
«Pero ¿quién puede querer hacerme algo así?», se pregunta.
«Vamos, no te engañes —se responde—, que la lista es bastante larga».
Frank enciende el motor. Sale y suelta las amarras del yate. Tiene la suerte de que los dos barcos que lo rodean están vacíos y cerrados con listones, preparados para pasar el invierno. Vuelve a entrar, deja que los motores se calienten y aleja el yate del fondeadero.
Lo conduce hacia el canal y sale a mar abierto.