Esta noche, al llegar a su casa, encuentra un coche en el callejón: un coche desconocido.
Frank conoce a los vecinos, conoce todos sus vehículos y sabe que ninguno tiene un hummer. Además, a pesar de la lluvia que cae con fuerza en aquel momento, alcanza a ver a dos tíos sentados en el asiento delantero.
De entrada sabe que no son profesionales. Si lo fueran, no usarían jamás un vehículo tan llamativo como un hummer. Tampoco son polis, porque ni los agentes del FBI tienen presupuesto para un vehículo semejante. En tercer lugar, un profesional sabría que adoro la vida y, porque la adoro, en treinta años jamás he llegado a mi casa por la noche sin dar antes una vuelta a la manzana, sobre todo teniendo en cuenta que la entrada a mi garaje queda en un callejón, donde me podrían cortar el paso.
Por consiguiente, si estos tíos fueran profesionales, no estarían sentados en el callejón, sino a una manzana de distancia, como mínimo, esperando a que entrara en el callejón para acercarse.
Sin embargo, ellos lo han visto pasar. Al menos eso creen.
—Ese era él —dice Travis.
—No digas gilipolleces —responde Jota—. ¿Cómo lo sabes?
—Te digo que era él, Junior —dice Travis—. El cabronazo de Frankie Machine. Una puta leyenda.
No es fácil aparcar en Ocean Beach, conque Frank tarda como diez minutos en encontrar un lugar en la calle a tres manzanas de distancia. Frena y busca bajo el asiento su S&W calibre 38, se la mete en el bolsillo del impermeable, se cubre con la capucha y baja del coche. Se aleja una manzana más para llegar al callejón desde el este en lugar del oeste, por donde deben estar esperándolo. Entra en el callejón y el hummer sigue allí. A pesar de la lluvia, oye la vibración del bajo: aquellos idiotas están escuchando música rap.
Eso facilita mucho las cosas.
Avanza por el callejón, chapoteando en los charcos, aunque sus zapatos pierdan el brillo, y procurando mantenerse justo en el centro de la parte posterior del hummer, para tener menos probabilidades de que lo detecten en cualquiera de los dos retrovisores. Al acercarse, huele el canuto y cae en la cuenta de que aquellos chavales —probablemente, traficantes de drogas— que lo aguardan sentados en su vehículo chulo, colocándose y escuchando música, son unos gansos.
Ni siquiera está seguro de que lo hayan oído cuando abre la portezuela trasera, se introduce en el coche, clava la pistola contra la nuca del conductor y echa hacia atrás el percutor.
—Te dije que era él —dice Travis.
—Frankie —dice Jota—, ¿no me reconoces?
Sí, es posible que Frankie lo reconozca, aunque han pasado muchos años. El chaval —es posible que ronde los veinticinco— tiene el pelo negro corto, peinado con gel formando púas, una especie de tachuela clavada en el labio inferior y pendientes en la parte superior del pabellón de las orejas. Va engalanado con ropa de surf: una camiseta de mangas largas de Billabong bajo un forro polar Rusty y pantalones de chándal.
—¿Mouse Junior? —pregunta Frank.
El otro ríe entre dientes, pero calla enseguida. A Mouse Junior no le gusta que lo llamen Mouse Junior; prefiere «Jota» y así se lo dice a Frank. El otro también va vestido como un payaso. También está peinado con gel y lleva una perilla rala y una de esas gorritas de surfista en la cabeza, que molesta a Frank, porque él se pone una de esas para que no se le enfríe la cabeza al salir del agua fría, después de surfear de verdad, y no para estar en la onda seudohip. Los dos llevan gafas de sol y tal vez por eso no vieron que un hombre adulto grandote se les acercaba por detrás. Eso no se lo dice y tampoco baja el arma, aunque apuntar con un arma al hijo de un capo constituye una violación importante del protocolo.
«Qué importa», piensa Frank. No le interesa que en su lápida esté escrito «pero respetó el protocolo».
—¿Y tú quién eres? —pregunta al otro.
—Me llamo Travis —responde el otro—, Travis Renaldi.
«¡A qué extremos hemos llegado! —piensa Frank—: Ahora los padres italianos ponen a sus hijos nombres yuppies, como Travis».
—Es un honor conocerlo, señor Machianno —dice Travis—, alias Frankie Machine.
—Cállate —dice Frank—, no sé de qué hablas.
—Sí, calla de una puta vez —dice Mouse Junior—. Frankie, ¿podrías bajar la pistola? ¿Y podemos entrar? Tal vez podrías convidarnos con una cerveza o una taza de café o algo así.
—¿Se trata de una visita de cortesía? —pregunta Frank—. ¿Para eso me estáis esperando en el callejón a estas horas de la noche?
—Calculamos que tendríamos que esperar hasta que acabaras tu visita sexual, Frankie —dice Mouse Junior.
Frank no está seguro de saber a qué se refiere con eso de la «visita sexual», aunque, por el tono desagradable de la voz de Mouse Junior, se lo figura. Es probable que hayan pasado ocho años desde la última vez que vio a Junior y ya por aquel entonces el chaval era un gamberro adolescente malcriado. No ha madurado nada. A Frank le gustaría darle un buen bofetón en la oreja por aquel comentario sobre la «visita sexual», pero lo que uno le puede hacer al hijo de un capo tiene límites, aunque se trate de un capo tan blando como Mouse Senior.
Mouse Senior —Peter Martini— es el capo de lo que queda de la familia de Los Ángeles, que también incluye al resto de la gente de San Diego. A Peter lo apodan «Mouse» desde que al jefe de la Policía de Los Ángeles, Daryl Gates, se le ocurrió llamar a la mafia de la costa oeste «la mafia de Mickey Mouse», y le quedó el nombre. Se convirtió en «Mouse Senior» cuando tuvo un hijo y lo bautizó «Peter».
No obstante, las normas son las normas y uno no le puede poner las manos encima al hijo de un capo. Tampoco se le puede negar hospitalidad.
Sin embargo, a Frank no le gusta nada eso de dejarlos entrar. En primer lugar, no le gusta dejar que conozcan el terreno, por si quieren volver más tarde a intentar algo. En segundo lugar, no es buena idea por si alguna vez pierden la chaveta y tienen que declarar como testigos: a él le costaría más negar que se hubiese producido un encuentro si ellos pudieran describir con precisión el aspecto que tenía el interior de su casa.
Por otra parte, sabe que en su casa no hay micrófonos. En cuanto entran, los cachea.
—No lo toméis a mal —dice.
—Vamos, a estas alturas… —dice Mouse Junior.
«A estas alturas, no están las cosas para bromas», piensa Frank.
Es probable que el encuentro tenga que ver precisamente con esto y que Mouse Senior envíe a Mouse Junior para asegurarse de que Frank sigue estando en la reserva.
En realidad, no se ha mencionado el nombre de Mouse Senior en relación con la muerte de Goldstein, aunque fuera él quien la ordenó y Frank lo sabe.
«Como si Mouse Senior fuera tan cuidadoso», piensa Frank.
Durante tres años, ¡tres años!, allá por la década de 1980, hobby Zitello, el Bestia, llevó un micrófono, mientras Mouse Senior lo consideraba el rey del mambo. Con su álbum de «Grandes Éxitos», Bobby ganó el disco de platino y metió a media familia en chirona durante quince años. Ahora Mouse Senior está fuera y no quiere volver a ingresar.
Pero el asunto de Goldstein podría volver a meterlos a todos en el trullo para siempre. Al pobre Herbie se lo cepillaron allá por 1997 y un par de hawaianos de poca monta se declararon culpables, pero los asesinatos no prescriben y la muerte de Goldstein ha reaparecido como un fantasma. Últimamente, el FBI la ha estado repasando, como parte de la Operación Botones Fuera, en un intento de clavar el último clavo en el ataúd de Mouse Senior. Lo más probable es que a aquellos dos gilipollas no les gustara demasiado la cárcel y estuvieran dispuestos a negociar. Aunque Frank no lo sepa, podría ser que hubiesen imputado a Mouse Senior y que este estuviera buscando la manera de negociar a su vez.
Por consiguiente, Frank cachea a Mouse Junior exhaustivamente. No le encuentra grabadoras ni micrófonos, ni tampoco ningún arma.
Esa sería la otra posibilidad: que Mouse Senior quisiera cerciorarse por completo de que no le voy a decir al FBI quién ordenó lo de Goldstein, aunque en tal caso Mouse habría enviado a alguno de los pocos soldados que le quedan. Ni siquiera Mouse habría enviado a su propio hijo en una misión para tratar de matar a Frankie Machine. Uno siempre quiere que su hijo lo sobreviva.
—¿Queréis café o cerveza? —pregunta Frank mientras se quita el impermeable. Todavía lleva la pistola en la mano.
—Cerveza, si tienes —dice Mouse Junior.
—Tengo —dice Frank y se alegra de ahorrarse el trabajo de preparar el café. Va a la cocina y coge dos dos equis, pero cambia de idea y coge dos coronas, que son más baratas. Regresa, les entrega las cervezas y dice—: Usad los posavasos.
Los dos chavales se sientan en su sofá como si fueran malos alumnos en el despacho del director. Frank se sienta en su silla, con la pistola en el regazo, y con los pies se quita los zapatos húmedos.
«Lo que me faltaría ahora —piensa— es pillar un resfriado».
Recorren los pasos previos: «¿Cómo está tu padre? ¿Cómo está tu tío? Dales recuerdos de mi parte. ¿Qué os trae por San Diego?».
—Fue idea de papá —dice Mouse Junior—. Me dijo que viniera a hablar contigo.
—¿De qué?
—Tengo un problema —dice Mouse Junior.
«Tienes más de un problema —piensa Frank—. Eres estúpido, eres holgazán, eres un burro y eres descuidado».
¿Qué había hecho el chaval? Un año y medio de universidad y después lo dejó para «ayudar a papá en el negocio», ¿no?
—Nosotros… —empieza Mouse Junior.
—¿Quién es «nosotros»? —pregunta Frank.
—Travis y yo —explica Mouse Junior—. Tenemos montado un negocito de porno blando: Golden Productions. Cobramos un porcentaje de la mitad de la distribución que sale del valle.
Frank lo duda. Si uno lee los periódicos, sabe que el valle de San Fernando produce miles de millones en pornografía todos los años y aquellos chavales no tienen pinta de millonarios. Cabría la posibilidad —solo era una posibilidad— de que estuvieran metidos en algunas operaciones, pero nada más.
«De todos modos, es lucrativo. ¿Cuántas veces ha intentado Mike Pella hacerme invertir en el negocio de la pornografía? ¿Y cuántas veces me negué? En primer lugar, en la época en la que era ilegal solía estar lleno de mafiosos, y, en segundo lugar, como yo le decía: “Mike, que tengo una hija”. Sin embargo, desde que la pornografía se oficializó, casi todo el dinero que mueve es estrictamente legal. Montas una tienda o inviertes, como harías con cualquier otro negocio. ¿Entonces?».
—Piratería —explica Mouse Junior—. Invertimos en el estudio para obtener un buen original. Distribuimos un montón de copias en el mercado legal, pero, por cada una que vendemos legalmente, hacemos tres copias piratas.
«Conque venden uno de los vídeos de la compañía y tres de los suyos —piensa Frank—. Básicamente, engañan a sus propios socios».
—Es más fácil incluso con los DVD —explica Travis—, porque se copian como rosquillas. Los asiáticos no dan abasto para comprar rubias tetonas follando y mamándola.
—¡Cuidado con lo que dices! —dice Frank—. Estás en mi casa.
Travis se sonroja. Había olvidado que Jota le había advertido que a Frankie Machine no le gustan las groserías.
—Perdón.
—¿Y cuál es el problema? —pregunta Frank a Mouse Junior.
—Detroit.
—¿Puedes ser un poco más específico? —pregunta Frankie.
—Unos tíos de Detroit —dice Mouse Junior—, amigos nuestros, han hecho algo de porno por allí y, vale, es posible que nos presentaran a algunas personas. La cuestión es que ahora piensan que estamos en deuda con ellos.
—Lo estáis —dice Frank, que conoce las reglas.
Además, a Detroit, alias la Combinación, le ha correspondido un porcentaje de San Diego desde siempre, desde la década de 1940, cuando Paul Moretti y Sal Tomenelli vinieron a abrir un montón de bares, restaurantes y clubes de estriptis en el centro. Allá por la década de 1960, Paul y Tony pasaban un montón de heroína por aquellos tugurios, pero, después de que asesinaran a Tomenelli, se dedicaron a la usura, el juego, los clubes de estriptis, la pornografía y el proxenetismo.
Sea como fuere, se ganaron su porcentaje.
Gracias al prestigio de Moretti, su yerno, Joe Migliore, consiguió librarse en San Diego y no tener que pagar el pizzo o ni siquiera responder ante Los Ángeles. Como si Detroit tuviera su propia colonia pequeñita en el Gaslamp District; y la sigue teniendo, porque el hijo de Joe, Teddy, sigue siendo el dueño del Callahan’s en el Lamp y dirige sus otros negocios desde la habitación del fondo.
—Si Detroit os ayudó con aquellos contactos —Frank le dice a Mouse Junior—, estáis en deuda con ellos.
—Pero no un 60 por ciento —lloriquea Mouse Junior—. Nosotros hacemos todo el trabajo: hacemos los vídeos, montamos los depósitos, hacemos las copias piratas, nos ponemos en contacto con los mercados asiáticos… ¿Y ahora este tío quiere la mayor parte? A mí me parece que no.
—¿Quién es el tío?
—Vince Vena —le informa Mouse Junior.
—¿Estáis a malas con Vince Vena? —pregunta Frank—. Pues sí que tenéis un problema, chaval.
Vince Vena es un tío importante. Según dicen, lo acaban de nombrar miembro del consejo que dirige la Combinación.[2]
No es extraño que Mouse Junior esté asustado. La familia de Los Ángeles nunca fue demasiado fuerte; solía inclinarse ante Nueva York, después Chicago y ahora hay un vacío de poder, porque las familias de la costa este están cayendo por culpa de la vejez, el desgaste y los estatutos RICO; por consiguiente, Detroit se está preparando para intervenir en lo que queda de la costa oeste y en uno de los escasos centros que todavía aportan ganancias. Tiene sentido empezar con el hijo de Mouse, porque, si lo consigues, demuestras algo importante: que Mouse Senior está tan debilitado por las imputaciones relacionadas con Goldstein que no tiene fuerza ni para proteger a su propio hijo.
Si Vena consigue sacarle el 60 por ciento a Mouse Junior, la familia de Los Ángeles podría pasar a mejor vida.
«A mí me da igual —piensa Frank—. Nueva York, Chicago, Detroit: son todos lo mismo. Todo va a parar al dinosaurio de todos modos. No importa quién apague la luz; igual está oscuro».
—¿Por qué venís a verme a mí? —pregunta Frank, aunque sabe la respuesta.
—Porque eres Frankie Machine —dice Mouse Junior.
—¿Y eso qué quiere decir?
Eso quiere decir, le explica Mouse Junior, que han «agendado» un encuentro con Vena para negociar un acuerdo.
—Muy bien —dice Frank—. Si Vena dice 60, aceptará 40, tal vez incluso 35. Dadle una tajada y después simplemente hacéis un negocio más grande y ya está. Hay suficiente para todos.
Mouse Junior sacude la cabeza:
—Si no paramos aquí…
—Si paráis aquí —dice Frank—, empezáis una guerra con Detroit.
«Y déjame que te diga, chaval, lo que tu viejo ya sabe: que no tenéis tropas suficientes; pero Mouse Junior es demasiado joven para saberlo. Demasiada testosterona dando vueltas por ahí».
—No voy a refinanciarlo todo por este tío —dice Mouse Junior.
—Pues no lo hagas —dice Frank.
«No es problema mío. Yo ya me he retirado».
—Cincuenta mil —dice Mouse Junior.
«Eso es mucho —piensa Frank—. Debe de haber más dinero del que yo creía en este negocio de la pornografía. Esto demuestra que tienen recursos, pero también demuestra lo débiles que son. Por lo general, uno no paga en efectivo para que se hagan este tipo de cosas, sino que se lo das a uno de tus soldados a cambio de algún negocio en el futuro o de hacerlo entrar en la familia. Sin embargo, a Los Ángeles no le quedan demasiados soldados, al menos no de los buenos; no tienen tíos capaces de hacer un trabajo como este. Cincuenta mil es mucho dinero. Si se invierten bien, podrían dar para pagar muchas clases».
—En esta ocasión, paso —dice Frank.
—Papá dijo que podías rechazarlo —dice Mouse Junior.
—Tu padre es un hombre sabio.
«En realidad, es un zopenco, pero ¿qué más da?».
—Dijo que te dijéramos —prosigue Mouse Junior— que lo consideraría un favor personal, una cuestión de lealtad.
—¿Y eso qué quiere decir?
Frank va a hacérselo decir.
—Con todo lo que está pasando en Las Vegas —dice Mouse Junior, asustado, y la voz le tiembla un poco—, el asunto de Goldstein… A papá le gustaría saber que estás, vamos, que formas parte del equipo.
«Conque esas tenemos —piensa Frank—. Dos pájaros de un tiro. Mouse Senior consigue resolver su problema con Detroit y obtiene una póliza de seguro por mi silencio sobre lo de Goldstein, porque no puedo acudir al FBI con un trabajo reciente en las manos, y, si no hago el trabajo de Vena, me convierto en sospechoso de ser un soplón, de modo que, o elimino a Vena o me coloco en su punto de mira. Sin embargo, si Mouse Senior no dispone de soldados para cargarse a Vince por sí mismo, ¿qué le hace pensar que dispone de recursos para eliminarme a mí? No hay nadie en el Club de Mickey Mouse que tenga ni la habilidad ni los cojones. ¿A quién enviaría? Tendría que buscar a alguien de fuera de la familia. De Nueva York o puede que de Florida, tal vez incluso los mexicanos. Lo conseguiría. Es un problema».
—¿Sabes qué? —dice Frank—. Haré que Vena te deje en paz, de una forma u otra. Prepara un encuentro con él y yo iré contigo. Si estoy yo allí, será más razonable. De lo contrario…
No acaba la frase. El resto es evidente.
A Travis le gusta la idea.
—Buena idea, Jota —dice—. Si Vena ve que tenemos a un fenómeno como Frankie Machine de nuestro lado, se cagará en los pantalones.
—No, claro que no —dice Frank—, pero será más razonable. —Se vuelve hacia Mouse Junior—: No te conviene una guerra, si puedes evitarla, chaval. Yo he visto la guerra y es preferible la paz.
«Lo aprenderás cuando crezcas un poquito —piensa Frank—, a menos que te maten antes. Los jóvenes siempre quieren demostrar lo fuertes que son; tiene que ver con la testosterona. Los mayores se dan cuenta de lo bonito que es llegar a un acuerdo y se guardan la testosterona para cosas mejores».
Mouse Junior reflexiona y, a juzgar por la expresión de su cara, el proceso parece agotador. A continuación, pregunta:
—¿Y los cincuenta mil?
—Los cincuenta son por resolver tu problema —dice Frank—, de una forma u otra.
—La mitad ahora —dice Mouse— y la mitad al acabar el trabajo.
Frank niega con la cabeza:
—Todo por adelantado.
—Esto no tiene precedentes.
—Lo que no tiene precedentes es esto.
Se refiere a que acudan directamente a él. Según el protocolo, deberían haber pasado por Mike Pella, el capo de lo que queda de San Diego, que cobraría su comisión como intermediario.
Le convendría hablar con Mike sobre este asunto de Vena y darle su parte. Mike Pella es un mafioso de la vieja escuela, uno de los pocos que quedan de una raza en vías de extinción. Frank y él han sido inseparables desde siempre. Mike ha sido su amigo, su confidente, su socio, su capitán. Mike podría explicarle la situación y ayudarlo a sortear los campos de minas.
Sin embargo, Mike, con su instinto de supervivencia, se ha esfumado desde que volvió a surgir el asunto de Goldstein.
«Buena idea, Mike. Quédate allí».
—Dos tercios antes y un tercio después —dice Mouse Junior.
—No voy a negociar contigo, chaval —dice Frank—. Te he dado las condiciones en las cuales voy a trabajar. Si te parece bien, bien, y, si no, también.
Tiene el dinero en el hummer. Mouse Junior envía a Travis a buscarlo. Trae un maletín con cincuenta mil dólares en billetes usados y con una numeración no correlativa.
—Papá dijo que lo querrías todo por adelantado —dice Mouse Junior con una sonrisa.
—Entonces, ¿por qué me das el coñazo? —pregunta Frank.
«Porque eres un niñato de mierda con mucho morro —piensa—, que trata de demostrar lo listo y lo fuerte que es, cuando no eres ninguna de las dos cosas. Si fueras listo, no te habrías metido en este aprieto y, si fueras fuerte, te ocuparías de resolverlo tú solito».
—Solo son negocios —dice Mouse Junior—; no es nada personal.
Si Frank hubiese recibido diez centavos por cada vez que ha oído aquella frase… Todos los mafiosos la oyeron en el primer Padrino y les gustó y ahora todos la usan; y, hablando de eso, pasa lo mismo con la palabra «padrino»: antes de que saliera la película, Frank jamás la había oído en aquel contexto. El jefe era simplemente «el capo». Las películas no estaban mal, con todo —bueno, dos de ellas no estaban mal—, pero no tenían nada que ver con la mafia, al menos no con la mafia que Frank conocía.
«Puede que solo sea así en la costa oeste —piensa—. Nunca nos hemos metido en toda la cuestión “siciliana”, más violenta. O tal vez es que hace demasiado calor aquí para tanto sombrero y tanto abrigo».
—¿Señor Machine? —está diciendo Travis.
Frank le echa una mirada asesina.
—Señor Machianno, quise decir —dice Travis—. Una cosa más.
—¿Qué?
—El encuentro es esta noche —dice Mouse Junior.
—¿Esta noche? —pregunta Frank. Ya es más de medianoche y se tiene que levantar dentro de tres horas y cuarenta y cinco minutos.
—Esta noche.
Frank suspira.
«¡Qué trabajo me da ser yo!».