La antigua casa no es más que eso, una casa antigua, algo cada vez menos frecuente en el centro de San Diego, incluso aquí, en el barrio italiano, que solía ser una zona de viejas casas unifamiliares en buen estado que van cediendo paso a complejos residenciales, edificios de oficinas, hotelitos a la moda y estructuras de aparcamiento al servicio del aeropuerto.
La antigua casa de Frank es una hermosa vivienda victoriana de dos pisos, blanca con adornos amarillos. Él aparca en la entrada estrecha, se apea de la furgoneta de un salto y encuentra la llave correspondiente en su gran llavero. Cuando ya ha introducido la llave en la cerradura, Patty abre desde el interior, como si hubiese oído parar la furgoneta y es posible que así fuese.
—¡Cuánto has tardado! —le dice mientras lo hace pasar.
«Todavía consigue afectarme», piensa Frank y siente una punzada de irritación y algo más: Patty sigue siendo una mujer atractiva. Es posible que se haya puesto algo matrona a la altura de las caderas, pero se conserva en buena forma, y aquellos ojos castaños almendrados tienen una manera de… digamos que de afectarlo.
—Pero aquí estoy —le dice y la besa en la mejilla. Pasa a su lado y se dirige a la cocina, donde la mitad del profundo fregadero doble parece la marea alta en un puerto de algún lugar del Tercer Mundo.
—No funciona —dice Patty, entrando tras él.
—Ya lo veo —dice Frank y huele el aire—. ¿Estás haciendo ñoquis?
—Ajá.
—¿Y has pelado todas las patatas y has tratado de pasarlas por el triturador? —pregunta Frank, mientras se arremanga, mete la mano en el agua sucia y palpa el borde del desagüe.
—La piel de las patatas es basura —dice Patty—. He tratado de deshacerme de la basura. ¿Acaso no es eso lo que se supone que haga un triturador de basura?
—Por más que sea un triturador de basura, no lo tritura todo. Quiero decir, que no echas allí las latas, ¿verdad? ¿O sí que las echas?
—¿Quieres café? —pregunta ella—. Voy a preparar un poco.
—Buena idea, gracias.
Se dirige a un armario del pasillo a buscar su caja de herramientas. Todas las veces repiten la misma rutina: ella prepara un café suave en la cafetera Krups que él le compró y que ella se niega a aprender a usar bien y él bebe un sorbo por cortesía, mientras trabaja, y deja el resto en la taza. Frank ha descubierto que, para mantener una relación apacible, rituales como aquellos son incluso más importantes cuando uno se divorcia que cuando uno está casado.
No obstante, cuando regresa por el pasillo, oye el zumbido de un molinillo de café y, al llegar a la cocina, encuentra una cafetera exprés francesa junto a un hervidor de agua. Arquea las cejas.
—Así es como te gusta ahora, ¿verdad? —pregunta Patty—. Dice Jill que te gusta así.
—Así lo preparo, efectivamente.
No dice nada cuando ella vierte el agua hirviendo y empuja el émbolo hacia abajo de inmediato, en lugar de esperar los cuatro minutos de rigor. Cierra la boca y se arrastra para introducirse en el mueble que hay debajo del fregadero, tumbado de espaldas, y empieza a trabajar con la llave inglesa en el sifón de la trituradora, donde seguro que están atascadas las peladuras de patata. Oye que ella le deja la taza de café en el suelo, a la altura de la rodilla.
—Gracias.
—Podrías descansar un minuto para tomarte el café —dice ella.
«En realidad, no puedo», piensa Frank.
Todavía tiene que regresar al puesto de carnada para la hora punta del crepúsculo, después volver a casa, ducharse, afeitarse y vestirse y pasar a buscar a Donna, pero no se lo dice, tampoco. El tema de Donna podría hacer que Patty le volcara el café sobre la pierna por accidente o que tratara de echar un rollo entero de papel de cocina en la cisterna del váter del piso superior.
«O tal vez solo me dé una patada en los huevos, cuando estoy en una posición tan vulnerable», piensa Frank.
—Tengo que ir a la tienda de carnada —dice, pero sale, se incorpora y bebe un sorbo de café.
En realidad no sabe mal y eso lo sorprende. No se casó con Patty porque supiera cocinar, sino más bien porque se parecía y se sigue pareciendo a aquella actriz de cine, Ida Lupino, que lo volvía loco, y, como era una buena chica italiana, no lo dejó pasar de los toqueteos hasta que no tuvo un anillo en el dedo, conque, cuando se casaron, la mayor parte de las veces era Frank el que cocinaba y ya estaban divorciados cuando se puso de moda la palabra «controlador». Comenta—: «Está bueno».
—¡Qué sorpresa!, ¿no? —dice ella y se sienta en el suelo a su lado—. ¡Qué bien lo de Jill!, ¿verdad?
—Ya encontraré la manera de pagarlo.
—No te estoy dando la lata con el dinero —dice ella y parece algo dolida—. Solo pensé que estaría bien dedicar un momento a compartir un poco de nuestro orgullo de padres.
—Te ha salido bien la chavala, Patty —dice Frank.
—Nos ha salido bien a los dos.
A Patty se le empiezan a llenar los ojos de lágrimas y Frank siente que los suyos se le humedecen. Sabe que los dos están pensando en lo mismo: en aquella mañana en la maternidad, después de un parto largo y difícil, cuando finalmente nació Jill. Aquel día habían nacido muchos bebés, de modo que los médicos y las enfermeras los dejaron solos y Frank estaba tan cansado que se subió a la camilla con su esposa y su hija recién nacida y los tres se quedaron dormidos juntos. Ella se pone de pie de golpe y dice:
—¡Caray! Arréglalo de una vez. Tú tienes que regresar a la tienda de carnada y yo voy a llegar tarde a yoga.
—¿Yoga? —dice él y se vuelve a meter bajo el fregadero.
—A nuestra edad —dice ella—, si no te mueves, te atrofias.
—Que sí, oye; me parece perfecto.
—Somos casi todas mujeres —dice ella, con tanta rapidez que Frank al instante entiende que, aunque sobre todo son mujeres hay, como mínimo, un hombre y siente una pequeña punzada de celos.
Se dice a sí mismo que es irracional e injusto: él tiene a Donna y Patty debería tener a alguien en su vida, pero, de todos modos, no le gusta pensarlo. Quita el sifón, mete la mano y extrae un montón de peladuras de patata empapadas, se las enseña y dice:
—Patty, por favor. Comida cocida y no cruda y no dos kilos al mismo tiempo, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dice ella y, sin poder contenerse, añade—: Pero deberían hacerlos mejor.
Conque él ya sabe que ella va a volver a hacer lo mismo o algo parecido y piensa: «la próxima vez que te lo arregle tu novio. Si hace tanto yoga, no le costará nada meterse bajo el fregadero, ¿no es cierto?».
Vuelve a poner el sifón en su sitio, lo ajusta y sale de debajo del fregadero.
—¿Quieres probar los ñoquis? —pregunta.
—¿No tenías yoga?
—Me puedo saltar la clase.
Se lo piensa durante un segundo y después dice:
—No, no te la quieres perder. «Si no te mueves, te atrofias», dicen.
«¡Qué gilipollas! —piensa al ver que los ojos de ella se endurecen y se enfrían—. ¿Cómo puedes decir semejante estupidez?».
Y, como Patty es Patty, no lo deja pasar.
—A ti también te vendría bien un poco de yoga —dice ella, mirándole la barriga.
—Sí, a lo mejor me apunto a tu clase.
—Lo que me faltaba.
Se lava las manos y le da otro beso rápido en la mejilla, aunque ella intenta evitarlo.
—Hasta el viernes —dice él.
—Si no estoy —le dice ella—, deja el sobre en el cajón.
—Gracias por el café. Realmente estaba muy bueno.
Regresa al puesto de carnada justo a tiempo para el aluvión del crepúsculo. El chaval, Abe, puede hacerse cargo de la escasa actividad que hay a media tarde, pero le entra pánico cuando los pescadores nocturnos empiezan a hacer cola y a pedir su carnada. Además, Frank quiere estar allí para hacer la caja. Ayuda al chaval, Abe, en la hora punta, cierra la caja, echa la llave al tugurio y se va a casa a darse una ducha rápida para sacarse el olor a pescado.
Se ducha, se afeita, se pone un traje con una camisa de etiqueta, pero con el cuello abierto, y saca del garaje el mercedes, en lugar de la furgoneta. Tiene tiempo de pasar por tres restaurantes antes de pasar a buscar a Donna. Sigue la misma rutina en cada uno: bebe un agua tónica en el bar y pregunta por el encargado o el propietario, le presenta su tarjeta y le dice:
—Si está satisfecho con su servicio de mantelería, perdone la molestia, pero, si no lo está, llámeme y le diré lo que puedo hacer por usted.
El 90 por ciento de las veces recibe una llamada.
Recoge a Donna en su bloque de pisos, situado en un complejo residencial grande que da a la playa. Aparca en una plaza para las visitas y toca el timbre, aunque tiene llave de su casa, para casos de emergencia o por si ella está de viaje y tiene que regar las plantas o por si él llega tarde por la noche y no quiere sacarla de la cama.
Ella tiene un aspecto espléndido, como siempre, y no solo para una cuarentona, sino para una mujer de cualquier edad. Lleva un vestido negro sencillo, lo bastante corto como para permitirle lucir las piernas y lo bastante abierto por delante como para enseñar un poco de escote.
«En otros tiempos —piensa Frank mientras le abre la portezuela del coche—, habríamos dicho que es “una tía con clase”; claro que ya no se habla así, aunque eso es lo que es y lo que siempre ha sido. Una corista de Las Vegas que no hacía la calle, no se dedicaba a la bebida ni a las drogas, sino que se limitaba a hacer su trabajo, ahorró dinero y supo marcharse a tiempo. Cogió sus ahorros, se trasladó a Solana Beach y abrió su boutique».
Ella se gana bien la vida.
Van en coche por la costa hasta Freddie’s by the Sea, un antiguo restaurante de San Diego en la playa de Cardiff, contra el cual algunas noches —aquella, por ejemplo— chapalea el mar. La camarera conoce a Frank y los conduce a una mesa junto a una ventana. Como se acerca un frente de tormenta, las olas ya se acercan al cristal.
Donna mira hacia fuera para ver el tiempo.
—¡Qué bien! Así tendré oportunidad de ponerme al día con el inventario.
—Podrías tomarte un par de días de vacaciones.
—Tú primero.
Es un chiste constante entre ellos y una complicación constante: dos personas con mentalidad empresarial que tratan de encontrar el momento para tomarse unas vacaciones, incluso por unos días. A ella no le gusta dejar a nadie a cargo de la tienda y Frank es… pues, es Frank. Se escaparon cinco días a Kauai hace tres años, pero, desde entonces, solo han pasado una noche en Laguna y un fin de semana en Big Sur.
—Tenemos que pararnos a oler las rosas —le dice él.
—Para empezar, podrías tener dos trabajos, en lugar de cinco —dice ella, aunque tiene la sensación de que tal vez una de las razones por las que su relación vaya tan bien sea que no tienen demasiado tiempo para dedicarse el uno al otro.
El camarero se acerca; piden una botella de vino tinto y, para ahorrar tiempo, piden también un entrante y el plato principal. Él se decanta por la sopa de marisco y gambas al ajillo; Donna pide una ensalada verde sin aliñar y fletán al horno con tomates.
—Las gambas me tientan —dice ella—, pero la mantequilla se me nota al día siguiente.
Se levanta de la mesa para ir al lavabo y Frank aprovecha la oportunidad para ir corriendo a la cocina a saludar al chef, como siempre: «¿Qué tal el pescado? ¿Alguna queja? ¿No eran fantásticas las caballas que te mandé la semana pasada? Ah, y que sepas que la semana que viene voy a tener gambas en abundancia, haya o no tormenta».
Cuando llega a la cocina, John Heaney no está allí.
Hace años que Frank lo conoce. Solían ir a surfear juntos, cuando John tenía su propio restaurante en Ocean Beach, pero lo perdió en una apuesta en el programa de televisión Monday Night Football.
Frank estaba allí aquel martes por la mañana, a la «hora de los caballeros», cuando John, con resaca y con cara de muerto, se puso a remar.
—¿Qué te pasa? —le preguntó Frank.
—Tengo que cubrir los veinte mil que aposté por los Vikes —respondió John—. Perdieron por un punto, un punto de mierda…
—¿Tienes el dinero?
—No.
Adiós al restaurante.
John empezó a trabajar en el casino de Viejas y eso era como enviar a un alcohólico a trabajar en la destilería de Jack Daniel’s. Cada dos semanas le daban la paga en números rojos hasta que al final el casino lo echó y John fue pasando de un trabajo a otro hasta que Frank le consiguió el curro en Freddie’s.
«¿Qué le vamos a hacer? —piensa Frank—. Para eso están los amigos».
John tiene un buen sueldo en Freddie’s, pero a un ludópata no hay sueldo que le alcance. La última vez que le hablaron de él, Frank oyó que John tenía otro empleo como encargado del último turno en el Hunnybear’s.
—¿Dónde está Johnny? —pregunta al segundo chef, que hace un gesto con la cabeza hacia la puerta de atrás.
Frank comprende: el chef está atrás, al lado del contenedor, aprovechando para fumar y tal vez para beber algo. Junto a cualquier contenedor, en la parte de atrás de cualquier restaurante, uno encuentra una pila de colillas y puede que algunas de esas botellitas de bebidas alcohólicas de las compañías aéreas que el personal ni se molesta en tirar a la basura.
John está chupando un pitillo y mirando fijamente al suelo, como si tuviera la respuesta a algo, y su cuerpo alto y enjuto está encorvado como una de esas esculturas baratas hechas con alambre de percha.
—¿Cómo va la vida, Johnny? —pregunta Frank.
John alza la mirada sobresaltado, como si lo sorprendiera ver a Frank allí de pie.
—¡Por Dios, Frank, me has asustado!
Johnny debe tener entre cincuenta y cinco y sesenta años, pero parece mayor.
—¿Qué te pasa? —pregunta Frank.
John sacude la cabeza:
—El mundo es una mierda, Frank.
—¿Por eso de la Operación Aguijón G? —pregunta Frank—. ¿Tiene el Hunnybear’s algo que ver con eso?
John se pone la mano, con la palma hacia abajo, bajo la barbilla.
—¿Y si lo clausuran? Necesito el dinero, coño, Frank.
—Ya pasará —dice Frank—, como pasa siempre.
John sacude la cabeza.
—No lo sé.
—Tú siempre tendrás trabajo, John —dice Frank—. ¿Quieres que corra la voz?
No le costaría mucho conseguirle otro trabajo en algún restaurante bueno: John cocina bien y, además, es un tío muy simpático. Todo el mundo lo quiere.
—Gracias, Frank; por ahora no.
—Ya me dirás.
—Gracias.
Frank regresa a la mesa justo antes que Donna, agradecido porque siempre hay cola en el baño de señoras y ellas tardan mucho más en quitarse y volver a ponerse encima toda aquella ropa.
—¿Qué tal el chef? —pregunta Donna cuando él se levanta y le separa y le acerca la silla.
Frank vuelve a sentarse y se encoge de hombros con una expresión de inocencia herida.
—Eres incorregible —dice Donna.
Empieza a llover con ganas cuando van por el postre. En realidad, Frank toma postre (tarta de queso y un espresso) y Donna, un café solo. La lluvia cae en forma de gotas gruesas y lentas contra la ventana, pero después aumenta y, al cabo de unos minutos, el viento empieza a arrojar cortinas de agua contra el cristal.
La mayoría de los comensales deja de hablar para observar y escuchar. No llueve a menudo en San Diego —en realidad, cada vez menos en los últimos años— y no suele llover con tanta fuerza. Es el verdadero comienzo del invierno, la breve estación de los monzones en aquel clima mediterráneo, conque se limitan a apoyarse en su asiento y contemplarlo.
Frank observa las cabrillas que se forman.
«Mañana va a estar genial».
El piso de Donna no tiene vista al mar. Queda en la parte posterior del complejo, alejado de la playa, y por eso le costó alrededor de un 60 por ciento menos. A Frank no le importa, porque, cuando va al piso de Donna, lo único que quiere es verla a ella.
Sus relaciones sexuales se rigen por un ritual. Donna no es una de esas mujeres que se quitan la ropa y se meten en la cama, aunque los dos saben que van a acabar allí. Esta noche, como la mayoría de las noches que él va a su casa, entran en la sala de estar y ella pone algo de Sinatra en el estéreo, después sirve dos copas de coñac y se sientan en el sofá a darse el lote.
Frank cree que podría vivir en la curva del cuello de Donna y no salir nunca de allí. Es largo y elegante y el perfume que ella desperdiga en aquel punto hace que la cabeza le dé vueltas. Dedica mucho tiempo a besarle el cuello y a acariciarle con la nariz la cabellera roja; después desciende hasta su hombro y, tras pasar un rato allí, le suelta el tirante del vestido del hombro y del brazo. Ella suele llevar un sujetador negro y eso lo vuelve loco. Él le besa la parte superior de los pechos, mientras su mano le sube por la pierna en un recorrido largo y lento; a continuación la besa en los labios y la oye ronronear en su boca. Entonces ella se pone de pie, lo coge de la mano y lo conduce a su dormitorio.
—Me voy a poner cómoda —le dice.
Entonces desaparece en el cuarto de baño, dejándolo tumbado y totalmente vestido encima de su cama, esperando para ver lo que se va a poner.
Donna usa una ropa interior espléndida. La compra al por mayor a sus proveedores, así que se da todos los gustos.
«Bueno, en realidad, me da el gusto a mí», piensa Frank, mientras se agacha para quitarse los zapatos y después se afloja la corbata.
Una vez, tan solo una vez, se quitó toda la ropa y estaba desnudo en la cama cuando ella salió y le preguntó:
—¿Qué te has creído? —y le pidió que se marchase.
La espera es interminable y él disfruta cada segundo. Sabe que se está vistiendo con cuidado para complacerlo, arreglándose el maquillaje, poniéndose perfume, cepillándose el pelo.
La puerta se abre; ella apaga la luz del cuarto de baño y sale.
Siempre consigue enloquecerlo.
Esta noche lleva solo un negligé verde esmeralda sobre un liguero y medias negras y unos tacones altísimos. Ella se vuelve lentamente, para que él la disfrute desde cada uno de sus ángulos y entonces él se levanta y la coge en sus brazos. Sabe que ahora ella quiere que él tome el control.
Él sabe que uno no se acuesta con Donna, sino que hace el amor con ella, poco a poco y con sumo cuidado, descubriendo cada punto erógeno de su cuerpo increíble y quedándose allí. Ella es bailarina y quiere bailar, de modo que se desliza sobre él con la elegancia y el erotismo de una corista, apoya en él los pechos, las manos, la boca y el pelo, lo desviste y lo pone cachondo. Entonces él la tiende sobre la cama y desciende por su cuerpo largo y le sube el negligé; ella se ha echado perfume en los muslos, «aunque allí no necesita perfume», piensa Frank.
Él se toma su tiempo. No hay prisa y su propia necesidad puede esperar, quiere esperar, porque será mucho mejor si espera.
«Es como el océano —piensa después—, como una ola que sube y después baja, una y otra vez, y después crece, como el oleaje del mar, denso y pesado y adquiriendo velocidad».
Le gusta mirarla a la cara cuando le hace el amor, le gusta ver cómo se le iluminan los ojos verdes y cómo sonríen sus labios elegantes y, esta noche, oír el ruido de la lluvia que aporrea el cristal de la ventana.
Después se quedan tumbados un rato largo, escuchando la lluvia.
—Ha sido hermoso —dice él.
—Como siempre.
—¿Estás bien?
Frank, el trabajador, siempre comprobando su trabajo.
—Muy bien —dice ella—, ¿y tú?
—¿No me has oído gritar?
Se queda allí tumbado por cortesía, por consideración, pero ella sabe que ya está inquieto. A ella no le importa —no es muy aficionada a los arrumacos— y, de todos modos, enseguida se hace de día y ella duerme mejor sola, conque le da el pie habitual:
—Me voy a lavar.
Eso significa que él se puede vestir mientras ella está en el baño y, cuando ella sale, siguen el ritual de siempre:
—¿Cómo? ¿Ya te vas?
—Sí, creo que sí. Tengo muchas cosas que hacer mañana.
—Te puedes quedar, si quieres.
Él hace como que se lo piensa y después dice:
—No, mejor me voy a casa.
Entonces se dan un beso cariñoso y él dice:
—Te quiero.
—Yo también te quiero.
Y después se marcha; va a casa, duerme un poco y vuelve a empezar desde el principio otra vez. Esa es la rutina.
Pero esta noche las cosas no suceden según lo previsto.