2

El muelle de Ocean Beach es el más grande de California.

El tallo central de la gran te mayúscula de hormigón y acero se adentra más de quinientos metros en el océano Pacífico hasta que el travesaño se ramifica hacia el norte y hacia el sur una distancia casi igual. Recorrer a pie todo el muelle supone una excursión de casi dos kilómetros y medio.

El puesto de carnada de Frank, «Carnada y Aparejos Ocean Beach», está situado más o menos a dos tercios del tallo central del lado norte, lo bastante lejos de la cafetería del muelle como para que el olor de la carnada no moleste a los clientes de la cafetería y para que los turistas que van a comer no molesten a los pescadores que son clientes habituales de Frank.

En realidad, muchos de sus clientes suelen acudir también a la cafetería a comer su machaca con huevos y su tortilla de langosta, lo mismo que Frank, porque no es fácil encontrar una buena tortilla de langosta —mejor dicho, no es fácil encontrar tortilla de langosta—, conque, si puedes conseguirla al lado de casa, es cuestión de aprovecharlo, aunque no apetece a las cuatro y cuarto de la madrugada, por más que la cafetería del muelle de Ocean Beach esté abierta las veinticuatro horas, los siete días de la semana.

Frank acaba de despachar su bocadillo de huevo, aparca la furgoneta y va andando hasta su tienda. Podría conducir hasta allí —tiene un pase—, pero, a menos que tenga que llevar un equipo o alguna otra cosa, prefiere andar. A esa hora del día, el océano es espectacular, sobre todo en invierno. El agua tiene un color gris pizarra frío, más intenso aquella mañana por el oleaje que presagia tormenta.

«En esta época del año, parece una embarazada —piensa Frank—: hinchada, irascible, impaciente».

Las olas ya golpean los pilares de hormigón, produciendo pequeñas explosiones de agua blanca debajo del muelle.

A Frank le gusta pensar en el largo viaje de las olas, que echan a rodar cerca de Japón y recorren miles de kilómetros por el Pacífico norte, simplemente para romper contra el muelle.

Habrá un montón de surfistas. No piensa en los gorrones, los aspirantes ni los majaras —ellos se quedarán en tierra a mirar y es mejor así—, sino en los de verdad, los artilleros, que saldrán a disfrutar de aquel oleaje. Olas grandes, que se estrellarán con estruendo a lo largo de los viejos puntos y rompientes que suenan como una letanía en el oficio religioso de los surfistas: Boil, Rockslide, Lescums, Out Ta Sites, Bird Shit, Osprey, Pesky’s. Por los dos lados del muelle de Ocean Beach, al norte y al sur, y después subiendo por la costa: Gage, Avalanche y Stubs.

Frank disfruta con el mero hecho de enumerar mentalmente aquellos lugares.

Los conoce todos, porque son sagrados para él, y eso que solo son las rompientes de los alrededores de Ocean Beach, porque, si uno sigue subiendo a lo largo de la costa desde San Diego, la letanía continúa, de norte a sur: Big Rock, Windansea, Rockpile, Hospital Point, Boomer Beach, Black’s Beach, Seaside Reef, Suckouts, Swami’s, D Street, Tamarack y Carlsbad.

Aquellos nombres tienen magia para el surfista de por allí. No son meros nombres, sino que cada uno contiene recuerdos. Frank creció en aquellos puntos, en la década dorada de 1960, cuando la costa de San Diego era un paraíso con muy poca gente, sin explotar, cuando había muy pocos surfistas y uno los conocía prácticamente a todos.

¡Aquellos veranos interminables!

«Los días parecían durar eternamente —piensa Frank mientras observa una ola que se acerca y pega contra el muelle—. Te levantabas antes del amanecer, como ahora, y trabajabas intensamente todo el día en el atunero de tu viejo, pero regresabas a media tarde y entonces te ibas a la playa a reunirte con tus amigos y a hacer surf hasta que oscurecía, riendo y diciendo gilipolleces en la zona de arranque, haciendo el memo entre nosotros y presumiendo para las chicas que nos miraban desde la playa. Era la época de las tablas largas y grandes: mucho tiempo y mucho espacio; la época de sacar los diez dedos por la proa y de ir a la playa con la tabla a hacerse el interesante, y de los estupendos riffs de guitarra de Dick Dale y las canciones de los Beach Boys, que hablaban de ti, de tu vida, de aquellos dulces días de verano en la playa.

»Siempre parábamos para ver juntos la puesta del sol. Los amigos, las chicas y uno cumplíamos aquel ritual, todos reconocíamos —¿cómo llamarlo?— aquella maravilla. Unos cuantos momentos de calma y respeto, para ver cómo se hundía el sol detrás del horizonte, mientras el agua resplandecía, naranja, rosada y roja, y uno pensaba en lo afortunado que era. Incluso de chaval, ya sabías lo afortunado que eras por estar en aquel lugar en aquel momento y eras tan espabilado que ya te dabas cuenta de que más te valía disfrutarlo.

»Cuando la última tajada de sol rojo desaparecía detrás del horizonte, reuníamos leña, hacíamos una hoguera y asábamos pescado, perritos calientes, hamburguesas o lo que pudiéramos improvisar, comíamos y nos sentábamos alrededor del fuego y alguien sacaba una guitarra y cantaba Sloop John B o Barbara Ann o alguna canción popular vieja y después, si tenías suerte, te alejabas discretamente del fuego con una manta y alguna de las chicas a darte el lote; ella olía a agua salada y a bronceador y a lo mejor te dejaba meterle la mano bajo el sujetador del biquini y no había nada como aquella sensación. Tal vez te pasaras la noche tumbado a su lado sobre la manta y, cuando te despertabas, bajabas a toda prisa a los muelles justo a tiempo para pillar el barco para ir a trabajar y empezar todo el proceso otra vez.

»En aquella época podías hacerlo así: dormir un par de horas, trabajar todo el día, surfear toda la tarde, divertirte toda la noche y seguir adelante. Ahora ya no puedes hacerlo más: si te pasas una noche sin dormir, al día siguiente te duele todo.

»Era una época dorada —piensa Frank y de golpe se pone triste—. Lo llaman “nostalgia”, ¿verdad? —piensa, mientras lucha por recuperarse de su ensueño y camina hacia el puesto de carnada, recordando el verano en un día frío y húmedo de invierno.

»Pensábamos que aquellos veranos no acabarían nunca. Nunca se nos ocurrió que alguna vez sentiríamos el frío en los huesos».

Dos minutos después de abrir, empiezan a llegar los pescadores. Frank conoce a la mayoría —son sus clientes asiduos—, sobre todo los días de semana, cuando los que van los fines de semana tienen que ir a trabajar. Los martes por la mañana vienen los jubilados, los de más de sesenta y cinco, que no tienen nada mejor que hacer con su tiempo que pararse en el muelle, exponiéndose al frío y la humedad, y tratar de pescar. Además —cada vez más con el paso de los años— están los asiáticos —sobre todo vietnamitas, junto con algunos chinos y malasios— de mediana edad, para los cuales aquello es su trabajo —es su manera de llevar comida a la mesa—, y que todavía parecen asombrarse de poder hacerlo casi gratis: compran un permiso de pesca y un poco de carnada, echan el sedal y alimentan a sus familias gracias a la generosidad del mar.

«Caray —piensa Frank—, ¿acaso no es lo mismo que han hecho aquí siempre los inmigrantes? —Ha leído artículos sobre una flota de juncos de pesca que tenían los chinos allá por la década de 1850, hasta que las leyes de inmigración les prohibieron la entrada—. Después, mi propio abuelo y los demás inmigrantes italianos pusieron en marcha la flota atunera y se zambullían en busca de orejas marinas. Ahora los asiáticos vuelven a hacer lo mismo: alimentar a sus familias con los productos del mar».

Conque están los jubilados y los asiáticos y además están los obreros blancos jóvenes, la mayoría empleados en empresas de servicio público que salen del turno de noche, para los cuales el muelle es su territorio ancestral y a los que sienta mal que los asiáticos «recién llegados» ocupen «sus lugares». Alrededor de la mitad de estos tíos no pescan con cañas, sino con ballestas.

Para Frank no son pescadores, sino cazadores que esperan a ver un destello en el agua y disparan una de aquellas flechas, sujetas a cuerdas largas para poder sacar los peces. De vez en cuando disparan demasiado cerca de un surfista que sale junto al muelle y ha habido unas cuantas peleas por eso, de modo que hay algo de tensión entre los surfistas y los ballesteros.

A Frank no le gusta que haya tensión en su muelle.

En la pesca, el surf y el agua tiene que haber diversión, en lugar de tensión. El océano es grande, muchachos, y hay espacio para todos.

Esta es su filosofía y Frank la comparte sin restricciones. Todo el mundo quiere a Frank, el vendedor de carnada.

Lo quieren los asiduos, porque siempre sabe qué peces andan por ahí y qué se está pescando y jamás te venderá un cebo si sabe que no sirve. Los pescadores ocasionales lo quieren por el mismo motivo y porque, si un sábado van con su hijo, saben que Frank va a despertar su interés y le va a encontrar un lugarcito donde seguro que pesca algo, aunque tenga que desplazar un ralo a algún asiduo para conseguirlo. Lo quieren los turistas, porque siempre los recibe con una sonrisa y una frase divertida y un cumplido para las mujeres, un leve coqueteo, aunque sin llegar nunca a tirarles los tejos.

Así es Frank, el vendedor de carnada, que decora su puesto en Navidad como si fuera el Rockefeller Center, se disfraza en Halloween y reparte caramelos a todos los que pasan y todos los años organiza un certamen infantil de pesca y da premios a todos los chavales que participan.

Los lugareños lo quieren porque patrocina un equipo de la liga de béisbol infantil y paga el uniforme de un equipo infantil de fútbol, aunque detesta el fútbol y jamás va a ver ningún partido, paga un anuncio en el programa de todas las producciones teatrales de los institutos y ha pagado los aros de baloncesto del parque municipal.

Esta mañana, después de que consigue la carnada para sus primeros clientes, se produce como siempre un paréntesis que aprovecha para relajarse y observar a los surfistas que ya han salido con la «patrulla del amanecer»: son los cargadores jóvenes y fuertes, que salen a surfear antes de ir a trabajar.

«Hace unos años, yo habría estado entre ellos —piensa con una leve punzada de envidia, pero enseguida se ríe de sí mismo—. ¿Unos años? Seamos realistas. Estos chavales con sus tablas cortas van cambiando constantemente de dirección hacia la parte rompiente de la ola. ¡Por Dios! Suponiendo que pudieras hacer algo así, lo más probable es que te destrozaras la espalda y tuvieras que quedarte en la cama una semana. Hace veinte años que no puedes competir con ellos y lo único que conseguirías sería estorbar y lo sabes perfectamente».

Así que se sienta y se pone a hacer las palabras cruzadas, otro regalo de Herbie, que lo aficionó a los crucigramas. Últimamente piensa mucho en Herbie Goldstein, sobre todo aquella mañana.

«Tal vez sea la tormenta —piensa—. Las tormentas hacen surgir los recuerdos, igual que dejan cosas flotando en la playa. Son cosas que uno piensa que han desaparecido para siempre hasta que, de repente, aparecen allí: descoloridas, gastadas, pero allí otra vez».

Se sienta y trata de resolver el crucigrama mientras piensa en Herbie y espera la «hora de los caballeros».

La «hora de los caballeros» es un clásico en todos los lugares con buena ola de California. Comienza alrededor de las ocho y media o las nueve de la mañana, cuando los jovencitos con las tablas más rápidas se han marchado precipitadamente a sus trabajos diurnos y dejan el agua para los tíos con horarios más flexibles, con lo cual la zona de arranque se llena de médicos, abogados, inversores inmobiliarios, los primeros ejecutivos que han comprado empresas nacionales, algunos maestros jubilados; en resumen: caballeros.

Tienen más edad, evidentemente, y la mayoría llevan tablas largas y grandes y un estilo más directo, más pausado, menos competitivo y mucho más amable. Nadie tiene demasiada prisa y nadie se mete en la ola de otro ni se preocupa si no ha remontado ninguna ola. Todos saben que mañana habrá más olas y pasado mañana también y lo mismo al día siguiente. La verdad es que buena parte de la navegada consiste en esperar en la zona de arranque o incluso de pie en la playa, intercambiando mentiras sobre olas gigantes y revolcones violentos y contando anécdotas sobre los viejos tiempos, que van mejorando con cada nueva versión.

Deja que los chavales la llamen «la hora del geriátrico». ¡Qué sabrán ellos!

«La vida es como una gran naranja —piensa Frank—. Cuando eres joven, la exprimes mucho y rápido tratando de sacarle todo el zumo enseguida. Cuando te haces mayor, la exprimes lentamente saboreando cada gota porque, primero, nunca sabes la cantidad de gotas que te quedan y, segundo, las últimas gotas son las más dulces».

Mientras piensa en esto, empieza un altercado al otro lado del muelle.

«Tendremos una buena historia para la “hora de los caballeros”», piensa Frank, mientras se acerca a ver lo que pasa.

¡Qué gracia! Un ballestero y un vietnamita han pescado el mismo pez y están a punto de llegar a las manos sobre quién lo pescó primero: si el ballestero le disparó después de que mordiera el anzuelo del vietnamita o el vietnamita lo enganchó cuando ya estaba clavado en la flecha del ballestero.

El pobre pescado está colgado en el aire en el vértice de aquel triángulo insólito, mientras los dos individuos juegan al tira y afloja con sus sedales, pero un vistazo revela a Frank que quien tiene la razón es el vietnamita, porque el pescado tiene su anzuelo en la boca y es poco probable que un pescado con el cuerpo atravesado por una flecha decida que tiene apetito y trate de comerse un pececillo.

Sin embargo, el ballestero le da un buen tirón y se queda con el pescado.

El vietnamita empieza a gritarle y se congrega un gentío. Da la impresión de que el ballestero está a punto de golpear al vietnamita contra el muelle. Podría hacerlo fácilmente, porque es grandote, más grande incluso que Frank.

Frank se abre paso entre la multitud y se sitúa entre los dos rivales.

—El pescado es de él —dice Frank al ballestero.

—¿Y tú quién coño eres?

La pregunta demuestra una ignorancia supina. Es Frank, el vendedor de carnada, y todos los que frecuentan el muelle lo saben. Cualquier asiduo sabría también que Frank, el vendedor de carnada, es uno de los encargados de mantener la ley y el orden en el muelle.

Es que en todo lo relacionado con el agua (ya sea la playa, el muelle o una ola) hay algún sheriff que, por una cuestión de antigüedad y de respeto, mantiene el orden y resuelve las controversias. En la playa suele ser un socorrista, alguna persona mayor que se ha convertido en una leyenda del socorrismo. En la zona de arranque, son uno o dos tíos que han estado navegando aquella rompiente desde siempre. En el muelle de Ocean Beach, es Frank.

No se discute con el sheriff. Puedes exponer tus argumentos, puedes expresar tu queja, pero su resolución no se cuestiona, y, desde luego, no le preguntas quién es, porque uno debería saberlo. No saber quién es el sheriff quiere decir, automáticamente, que uno es un intruso cuya ignorancia probablemente lo incrimina de entrada.

Además, al ballestero se le nota mucho que es de la zona de East County: desde el chaleco de plumas hasta la gorra de béisbol con la inscripción «Keep on Truckin’» y el peinado que lleva debajo. Frank supone que es de El Cajón[1] y siempre le divierte que un tío que vive a más de sesenta kilómetros del mar tenga un sentido tan desarrollado de la parte que le corresponde de él.

Ni se molesta en responderle.

—Es evidente que él lo enganchó primero y que usted le disparó mientras él estaba enrollando el sedal —dice Frank.

Es lo mismo que el vietnamita dice rápido, a voz en grito, sin parar y en vietnamita, conque Frank se vuelve hacia él y le pide que se calme. Le inspira respeto, porque no se echa atrás, aunque mide treinta centímetros menos y pesa sesenta kilos menos.

«Está claro que no se va a echar atrás —piensa Frank—: está tratando de dar de comer a su familia».

Entonces Frank se vuelve al ballestero.

—Dele su pescado. Hay muchos más en el océano.

El ballestero no está dispuesto a tolerarlo. Mira a Frank con odio y, viéndole los ojos, Frank se da cuenta de que suele consumir drogas.

«Pues qué bien —piensa Frank—: con la cabeza llena de speed, será mucho más fácil tratar con él».

—Estos chinos de mierda se están quedando con todos los peces —dice el ballestero, mientras vuelve a cargar la ballesta.

Es posible que el vietnamita no hable mucho inglés, pero, a juzgar por su mirada, conoce la expresión «chino de mierda».

«Es probable que la haya oído muchas veces», piensa Frank, avergonzado.

—Oiga, East County —dice Frank—, que por aquí no solemos hablar así.

El ballestero está a punto de empezar a discutir, pero se detiene. Simplemente se detiene. Es posible que sea imbécil, pero no es ciego y ve algo en los ojos de Frank que le hace cerrar la boca.

Frank mira al ballestero directamente a los ojos drogados y le dice:

—Y no quiero volver a verlo en mi muelle. Busque otro lugar para pescar.

Al ballestero se le han pasado las ganas de discutir; coge lo que ha pescado y emprende el camino de regreso por el muelle. Frank regresa a la tienda de carnada a ponerse el traje de neopreno.