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«¡Qué trabajo me da ser yo!», piensa Frank Machianno cuando suena el despertador a las cuatro menos cuarto de la mañana.

Se levanta enseguida y siente en los pies el frío del suelo de madera.

Tiene razón: qué trabajo le da ser él.

Cruza sin hacer ruido el suelo de madera que ha pulido y barnizado él mismo y se mete en la ducha. Tarda solo un minuto en ducharse y ese es uno de los motivos por los que le gusta llevar corto el pelo canoso.

«Así no tardo mucho en lavarlo», le dice a Donna cuando ella se queja.

Tarda treinta segundos en secarse; a continuación se enrolla la toalla a la cintura, que últimamente ha crecido más de lo que quisiera, se afeita y se lava los dientes. De camino a la cocina atraviesa el salón, donde recoge un mando a distancia, aprieta un botón y de los altavoces sale La Bohème a todo volumen. Una de las ventajas de vivir solo —«tal vez sea la única ventaja de vivir solo», piensa Frank— es que puedes escuchar ópera a las cuatro de la mañana sin incordiar a nadie. La casa es sólida y tiene paredes gruesas, como las de antes, conque las arias que Frank escucha de madrugada tampoco molestan a los vecinos.

Frank tiene un par de abonos para la Ópera de San Diego y Donna es tan amable que finge que realmente le gusta acompañarlo. Hasta hizo como que no se daba cuenta de que él había llorado al final de La Bohème, cuando Mimi muere.

Mientras se dirige a la cocina, canta con Victoria de los Ángeles:

«… ma quando vien lo sgelo,

il primo sole è mio

il primo bacio dell’aprile è mio!

il primo sole è mio!…».

A Frank le encanta su cocina.

Él mismo colocó las baldosas blancas y negras clásicas y, con ayuda de un amigo carpintero, la encimera y los armarios. Encontró el viejo tajo de carnicero en una tienda de antigüedades del barrio italiano. No estaba en muy buen estado cuando lo compró —estaba seco y empezaba a agrietarse— y tuvo que frotarle aceite durante meses para que volviera a estar en óptimas condiciones, pero a él le encanta por sus imperfecciones, sus desportilladuras y sus marcas, que él llama «medallas de honor», después de años y años de fiel servicio.

—Es que lo han usado otras personas —dijo a Donna cuando ella le preguntó por qué sencillamente no se compraba uno nuevo, ya que se lo podía permitir—. Si acercas la nariz, hasta puedes oler dónde picaban el ajo.

—Los hombres italianos y sus madres —dijo Donna.

—Mi madre cocinaba bien —respondió Frank—, pero el que sabía cocinar de verdad era mi padre. Fue él quien me enseñó.

«Y le enseñó bien», pensaba Donna.

Podrás pensar muchas otras cosas sobre Frank Machianno (como que puede ser un auténtico coñazo), pero no cabe duda de que sabe cocinar. También sabe tratar a las mujeres. Es posible que los dos atributos tengan algo que ver. En realidad, fue Frank quien se lo sugirió.

—Hacer el amor es como preparar una buena salsa —le dijo una noche en la cama, después de la «refriega».

—No sigas, Frank, mientras estás a tiempo —le dijo ella.

No le hizo caso.

—Tienes que tomarte tu tiempo, usar la cantidad exacta de las especias adecuadas, saborearlas una a una y después, poco a poco, ir subiendo el fuego hasta que la salsa entra en ebullición.

«Lo que tiene de especial Frank Machianno —pensó ella, acostada a su lado— es que acaba de comparar tu cuerpo con una boloñesa y no lo echas a patadas de la cama».

Tal vez sea por lo mucho que se esmera. Ella ha ido con él en el coche de un lado a otro de la ciudad, a cinco tiendas diferentes, a comprar en cada una de ellas un ingrediente distinto para preparar un solo plato. («Las mejores salsiccie son las de Cristafaro, Donna».) Presta la misma atención a los detalles en el dormitorio y sabe cómo hacer —digamos— que la salsa entre en ebullición.

Aquella mañana, como siempre, abre un bote cerrado al vacío que contiene granos de café verde Kona y echa varias cucharadas en la pequeña tostadora que compró a través de uno de los catálogos para chefs que siempre le llegan por correo.

Donna no para de darle la lata con la cuestión de los granos de café:

—Cómprate una cafetera automática, de esas que vienen con temporizador —le decía—, y así tendrás listo el café al salir de la ducha. Hasta podrías dormir unos minutos más.

—Pero no sería igual de bueno.

—¡Qué trabajo te da ser tú! —decía Donna.

«¿Qué le voy a decir? —pensaba Frank—. Tiene razón».

—¿Has oído hablar de eso que llaman «calidad de vida»? —le preguntaba él.

—Pues sí —decía Donna—, por lo general con referencia a los enfermos terminales, sobre si los desenchufan o no.

—Esta es una cuestión de calidad de vida —respondía Frank.

«Claro que sí —piensa esta mañana, mientras disfruta del olor de los granos de café al tostarse y pone a hervir el agua—. La calidad de vida tiene que ver con pequeñeces: con hacerlas bien y hacerlas como corresponde».

De la rejilla que está colgada encima del tajo coge una sartén pequeña y la pone sobre el hornillo. Le echa una rebanada fina de mantequilla; justo cuando empieza a fundirse, rompe un huevo en la sartén y, mientras se fríe, corta al medio un bagel de cebolla. Con mucho cuidado, retira el huevo con una espátula de plástico —solo plástico, porque el metal rayaría la superficie antiadhesiva, algo que, aparentemente, Donna es incapaz de recordar y por eso no está autorizada a cocinar en la cucina de Frank— y lo coloca sobre una de las dos mitades, pone encima la otra y envuelve el bocadillo de huevo en una servilleta de hilo para que no se enfríe.

Evidentemente, Donna le da la tabarra por el huevo diario.

—Es un huevo —le dice él—, no una granada de mano.

—Tienes sesenta y dos años, Frank —dice ella—, y has de vigilar el colesterol.

—Que no, que han descubierto que eso no es cierto —dice él—. ¿Por qué tiene el huevo que pagar todos los platos rotos?

Su hija, Jill, también lo acosa con el tema. Acaba de terminar el curso de preparación para estudiar medicina en la Universidad de California en San Diego, de modo que, evidentemente, lo sabe todo, pero él le dice que no.

—Todavía no has empezado a estudiar medicina —le dice—. Cuando acabes la carrera, podrás darme la lata con los huevos.

«Estados Unidos es el único país del mundo que le teme a su propia comida», piensa.

Cuando tiene listo el bocadillo letal, los granos de café ya se han tostado. Los pone en el molinillo exactamente durante diez segundos y a continuación echa el calé molido en la cafetera a presión francesa, vierte el agua hirviendo y lo deja reposar durante los cuatro minutos recomendados.

No pierde esos minutos, sino que los emplea en vestirse.

—Que un ser humano civilizado sea capaz de vestirse en cuatro minutos es algo que me supera —comentaba Donna.

«Es fácil —piensa Frank—, sobre todo si has dejado la ropa preparada la noche anterior y te dedicas a vender carnada».

Aquella mañana se pone un par de calzoncillos limpios, calcetines gruesos de lana, una camisa de franela y un par de vaqueros viejos y después se sienta en la cama para ponerse las botas de trabajo.

Cuando regresa a la cocina, el café está listo. Lo vierte en un vaso de metal para llevar y bebe el primer sorbo.

A Frank le encanta aquel primer sorbo de café, sobre todo cuando está recién tostado, recién molido y recién hecho. Eso es calidad de vida.

«Los detalles cuentan», piensa.

Tapa el vaso y lo apoya en la encimera, mientras descuelga su vieja sudadera con capucha del gancho de la pared y se la pone, se encasqueta una gorra de lana negra y coge las llaves del coche y la cartera del lugar que les corresponde.

También coge el Union-Tribune del día anterior, del cual se ha reservado las palabras cruzadas. Las hace al final de la mañana, cuando la venta de carnada disminuye.

Vuelve a coger el café y el bocadillo de huevo, apaga el equipo de música y está listo para partir.

Es invierno en San Diego y afuera hace frío.

De acuerdo, lo del frío es relativo —aquello no es Wisconsin ni Dakota del Norte—: no es uno de esos fríos dolorosos que hacen que el motor no arranque y que parece que la cara se te va a agrietar y caer a pedazos, pero en enero en cualquier lugar del hemisferio norte hace, como mínimo, bastante frío a las cuatro y diez de la madrugada.

«Sobre todo —piensa Frank, mientras monta en su furgoneta Toyota—, cuando tienes más de sesenta y la sangre tarda un poco en calentarse por la mañana».

De todos modos, le encanta la madrugada. Es la parte del día que más le gusta.

Es su hora de tranquilidad, la única parte de su día ajetreado que es realmente sosegada, y le encanta ver salir el sol sobre las colinas al este de la ciudad y ver cómo el cielo sobre el mar se vuelve rosado, mientras el agua va cambiando de negro a gris.

Aunque todavía falta para eso. Todavía está negro.

Sintoniza una emisora local de radio AM para escuchar el informe meteorológico: lluvia y más lluvia. Entra un gran frente procedente del Pacífico norte. Presta atención a medias mientras el presentador da las noticias locales. Lo habitual: cuatro casas más de Oceanside se han deslizado por una ladera y han caído al barro, los auditores municipales no se ponen de acuerdo sobre si la ciudad está al borde de la quiebra o no y los precios de las viviendas han vuelto a subir.

Después, el escándalo del ayuntamiento: como consecuencia de la Operación Aguijón G del FBI, se acusa a cuatro concejales de aceptar sobornos de los dueños de los clubes de estriptis para revocar la ordenanza municipal que prohibe el contacto físico en los clubes. Han untado a dos agentes de la brigada antivicio para que hagan la vista gorda.

«Será una noticia, pero no es nada nuevo», piensa Frank.

Como San Diego es una ciudad portuaria de la Armada, el negocio del sexo siempre ha sido una parte importante de la economía. Sobornar a un concejal para que un marinero pueda sentar en sus rodillas a una bailarina semidesnuda es prácticamente un deber cívico.

Sin embargo, si el FBI quiere perder el tiempo con las estríperes, a Frank no le importa. ¿Cuánto hace —como veinte años— que no pisa un club de estriptis?

Frank vuelve a sintonizar la emisora de música clásica, abre la servilleta de hilo que lleva en el regazo y se come el bocadillo de huevo mientras conduce hacia Ocean Beach. Le agrada el regusto de la cebolla en el bagel en contraste con el sabor del huevo y lo amargo del café.

Fue Herbie Goldstein, que en paz descanse, quien lo aficionó a los bagels de cebolla, en la época en la que Las Vegas todavía era Las Vegas, antes de convertirse en Disney World con mesas de mierda, y Herbie, con sus ciento setenta kilos, era un jugador insólito y un donjuán más insólito aún. Habían estado dando vueltas toda la noche, recorriendo espectáculos y clubes nocturnos con un par de chicas guapísimas, cuando Herbie había entrado en cierto modo en su órbita. Decidieron salir a desayunar y Herbie convenció a un Frank renuente para que probara un bagel de cebolla.

—Vamos, italianini —había dicho Herbie—, amplía tus horizontes.

Herbie le había hecho un favor, porque a Frank le gustan mucho los bagels de cebolla, aunque solo cuando los puede comprar recién hechos en una tiendecita de comida kosher de Hillcrest. Vamos, que el bocadillo de huevo hecho con un bagel de cebolla es lo mejor de su rutina matinal.

—Lo normal es desayunar sentado —le decía Donna.

—Yo me siento —respondía Frank—, voy sentado conduciendo.

¿Cómo lo llama Jill? Los chavales de ahora creen que fueron ellos los que inventaron eso de hacer más de una cosa a la vez —tendrían que haberse puesto a criar hijos en los viejos tiempos, antes de que se inventaran los pañales desechables, las lavadoras-secadoras y los microondas— y le han puesto un nombre estrambótico: «Multitarea».

«Eso es —piensa Frank—, yo soy como los jóvenes: multitarea».