Twissell se culpó a sí mismo de su pánico inicial a medida que éste fue desapareciendo. Había actuado con bastante rapidez al hacer que buscasen a Manfield, pero luego se había dejado trastornar, primero por la lentitud de Manfield en comprender y luego por la reluctancia neurótica de aquel hombre a la hora de ayudar.
Sólo cuando Twissell, en la negativa a colaborar de Manfield, reconoció el torbellino de un dolor y una culpabilidad escondidas, fue nuevamente capaz de recobrar la iniciativa. Lo consiguió dejando hablar a Manfield. Sintió que el suelo iba volviendo a endurecerse bajo sus pies, y recobró el equilibrio.
No intentó hacer que Manfield se apresurase. Dejó que pasasen los minutos. Cuando Manfield acabó, Twissell estaba empezando a encontrarle de nuevo sabor a sus cigarrillos.
No se apresuró a hablar. Al contrario, dejó que pasasen dos minutos en tanto que la catarsis de la confesión purgaba a Manfield de su carga de culpabilidad.
En tanto que ejecutor, Twissell tenía un cierto conocimiento, naturalmente, de la ingeniería psíquica. Intelectual, ya que no emocionalmente, podía ir siguiendo el funcionamiento de la mente de Manfield. Lo que le había ocurrido era el equivalente a reventar un absceso. Algún día, pensó Twissell, la ingeniería psíquica tendría que ser elevada al rango de una clasificación separada de especialidad dentro de la eternidad.
Por fin habló sin alzar la voz.
—Si la eternidad llega a su fin, el equivalente de su tragedia le sucederá a un número incontable de hombres y mujeres. Usted puede evitarlo.
Aguardó unos instantes y luego siguió hablando.
—Usted conoce la Historia Primitiva. Sabe cómo era. Era una realidad que fluía ciegamente siguiendo la línea de probabilidad máxima. En los siglos de fisiotiempo en que ha existido la eternidad, hemos elevado nuestra realidad a un nivel de bienestar que está mucho más allá de todo lo conocido en los tiempos primitivos, pero también a un nivel que, de no ser por nuestra interferencia, sería ciertamente de una probabilidad muy escasa.
Twissell observó atentamente a Manfield, que seguía callado, y continuó:
—Con la eternidad desaparecida, un millón de años de historia humana revertirán de nuevo a una realidad inmutable de ignorancia, matanzas y miseria. Su propia experiencia debería darle una mayor capacidad para comprender el significado de eso y la necesidad de evitarlo, mucho más de todo lo que yo pueda decirle.
Manfield alzó la cabeza.
—Pero, ¿qué puedo hacer?
Era un acto de rendición y Twissell lo sabía. Actuó de inmediato para evitar que su interlocutor pudiese reconsiderar su postura y se acercó rápidamente a los controles de la cabina a través de la cual Cooper había desaparecido más allá del inicio de la eternidad.
—Venga aquí, Manfield.
En total, Twissell había perdido una hora pero con esa hora había ganado una oportunidad. No se permitió pensar lo pequeña que era esa oportunidad.
Estaba muy nervioso. Al menos, estaba haciendo algo.
—Esto es el crono-control —dijo—, el reóstato que controla la longitud temporal del impulso de la cabina. Si hubiese añadido un seguro para evitar que sus coordenadas pudiesen variar una vez dispuestas…, pero, por supuesto, detalles así se los dejaba siempre a Horemm.
Sonrió amargamente.
—Horemm estaba en esa posición —prosiguió—. Hizo girar el control en el mismo instante en que cerraba el conmutador. Eso es lo que me dijo. Y si puedo seguir el curso de sus emociones en esos instantes, movió una sola vez la mano en el crono-control para hacerlo girar una sola vez, con un impulso espasmódico de odio e ira.
Y al decir esto Twissell, su propio rostro pareció reflejar esas emociones y su mano, aferrando el dial de porcelana, lo hizo girar salvajemente.
—¿Cuál es la lectura? —preguntó, casi sin aliento.
Manfield se inclinó sobre el dial.
—En algún lugar cercano al 20. Veamos, diecinueve…
—No sirve de nada leerlo de tan cerca —dijo Twissell—. No puede ser más que una aproximación. —Se llevó el cigarrillo a los labios, atisbando a través del humo. Y añadió—: ¿Qué sabe del 20, Manfield?
El instructor se encogió de hombros.
—Lo ha estudiado, por supuesto —dijo Twissell.
—Oh, sí.
—Muy bien. Pongámonos en el lugar de Cooper. Es un muchacho brillante; inteligente e imaginativo, ¿no cree usted?
—Un joven muy capaz.
—Y un eterno. Eso es lo importante. —Twissell agitó el dedo—. Eso es lo importante. Está acostumbrado a la idea de comunicar a través del tiempo. No es probable que se rinda a la idea de haber quedado abandonado a la deriva en él. Sabrá que le vamos a buscar.
—Sí, pero, ejecutor, ¿qué puede hacer al respecto?
El astuto y anciano rostro de Twissell, convertido en un amasijo de arrugas, miró a Manfield sin verle en realidad.
—¿Hay alguna fuente particular que usted usase al estudiar los 20? ¿Algún documento, archivos, películas, objetos, obras de referencia? Me refiero a fuentes primarias, que datasen de ese mismo tiempo.
—Naturalmente.
—¿Y él las estudió con usted?
—Sí.
—Entonces, ¿no es natural imaginar que él puede tratar de insertar en uno de esos objetos, un objeto que él sabría que usted tenía la costumbre de ver y estudiar, alguna referencia a su propia persona?
—Eso es una conjetura que se sostiene de un finísimo hilo.
—Quizá —accedió rápidamente Twissell—. Pero, ¿qué otra cosa puede hacer? Si no hace nada estamos acabados, se terminó, todo ha terminado. La única oportunidad que tenemos es el que haya hecho algo y que podamos llegar a entender lo que ha pensado hacer. Por eso le necesito. En primer lugar, usted le conoce mejor. Durante cinco años le ha tenido de modo continuo bajo su cuidado. Segundo, es la persona con quien intentará automáticamente ponerse en contacto. Si conoce y quiere a alguien en la eternidad, es a usted. Tercero, usted y sólo usted sabrá dónde mirar; usted y sólo usted será capaz de reconocer su mensaje.
—Pero no sé dónde mirar —dijo Manfield, sacudiendo ansiosamente la cabeza.
—Pregúnteselo a sí mismo: ¿había alguna fuente que usted consultase con mayor frecuencia que otras respecto al 20? ¿Existe alguna forma peculiar de registro que Cooper asociase automáticamente con el 20? Piense, hombre. Es nuestra única oportunidad.
Y aguardó, apretando fuertemente los labios.
—Estaban las revistas de noticias —dijo Manfield—. Eran un fenómeno anterior al segundo milenio. Una en particular era muy útil. Su primer número se remonta a 1923… Por supuesto, quizás ha sido enviado aún más pronto.
—Y quizá no. Tenemos que empezar por alguna parte, Manfield.
—Prosiguió hasta bien avanzado el 22.
—Muy bien. ¿Supone usted que hay algún modo en el que podría usar esa revista para transmitir un mensaje? Recuerde, él sabrá que usted va a leerlo; que estará familiarizado con él, que sabrá cómo interpretarlo.
—No lo sé. —Manfield volvió a menear la cabeza—. Le gustaba utilizar un estilo artificioso. La revista tendía a ser bastante selectiva. Sería difícil, incluso imposible, confiar en que fuese a imprimir algo que usted hubiese planeado que imprimiesen. Digamos que incluso si Cooper se las hubiese arreglado para colocarse en su personal, lo cual es muy improbable, no podría estar seguro de que sus escritos lograsen rebasar a los distintos editores. No se me ocurre nada, ejecutor.
—¡En el nombre de Cronos, piense! —dijo Twissell—. Concéntrese en esa revista. Está en el 20, es usted Cooper con su educación y sus antecedentes. Manfield, usted enseñó al muchacho. Y ha sido un programador con entrenamiento en psicoingeniería. ¿Qué haría él? ¿Cómo se las arreglaría para colocar algo en la revista, algo con el texto exacto que desea?
Manfield abrió un poco más los ojos.
—¡Un anuncio!
—¿Qué?
—Un anuncio. Un aviso pagado que estarían obligados a imprimir exactamente tal y como él pidiese.
—Ah, sí. Tienen algo parecido en el 182.
—Me imagino que lo tienen en muchas eras, pero el 20 dejó al máximo en ese terreno. De hecho —dijo Manfield, animándose repentinamente con el tema—, el 20 es en muchos aspectos la cumbre de los tiempos primitivos. El medio cultural…
—Ahora no, Manfield. Vuelva al anuncio. ¿De qué clase sería?
—No tengo ni la menor idea, ejecutor.
Twissell contempló el extremo encendido de su cigarrillo como si buscase en él la inspiración.
—No puede decir nada de un modo directo. No puede decir: Cooper, del 28, llamando a la eternidad…
—Podría decirlo.
—Si lo hiciese sería un estúpido, y no creo que lo sea. Con eso estaría pidiendo un cambio cuántico.
—Más probablemente estaría pidiendo que lo detuviesen y lo pusiesen bajo observación por enfermedad mental. En los tiempos primitivos, cualquier implicación hecha seriamente sobre el viaje temporal era una pura locura.
—Muy bien. De un modo indirecto, así tendrá que ser. Debe parecerles perfectamente normal a los hombres del tiempo. Perfectamente normal. Y, con todo, debe ser obvio para nosotros. Muy obvio. Obvio al primer vistazo, porque tendremos que encontrarlo entre incontables artículos individualizados. Manfield, ¿cuál supone que debe ser su tamaño? ¿Son caros esos anuncios?
—Yo diría que son más bien moderados.
—Y, hablando de un modo ideal, para evitar el tipo erróneo de atención —dijo Twissell, debería ser más bien pequeño. Imagine, Manfield. ¿Qué tamaño?
Manfield extendió las manos.
—¿Media columna?
—Muy bien. Ahora tenemos ya una primera aproximación. Buscar un anuncio de media columna que, prácticamente al primer vistazo, evidencie que el hombre que lo hizo insertar viene de otro tiempo y que, con todo, sea un anuncio tan normal que ningún hombre de ese tiempo vea nada raro en él.
—¿Y si no lo encuentro? —preguntó el instructor.
—Entonces pensaremos en otra alternativa para que la investigue. Y si eso fracasa, intentaremos otra cosa, y luego otra, mientras que sigamos con vida y siga existiendo la eternidad.
Twissell se acordaba ahora de su pánico sólo como un mal sueño indigno de ser recordado. Ahora estaba haciendo algo; estaba actuando. Su aguda mente estaba totalmente ocupada con la emoción de la cacería y ni en lo más mínimo con las consecuencias del fracaso.
Twissell contempló con curiosidad los libros de la biblioteca de Manfield. De vez en cuando, porque no podía soportar el permanecer sin hacer nada, sacaba uno de su lugar, hojeando sus páginas quebradizas y pronunciando en silencio las arcaicas palabras. Su conocimiento del dialecto del tercer milenio, aunque no era todo lo amplio que le hubiese gustado que creyesen los demás, era el suficiente como para permitirle entender alguna frase y, a veces, incluso párrafos enteros.
—Este es el inglés del que siempre andan hablando los lingüistas, ¿no? —preguntó, golpeando una página con la punta del dedo.
—Inglés —murmuró Manfield.
Twissell jamás había estado en un cuando tan alejado hacia abajo. Aquí toda la eternidad parecía como enmohecida, como si no se tratase realmente de la eternidad sino de una era primitiva algo más avanzada de lo habitual.
Quizá fuese la biblioteca lo que le producía esa sensación. Twissell estaba familiarizado con varias eras dotadas de libros. Había otras eras, como las de la grabación molecular. Su propio siglo, naturalmente y como otros muchos, se trataba de una era en la que se usaban las películas. Sin embargo, libros como ésos, al mismo tiempo que eran placenteramente exóticos, no estaban en absoluto pasados de moda.
Pero cuando estaban alineados en tales cantidades…
Incluso en las secciones de la eternidad entregadas a las eras de libros, los que se hallaban en las bibliotecas de la eternidad eran convertidos a películas o modelos moleculares, aunque sólo fuese en consideración al ahorro de espacio.
Twissell buscó con la mirada a Manfield. Los anchos hombros del instructor seguían encorvados sobre el iluminado escritorio. Todo lo que se veía de su cabeza era su cabellera castaña en el más absoluto desorden.
«Cultiva el arcaísmo —pensó Twissell—. Prefiere los libros. Se oculta en un universo de realidad fijada. Esa es su seguridad.»
Pero se encontraba demasiado inquieto como para concentrarse demasiado tiempo en una idea, fuese la que fuese. Sacó otro libro del estante, abriéndolo al azar. Y si, sencillamente, volviese una página y allí…, allí…
Se ruborizó interiormente y dejó el libro.
Manfield pasaba las páginas con regularidad, moviendo sólo una mano, el resto del cuerpo congelado en una postura de rígida atención.
Con lo que parecían eones de intervalo, Manfield se levantaba, gruñendo, en busca de un nuevo volumen. En esas ocasiones hada una pausa para tomar un café, un bocadillo o atender a otras necesidades.
—Es inútil que usted se quede —dijo Manfield cansadamente.
—¿Le molesto?
—Por supuesto que no.
—Entonces, me quedaré.
Twissell, sintiendo frío y soledad, reanudó su delicado, esporádico e inútil asalto a las estanterías de libros, con las chispas de su cigarrillo, que ardía furiosamente, quemándole las puntas de los dedos sin que él les prestase atención.
Y pasó un fisiodía.
—Hay tanto —dijo Twissell con impotencia—. Tiene que haber un modo más rápido.
—Diga cuál —respondió Manfield—. No puedo pasar por alto ni una sola página.
—¿Cuántos ha examinado?
—Nueve volúmenes. Cuatro años y medio.
—Habrá aterrizado al borde del desierto del sudoeste de América del Norte —dijo Twissell. Eso fue algo deliberado ya que está escasamente poblado, incluso en el 20, creo.
Manfield asintió de modo ausente y pasó otra página.
—Pretendíamos que pasase algún tiempo sin ser molestado, para que pudiese ajustarse. Tenía una buena provisión de agua y alimentos. Tendría que andar con cautela. Pasarían días antes de que entrase en contacto con un área realmente poblada y corriese un riesgo considerable de cambio cuántico. Puede que tengamos semanas de tiempo. —No estaba demasiado seguro de lo que creía en realidad, pero lo dijo de nuevo. Puede que tengamos semanas de tiempo.
Metódicamente, Manfield pasó otra página, y luego otra.
—Al final —dijo—, las hojas empiezan a volverse borrosas y eso quiere decir que es hora de dormir.
El segundo fisiodía pasó.
Y a las 10.22 del tercer fisiodía, Manfield dijo, en voz baja y asombrada:
—Esto es.
Twissell no comprendió lo que había dicho.
—¿Qué? —preguntó.
Manfield alzó la vista, el rostro demudado por el asombro.
—Sabe, yo no lo creía en realidad. Por Cronos que no lo creí nunca realmente, ni siquiera cuando estábamos trabajando con todas esas tonterías sobre las revistas y los anuncios.
Ahora Twissell lo había entendido.
—Ha encontrado el anuncio.
Se precipitó sobre el volumen que Manfield tenía en las manos, aferrándolo con dedos temblorosos.
Pero Manfield no lo soltó. Depositó el volumen sobre la mesa con un golpe seco y señaló un pequeño anuncio en la esquina superior de la izquierda.
Era bastante sencillo. Decía:
—¿Mercado? —preguntó Twissell, confundido.
—La bolsa, el mercado de valores —dijo Manfield con impaciencia—. Un sistema mediante el cual el capital privado era invertido en negocios. Eso no es lo importante. ¿No ve el dibujo al lado del anuncio?
—Por supuesto que lo veo —dijo Twissell, frunciendo el ceño.
¿A quién iba a resultarle familiar el dibujo de una nube en forma de hongo, si no se lo era a un programador? Tres cuartas partes de los cambios cuánticos en la eternidad fueron motivados por el deseo de eliminar el desarrollo de las bombas de fisión y fusión sin mutilar por completo la ciencia nuclear.
—Es una bomba A —dijo el programador—. ¿Eso es todo? No tiene nada que ver con el tema del anuncio, pero seguramente no fue esa incongruencia lo que le llamó la atención. —Sentía una amarga decepción—. No es más que un reclamo…
—¿Reclamo? Por el gran Cronos, ejecutor, mire la fecha del número de la revista.
Señaló la cabecera de la página. Decía 28 de marzo de 1932. La página era la 30.
—¡Mil novecientos treinta y dos! —dijo Manfield—. Y la primera explosión de una bomba A tuvo lugar en julio de 1945.
—¿Está seguro?
—Conozco esta era. ¡Estoy absolutamente seguro! Hasta julio de 1945 ningún ser humano vio jamás la nube en forma de hongo de una explosión nuclear. Nadie hubiese podido reproducirla de un modo tan preciso, excepto…
—No es más que un dibujo —dijo Twissell, intentando conservar la serenidad—. Podría parecerse a la nube en forma de hongo por pura casualidad.
—¿Podría? ¿Quiere usted mirar otra vez el texto? —Los dedos de Manfield fueron golpeando las líneas una detrás de otra—. Algo-que-Todos-recomiendan-Objetivamente-en-el-Mercado-Oficial. Las iniciales en mayúsculas forman la palabra ATOMO. ¿Coincidencia? Ni por casualidad. ¿No ve cómo cumple sus propias condiciones? Es algo que atrajo al instante mi atención. Habría atraído la de cualquier programador, pero en particular la mía, porque yo vería con una sola mirada que era un anuncio imposible que nadie hubiese puesto allí salvo Cooper. Y al mismo tiempo carecería de todo significado excepto el visual, no habría tenido ningún sentido para cualquier hombre de ese tiempo. Es Cooper, ejecutor Twissell. Nos está llamando, y voy a buscarle. Tenemos la fecha. Tenemos la dirección del correo. Y estoy suficientemente familiarizado con ese período como para actuar con seguridad en él.
Twissell se encontraba muy débil. Se apoyó con agradecimiento en el brazo de Manfield cuando éste lo extendió de pronto hacia él.
—Tenga cuidado, programador.
—Está bien —dijo Twissell—. Vamos.