Bel Arvardan se embarcó en el mayor avión estratosférico de la Compañía de Transporte Aéreo de la Tierra, que hacía el recorrido entre Everest y la capital terrestre, Washenn. Viajó solo, tras haber dejado su nave y a los miembros de la expedición enfrascados en los preparativos de última hora.
Lo hizo deliberadamente, movido por la curiosidad lógica que siente un arqueólogo que además es extranjero por la vida ordinaria de los habitantes de un planeta como la Tierra.
… Y también tenía otro motivo: ver por sí mismo a los terrestres después de las extrañas insinuaciones que le había hecho el procurador.
Arvardan provenía del sector de Sirio, el sector de la galaxia que estaba por encima de todos los demás, donde los prejuicios antiterrestres estaban más arraigados. Pero él no creía haber sucumbido a los prejuicios. Lógicamente había adquirido el hábito de imaginar a los terrestres como personajes caricaturescos, especiales, invariables, e incluso el término «terrestre» le parecía desagradable; pero en realidad no tenía prejuicios…
Al menos él no lo creía así. Por ejemplo, si alguna vez un terrestre hubiera deseado participar en alguna de sus expediciones, o trabajar a sus órdenes en cualquier actividad, y si tenía experiencia y capacidad suficientes, Arvardan lo habría aceptado. De haber existido algún hueco para él, asunto arreglado. El arqueólogo meditó el asunto y decidió que, llegado el caso, comería con un terrestre, o se alojaría en casa de alguno, o los trataría en todos los aspectos como a cualquier otra persona. Sin embargo, Arvardan siempre tenía en cuenta el hecho de que un terrestre era un terrestre, no podía evitarlo. Era consecuencia lógica de una infancia inmersa en un ambiente de intolerancia tan absoluta que casi era imperceptible, hasta que el observador salía de dicho ambiente y dirigía la vista atrás.
Sin embargo, el arqueólogo se encontraba ahora en un avión en el que sólo había terrestres a su alrededor, y se sentía francamente cómodo.
Pero, ¿qué tenía Ennius contra ellos? Había hecho enormes esfuerzos para evitar con razonamientos la investigación en las zonas radiactivas. Y había pretendido dar a entender algo, algo siniestro y amenazador relacionado con los terrestres, sin mostrarse claro y concreto.
Arvardan contempló de nuevo las caras vulgares y normales de sus compañeros de viaje. Se suponía que esos hombres eran distintos. Pero ¿podría él distinguirlos en una multitud? Arvardan no lo creía.
El mismo avión era, a juicio del arqueólogo, un caso menor de construcción imperfecta. Estaba dotado de motor atómico, por supuesto, pero la aplicación del principio distaba mucho de ser eficiente. En primer lugar, la unidad de potencia no se hallaba bien protegida, y Arvardan pensó que la presencia casual de rayos gamma combinada con elevada densidad neutrónica en la atmósfera podía ser para los terrestres un problema menos importante que para otros.
Y en ese momento algo le atrajo su atención. Desde aquella región de color vinoso de la estratosfera superior, la Tierra presentaba un aspecto fabuloso. Las zonas continentales inmensas y cubiertas de niebla que el arqueólogo veía bajo él, oscurecidas en algunos puntos por grupos de nubes que reflejaban el sol, mostraban un desolado tono anaranjado. Por detrás, alcanzando con rapidez al veloz vehículo estratosférico, aparecía el suave y difuso horizonte nocturno en cuya oscura sombra se veía el destello de las zonas radiactivas.
La atención de Arvardan se vio desviada de la ventanilla por las risas de los pasajeros, centradas en un matrimonio ya maduro, los dos cónyuges muy robustos y todo sonrisas. El arqueólogo tocó el brazo de su vecino de asiento.
—¿Qué ocurre?
El otro hombre dejó de reír para contestar.
—Llevan casados cuarenta años y están haciendo el gran viaje.
—¿El gran viaje?
—Sí, hombre, la vuelta al mundo.
El esposo ya entrado en años, ruborizado de placer, estaba narrando sus experiencias e impresiones con abundancia de detalles, mientras su esposa intervenía de vez en cuando con el mejor de los humores. La amigable audiencia escuchaba todo cuanto decía la pareja con enorme satisfacción, por lo que Arvardan pensó que los terrestres eran tan cordiales y humanos como cualquier habitante de la galaxia. En ese momento alguien hizo una pregunta.
—¿Y cuándo le toca el Sesenta?
—Dentro de un mes —fue la rápida y jovial respuesta—. El dieciséis de abril.
—Bueno —dijo el que había preguntado—, espero que le vaya bien.
—Ella me acompañará —replicó el esposo, señalando con el pulgar a su afable mujer—. No le toca hasta dentro de tres meses, pero ella opina que la espera es absurda, así que nos iremos juntos. ¿No es así, regordeta?
—Oh, sí —dijo ella, y dejó escapar una agradable risita—. Nuestros hijos se han casado y tienen su propia casa, y yo sería un estorbo para ellos. Además, no podría disfrutar esos meses sin mi media naranja… Por eso nos iremos juntos.
Arvardan interrumpió el alboroto general para aclarar un punto que le parecía claramente sospechoso.
—¿Qué es eso del Sesenta? —preguntó a su vecino de asiento—. ¿No se referirá a eutanasia, verdad?
Arvardan conocía la costumbre, aunque sólo de un modo teórico. Sólo en ese momento pensó que se aplicaba realmente a seres humanos.
El otro hombre obsequió al arqueólogo con una mirada prolongada y suspicaz.
—Bueno, ¿qué opina usted? —dijo.
La pregunta era una respuesta más que suficiente. Arvardan, con cierta consternación, contempló la algarabía general que un tema como aquel podía provocar.
Al parecer, toda la lista de pasajeros estaba enfrascada en un cálculo aritmético simultáneo del tiempo que les quedaba a todos, proceso que implicaba la conversión de factores de meses a días y que ocasionó varias disputas.
Un individuo bajito, con la ropa muy ajustada y la expresión resuelta intervino furiosamente.
—Me quedan exactamente doce años, tres meses y cuatro días. Doce años, tres meses y cuatro días. Ni un día más, ni un día menos.
El cálculo fue aprobado por otro pasajero, con una observación lógica:
—Si no te mueres antes, claro.
—Tonterías —fue la réplica inmediata—. No tengo intención de morirme antes. ¿Tengo el aspecto de alguien que moriría antes? Voy a vivir doce años, tres meses y cuatro días y aquí no hay ningún hombre que se atreva a negarlo.
Y en realidad su aspecto era muy furioso.
Un mozalbete apartó de sus labios un cigarrillo alargado muy elegante para decir con voz seria:
—Está muy bien que lo puedan calcular con tanta exactitud. Hay más de uno que está viviendo más de lo que le toca.
—Ah, claro —dijo otro.
Hubo un asentimiento general y se creó un ambiente de indignación más bien provocado.
—Y no veo —prosiguió el joven, que mientras fumaba hacía gestos ceremoniosos con la intención de eliminar la ceniza— nada objetable en que un hombre, o una mujer, desee continuar después de su cumpleaños hasta el siguiente día de asamblea general, en especial si tienen algún asunto que resolver. Son esos sinvergüenzas, esos parásitos que intentan llegar más allá del próximo censo, los que se comen el alimento de la siguiente generación…
Parecía tener un motivo personal de queja.
—Pero —interrumpió suavemente Arvardan—, ¿no está registrada la edad de todos los habitantes? No es posible que puedan ir muy lejos después de su cumpleaños, ¿no es cierto?
Se produjo un silencio general combinado con desprecio por el estúpido idealismo expresado.
—No parece muy lógico vivir después del Sesenta, supongo —dijo por fin alguien, en tono diplomático.
—No si eres trabajador, o campesino —espetó otro enérgicamente—. Pero ¿qué pasa con los administradores, los funcionarios municipales…?
Y, por fin, el hombre casi sesentón, cuyo cuadragésimo aniversario de boda había iniciado la conversación, aventuró su opinión, tal vez envalentonado por el hecho de que él, víctima actual del Sesenta, no tenía nada que perder.
—En cuanto a eso —dijo—, depende de quien ustedes saben. —Y guiñó un ojo en gesto de tímida alusión—. Conocí a un tipo que cumplió los sesenta un año después del censo ochocientos diez y vivió hasta que el censo ochocientos veinte lo descubrió. Cumplió los sesenta y nueve antes de irse. ¡Sesenta y nueve!
—Pero ¿cómo pudo hacer eso?
—Tenía algún dinero, y su hermano era un Antiguo. Nada es imposible si puedes conseguir una combinación como ésa.
Y hubo aprobación general a ese sentimiento, reforzada por el jovencito del cigarrillo.
—Pero si no tienes dinero contante y sonante ya puedes marcharte la mañana de tu cumpleaños, o veinte Antiguos vendrán a buscarte a casa al día siguiente…
—Y es muy probable que les pongan una multa a tus hijos —añadió otro.
Arvardan escuchó todo esto con enorme asombro. Y tal vez parte de ese asombro asomara en su semblante, ya que su vecino de asiento, que había estado mirándole ceñudamente desde la pregunta sobre el Sesenta, le interpeló bruscamente.
—Tiene una forma extraña de hablar. ¿Procede de los continentes occidentales?
Arvardan notó que todas las miradas le apuntaban, todas con visos repentinos de sospecha. ¿Pensaban que él era miembro de esa Sociedad de Antiguos? ¿Acaso sus preguntas reflejaban el engatusamiento de un agent provocateur?
—No soy de ninguna parte de la Tierra —replicó en un arranque de franqueza—. Me llamo Bel Arvardan y soy de Baronn, sector de Sirio.
Fue igual que si hubiera arrojado una cápsula atómica explosiva en medio del avión.
El horror mudo inicial de todos los semblantes se transformó rápidamente en cólera, amarga hostilidad que llameó ante el arqueólogo. El hombre que compartía asiento con él se levantó con aire ofendido y ocupó otro lugar, después de que las dos personas sentadas allí se apretaran mucho para dejarle sitio.
Las caras se volvieron. El arqueólogo quedó rodeado de hombros, enjaulado en espaldas. Durante un momento, Arvardan ardió de indignación. Que los terrestres lo trataran así, a él. Y luego se calmó. Era obvio que aquella intolerancia jamás había sido unilateral, que el odio engendraba odio.
Completó el viaje en silencio y a solas.