8

Genro Manfield se había descrito una vez como un «pacifista» ante nada menos que un grupo como el Comité de Personal del Gran Consejo Pantemporal. Había permanecido en pie ante ellos, unos nueve fisioaños antes, caminando con un paso nervioso y algo parecido al de un oso, sus anchos hombros encorvados, sus cabellos morenos despeinados como de costumbre y su macizo rostro marcado con tozudas arrugas de incomodidad.

—Estamos librando una guerra en la eternidad —había dicho, mientras explicaba y defendía la petición que había presentado hacía un mes al comité—. No estoy exactamente seguro de contra qué la estamos librando. Supongo que contra la realidad, o contra los pulidos y maquinales conceptos que tenemos sobre lo que constituye la miseria humana. Creemos que nuestros fines son buenos, pero sé que nuestros medios son implacables.

»En tanto que programador, he sido oficial en esa guerra; por lo que he hecho hasta el momento, creo que me corresponde el grado de coronel.

(Hablaba con lentitud y sus palabras parecían aún más lentas al rumiar su mente la arcaica metáfora que había utilizado, moviéndose luego por etapas de un modo automático y carente de esfuerzo hasta los inicios de una consideración de la Historia Primitiva, cuyo estudio era su diversión y su vía de escape.)

Volvió en sí con un esfuerzo visible, pasándose una vez más la mano por el pelo.

—Por temperamento, ese papel no es adecuado para mí. Si lo que estamos librando es una guerra, no puedo seguir participando en ella. No sirve de nada que me diga a mí mismo que se trata de una guerra justa y que debe ser librada. Soy un pacifista y no puedo combatir.

El presidente del comité le preguntó qué pretendía hacer. Con toda seguridad debía saber que abandonar la eternidad y volver a su tiempo original era imposible. Otorgarle una pensión a los cuarenta fisioaños de edad significaría sentar un precedente peligroso. ¿Deseaba acaso retirar su petición y pedir un período de hospitalización y rehabilitación?

Las objeciones de Manfield fueron violentas. Sabía muy bien que un programador de su categoría no tenía que sujetarse a un programa tal sin, primero, su propio consentimiento o, segundo, un peligro claro y actual de psicosis. Lo segundo era siempre difícil de probar, y lo primero no iban a conseguirlo nunca.

Señaló con un gesto su petición y dijo:

—No estoy pidiendo el retiro completo, meramente el relevo de la línea del frente. Una misión en el siglo 28 me permitiría proseguir en paz mis investigaciones y me colocaría en un sector tranquilo donde los asaltos de la realidad no son ni frecuentes ni serios.

No podía resignarse a abandonar su propia metáfora.

El presidente del comité le interrogó acerca de si se daba cuenta del valor que tenía el entrenamiento de un programador y sus conocimientos; si era consciente de la pérdida que sufriría la eternidad si él se retiraba voluntariamente de la categoría de programador; si había pensado en las dificultades que implicaba hallar a alguien que lo reemplazase.

—En mi estado actual no soy de ninguna utilidad como programador —dijo Manfield—. Con todo, estaría dispuesto a ser instructor. Con toda seguridad, los instructores deben ser tan valiosos para la eternidad como cualquier otra categoría, y uno tan competente como yo sería difícil de encontrar.

Es dudoso que el comité hubiese llegado a aprobar ni tan siquiera dicho compromiso de no ser porque Laban Twissell, que en esos momentos se hallaba en el comité y que hasta entonces se había limitado a fumar y permanecer en silencio, no hubiese expresado repentinamente su acuerdo de un modo francamente explícito.

Al día siguiente, durante una entrevista con Twissell, Manfield con la notificación oficial de su categoría y su misión en el bolsillo, hizo todo lo que pudo para darle las gracias.

Twissell le quitó importancia al asunto. Los gestos de su mano, veloces y semejantes a los de un pájaro, su ancha y despejada frente y sus ojos, inteligentes y vivaces, le eran tan familiares a Manfield como se lo eran ya a todos los programadores de la eternidad.

—Tengo el germen de una idea —dijo Twissell—; una gran idea; puede que una idea ridícula. No le hablaré de ella. Pero me gustaría que hubiese alguien sólido y de confianza como usted en los lejanos cuandos de abajo. Y, además, que fuese un instructor. Puede que no llegue a nada pero, con todo…

Manfield no intentó comprender del todo tales observaciones. Sólo tenía ganas de marcharse. Su cabina cronomóvil le estaba esperando y quería alejarse todo lo posible a los inicios de la eternidad. Quizá dentro de esa quietud le fuese posible olvidar su propio y enorme crimen.

Estaba en la cabina, con Twissell estrechándole la mano por última vez y diciendo:

—Se acordará, ¿verdad?, si alguna vez le necesito…

—Me acordaré —musitó, con apenas un matiz de impaciencia—. Siempre le estaré agradecido, ejecutor.

Pero lo olvidó.

No del todo, naturalmente. A medida que transcurrían los fisioaños no olvidó que en tiempos había sido un programador. No olvidó una noche horrible, una petición que había cursado a la mañana siguiente. Ni tan siquiera olvidó que Twissell le había ayudado.

Sin embargo, olvidó las vagas insinuaciones de Twissell acerca de que el apoyo que le había prestado no estaba motivado por la simpatía sino por unas previsiones totalmente prácticas. Olvidó —o, mejor dicho, nunca volvió a pensar en ello—, que se había colocado en una situación de deuda con Twissell.

Incluso cuando Twissell le mandó la petición de que aceptase en su clase a Brinsley Sheridan Cooper, pidiéndole además que el novato se especializase en Historia Primitiva, en su mente no se removió ningún recuerdo. No se le ocurrió a Manfield que aquello era parte de lo que Twissell ya tenía en mente cuando le ayudó a colocarse como instructor en el 28.

Manfield era un reconocido experto en Historia Primitiva, y no consideró extraño que le enviasen a un estudiante para que lo entrenase en dicha disciplina.

Cuando Cooper se marchó con destino al 575 y, apenas unas doce horas después llegó la llamada de Twissell, se dirigió tranquilamente al comuno.

Llegó incluso a protestar, considerablemente agitado, cuando Twissell le pidió por primera vez que tomase inmediatamente una cabina para el 575. El no era un programador, explicó indignado. Preferiría no…

—¡Por el gran Cronos, hombre! —había exclamado roncamente Twissell—, aún seguiría de programador si no hubiese sido por mí. Ahora le necesito.

Y entonces Manfield se acordó.

—Estaré ahí —dijo apagadamente.

Manfield tardó más de quince minutos en tener una vaga idea de lo que iba mal. Al principio le pareció que Twissell tan sólo se estaba lamentando por la pérdida de un técnico mentalmente inestable (Manfield había oído hablar de Horemm, el llamado «príncipe de los técnicos»).

O quizá tardase en comprender a causa de que no se encontraba a gusto en aquel ambiente. En todos los años transcurridos desde que había tomado la cabina cronomóvil en dirección del abajo cuando, hacia el 28, no había vuelto a un cuando más elevado que el periódico viaje de estudios al 48. Y ahora, estaba aquí, sumergido en el milenio sesenta de la eternidad, contemplando al hombre que resumía en su persona el papel vital que a él le parecía más repulsivo y aborrecible. A menos de cinco siglos…, cinco siglos…

Con un esfuerzo, arrancó de su mente el pozo de recuerdos en el que siempre estaba dispuesto a sumergirse y trató de concentrarse en lo que Twissell estaba diciendo.

La voz del viejo ejecutor se fue haciendo más fría y firme y el auténtico significado de lo que estaba diciendo empezó a penetrar en su conciencia. Los ojos de Manfield se entrecerraron y su ansiedad por volver al útero que se había ido construyendo en el 28 disminuyó a medida que escuchaba.

—Ejecutor —dijo finalmente—, ¿estuvo de acuerdo el Gran Consejo Pantemporal en permitir que se mandase una cabina al inicio de…?

Twissell dio una palmada, irritado.

—¿Qué tiene eso que ver con todo el asunto? Esa cabina la construimos Horemm y yo para cumplir cierto propósito. Por desgracia, el propósito de Horemm no era el mío. ¿Quiere dejar de poner esa cara, Manfield? La teoría de penetrar en el pasado de la eternidad es de sobra conocida. Por razones obvias, se trata de materia restringida pero, de todos modos, logré arreglármelas… Muy bien, no informé al Gran Consejo Pantemporal. ¿Qué significado tiene eso ahora?

—Entonces, yo debería informar acerca de usted —dijo Manfield.

—¿Y de qué serviría eso ahora? ¿Entiende usted lo que estoy diciendo? Estamos enfrentándonos con el fin de la eternidad.

Sí, la idea estaba empezando a quedar muy clara para Manfield. ¿El fin de la eternidad? Una idea extraña; casi agradable. ¿Acaso él, y todos los eternos, iban a sufrir el destino que tan fríamente le habían infligido a tantos otros? De pronto, se preguntó: «¿Duele un cambio de la realidad? ¿Cambian los recuerdos de un modo limpio y rápido? ¿No queda nada? ¿No quedaría en ninguna mente el fantasma de una eternidad desvanecida?».

Sonrió levemente. Era como si, finalmente, le estuviesen ofreciendo una expiación por su crimen, y sonrió.

—No se quede ahí sentado sonriendo, Manfield —exclamó Twissell, casi a gritos—. ¿No entiende lo que estoy diciendo?

—Lo entiendo, pero…

—Pero está atónito porque yo haya dejado de lado al Gran Consejo. ¿Se trata de eso? Oiga, Manfield —dijo con violencia—, tenía que trabajar sin ellos. Era mi idea, totalmente mía. No podía esperar sus confabulaciones y sus retrasos. Aun así, tardé diez fisioaños. Ahora tengo sesenta y cinco. Puede que a Cooper le hagan falta diez años, incluso quince, para completar su misión. Quiero estar vivo cuando regrese. Quiero ser capaz de decir que yo hice posible a Harvey Mallon. Yo, y sólo yo, fui el auténtico originador de la eternidad. Quiero decirlo; quiero que los eternos lo sepan. Entonces, podré morir.

Pese a toda su ardiente energía, la auténtica edad del cuerpo de Twissell no podía ser ignorada. Le temblaban las manos y sus pálidos y resecos labios se estremecían. Manfield, sobresaltado, pensó: «Es viejo; viejo».

De algún modo, logró sentir compasión y, sin esperar una respuesta razonable, dijo:

—¿Qué quiere de mí?

—Conoce a Cooper y conoce los tiempos primitivos. Encuéntremelo.

Manfield meneó la cabeza.

—¿Cómo puedo hacerlo? ¿Dónde he de buscar? ¿Cómo he de buscar?… Mire, ejecutor, ¿por qué no arregla el asunto mandando a alguien más de vuelta al 24? Con seguridad, debe haber copias del plano de Mallon para el campo temporal. Mientras tanto, cuando Cooper se dé cuenta de que está en un siglo equivocado y de que no puede volver, tendrá lo bastante de programador y de eterno para comprender los peligros de un cambio cuántico y evitar…

Twissell se enfureció.

—Es usted un tonto, un idiota. El muchacho podría causar un cambio cuántico involuntariamente, sin ser consciente de ello. Además, es imposible mandar a nadie más.

—¿Por qué?

Twissell miró a Manfield con ojos torturados.

—Porque Cooper no es un mensajero para Mallon. Él es Mallon.

—¡Qué!

—Brinsley Sheridan Cooper es Harvey Mallon, el inventor del campo temporal y el padre de la eternidad.

—Pero eso es imposible.

—¿Eso piensa? Eso es lo que usted piensa. Su campo de especialización es la Historia Primitiva, y piensa de ese modo. ¿Por qué no llegó a establecerse jamás la fecha de nacimiento de Mallon? ¿No podía ser acaso porque no hubiese nacido en el 24? ¿Por qué nadie conoce la fecha exacta de su muerte; por qué no existen registros? ¿No podría suceder que, habiendo completado su obra, volviese a la eternidad? Y no me hable de paradojas.

Manfield sacudió la cabeza.

—No soy un niño. No hablo de paradojas. ¿Le contó eso a Cooper?

—Tenía que contarle algo así, sí. Pero le conté lo menos que pude hasta el último instante. Para obtener unos resultados óptimos era necesario que mantuviese sus ideas sobre el asunto lo más fluidas posible. La historia en los tiempos primitivos está fijada; no hay más que una realidad, así que debía seguirla libremente. Si se lo hubiese contado, si hubiese llegado al 24 con todo un conjunto de ideas ya fijadas, quizá no fuese capaz de adaptarse con la rapidez necesaria.

»El plan era hacer que buscase a Mallon y no le encontrase. No tardaría en sentir pánico y, en su desesperación, se establecería él mismo como Mallon, revelaría los planos del campo y cerraría el círculo. Debía suceder de ese modo. Casi podemos deducirlo de la historia. Usted conoce los registros… Mallon exhibió su máquina con la mayor reluctancia y publicó sus documentos solamente después de dos años de retrasos. Solíamos llamarlo la humildad del auténtico genio, pero no lo era. Era Cooper preguntándose qué debía hacer.

—Si la realidad primitiva está fijada —dijo Manfield—, esto debe ser parte de ella. Puede que Mallon no sea Cooper, sino su tataranieto. Puede que Cooper transmitiese los planos…

—No. No. ¡No! El plan fue mal dentro de la eternidad. Horemm no se hallaba en los tiempos primitivos cuando desvió los controles. Estaba aquí, en la eternidad, y aquí la realidad puede ser fluida. Cooper se halla donde no debía estar. Eso es definitivo. Y en cualquier instante, en cualquier fisiotiempo, puede producirse un cambio cuántico y todo habrá acabado.

Manfield le contestó con lentitud, pensativo.

—Y de ser así, ¿no podría ser eso algo bueno, algo deseable?

—¡No puede hablar en serio! —dijo Twissell.

—¿No? Toda la noción de la eternidad está basada en la asunción de que los hombres, los hombres corrientes, pueden tener a su cargo las vidas y la realidad de toda la humanidad.

—No se trata de los hombres. No hacemos sino atender a las máquinas de computación —dijo Twissell trabajosamente.

—¿Es cierto eso? ¿Fue acaso una máquina de computación la que siguió un proyecto durante diez años sin el permiso, el conocimiento o la cooperación del Gran Consejo Pantemporal? ¿Fue una máquina de computación la que desvió los controles de una cabina cronomóvil sabiendo que ello destruiría a la eternidad? Si hombres como usted y Horemm no son de fiar, ejecutor, ¿qué eterno es digno de confianza? Y si no se puede confiar en ningún eterno, ¿de qué sirve la eternidad?

—Manfield, Manfield, no tenemos tiempo para filosofías baratas. Hay miles de eternos que han consagrado sus vidas a la eternidad sin desviarse de sus ideales. Usted, por ejemplo. Usted mismo.

Manfield meneó la cabeza y dijo:

—Yo no. Soy tan criminal como pueda serlo cualquiera en la eternidad.

Los ojos de Twissell se clavaron en él, fijos y brillantes.

—¿De qué modo? ¡Dígamelo! Pero rápido.

Y porque Manfield podía mirar cara a cara a otro eterno y sentir que él también compartía el lazo de parentesco de haber obrado mal, descubrió que al fin podía confesar su crimen.

El crimen, igual que el de Horemm, empezó con una mujer. No era una coincidencia. Era casi inevitable. El eterno que vendía las satisfacciones normales de la vida familiar por un puñado de perforaciones hechas en un papel estaba maduro para la infección. O, al igual que Twissell, no tardaría en caer presa de una inseguridad básica y respondería con pequeñas vanidades como su incesante y ostentosa exhibición de cigarrillos en una sociedad que no fumaba, o la más amplia vanidad de buscar su renombre personal haciendo que la eternidad corriese toda suerte de riesgos.

Manfield recordaba a esa mujer con pena y amor. Era inteligente y buena. Si hubiese sido un hombre del tiempo, habría estado orgulloso teniéndola como esposa. No todos los eternos (que debían tomar a sus mujeres solamente cuando lo permitía la computación) tenían tanta suerte como él en ese aspecto.

Pero sus relaciones con ella estaban empañadas por algo que él sabía y ella, por la misma naturaleza de las cosas, no podía saber. En la realidad de ese fisiotiempo ella moriría joven. Iba a morir, de hecho, pasado un año desde que sus relaciones hubiesen empezado.

Él lo sabía desde el principio. La primera vez en que se sintió atraído por ella (primero un individuo en el informe sobre el 570 de un observador, y luego, impulsado por la curiosidad, como resultado de haberla visto y hablado con ella durante un viaje de observación personal irregular, pero perfectamente legal) había tramado su vida.

No había dejado esa tarea para el departamento de Tramado Vital. La había realizado él mismo porque sentía cierta timidez al respecto. Se enteró de su próxima muerte y, al principio, como recordaba ahora con vergüenza, eso le complació. Significaba que las oportunidades de un cambio cuántico producido a consecuencia de su relación eran obviamente muy leves. Lo comprobó, y así era.

La visitó tan a menudo como lo permitían los mapas espaciotemporales. Su compatibilidad era muy superior a todo lo que él hubiese podido esperar y descubrió la felicidad con ella. El Gran Consejo Pantemporal, habiendo supervisado sus cálculos tal y como era debido, se mostró indiferente ante aquel asunto.

Hasta el momento, no había cometido crimen alguno.

Pero lo que empezó como la satisfacción de una necesidad emocional se convirtió en algo más. Su muerte inminente dejó de ser algo oportuno y se convirtió en una catástrofe. Por tres veces distintas llegó y pasó un punto del fisiotiempo en el que alguna sencilla acción por parte de él habría alterado la realidad personal de ella. Pero él sabía que un cambio motivado de un modo tan personal era imposible que fuese autorizado. La muerte de ella se convirtió en su responsabilidad personal y aprendió cuál era el significado de la culpabilidad.

Eso tampoco era un crimen, aunque se trataba de una debilidad peligrosa.

(Así dijo Twissell, dejando consumir su cigarrillo, ligeramente apartado de su preocupación ante el peligro inminente y abrumador que le rodeaba. Manfield meneó la cabeza y dijo: «No puedo entenderlo».)

No hizo nada cuando ella quedó embarazada. Su trama vital, modificada para incluir su relación con Manfield, indicaba que el embarazo era una consecuencia altamente probable. Generalmente se evitaba tal eventualidad, pero a veces las mujeres del tiempo quedaban embarazadas de un eterno. No era algo inaudito. Pero dado que ningún eterno podía tener hijos, los embarazos eran llevados a un fin eficiente e indoloro. Había muchos métodos.

Manfield no hizo nada. Ella era feliz con su embarazo y él quería que siguiese siéndolo. Sabía que moriría antes de que éste llegase a su fin, así que se limitó a observarla con los ojos velados por la pena y cuando ella le decía, triunfante, que podía sentir cómo se agitaba la vida en su interior, él sonreía con dolor.

Esto seguía sin ser un crimen premeditado por parte de Manfield, pero era un acto de ignorancia; y la ignorancia puede ser casi un crimen.

Porque ella dio a luz prematuramente. Era algo que Manfield no había previsto. Era un aspecto de la vida acerca del que tenía escasa experiencia, y no se le había ocurrido la posibilidad de un nacimiento prematuro.

Y, con todo, ¿cómo era posible que la trama vital que él había hecho no lo indicase? Volvió a trabajar en ella y descubrió al niño vivo…, en una solución alternativa a una bifurcación de baja probabilidad que había pasado por alto. A un profesional no se le hubiese pasado por alto.

¿Qué podía hacer Manfield ahora?

No podía matar al niño. A la madre le quedaban dos semanas de vida. Que las viviese, pensó. Dos semanas de felicidad no es pedir algo excesivo.

La madre murió… como estaba previsto, del modo previsto. Manfield (durante el tiempo permitido por el mapa espaciotemporal) permaneció sentado en su habitación, lleno de dolor, con una pena tanto más aguda porque la había estado esperando, sabiendo lo que sucedería, desde hacía casi un año. Sostenía en sus brazos al niño, el hijo de él y ella.

(—¿Dejó que viviese? —inquirió Twissell, la voz llena de horror.

—No puede entenderlo —dijo Manfield.

—Pero era un crimen.)

Era un crimen, pero no el crimen.

Dejó que viviese. Lo dejó al cuidado de una organización adecuada y volvió cuando pudo (dentro de una estricta secuencia temporal, acorde incluso con el fisiotiempo) para hacer los pagos necesarios y ver cómo crecía el muchacho.

Pasaron dos años. Hacía comprobaciones periódicas, asegurándose de que la trama vital del muchacho no inducía de ningún modo cambios cuánticos. Era una buena trama vital y Manfield se alegraba de ello. El niño aprendió a caminar y a balbucear algunas palabras. No le enseñaron a llamarle «papá» a Manfield. Fuesen cuales fuesen las especulaciones que la gente del tiempo de aquella institución para el cuidado de niños pudiesen hacer en lo concerniente al hombretón que pagaba de modo tan regular, siguieron siendo eso, especulaciones y nada más.

Luego, cuando hubieron pasado los dos años, las necesidades de un cambio cuántico que incluía colateralmente al 570 fueron sometidas al Gran Consejo Pantemporal y Manfield, promovido recientemente al rango de programador asociado, fue puesto a cargo de éste.

El orgullo que sintió en aquel instante estaba teñido de aprensión.

(—Tenía que estarlo —dijo Twissell. Los niños son los rehenes del tiempo.

Manfield sacudió el cabeza disgustado ante el aforismo.)

Trabajó en el cambio cuántico e hizo un trabajo impecable. Pero su aprensión fue en aumento. Sucumbió a una tentación que, en su corazón, había sabido que nunca sería capaz de resistir. Mantuvo retenida su solución mientras tramaba un nuevo curso vital para su hijo.

Ese era un segundo crimen, tan grande como el primero, pero seguía sin ser el crimen.

Durante veinticuatro horas, sin comer ni dormir, permaneció sentado en su oficina, luchando con la trama vital ya completada, haciéndola pedazos una y otra vez en un intento desesperado de hallar un error.

No había ningún error.

Al día siguiente, reteniendo aún su solución para el cambio cuántico, elaboró un mapa espaciotemporal y entró en el tiempo en un punto situado más de treinta años arriba en el cuando desde el nacimiento de su hijo.

Ese era un tercer crimen, mayor que los dos primeros, pero seguía sin ser el crimen.

Su hijo tenía treinta y cuatro años de edad; era tan viejo ahora como el mismo Manfield. No conocía a su padre, no recordaba a un hombretón que le visitaba en su infancia.

Era ingeniero aeronáutico. El 570 era experto en media docena de modos de viaje aéreo, y el hijo de Manfield era feliz y había triunfado como miembro de su sociedad. Estaba casado con una joven que le amaba con ardor, pero Manfield sabía que no iban a tener hijos.

(—Al menos eso era algo —dijo Twissell, y puso la colilla de su cigarrillo en una unidad de eliminación.

—Le dije que había trazado su curso vital en busca de cambios cuánticos. No soy tan descuidado.)

Manfield pasó todo el día con su hijo. Se presentó como una relación de negocios y le habló con formalidad, sonriendo cortésmente, despidiéndose con frialdad. Pero en secreto le vigilaba y absorbía cada uno de sus actos, llenándose con ellos, viviendo con feroz intensidad ese único día de una realidad que mañana (en fisiotiempo) no habría existido nunca.

Volvió a la eternidad y pasó una última y horrible noche luchando fútilmente con lo que debía ser. A la mañana siguiente entregó sus computaciones y preparó una petición al Gran Consejo Pantemporal en la que pedía un cambio de categoría.

—Y usted me ayudó, ejecutor —concluyó Manfield.

—Supongo que su hijo no vivió en la nueva realidad —dijo Twissell.

—Oh sí que vivió —dijo Manfield lentamente—. Existió… como un parapléjico desde los cuatro años de edad. Cuarenta y dos años en cama, bajo circunstancias que me impidieron incluso el lograr que se aplicasen en su caso las técnicas regenerativas de nervios del 900.

»Yo le hice eso a mi hijo. Fueron mi mente y las máquinas de computación las que computaron para él esa nueva vida, y fue mi palabra la que ordenó el cambio. Cometí varios crímenes, pero ése fue el crimen que acabó conmigo como programador.