En el año 827 E. G., ahora considerado, Arvardan contaba treinta y cinco años de edad, era un hombre rudamente atractivo hasta tal punto que podría juzgarse raro en un científico… Pero la arqueología es una ciencia de puertas afuera en sus aspectos operativos y Arvardan había viajado por más regiones del Imperio que numerosos viajeros profesionales de su edad.
Dado su aspecto físico, podría parecer extraño (o no, depende del cinismo del observador) que aún estuviera soltero. Él mismo lo negaba, afirmaba que estaba casado con su trabajo, pero la verdad nos fuerza a declarar que pocas mujeres, o ninguna, se sentían impresionadas por la legalidad de un contrato matrimonial de ese tipo. Como mínimo, las mujeres hacían grandes esfuerzos en convertir en bígamo al arqueólogo.
Pero bien pensado, todo esto es incidental. De hecho, no tiene nada que ver con el relato…, excepto en cierto sentido.
Lo que sigue, si bien menos interesante, quizás es más pertinente. Bel Arvardan obtuvo el título de doctor en arqueología a la edad francamente insólita de veintitrés años en la Escuela de Arqueología de la Universidad de Arturo. Su tesis doctoral se titulaba: «Sobre la antigüedad de artefactos del sector de Sirio con consideraciones sobre la aplicación subsiguiente a la hipótesis de la irradiación para explicar el origen humano».
Dicha disertación señaló el principio de una carrera iconoclasta. Desde el primer momento Arvardan adoptó como suyas las hipótesis propuestas anteriormente por ciertos grupos de místicos más preocupados por la metafísica que por la arqueología, a saber, que la humanidad había tenido su origen en un solo planeta antes de irradiarse gradualmente a toda la galaxia. Era la teoría favorita de los escritores de fantasía de la época y el motivo favorito de mofa de casi cualquier arqueólogo respetable del Imperio.
Pero Arvardan constituía una fuerza a ser tenida en cuenta incluso por los más respetables, ya que antes de una década llegó a ser una autoridad en las reliquias de las civilizaciones preimperiales que aún subsistían en los remolinos y rebalsas de la galaxia.
Por ejemplo, Arvardan había escrito una monografía sobre la civilización mecánica del sector de Rigel, en la que el desarrollo de la automoción creó una cultura distinta que persistió varios siglos, hasta que la misma perfección de las máquinas redujo la iniciativa humana de tal modo que las potentes flotas del tirano Moray se impusieron fácilmente. Si bien la arqueología ortodoxa atribuía la aparición de culturas tan atípicas a diferencias de raza todavía no eliminadas mediante uniones entre miembros de los distintos pueblos, Arvardan demostró que la civilización automatizada fue resultado natural de las fuerzas económicas y sociales de aquella época y de aquella región.
Estaban también los mundos bárbaros de Ofiuco, que la ortodoxia había considerado desde antiguo como ejemplos de humanidad primitiva lejos aún de la fase del viaje interestelar. Todos los libros de texto citaban estos mundos como prueba de la teoría de la Fusión, a saber, que la humanidad había tenido origen independiente en numerosos planetas en los que predominaban relaciones químicas agua-oxígeno y poseían intensidades adecuadas de temperatura y gravitación, por efecto de la acción inevitable de las leyes biológicas, y que conforme fue descubriéndose el viaje interestelar las diversas razas se conocieron y fundieron.
Arvardan, no obstante, descubrió restos de la civilización primitiva anterior a los mil años de barbarie de Ofiuco y demostró que los datos más antiguos sobre el planeta indicaban vestigios de comercio interestelar y que el hombre había emigrado a la región en una fase ya civilizada.
Y finalmente el esfuerzo del arqueólogo por demostrar su teoría favorita lo había conducido al planeta probablemente menos importante del Imperio: un planeta llamado Tierra. En este punto nos unimos a Bel Arvardan.
Encontramos a Arvardan en el único paraje imperial de toda la Tierra: las desoladas elevaciones de las mesetas situadas al norte del Himalaya. Allí, donde ni entonces ni nunca había existido radiactividad, resplandecía un lugar que no era de arquitectura terrestre. En esencia era copia de los palacios virreinales que existían en mundos más afortunados. La suave frondosidad de los terrenos había sido creada artificialmente por comodidad. Las rocas impresionantes habían sido cubiertas con humus, regadas, inmersas en un clima artificial… y convertidas en diez kilómetros cuadrados de prados y jardines.
Según cálculos terrestres, el coste energético era asombroso, pero las obras habían contado con el respaldo de los recursos francamente increíbles de doscientos millones de mundos, y la cifra no cesaba de aumentar. (Se supone que en el año 827 de la Era Galáctica una media de cincuenta nuevos planetas diarios obtenían la categoría provincial, para lo que era indispensable alcanzar una población de 500 millones de habitantes.)
En este retazo de apariencia no terrestre vivía el procurador, que algunas veces, en este lujo artificial, podía olvidar que lo era y acordarse únicamente de su condición de aristócrata con grandes honores y familia vetusta.
Su esposa se engañaba seguramente con menos frecuencia, sobre todo cuando, tras trepar a una loma cubierta de hierba, veía a lo lejos la línea definida y terminante que separaba los terrenos de la selva brutal que era la Tierra. En esos momentos las fuentes de colores (luminiscentes por la noche, produciendo la impresión de fuego líquido y frío), las sendas rodeadas de flores y las arboledas idílicas no bastaban para compensar el conocimiento de su exilio.
Tal vez por eso, Arvardan fue recibido con más atenciones de las estrictamente señaladas por el protocolo. Para Ennius, por ejemplo, Arvardan fue una emanación del Imperio, de espaciosidad, de carencia de límites.
Arvardan, por su parte, descubrió muchas cosas que admirar.
—El lugar está bien construido —dijo—, y con gusto. Es asombroso cómo un toque de cultura central impregna los distritos más distantes de nuestro Imperio.
Ennius sonrió.
—No es como yo desearía. Me parece un caparazón que suena a hueco cuando lo toco. Después de considerar mi personal, la guarnición imperial, tanto aquí como en los centros importantes del planeta, y alguna visita esporádica como la suya, se agota todo el toque de cultura central del que usted habla. Aparenta ser muy escaso.
Tomaron asiento en la columnata mientras moría la tarde, el momento del día en el que el sol rielaba en su descenso hacia las muescas de niebla purpúrea del horizonte y cuando el ambiente parecía tan cargado del aroma a plantas en crecimiento que los movimientos del aire eran simples suspiros de esfuerzo.
Naturalmente, no era muy correcto, ni siquiera para el procurador, mostrar excesiva curiosidad por los actos de un invitado, pero hay que tener en cuenta la inhumanidad que representa el aislamiento constante del Imperio.
—¿Piensa quedarse algún tiempo, doctor Arvardan? —preguntó Ennius.
—Oh, difícilmente puedo asegurarlo. Tanto tiempo como considere preciso…, que es una respuesta indefinida, me temo. Comprenda, cuando se busca algo de naturaleza desconocida, y que no estamos seguros de reconocer cuando lo encontremos, o de interpretarlo después de reconocerlo, o de convencer a otros de la corrección de nuestras ideas, o… Pero ¿cómo me he metido en este atolladero, procurador?
—Me parece deducir cierta confusión —dijo Ennius, sonriente.
—Y la hay. Mucha confusión. Tal vez una parte se aclare, en cuanto pueda meter las narices en el pasado prehistórico de este planeta.
Ennius alzó las cejas.
—¿Por qué este planeta? Si algún punto de la galaxia carece de historia, es éste.
—Puede parecerlo, pero creo que lo entiende usted al revés. Este mundo es francamente extraordinario.
—En absoluto —dijo tensamente el procurador—, es un mundo francamente vulgar. Más o menos una pocilga de mundo, o un agujero terrible, o un lugar inmundo, o casi cualquier palabra despreciativa que quiera usarse. Y pese a tanto refinamiento del asco, el planeta ni siquiera puede destacar en villanía, simplemente sigue siendo un mundo campesino, ordinario, tosco.
—Pero —objetó Arvardan, hasta cierto punto sorprendido por el vigor de las afirmaciones incoherentes con las que el procurador le acosaba—, el planeta es radiactivo.
—Bien, ¿y qué? Varios miles de planetas de la galaxia son radiactivos, y algunos mucho más que la Tierra.
En este preciso momento, el movimiento suave y deslizante de la vitrina móvil, que se detuvo al alcance de la mano de los dos hombres, atrajo su atención. Ennius señaló la vitrina.
—¿Qué prefiere? —preguntó.
—No soy exigente… Un refresco de lima, si puede ser.
—Eso puede arreglarse. La vitrina tendrá los ingredientes. ¿Con o sin Chensey?
—Sólo una pizca —dijo Arvardan, y alzó y casi juntó los dedos pulgar e índice de una mano.
—Lo tendrá dentro de un momento.
En alguna parte de las entrañas de la vitrina entró en acción el producto mecánico quizá más universalmente popular del ingenio humano: un camarero no humano cuya alma electrónica no mezclaba ingredientes usando vasitos graduados, sino contando átomos, cuyas proporciones eran siempre perfectas y al que ni toda la artesanía más inspirada de alguien meramente humano podía igualar.
Los vasos altos surgieron como de la nada, al menos así lo pareció, ya que estaban aguardando en las cavidades apropiadas.
Arvardan cogió el verde y durante un instante probó la frialdad del vaso en su mejilla. Luego se llevó el borde a los labios y bebió.
—Perfecto —dijo. Dejó el vaso en el soporte del brazo de su sillón y añadió—: Miles de planetas radiactivos, procurador, tal como usted dice, pero sólo uno de ellos está habitado. Éste, procurador.
—Bien… —Ennius chasqueó los labios por encima del vaso y pareció perder parte de su brusquedad con la suavidad de la bebida—. Tal vez sea extraordinario en ese sentido. Es una distinción nada envidiable.
—Su singularidad no reside solamente en ese detalle. —Arvardan hablaba animadamente entre trago y trago—. Es algo más. Los biólogos han demostrado, o afirman haberlo hecho, que la vida no se desarrollará en planetas donde el nivel radiactivo de la atmósfera y los mares supere determinado punto. La radiactividad de la Tierra supera dicho punto por un margen considerable.
—Interesante. No lo sabía. Yo diría que esa es la prueba definida de que la vida terrestre es fundamentalmente distinta de la del resto de la galaxia.
—Ni mucho menos —fue la vehemente respuesta—. Ése es el punto de vista antiguo, totalmente refutado, procurador. Toda forma de vida es en esencia idéntica, por cuanto se basa en complejos proteínicos en dispersión coloidal. Lo denominamos protoplasma. Y el efecto de la radiactividad al que acabo de referirme se basa en la mecánica cuántica de la molécula de proteína. Todo ello es válido para usted, para mí, para los terrestres, las arañas y los gérmenes.
»Verá, las proteínas, como seguramente no hará falta que le explique, son agrupamientos muy complejos de aminoácidos y otros compuestos especializados, ordenados en intrincadas estructuras tridimensionales tan inestables como los rayos del sol en un día nublado. La vida es precisamente esa inestabilidad, puesto que siempre cambia su posición esforzándose en conservar su identidad…, igual que una vara larga suspendida en la nariz de un acróbata.
»Pero esta maravillosa proteína debe surgir antes de materia inorgánica, para que así sea posible la vida. Desde el principio mismo, por la influencia de la energía radiante del sol y en las inmensas soluciones que denominamos océanos, las moléculas orgánicas aumentan gradualmente su complejidad pasando de metano a formaldehido, azúcares y féculas en una dirección, y de urea a aminoácidos y proteínas en otra. Es cuestión de azar, desde luego, y el proceso en un planeta puede tardar millones de años y en otro cientos. Se ha demostrado que «millones» es, con mucho, la cifra probable.
»Bien, los químicos especializados en fisicoquímica orgánica han averiguado con gran exactitud el proceso al respecto y, en particular, la energética del mismo, y se sabe a ciencia cierta que varias etapas cruciales requieren ausencia de energía radiante. Si ello le parece raro, procurador, sólo puedo decirle que la fotoquímica, la química de las reacciones provocadas por la energía radiante, es una rama muy desarrollada de la ciencia y existen innumerables casos de reacciones muy sencillas que siguen una dirección de las dos posibles, según si se producen en presencia o ausencia de cuantos de energía luminosa.
»En planetas normales, el sol es la única fuente de energía radiante. Al abrigo de las nubes, o por la noche, los compuestos de carbono y nitrógeno se combinan y recombinan, en las formas posibilitadas por la ausencia de esas minúsculas fracciones de energía lanzadas entre ellos por el sol, como bolas entre un número infinito de bolos infinitesimales.
»Pero en los mundos radiactivos, con sol o sin él, cualquier gota de agua, incluso en la noche más oscura, incluso a diez kilómetros de profundidad, cualquier gota de agua chispea y rebosa de veloces rayos gamma, excita los átomos de carbono, los activa, según dicen los químicos, y fuerza a las reacciones a proseguir sólo de ciertas formas, formas que jamás producen vida. Y lo crea o no, existen pruebas matemáticas rigurosas, y también experimentales, de todo lo anterior.
La bebida del arqueólogo se había acabado. Arvardan dejó el vaso vacío en la inmóvil vitrina. El vaso desapareció al instante.
—¿Otro? —preguntó Ennius.
—Pregúntemelo después de cenar —dijo Arvardan—. De momento ya tengo bastante.
Y Ennius toqueteó con una reluciente uña el brazo de su sillón.
—Logra que el proceso parezca realmente fascinante —dijo—, pero si todo es como usted afirma, ¿qué me dice de la vida en la Tierra? ¿Cómo se originó esa vida?
—Bien, pues… Fíjese, hasta usted empieza a extrañarse. Por eso el tema es tan fascinante.
—A menos —dijo Ennius mientras se alzaba de hombros— que las pruebas matemáticas rigurosas que usted menciona sean ligeramente erróneas. Es sorprendente cuánta rigurosidad científica ha fallado en el pasado.
—¡Muy cierto! Pero la matemática rigurosa ha resistido mucho más que fracasado…, y en el caso de la Tierra hay una explicación muy factible.
—Ah, debí imaginármelo. Tiene una hipótesis favorita.
—Exacto —convino Arvardan—, y es sencilla. La radiactividad que supera el mínimo requerido hasta impedir la aparición de vida no basta para destruir vida ya formada. Podría modificarla, pero no la destruirá excepto si el nivel radiactivo es enormemente alto. Verá, las reacciones químicas al respecto son distintas. En el primer caso hay que evitar que se formen moléculas simples y, en el segundo, hay que descomponer moléculas complejas ya formadas. No es lo mismo, ni mucho menos.
—No veo la aplicación de todo ello —dijo Ennius.
—¿No es obvio? La vida en la Tierra se formó antes de que el planeta fuera radiactivo. Mi querido procurador, se trata de la única explicación que no implica negar la realidad de la vida en la Tierra, ni negar teorías químicas en cantidad suficiente para trastornar la mitad de la ciencia.
Ennius contempló horrorizado al arqueólogo.
—Pero…, no puede hablar en serio.
—¿Por qué no?
—Porque ¿cómo puede hacerse radiactivo un planeta? La vida de los elementos químicos radiactivos de la corteza del planeta es de millones de años. Deben de haber existido indefinidamente en el pasado.
—Pero existe algo llamado radiactividad artificial, procurador, incluso en proporciones inmensas. Hay miles de reacciones nucleares con energía suficiente para crear toda clase de isótopos radiactivos. Si suponemos que los seres humanos pueden aplicar algún tipo de reacción nuclear en la industria, sin control adecuado, o incluso en la guerra, si usted es capaz de imaginar una guerra que acontece en un solo planeta, la mayor parte del suelo se convertiría en material artificialmente radiactivo. ¿Qué opina de eso?
El sol había expirado sangrientamente en las montañas y la enjuta cara de Ennius aparecía rojiza a causa de los reflejos. Soplaba la suave brisa del atardecer y en los terrenos palaciegos el adormecido murmullo de las variedades de insectos cuidadosamente seleccionadas era más sedante que nunca.
—Todo me parece muy artificial —dijo Ennius—. Una hipótesis ad hoc ideada para explicar hechos, pero muy improbable. Por ejemplo, me resulta imposible imaginar el uso de reacciones nucleares en la guerra o permitir que escapen al control humano hasta ese punto, de ninguna manera. Bien, si usted hubiera hablado de radiaciones subetéricas…
—Usted subestima las reacciones nucleares porque vive en el presente. Para usted, las reacciones nucleares son como…, como el fuego. Destructivas, pero controlables. En el caso del fuego, en la construcción pueden usarse materiales a prueba de incendio. Podemos emplear agua, tierra, dióxido de carbono, tetracloruro de carbono, nitrógeno, etcétera. Pero ¿y si alguien, o algún ejército usara el fuego sin saber cómo dominarlo?… Bien, aplique eso a las reacciones nucleares.
—¡Hum! —repuso Ennius—, usted habla como Shekt.
—¿Quién es Shekt?
Arvardan alzó la mirada rápidamente.
—Un terrestre. Biólogo. En cierta ocasión me explicó que la Tierra podría no haber sido siempre radiactiva.
—¡Ah! Bien, no es anormal, ya que la teoría no es mía, ciertamente. Aparece en El libro de los Antiguos, la historia tradicional o mítica de la Tierra prehistórica. Yo estoy refiriéndome a lo que explica el libro, con la excepción de que traduzco su fraseología bastante elíptica por frases científicas equivalentes.
—¿El libro de los Antiguos? —Ennius reflejaba sorpresa…, y cierta inquietud—. ¿Dónde lo consiguió?
—No fue fácil, pero lo conseguí. Algunos capítulos, al menos. ¿Por qué lo pregunta?
—Es un libro venerado por una secta radical de terrestres y los no afiliados tienen prohibida su lectura. No me gustaría tener que informar del hecho de que usted lo leyó, al menos no mientras se encuentre aquí. Hay gente de fuera de la Tierra que ha sido linchada por mucho menos que eso.
—Lo dice como si el poder judicial del Imperio fuera defectuoso aquí.
—Lo es en casos de sacrilegio. A buen entendedor con pocas palabras bastan, profesor Arvardan.
De un melodioso carillón brotó una nota vibrante que pareció armonizar con los susurros de los árboles. El sonido se apagó poco a poco, persistió como si estuviera enamorado del ambiente.
Ennius se levantó.
—Creo que es hora de cenar. Si tiene la bondad de acompañarme, caballero, recibirá la poca hospitalidad que esta cáscara de Imperio en la Tierra puede ofrecer.
La ocasión de celebrar un banquete se presentaba con poca frecuencia. Cualquier excusa, por insignificante que fuese, se aprovechaba. Los platos fueron numerosos, el ambiente espléndido y las mujeres encantadoras. Y hay que añadir que el profesor Bel Arvardan de Baronn fue alabado hasta el punto de la embriaguez.
El invitado sacó provecho de su audiencia repitiendo gran parte de lo que ya le había dicho a Ennius. Sus palabras fueron acogidas con agradecidas palpitaciones de excitación, muchos susurros y exclamaciones, todo ello acompañado de preguntas profundas si bien ampulosas por parte de los varones, y chillidos y sobresaltos por parte de las damas.
Fue un éxito completo, si se exceptúa que Ennius permaneció sentado durante toda la cena con una sonrisa forzada en los labios, un gesto de nerviosismo más claro incluso que las suaves arrugas de su frente.
Y más tarde, una dama esmeraldina se dirigió al invitado.
—Pero, profesor Arvardan —dijo mientras su pecho se alzaba como un cojín rosado y blanco—, ¿realmente espera demostrar su teoría aquí?
—Es posible —replicó alegremente el aludido—. Voy a investigar las zonas radiactivas. Si descubro reliquias y artefactos humanos aquí, ¿qué otra deducción extraer sino la existencia de vida antes de la radiactividad?
Precisamente durante esta breve alocución se apagó la excitación y la cháchara, de modo que al final el arqueólogo miró alrededor extrañado por el frío y repentino silencio.
—¿Cree que eso es prudente, caballero? —preguntó lacónicamente un hombre que vestía uniforme militar.
Arvardan alzó las cejas.
—Bien, la radiactividad no es tan peligrosa. Iremos con extrema protección y haremos uso liberal de dispositivos mecánicos de largo alcance especiales para investigaciones arqueológicas. El riesgo será escaso.
Ennius se inclinó hacia él.
—Estoy seguro de que el coronel no se refería a la radiactividad —le dijo en tono significativo—. Se refería a que el primer ministro no permitirá ninguna violación de las zonas prohibidas, que son todas las radiactivas y algunas más.
Arvardan frunció el ceño.
—Bien, no creo que eso deba preocuparnos, procurador. Tengo un mandato de autorización del emperador y mi investigación es de gran valor para la ciencia.
Pero el procurador meneó la cabeza.
—Un mandato de autorización no servirá de nada. Ni el mismo emperador podría entrar en las zonas radiactivas sin permiso del primer ministro… o sin declarar la guerra a los fanáticos de la Tierra.
Se produjo un murmullo general de acuerdo.
—En realidad —continuó Ennius—, si quiere aceptar mi muy urgente aviso, renuncie a la idea y márchese.
De ese modo, la cena concluyó con un tono muy apagado.