5

Anders Horemm regresaba en una cabina del 2456.

La antesala del 2456, a través de la que había pasado para ir de la cabina al tiempo y del tiempo a la cabina, había estado llamativa y obviamente vacía. Los eternos de esa sección de la eternidad sabían que había un técnico trabajando y preferían no verle ni hablar con él.

Con su frialdad habitual, Horemm entendía las razones. Ninguno de los eternos de esa sección eran nativos del 2456. ¡Naturalmente! Una de las reglas primarias de la eternidad era que ningún hombre podía estar oficialmente asociado con su cuando natal. Si no existiese esa regla, las posibilidades de corrupción eran demasiado obvias como para discutirlas. Con todo, el paso de un técnico a través de una barrera le recordaría agudamente a todos los hombres que su propio cuando natal podía sufrir en el siguiente cambio cuántico. Y aunque las mentes de todos los eternos se hallaban educadas para saber que si ello ocurría era inevitable y hasta deseable, los corazones (incluso los de los eternos) no estaban siempre dispuestos a dejarse educar.

A menos, por supuesto, que se tratase del corazón de un hombre como él, pensó el técnico y, al pensarlo, frunció el ceño. Muchas veces le habían puesto como ejemplo a los novatos. La devoción al deber y la conciencia de una misión que trascendía toda consideración personal eran todo lo que debía entrar en la formación de un eterno, solía decirse.

Horemm había vivido en tiempos siguiendo con entusiasmo tal regla, en los días en que era un simple observador, abandonando cautelosamente la eternidad para recoger datos, en silencio, sin hacerse notar, eficientemente. Cada vez que era posible, utilizaba las casas de los empleados del tiempo en la eternidad como base. Cuando no era conveniente hacerlo, residía en hoteles, si lo permitían los mapas espaciotemporales; y, si insistían en ello, dormía debajo de un seto.

En cada penetración, los mapas eran siempre de lo más meticuloso acerca de dónde podía ir y cuándo podía hacerlo, lo que podía hacer y lo que no. Nunca, con una eficiencia que ahora le había convertido en el técnico más apreciado por Twissell, había invadido áreas prohibidas de gente, espacio o tiempo. En ningún momento de su carrera la textura de la realidad se había tambaleado porque él hubiese rebasado los límites.

Lo que acababa de hacer era un ejemplo. Sus acciones habían sido delimitadas en el espacio-tiempo para conseguir resultados óptimos. Era el equivalente de la incisión segura del cirujano, el diestro giro del ingeniero.

Era él quien originaba la CMN (ningún eterno pensaba en la «Causa Mínima Necesaria» de otro modo que no fuese CMN), usando su propio método después de que el computador hubiese indicado la naturaleza general de la CMN requerida. Era Twissell, tres siglos después en el tiempo, quien observaba el MRS (Máximo Resultado Significativo, te enseñaban a decir en la escuela).

¡Típico! El técnico producía la pequeña y deshonrosa causa. El computador observaba el considerable y honroso resultado.

No importaba. Nada tenía importancia excepto la gran obra que ahora ya se hallaba muy cerca del novato, Cooper, más cerca de lo que nunca había llegado.

Sintió un levísimo estremecimiento. De pronto, sin querer, había pensado en su primer fisioaño en el 482.

No sabía cómo era la época ahora. Rehuía leer sobre ella. Había evitado las misiones en su proximidad. Pero recordaba con extrema claridad cómo había sido cuando terminó la escuela y recibió su primera misión en la eternidad.

Observador en el 482 y los siglos vecinos.

¡Observador! ¡Objetivo y frío! ¡Incapaz de ver nada distinto a como era en realidad!

¡Observador! El hombre cuyo trabajo no terminaba nunca, dado que cada cambio cuántico vaciaba de sentido en mayor o menor medida todos los datos observacionales en los siglos implicados.

Había vuelto con su primer informe sobre el 482 y se había asegurado de continuar con su actitud fría y objetiva. Se aseguró de no poner al descubierto ni una fracción de la desaprobación que sentía en su fuero interno. Era una era sin ética ni principios, tal y como él estaba acostumbrado a concebirlos. Era hedonista, materialista, considerablemente matriarcal. Era la única era en que había florecido el nacimiento ectogénico y en su momento cumbre el 40 por cien de sus mujeres daban a luz entregando meramente un óvulo fertilizado a los depósitos de óvulos. El matrimonio se hacía y deshacía por mutuo acuerdo y era considerado como una cuestión puramente emocional.

La unión destinada a engendrar niños se hallaba, por supuesto, separada de las funciones meramente sociales del matrimonio y era decidida sobre principios puramente eugenésicos.

Horemm creía que, de otros cien modos distintos, aquella sociedad estaba enferma y anhelaba un cambio cuántico. Se le endurecía la mandíbula con una excitada anticipación al pensar en los millones de mujeres dedicadas a buscar el placer (la verdad es que con los hombres no había que contar) que se encontrarían convertidas en auténticas madres de corazón puro en otra realidad, con todos los recuerdos que ello implicase, incapaces de decir, soñar o imaginar que alguna vez hubiesen sido alguna otra cosa. Millones de seres vivientes jamás habrían vivido, en un instante, y millones de otros seres entrarían en la existencia convencidos, como si se tratase de algo incuestionable, de que poseían antepasados e infancias. Y, en su realidad, sería cierto.

Pero sus informes no revelaban ninguno de sus sentimientos y sabía que no debían hacerlo. La desaprobación que sentía hacia la era y toda su obra no salió a la luz hasta que Noys Lambent entró por primera vez en su sector de la eternidad como secretaria del programador Hobbe Finge.

Horemm miraba con cierta sospecha a todos los empleados del tiempo. Idealmente, pensaba, en la eternidad sólo deberían estar los eternos. La presencia de individuos corrientes del tiempo hacía precisas mil precauciones. Pero, naturalmente, los programadores siempre insistían en que había mil razones para su uso.

Noys Lambent, sin embargo, superaba las diez mil razones…, o así le parecía a Horemm.

Dos días después, entró decididamente en la oficina de Hobbe Finge, programador asociado. (Finge estaba muerto ya; un hombre sonriente y regordete, algo miope, procedente de un siglo centrado en la energía alrededor del 600, que siempre parecía sorprendido de hallarse sentado en algo hecho de simple y frágil materia y que pisaba con cautela el suelo por miedo a que se rompiese bajo su peso.)

Horemm en seguida dejó claro lo que pretendía.

—Programador Finge, protesto porque se haya contratado a la señorita Lambent.

—Ah, Horemm. —Finge alzó la vista, sonriendo—. Siéntese. Siéntese. Encuentra a la señorita Lambent incompetente, inadecuada…

—No puedo decir si es incompetente o no —dijo secamente Horemm—. No he hecho uso de sus servicios, ni pienso hacerlo. Es su secretaria. Pero, ciertamente, es inadecuada.

No era muy adecuado hablarle así a un superior, pero Horemm, en su juventud, había sido un idealista en lo tocante a la eternidad y sentía necesario protestar costase lo que costase.

Finge se lo quedó mirando con aspecto distante, como si su mente de programador sopesase abstracciones más allá del alcance de un eterno corriente.

—¿En qué sentido es inadecuada, Horemm?

—Me asombra que deba usted preguntarlo, programador. Su vestimenta es absolutamente lamentable.

—Oh, vamos.

—No he podido evitar el notar que lleva muy poco por encima de la cintura. —Sus manos se movieron vagamente a la altura del pecho—. Aparte de eso, la levedad de sus maneras es repugnante.

—Horemm, estoy seguro de que sus ropas y su actitud son parte de las costumbres de su tiempo. Usted, como observador, debería ser consciente de ello.

—En su propio ambiente, en su propio medio cultural, no hallaría falta alguna en su carácter. Sin embargo, aquí, en la eternidad, una persona como ella está fuera de lugar.

Finge sonrió. Efectivamente, sonrió, y si a Horemm le hubiese quedado algún músculo en el cuerpo que no estuviese tenso, lo habría tensado entonces.

—La contraté deliberadamente —dijo Finge—. Está desempeñando una función esencial. Es sólo temporal. Intente soportarla mientras tanto.

A Horemm se le endureció la mandíbula. Había protestado y su protesta había sido rechazada. No serviría de nada preguntar cuál era esa «función esencial». Un programador jamás daba explicaciones y, ciertamente, menos a un observador. No se podía molestar a la aristocracia mental que gobernaba la eternidad.

Se volvió envaradamente y caminó hacia la puerta. La voz de Finge le detuvo.

—Observador, ¿ha tenido usted alguna vez… —dijo Finge, vacilando, pareciendo querer escoger con cuidado sus palabras— …, una amiga?

Con laboriosa e insultante precisión Horemm citó:

—Con el propósito de evitar complicaciones emocionales con el tiempo, un eterno no puede casarse. Con ese mismo propósito, con respecto a la familia, un eterno no puede tener hijos.

—No le he preguntado acerca del matrimonio o los hijos —dijo gravemente el programador.

Horemm amplió su lista.

—Pueden establecerse relaciones temporales con moradores del tiempo sólo después de haber entrado en contacto con la Oficina Cartográfica Central para un mapa espaciotemporal adecuado.

—Totalmente cierto. ¿Se ha puesto alguna vez en contacto, observador?

—No, programador.

—Bien, Horemm, quizá debería hacerlo. Le daría una perspectiva más amplia de la vida. Le interesarían menos los detalles indumentarios de una mujer.

Horemm se fue, enmudecido por la rabia.

Después de aquello, trabajó con más ahínco que nunca, y odió aún más a la era. Ignoró la ofensiva presencia de la empleada, pero siempre era consciente de ella. De algún modo, sin preguntarlo nunca directamente, se enteró de que su nombre era Noys Lambent y que era lo bastante rica como para ser independiente, que no tenía que rendirle cuentas a nadie, que en su tiempo era una aristócrata.

Entonces, ¿por qué iba a desear trabajar en la eternidad? ¿Cómo podía desempeñar los deberes de una secretaria?

Tenía grandes sospechas sobre Finge. Finge hablaba con descaro de relaciones, llegaba incluso a recomendarlas. La eternidad siempre había sido consciente de la necesidad de llegar a compromisos con los apetitos humanos (para Horemm, la frase implicaba un estremecimiento de repulsión), pero las restricciones que conllevaba el escoger amantes hacían que el compromiso pudiese calificarse de todo excepto de generoso.

Entre los grupos inferiores de eternos había siempre rumores (medio esperanzados, medio resentidos) sobre mujeres importadas sobre una base más o menos permanente por razones obvias. El rumor señalaba siempre a los programadores como el grupo beneficiado. Ellos y sólo ellos podían decidir qué mujeres podían ser abstraídas del tiempo sin un cambio cuántico de la realidad.

Los rumores seguían siendo rumores. En ningún caso se habían comprobado ni encontrado a unos culpables determinados, y Horemm había descartado siempre esas cosas como vaporosas especulaciones de mentes ociosas.

Pero ahora sospechaba de Finge. ¿Una mujer como ésa su secretaria? Conocía otras palabras para calificarla.

Un día, se topó con la mujer en un pasillo y se echó a un lado para dejarla pasar y apartando la vista.

Pero ella se quedó inmóvil, mirándole.

—Usted es el observador Horemm ¿verdad?

Él asintió brevemente, con frialdad.

—Me han dicho que es todo un experto en nuestro tiempo.

—Por favor, ¿va a dejarme pasar o pasa usted?

No pudo evitar el mirarla y ella le sonrió moviéndose con un lento balanceo de caderas que hizo ascender su fría sangre, con un cosquilleo, hacia sus mejillas enrojecidas de furia.

Furia hacia sí mismo por ruborizarse, hacia ella por hablarle y, por encima de todo, por alguna oscura razón, hacia Finge.

Finge le llamó dos semanas después. Sobre su escritorio estaban las familiares películas perforadas que el Gran Consejo Pantemporal enviaba periódicamente. Bajo la adecuada observación por el instrumento de Horemm, se convertirían en el mapa espaciotemporal que le enviaría al tiempo y a otra misión.

—¿Quiere sentarse, Horemm? —dijo Finge—. Mírelas ahora mismo.

Horemm hizo lo que se le decía, se detuvo a la mitad y sacó bruscamente las películas de su observador como si estuviesen a punto de explotar. Las sostuvo entre los dedos índice y pulgar.

—Programador Finge, ¿hay algún error?

—Creo que no —dijo Finge—. ¿Por qué lo dice?

—Con seguridad, no se espera de mí que utilice el hogar de esa mujer, Lambent, como base.

El programador frunció los labios.

—Eso es lo que tengo entendido. Normalmente, observador, esperaría de usted que llevase a cabo su misión sin hacer preguntas. En este caso, dado que ha llegado hasta el extremo de expresar oficialmente su desagrado hacia la señorita Lambent, creí mejor explicarle algunos de los aspectos del actual problema.

Finge hablaba cuidadosamente, con cierta rigidez, y Horemm permaneció sentado e inmóvil, sin mirar a su superior. «No se lo pongas fácil», pensó.

Normalmente, el orgullo profesional habría obligado a Horemm a rechazar tal aclaración. No era cosa suya el replicar, el argumentar y todo lo demás. Pero en este asunto sentía un cierto afán de venganza que le sugería que una cierta desviación de la honra profesional podría hallarse en todo ese asunto.

Horemm se había quejado, eso era lo que había hecho. Finge temía que la queja pudiese ir más lejos, que el Gran Consejo Pantemporal pudiese investigar la función exacta de la aparatosa secretaria de Finge. Finge estaba obligado a darle a Horemm esta nueva misión, ya que Horemm era su mejor hombre. Pero si Horemm permanecía demasiado cerca de la muchacha, quizá descubriese demasiadas cosas.

Finge temía eso, así que intentaría explicarlo todo de antemano. Horemm, sintiendo una austera diversión ante esa perspectiva, estaba dispuesto a escuchar pero no a creer.

—Por supuesto, los siglos son conscientes de la existencia de la eternidad —dijo Finge—. Saben que supervisamos el comercio intertemporal y consideran que esa es nuestra función principal, lo cual es bueno. Tienen un leve conocimiento de que también estamos aquí para evitar que le ocurran catástrofes a la humanidad, lo cual es más o menos correcto. Le proporcionamos a las generaciones una imagen paterna de masas y un cierto sentimiento de seguridad, así que en ningún caso deseamos ocultarnos de ellos.

»Con todo, hay ciertas cosas que no deben saber. La principal es nuestra función de alterar la realidad mediante cambios cuánticos. Se estableció hace mucho tiempo que la inseguridad que surgiría de cualquier tipo de conocimiento de que la realidad puede ser alterada a voluntad nos produciría grandes desventajas. Así pues, siempre hemos eliminado todo conocimiento posible de ese tipo de la realidad y nunca hemos tenido problemas con él.

»Sin embargo, hay otras creencias indeseables acerca de la eternidad que brotan de vez en cuando en un siglo u otro. Normalmente, las creencias peligrosas son las que se concentran particularmente en las clases gobernantes de una era, las clases que tienen un contacto mayor con nosotros y que vehiculan el importante peso de lo que se llama opinión pública. Eso es siempre inquietante, pues al eliminar esas creencias religiosas debemos inducir cambios en la realidad que a menudo niegan avances duramente ganados en otros campos, los cuales deben entonces ser reconquistados por medios a veces complicados.

Finge hizo una pausa como si esperase que Horemm hiciese algún comentario o formulase alguna pregunta. Horemm no hizo ni lo uno ni lo otro.

Finge prosiguió.

—Desde el último cambio cuántico que afectó seriamente al 482, el Gran Consejo Pantemporal ha sido consciente de ciertos aspectos indeseables de la nueva realidad aquí presente. No era nada de una naturaleza lo suficientemente grande como para hacerse aparente incluso en extrapolaciones del quinto orden, que es todo lo lejos que podemos ir en este caso sin incrementar el error de probabilidad hasta un grado prohibitivo. Por esa razón, nos hemos estado concentrando aquí en nuevas observaciones y por eso ha estado usted tan ocupado, Horemm.

»Puedo decirle que las nuevas computaciones muestran que el foco de la perturbación reside en una actitud bastante carente de precedentes de la gente del tiempo hacia la eternidad. La he mantenido bajo estrecha observación para ver si era adecuada a nuestro propósito…

¡Concluyente observación! ¡Sí!, pensó Horemm.

De nuevo su ira se centró más sobre Finge que sobre la mujer.

Finge seguía hablando.

—Desde todos los puntos de vista, resulta muy adecuada. Ahora la devolveremos a su tiempo. Usando su residencia como base, usted podrá estudiar la vida social de su círculo, prestando la debida atención a las precauciones señaladas en el mapa. No puedo sino recalcarle que está usted observando al medio cultural de un círculo pequeño y específico y que la señorita Lambent resulta un instrumento ideal para ese propósito. ¿Entiende ahora su función aquí?

Horemm tenía una respuesta para una pregunta tan directa.

—La entiendo, programador.

—¿Está dispuesto a aceptar la misión?

Horemm no pudo resistir la tentación de lanzarle un último aguijonazo.

—Soy un observador y tengo un deber. Mi modo de llevarlo a cabo es independiente de las explicaciones.

Horemm se fue con el pensamiento consolador de que, en tanto que se había expresado con el elevado idealismo que se esperaba de un eterno, con todo, había logrado dejar bien claro que la complicada explicación de Finge (¿cuánto tiempo le había llevado el desarrollarla por completo?) no le había conmovido en lo más mínimo.

Casi enterrado por ese pensamiento había otro: que quizá se estuviese aproximando un nuevo cambio cuántico para el 482, uno que quizá barriese toda la inmoralidad de esos tiempos e instalase la decencia en su lugar.

La casa de Noys Lambent estaba bastante aislada pero su acceso, desde una de las mayores ciudades del siglo, era sencillo. Horemm había memorizado el mapa de la ciudad, al igual que había memorizado otros. Conocía sus avenidas y edificios; sus líneas de transporte; los hábitos de su vida. Sabía qué partes exactas debía observar en cada uno de los días de su misión, cuándo podía realizar cada viaje, cuándo debía permanecer en la base.

Su primera conversación con Noys Lambent en su propio tiempo se produjo como resultado del nerviosismo que ella sintió al descubrir su ligero desplazamiento temporal.

Se le acercó casi sin aliento.

—Estamos en junio, observador Horemm.

—No use mi título aquí —dijo secamente él—. Y si es así, ¿qué?

—Pero cuando ocupé mi puesto era febrero… —Hizo una larga pausa—. Mi puesto en ese lugar, y hace sólo un mes de ello.

Horemm frunció el ceño.

—¿En qué año estamos ahora?

—Oh, el año es el mismo.

—¿Está segura?

—Absolutamente.

Noys tenía la mala costumbre de permanecer muy cerca de él cuando hablaban, y su ligero ceceo (un rasgo del siglo antes que de su propia personalidad), hacia que pareciese una niña pequeña y más bien indefensa. Horemm no dejó que eso le engañase. Se apartó un poco.

—¿Suele permanecer en esta casa durante la primavera?

—No. Tengo una residencia en el Mar Medio.

(Horemm conocía la región bajo su nombre antiguo de Mediterráneo.)

—Entonces, sus amigos esperarían que estuviese ausente durante ese tiempo, ¿no? —dijo él.

—Ya veo —respondió ella, pensativa—, quiere decir que parecería raro que volviese en abril.

—Exactamente. En la eternidad cuidamos mucho de esas cosas.

Lo dijo con orgullo, como si él mismo fuese un jefe programador.

—Pero, entonces —dijo ella—, ¿he perdido tres meses de mi vida?

—Sus movimientos a través del tiempo nada tienen que ver con su edad fisiológica.

—¿Significa eso que los he perdido o que no?

–No los ha perdido.

—¿Por qué está siempre tan enfadado conmigo? —le preguntó Noys Lambent la segunda tarde.

Llevaba los brazos y los hombros al descubierto y sus largas piernas parecían brillar envueltas en la débil luminiscencia del foamite.

El mapa espaciotemporal confinaba a Horemm en la casa durante las últimas horas del día, y era allí donde había comido, picoteando sin gran interés los platos que habían figurado en anteriores informes suyos sobre la dieta de la época pero que hasta ahora se había abstenido de comer en persona. En contra de su voluntad, le gustaban. Y, también en contra de su voluntad, estaba disfrutando de la bebida espumosa, ligeramente verde y con sabor a menta que acompañaba los alimentos.

—No estoy enfadado —dijo—. No siento nada hacia usted.

En ese momento, le parecía que esa frase era totalmente cierta.

Estaban solos en la casa. En esa era, con la hembra de la especie económicamente independiente y capaz de lograr la maternidad, si lo deseaba, sin necesidad de acoger físicamente al niño en su seno, las relaciones entre los sexos no llevaban implícitas «reglas» dignas de tal nombre. No había nada de notable en que una mujer joven albergase huéspedes varones; si no lo hacía, era más bien digna de compasión.

Horemm sabía todo eso perfectamente pero, con todo, se sentía comprometido.

La comida había terminado; ella le sirvió nuevamente uno de los vasos alargados que contenía la bebida ligeramente espumosa. Tenía un poco de calor y le faltaba levemente el aliento, y se removió en su blando asiento intentando hallar una postura más cómoda.

La muchacha estaba tendida en el sofá de enfrente, apoyándose en el codo. La cubierta decorada del sofá se hundía bajo ella como si desease ávidamente abrazarla. Se había quitado los transparentes zapatos que llevaba y los dedos de sus pies se encogían y estiraban como si fuesen las suaves garras de una gata perezosa.

—Trabajar para la eternidad fue divertido —dijo, suspirando—, y estuve esperando mucho tiempo para poder entrar en ella.

Le estaba observando. En algún momento de la tarde su oscura cabellera se había soltado, cayendo sobre su cuello y sus hombros desnudos, a los que el contraste hacía resaltar dándoles un aspecto cremoso.

Él no respondió.

—¿Cuántos años tiene? —preguntó ella.

Ciertamente, no debía haberle contestado. Era una pregunta personal y la respuesta no era asunto suyo. «Veinticinco años», se oyó decir. Queda decir fisioaños, por supuesto.

—Yo sólo tengo veintidós —dijo ella—, pero usted vivirá y vivirá y será joven, y yo habré desaparecido muchos años antes.

—¿De qué está hablando?

Se apretó la frente intentando despejarse.

—Usted vive eternamente —dijo ella—. Es un eterno.

¿Era una pregunta o una afirmación?

—Está loca —dijo él—. Envejecemos y morimos como cualquier otra persona.

—¿Puede contármelo? —inquirió ella.

Hablaba en voz baja, en un tono lleno de promesas. La lengua del milenio cincuenta que él siempre había creído áspera y desagradable ahora le parecía eufónica. ¿O era, simplemente, que un estómago lleno y el aire perfumado le habían embotado el oído?

—Puede ver todos los tiempos, visitar todos los lugares —dijo ella—. Me encantaría ser una eterna. ¿Por qué no hay más mujeres eternas?

No se atrevía a hablar. ¿Qué podía decir? Que los miembros de la eternidad eran elegidos con todo cuidado, ya que debían cumplir dos requisitos. Primero: debían estar equipados para el trabajo; segundo: su retirada del tiempo no debía tener efectos deletéreos sobre la realidad.

¡La realidad! ¡No debía mencionarla!

Cuantos sujetos que tenían una excelente perspectiva habían dejado de ser contactados a causa de que llevarlos a la eternidad significaba el no-nacimiento de niños, la no-muerte de hombres y mujeres, los no-matrimonios y no-acontecimientos, las no-circunstancias que habrían desviado la realidad en direcciones que el Gran Consejo Pantemporal no permitía.

¿Podía decirle que las mujeres casi nunca lograban calificarse para la eternidad porque, por alguna razón que no entendía (puede que los programadores la entendiesen, pero él era meramente un observador), su abstracción del tiempo iba a distorsionar probablemente unas diez veces más la realidad que la abstracción de un hombre?

(Las ideas se confundían en su mente hasta que le fue imposible distinguir una de otra. Parecían haberse perdido, recubiertas por un confuso zumbido que no era totalmente desagradable. Ella se había acercado más, sonriendo.)

Oyó su voz, como una brisa vagabunda.

—¡Oh, los eternos! ¡Conviértame en eterna!

Quería decírselo, anhelaba hacerlo: la eternidad no es divertida, señora. ¡Trabajamos! Trabajamos para tramar todos los detalles de todos los cuandos, desde el inicio de la eternidad hasta aquel en que la Tierra queda vacía, e intentamos tramar todas las infinitas posibilidades de lo que podría-haber-sido y escoger un podría-haber-sido mejor que el existente y decidir en qué lugar del tiempo podemos hacer un pequeño y minúsculo cambio para desviar el es hacia el podría-ser, y tenemos un nuevo es y buscamos un nuevo podría-ser, siempre, siempre, siempre…

Meneó la cabeza, pero el torbellino de pensamientos siguió girando. ¿La bebida?

¿La bebida con sabor a menta?

Estaba aún más cerca, no podía distinguir claramente su rostro. Podía sentir su cabello en la mejilla, la cálida y leve presión de su aliento. Hubiese tenido que apartarse, pero, ¡qué extraño, qué extraño!, descubrió que no quería hacerlo.

—Si me convirtiese en eterna… —susurró ella, casi en su oído, aunque las palabras sonaban muy lejos por encima del latir de su corazón. Ella tenía los labios húmedos y entreabiertos—. Si fuese una eterna…

Él alargó los brazos, con torpeza, tanteando a ciegas. Ella no se resistió, pareciendo derretirse en su abrazo, fundirse con él.

Todo sucedió como en un sueño, como si le estuviese ocurriendo a otra persona.

No era lo repulsivo que él había imaginado siempre que debía ser.

Y luego ella se apoyó en él, los ojos brillantes, musitando, «eternidad… eternidad…», una y otra vez.

El mapa espaciotemporal no permitía esto. Pero, por alguna razón, lo único que en esos momentos despertaba una fuerte emoción en el pecho de Horemm era el pensar en Finge. No se trataba de culpabilidad. Era más bien… satisfacción, incluso triunfo.

Acabó volviendo a la eternidad, pero antes de abandonar a Noys besó sus manos y la abrazó con fuerza.

Estuvo a punto de sonreír a Finge cuando le presentó su informe. Finge no alzó la vista y se limitó a mirar las líneas del informe, como si sus ojos bien entrenados estuviesen convirtiendo palabras y frases en símbolos; como si en algún lugar de su mente matemática empezase a cobrar forma el entramado de las ecuaciones.

—Se comprobará —dijo, como sin darle importancia—. ¿Y a usted qué le sucedió, Horemm?

—¿A mí, programador? —murmuró Horemm, su sensación de seguridad se le esfumó bruscamente.

—Sí. Pasó una noche a solas en la casa de la dama… Lo hizo, ¿verdad? Siguió el mapa.

—Lo hice, señor.

—¿Bien? ¿Están todos los detalles pertinentes incluidos en su informe?

Los ojos de Finge se clavaban en él y la costumbre del deber tiraba de Horemm. Un observador debe informar acerca de todo. Idealmente, un observador no era más que un pseudópodo dotado de percepción sensorial extendido por la eternidad. Carecía de toda individualidad propia en el desempeño de su deber.

El labio inferior de Horemm tembló un instante, no a causa de la ira, el miedo o el embarazo, sino a causa del recuerdo repentino de aquella inolvidable noche.

Empezó a contar los acontecimientos que había dejado fuera de su informe.

Y luego Finge levantó un dedo y dijo secamente:

—Gracias. Es suficiente.

Horemm volvió a su escritorio colmado de un vino espiritual. Por supuesto, Finge había tenido que preguntárselo y, por supuesto, no había podido soportar el oírlo.

¡Finge estaba celoso! Para Horemm eso resultaba obvio, y por primera vez en su vida supo que contaba con una meta más importante para él que el helado cumplimiento de los deberes de la eternidad. Haría que Finge siguiese celoso y, si tenía que hacerlo, que lo estuviese todo el mundo, porque iba a conservar a Noys aunque tuviese que enfrentarse con Finge, con el Gran Consejo Pantemporal y con la eternidad entera.

El primer permiso solicitado por Horemm para visitar el siglo para un asunto particular fue presentado dos días después. Había pretendido aguardar un discreto período de cinco días, pero fue incapaz.

Su solicitud fue rechazada.

En cierto modo, lo había esperado. Entró en la oficina del programador Finge temblando a causa de todo lo que tenía que decirle.

—Ha sido rechazada una petición mía para visitar el siglo… —empezó a decir.

Finge le interrumpió de inmediato.

—Quiere ver a la señorita Lambent.

—Sí.

Puso en ese monosílabo todo el desafío de que era capaz.

—Se ha producido un cambio cuántico. Pensé que se había dado cuenta de ello.

Horemm se puso lívido. Lo había olvidado.

—¿Un cambio cuántico?

—¿Para qué otra cosa cree que necesitábamos la información?

—¿Un cambio cuántico?

—Uno pequeño, comparativamente hablando.

—Entonces…

—Pero la señorita Lambent ya no existe. Excepto en las mentes de aquellos de nosotros que la conocimos en la eternidad, no existió jamás. La nueva realidad la ha excluido. Nunca nació.

Horemm retrocedió tambaleándose hasta derrumbarse en una silla.

—Se lo expliqué —dijo Finge—. Le hablé de las dificultades que teníamos con los tiempos en que estaban desarrollándose ideas inconvenientes acerca de la eternidad. El 482 era uno de ellos. Por la información que teníamos llegamos indirectamente a la conclusión de que entre las clases superiores de la era, particularmente entre las mujeres, estaba creciendo la idea de que los eternos eran realmente eternos, que vivían para siempre…

(Horemm recordó la frase de Noys, breve y directa: «Vivís para siempre». Pero él lo había negado… Sólo un tremendo esfuerzo le impidió gritar.)

Finge seguía hablando.

—Peor que eso, había surgido la superstición de que la intimidad con un eterno haría a una mujer mortal, tal y como ellas se concebían, capaz de vivir para siempre.

(Horemm podía oír nuevamente su voz, con tal claridad: «Si fuese una eterna». «Hazme eterna.» Las palabras se veían ahogadas por el recuerdo mucho más potente de sus besos.)

Finge prosiguió:

—Eso era difícil de creer, Horemm. Carecía de precedentes. Si era cierto, la creencia y las causas que daban origen a ella debían ser eliminadas. Pero antes de que pudiésemos actuar, necesitábamos una comprobación directa. Escogimos a la señorita Lambent como un buen ejemplo de su clase. Le escogimos a usted como el otro sujeto…

Horemm se incorporó vacilante.

—Me escogieron… a mí… como sujeto.

—Era algo fuera de lo normal. La necesidad…

—¡Maldita necesidad! ¡Está mintiendo!

Ya no le importaba lo que pudiese decir.

Finge abrió desmesuradamente los ojos. Sus labios gordezuelos se estremecieron.

—Observador, ¿cómo se atreve?

—Digo que miente —gritó Horemm—. Está celoso. Tenía sus propios planes para Noys, pero ella me escogió a mí. ¡A mí! Está intentando decirme que ella…, que actuó como lo hizo porque quería vivir para siempre y yo le digo que no. No fue así, y sus mentiras no conseguirán estropearlo y usted no podrá ocultarla. Existe, y yo iré ahí fuera… y…

Las palabras parecieron desvanecerse en los oídos de Horemm, aunque estaba gritando con toda la potencia de que sus pulmones eran capaces. La niebla roja que flotaba ante sus ojos se hizo más oscura y empezó a girar. Notó la presión del suelo en su mejilla aunque, en los primeros instantes, no fue consciente del dolor.

Luego llegó el dolor. Sus dedos se retorcían en el suelo como intentando aferrarlo. La odiada voz de Finge sonaba en sus oídos, pero las palabras no iban dirigidas a él. Finge estaba hablando por un comuno. Horemm era capaz de entender eso, incluso en su actual estado de impotencia.

Horemm oyó lo que dijo sin tener fuerzas suficientes para levantarse del suelo y estrangularle.

Finge estaba diciendo:

—… ni la más ligera idea de que pudiese tener tal efecto. Sí, era la elección lógica, casi la única. Inhibido, tímido, poco atractivo. El hecho de que la muchacha deliberadamente… Ella lo hizo. Fue inequívocamente deliberado. Su informe lo dejó muy claro. Le indico que vea las adiciones… Sí, hospitalización y rehabilitación, ciertamente. A su manera, es uno de nuestros mejores hombres. No querría perderle.

¡Hospitalización y rehabilitación! Llevó meses de fisiotiempo pero cuando terminó cualquiera que hubiese conocido a Horemm habría jurado que volvía a ser el mismo.

Y podría haberlo sido, excepto por el hecho de que ahora existía algo que no había existido antes. ¡Noys!

¿De qué servía decir que no existía? Existía en su mente. Y en tanto que él viviese existiría siempre en su mente, y no habría ninguna otra mujer.

Nunca se apartó de esa decisión.

A duras penas, sacó del fondo de su alma la fuerza suficiente para que la eficiencia en su trabajo fuese aún más firme e impersonal de lo que había sido antes. Trepó a través de los varios niveles de la clasificación de observador hasta la de técnico.

Atrajo la atención nada menos que del jefe programador Twissell y, a petición del propio Twissell, le fue asignado como técnico personal. En los últimos tres años él, personalmente, había cambiado de lugar objetos, había apagado luces, manipulado interruptores, se había apoderado de comunicaciones personales y había llevado a cabo ciento una cosas sin importancia, cada una de las cuales había acarreado la no-existencia de muchísimas personas y objetos y la nueva existencia de muchísimos otros.

Pero ya no le importaba lo que dejaba de existir en la realidad y, de todas las cosas que en ella aparecían, ninguna era Noys. En el primer año posterior a la catástrofe, de algún modo había logrado engañarse a sí mismo con la esperanza de que en algún lugar del tiempo, a medida que se sucedían los cambios cuánticos, Noys Lambent sería nuevamente recreada. Pero un conocimiento más profundo le decía que no y, a medida que pasaba el fisiotiempo, tuvo que admitir ese no. Del infinito número de realidades posibles, la oportunidad de que fuese escogida una con Noys dentro de ella era una entre un número infinito, o (dicho sin rodeos, de un modo horrible) cero.

Y entonces, cuando el peso de la futilidad podría haber hecho que todo se derrumbase, le llegó una nueva meta vital. De inmediato no se dio cuenta de cuál era. La idea fue creciendo lentamente pero, gracias a ella, Horemm pudo soportar la vida, el trabajo y al ejecutor Twissell. Aguantó todas las nimiedades triviales del jefe programador. Toleró todas las estupideces a las que parecía autorizarle la calidad de genio. Por encima de todo, aguantó los humeantes cilindros de papel y hierba que se consumían en sus manos…, un vicio del que nunca había oído hablar, y menos aún experimentado, en todos sus años de vida. Respiró el humo pestilente, atragantándose y ahogándose con él, y jamás tuvo una palabra o una mirada de queja (y, muy raramente, sólo un pensamiento). Todo en bien del gran proyecto de Twissell.

Hoy, ese mismo día, mientras volvía de su misión en el 2456, ese proyecto iba a dar fruto.

Hoy iba a suceder, con la llegada del joven Brinsley Sheridan Cooper, a quien el mismo Horemm había ido rastreando esforzadamente entre los incontables quintillones de posibilidades con un ardor y una vocación que trascendían el simple deber.