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Anders Horemm, nativo del siglo 29 (muy rígido y restrictivo en cuanto a la energía atómica, levemente rústico, amante de la madera natural como material estructural, exportadores de ciertos tipos de potables destilados a casi todos los cuandos, e importadores de trébol), tomó la cabina hacia el siglo 2456.

Su rostro cetrino, con las mejillas pronunciadas y los labios delgados, estaba tranquilo. No mostraba nerviosismo alguno frente a un delicado trabajo en el que no era posible ningún error. Jamás se le había ocurrido que pudiese cometer un error en un cambio cuántico. Hasta el momento, su confianza en sí mismo no había estado fuera de lugar.

Horemm había empezado su carrera en la eternidad como observador. En tanto que los programadores permanecían en la atmósfera rarificada de sus trabajos matemáticos y los planeadores de vidas se internaban en la agotadora e interminable jungla de la posibilidad infinita, y los sociales tejían sus frágiles teorías concernientes a los hombres y las cosas, el observador salía decididamente al tiempo y traía de vuelta los datos, sin analizar, que los alimentaban a todos.

El observador no obtiene gran reconocimiento por ello. La literatura de la eternidad resuena con los aplausos a la brillantez de la computación, las delicadezas del tramado, la inteligencia de la socialización, pero muy poco se dice del observador que recoge los hechos y aún menos del técnico, cuyas manos tiran de las cuerdas que cambian miles de millones de vidas.

Horemm llevaba cinco años siendo un técnico. La mayor parte de ese tiempo había trabajado directamente con Twissell. Twissell le había dicho lo que debía hacer y por eso Twissell recibía honores. Horemm hacía lo que Twissell le decía y por hacerlo no era apreciado. Era como si los eternos, incapaces de evitar la culpa colectiva que implicaba el hecho de jugar a ser Dios con las vidas de generaciones enteras, la evitasen colocando sobre los hombros de los técnicos el peso de dicha culpabilidad.

En sus observaciones de las sociedades que practicaban la pena capital, Horemm había notado la misma distinción social entre el respetado juez que ordenaba que se realizase la ejecución y el empleado del gobierno que llevaba a cabo la orden pagando el precio del ostracismo social.

Horemm no sentía amargura por eso. Sentía una austera alegría siendo un técnico y trabajando para Twissell. No habría cambiado su posición por nada.

Por encima de todo, sentía una extrema complacencia al trabajar en lo que Twissell llamaba «el misterio Mallon». Era el mismo Horemm quien había penetrado ciertas eras durante misiones cuyos resultados no habían sido registrados en ningún libro de acceso público. Era él quien había seguido vidas que Twissell no le habría confiado a ningún planeador profesional. Era él, en persona, quien había localizado por primera vez a Brinsley Sheridan Cooper, y su lenta sangre se había inflamado al enterarse de que aquí, al fin, estaba la persona que Twissell había buscado. Él, personalmente, había ido hacia abajo en el cuando (todo lo atrás en la vida de Cooper que Twissell había osado llegar) para meter a Cooper primero en la escuela de novatos y luego en la clase adecuada de entrenamiento especializado. Luego, cuando había transcurrido el entrenamiento mínimo, era Horemm quien había enviado el mensaje en nombre de Twissell, ordenando a Cooper que fuese al 575.

Todo estaba bien. Si Horemm fuese un hombre dado a sonreír, ahora habría sonreído. En el hiperaislamiento de una cabina que ascendía por los corredores interminables de los siglos, hasta podría haber reído en voz alta. Pero sólo sentía la fría satisfacción de una fisiodécada de laborioso trabajo que se acercaba a su clímax mientras veía desvanecerse los siglos a través y más allá de su cabina.

La cabina se detuvo al fin, suavemente, de modo automático, y la realidad se solidificó partiendo de las borrosas neblinas que la habían rodeado.

Horemm no hizo ni una pausa para percibir las nuevas facetas que todo siglo le ofrece a unos ojos nuevos, incluso en el primero y más trivial de los encuentros. Llevaba demasiado tiempo en su profesión como para perder el tiempo con observaciones que no fuesen de utilidad inmediata.

En cualquier caso, se hallaba sólo en esa sección de la eternidad entregada al 2456, y no en el tiempo propiamente dicho. La barrera que separaba la eternidad del tiempo se oscurecía con las tinieblas del caos primigenio y su aterciopelada no-luz se hallaba característicamente punteada con los huidizos puntos de luz que reflejaban imperfecciones submicroscópicas de la materia que no podían ser erradicadas en tanto perdurase el principio de incertidumbre.

Horemm ajustó con delicadeza la posición de la barrera y la cruzó después en el segundo exacto del tiempo indicado por el análisis espacio-temporal como óptimo para su propósito. La barrera llameó con una brillantez intangible mientras la masa viajaba a través de ella, moviéndose de la eternidad al tiempo.

Un millón de toneladas de materia se desintegraban cada segundo para alimentar las barreras que circundaban a la eternidad, pero la energía no era problema. A veinte mil millones de años ascendiendo en el cuando ardía la nova definitiva que fue una vez el Sol, y la potencia energética de un millón de soles estaba allí para ser tomada.

Eso, al menos, era constante. Ningún cambio concebible de la realidad, ninguna alteración posible en los insignificantes asuntos humanos del tiempo podría alterar jamás la llegada de esa nova.

Horemm se encontró en un cuarto de máquinas. Estaba vacío y lo seguiría estando durante dos horas y treinta y seis minutos bajo la realidad presente; por dos minutos más bajo la realidad venidera. Su propia presencia aquí, como había probado un cuidadoso cálculo, era neutral. En tanto que ninguna entrada en el tiempo, por casual que fuese, podía dejar de suponer una distorsión finita en la textura de la realidad, no todas las distorsiones llegaban al nivel mínimo requerido como para que se realizase un cambio cuántico.

Lo que Horemm hizo luego fue, aparentemente, aún más trivial que el simple hecho de su presencia. Cogió un pequeño recipiente de su posición sobre una estantería y lo movió hasta un lugar vacío en la estantería que había debajo.

Habiendo hecho esto, volvió a entrar en la eternidad de un modo que le pareció tan prosaico como hubiese podido serlo el cruzar una puerta cualquiera. Para un observador clavado en el tiempo, habría sido como si hubiese desaparecido.

El pequeño recipiente permaneció allí, donde lo había puesto. No jugaba un papel inmediato en la historia del mundo. La mano de un hombre se tendió hacia él y no lo encontró. La búsqueda realizada lo encontró media hora después, pero, entre tanto, un campo de fuerza se había extinguido y un hombre había perdido los estribos. Una decisión que en una realidad previa habría seguido sin ser adoptada, fue tomada ahora a causa de la ira. Un encuentro no tuvo lugar, un hombre que habría muerto vivió un año más, y uno que habría vivido un día más murió un día más pronto.

Las ondulaciones fueron ensanchándose.

Desde el instante en que el recipiente había sido cambiado de sitio hasta todo el tiempo posterior, existió una nueva realidad. En algunos siglos el cambio fue muy pronunciado, con culturas enteras sutilmente alteradas. En algunos siglos el cambio fue muy leve. En ningún caso fue de cero.

Mas, por supuesto, ningún ser humano que se hallase en el tiempo podía ser consciente de que algún cambio hubiese tenido lugar. Y, aunque millones de hombres que hubiesen vivido no llegasen a hacerlo a causa del gesto de Horemm, los eternos comprendían y, excepto por un instinto irracional, nadie habría considerado a Horemm un asesino.

Excepto, por supuesto, el propio Horemm.