Nero Attrell lanzó una cautelosa ojeada al joven que tenía al lado. Llevaba veinte fisioaños siendo un eterno y no sentía ninguna afición a darle gusto a novatos que, en sus primeras misiones, nadaban en océanos de salvar mundos.
Pero, de algún modo, éste tenía que ser distinto. Twissell le había mandado a buscar. Twissell era un hombre difícil de conocer, pero Nero Attrell había conocido buena parte de la vida del viejo caballero como para saber cuándo estaba nervioso.
Y Twissell estaba nervioso.
Sólo unos instantes antes su voz había gorjeado suavemente en el oído de Attrell a través del comuno.
—Sí, he estado esperando a ese joven. Estaré listo pronto. Me daré prisa. Es solamente un cambio cuántico del que debo asegurarme antes.
El nerviosismo era obvio. Se hallaba en la palabra «prisa».
Twissell jamás se había dado prisa por los demás. Una vez había hecho esperar cinco horas a un comité del Gran Consejo Pantemporal, y jamás se había tomado la molestia de dar una explicación. Pero ahora iba a darse prisa por un novato delgado y pálido que estaba abrumado por hallarse en un otrocuando tan lejano de su hogar.
Todo ello dotaba al recién llegado, Cooper, de un extraño interés y Attrell se descubrió sintiendo en su interior el principio de una amistad hacia el muchacho.
Attrell no tardó demasiado en sintonizar el observador. El 575 era preciso y lógico en sus técnicas. El observador parecía solamente una mesa con la superficie de cristal pero, de pronto, el cristal no estaba allí y en su lugar había una ciudad, con el aspecto de una excelente fotografía tridimensional en color. Attrell sonrió levemente cuando a Cooper se le escapó una leve exclamación. Había estado esperándola. Siempre surgía cuando un espectador desprevenido notaba por primera vez que había movimiento dentro de la «fotografía».
El novato se inclinó sobre el observador, intentando meterlo en sus ojos todo a la vez. Luego retrocedió un paso, frunciendo el ceño.
—Si desea verlo más de cerca —dijo Attrell—, le enseñaré cómo funcionan los controles. Son muy sencillos.
El novato meneó la cabeza.
—Está bien. Yo…, no es tan diferente, ¿verdad? Pensé que, de algún modo, sería distinto.
—¿Distinto de cuándo?
—De… del 28. De casa, ya sabe.
—¿Debería serlo?
—Bueno, son cincuenta mil años en el futu… eh…, cincuenta mil años en un cuando más alto.
Attrell sonrió con tolerancia.
—Sabe —dijo—, creo que no se ha inventado nunca al novato que no haya tenido la misma sensación la primera vez que veía el tiempo de su primera asignación. Sea como sea, las cosas nunca son distintas.
—¿Lo dice de veras, señor Attrell?
—Bueno, puede que esté exagerando un poco. Mire, ¿le importa que le explique algo?
—Lo agradecería, señor Attrell.
Bueno, pensó Attrell, es cortés. A menudo le habían dicho a Attrell (una vez incluso Twissell se lo había dicho) que era un hombre de los siglos subpoblados y que, por lo tanto, estaba destinado a no hallarse a gusto en compañía de desconocidos. Puede que fuese así, pero estaba empezando a sentir simpatía por el chico.
—Muy bien, entonces, esto es lo que quiero explicar —dijo con amabilidad—. Va a encontrarse con que el modelo humano de la historia no es una línea, es una curva sinusoidal irregular. El progreso no continúa en una sola curva de modo que todos los tiempos difieran del suyo. Una era dada es probable que sea tan parecida a la suya como que sea distinta.
—Me han enseñado eso.
—Sí, le han enseñado eso. Pero alguien del 28 no lo cree realmente hasta que lo ve. No me entienda mal; no tengo nada contra el 28, pero debe admitir que el 28 es solamente el primer siglo completo de la eternidad. ¿Correcto?
—Ciertamente.
—Y el 28 es siempre muy consciente de los tiempos primitivos; los siglos antes de que empiece la eternidad.
—Sí. De hecho, la Historia Primitiva es mi campo de especialización.
—Ahí tiene. El último milenio de los tiempos primitivos fue una especie de desarrollo en línea recta con una tecnología en progreso continuo. Naturalmente, se cae en el hábito de pensar que una línea recta como ésa continuará. No tengo que decirle a un graduado en Historia Primitiva que a veces la raza humana no progresa, si es que una palabra tal tiene algún significado; a veces retrocede.
—Es cierto —dijo Cooper, frunciendo algo afectadamente los labios—, durante un milenio después del primer siglo hubo un declive tecnológico tal que los estándares del medio milenio anterior al primer siglo no se recuperaron realmente hasta que…
Attrell, que había estado prestando atención a las maneras levemente pomposas con las que Cooper exhibía su recién adquirido saber, sufrió un repentino espasmo de sospecha. ¿Acaso era él quien estaba siendo tomado a broma?
—¿El medio milenio anterior al primer siglo? —preguntó.
—Sí. De veras. El primer siglo no fue el primero.
—¿Así que lo llaman el primer siglo sin razón?
—Es un poco complicado. Mire, es como si…
—Bueno, no importa. —Attrell decidió que el muchacho hablaba en serio y no sentía deseo alguno de profundizar en las paradojas del tiempo—. Es su especialidad, así que aceptaré su palabra —dijo—. Yo me gradué en tramas vitales. Lo que estoy intentando dejar claro es lo siguiente: la gente se mueve en círculos. Puede que estén muy lejos, en un cuando arriba o en un cuando abajo, y puede que sigan siendo muy parecidos a usted. O puede que estén justo en el cuando de al lado, y sean completamente distintos. No se deje impresionar tampoco por esa diferencia. Lo que a usted puede parecerle decadencia o barbarie, para otras personas puede suponer el descubrimiento de unos valores nuevos y mejores. ¿Está familiarizado con el 413?
Contra su voluntad, Attrell descubrió en su fuero interno que empezaba a ponerse a la defensiva, casi de un modo beligerante.
Cooper meneó la cabeza.
—No en detalle.
—Sólo tenemos cien millones de personas en él. Es un buen tiempo.
De pronto, le invadió la añoranza. Había pasado mucho tiempo desde que visitó el 410 y el 420. Podía oler el aire fresco con su aroma a pinos y ver el azul de los glaciares recortándose en el horizonte. Casi podía sentir el espacio despejado, las vastas extensiones abiertas de su mundo.
—Supongo que su 28 está algo congestionado —dijo melancólicamente.
—Bastante. Cinco mil millones.
—Igual que este 575. Como casi todos los cuandos. En mi tiempo había una pequeña era glacial, ya sabe. Los bosques lo cubrieron todo y las ciudades se disgregaron en agrupaciones más pequeñas donde la vida era más fácil. Nos gustaba, ya puede suponerlo, pero cada vez que hay un cambio cuántico las eras subpobladas quedan un poco encogidas. Ése es el único nombre que les da el Gran Consejo Pantemporal, «las eras subpobladas». En las otras edades glaciares había ciudades subterráneas o desarrollaban la energía solar. La mayor parte mantenían alta la población.
»Pero yo creo que la subpoblación es excelente. No la considero subpoblación; la considero población inteligente. La gente de casi todos los cuandos se queda horrorizada ante eso. Ahí tiene…
Attrell se estaba emocionando y, por supuesto, como siempre que se ponía así se mordió los labios y hubo un silencio repentino que duró un lapso incómodo de tiempo.
—¿Cuándo dijo el ejecutor Twissell que iba a verme? —preguntó finalmente Cooper.
—Con Twissell nunca se sabe —dijo Attrell. Luego, incapaz de resistir el impulso, le preguntó—: ¿Supongo que está en el proyecto Harvey Mallon?
Attrell se divirtió al ver cómo surgía la alarma en los ojos del joven. Eso confirmaba también una sospecha.
—¿Qué proyecto Harvey Mallon? —preguntó Cooper—. No sé nada de eso.
—Si no sabe nada, ya se enterará. Eso es todo lo que le interesa ahora a Twissell. De vez en cuando da seminarios y nos habla de Harvey Mallon hasta la muerte. Todo lo que hace tiene algo que ver con Mallon.
—¿Y por qué no, planeador asociado? —dijo una voz amable quitándole cualquier énfasis al título que acababa de mencionar.
Attrell disimuló su sorpresa. No había oído entrar a Twissell.
—Por nada, jefe programador.
Cooper se puso rígido. Sus pálidas mejillas se ruborizaron y sus delgados rasgos parecieron más afilados que nunca.
—¿El jefe programador Twissell? —preguntó tartamudeando.
Attrell observó la reacción de Cooper y en una comisura de sus labios aleteó por unos instantes la sombra de un temblor. Tenía una idea bastante buena de lo que sentía Cooper. Había visto una mirada similar, mitad incredulidad y mitad decepción, en los ojos de una docena de novatos cuando sus ojos se encontraban por primera vez con el gran hombre de la eternidad.
Pero, cuando la reputación de un hombre es colosal y su nombre mágico, es difícil encararse con la realidad física de una figura encorvada, un rostro pequeño y regordete, una calva lisa y pronunciada, unos ojillos que se perdían dentro de un millar de pequeñas arrugas, una sonrisa benevolente y un cigarrillo. Por encima de todo, el cigarrillo.
Cooper tenía el aspecto de ver por primera vez en su vida un cigarrillo. Cuando una nubecilla de humo le alcanzó, se encogió visiblemente.
—¿Es usted mi muchacho? ¿Mi jovencito?
Twissell se acercó a Cooper, alzando la vista hacia su rostro, como si intentase ver claro a través de la neblina creada por el cigarrillo, hablando con un espantoso acento dialectal del tercer milenio.
—Soy Brinsley Sheridan Cooper, señor —dijo Cooper—, en misión y esperando órdenes.
Habló en lengua del milenio sesenta, con la trabajosa lentitud del que acaba de salir de la escuela.
—¡Oh, formalidades! —El jefe programador agitó la mano que sostenía el cigarrillo y unas cenizas, ligeras como plumas, cayeron sobre el suelo pulimentado—. Y no se tome la molestia de hablar en milenio sesenta. He estudiado mucho su propia lengua. La hablo maravillosamente bien… Y ahora, dígame, ¿qué tiene de malo el interés en Harvey Mallon, planeador asociado Attrell?
Attrell la reconoció como lo que era, una pregunta retórica y de todos modos, no creía que pudiese hablar milenio tres con la fluidez suficiente, así que mantuvo un silencio estratégico.
—¿Acaso no es digno de estudio? —dijo Twissell—. Es un primitivo, así que no se puede llegar personalmente hasta él en una cabina. Y, con todo, inventó el campo temporal en el 2354 y eso hizo posibles las cabinas cuatrocientos años después. Allanó el terreno para la eternidad y seguimos sin saber a ciencia cierta cuándo nació o cuándo murió. Preguntemos a mi muchacho.
(Esta última palabra la pronunció como «muishasho», con el acento en la tercera sílaba, y en los oídos de Attrell eso sonaba como una vil perversión de lo que la palabra debía ser.)
—El jefe programador se volvió hacia el novato.
—¿Sabe usted algo sobre Harvey Mallon? Está más cerca de su tiempo. Ha estudiado a los primitivos.
—Hay escasa documentación sobre su vida, señor.
Twissell sonrió.
—¿Eso es todo lo que puede decir, muchacho?
El cigarrillo que tenía entre los dedos se había consumido hasta el punto que sólo quedaba la colilla y, en su lugar, apareció otro encendido. El intercambio fue realizado con la engañosa facilidad que revelaba toda una vida de práctica, pero a Attrell le pareció, como se lo parecía siempre, una exhibición gratuita de habilidad.
—Le ofrecería un cigarrillo —le dijo Twissell a Cooper—, pero sé que no fuma. Casi en ningún cuando de la eternidad está bien visto fumar. Sólo en el 72 hacen buenos cigarrillos, y los míos los importo especialmente desde allí. Es una pena. La semana pasada tuve que estar dos días en el 123 sin fumar. En el 123 no les importa el incesto pero se habrían desmayado como solteronas si hubiese sacado un cigarrillo. A veces pienso que debería disponer un cambio cuántico y acabar con todos los tabúes sobre el no fumar de la eternidad entera, pero cada vez que intento imaginarlo me encuentro que causa guerras en el 58 o una sociedad esclavista en el 1000. Siempre hay algo.
»¿Le gustaría ver un cambio cuántico, muchacho? —prosiguió con el mismo tono monótono de voz—. He dispuesto uno para usted.
Cogió al novato por el codo y le hizo salir.
Los ojos de Attrell les siguieron con gravedad. Nunca había visto a Twissell actuar de un modo tan excéntrico ni hablar tanto.
Se encogió de hombros. No iba a descubrir nada, así que ¿para qué romperse la cabeza? Volvió a su oficina y tomó asiento para trazar mapas vitales del mismo modo concienzudo que había usado durante fisioaños enteros. En tiempos había tramado las rutas vitales alternativas (incluyendo todas las de probabilidad superior al 0,01) de 572 individuos en cuyos siglos no había ningún tipo de tratamiento decente para el cáncer. Eso incluía desde el 27 hasta el 35, que no había logrado desarrollar una tecnología genética manejable, y partes de los bastante excéntricos 52 y 53, que habían reaccionado violentamente a la medicina física (induyendo el uso de exploraciones psíquicas y otras ayudas físicas al psicoanálisis), retrocediendo a un tipo de Psiquiatría que tenía bastantes puntos de contacto con la curación mediante la fe.
De todos los 572 cuyas rutas vitales había tramado, exactamente 17 se habían beneficiado como resultado de ello. O, al menos, la extensión de las vidas de los 17 no había implicado cambios cuánticos de valor negativo, y sus muertes prematuras de cáncer habían sido evitadas. El tratamiento era caro, pero los miembros de los gobiernos de esos siglos seguían pidiendo más a gritos; más sueros anticáncer enviados a través del tiempo al coste que fuese, más vidas que salvar.
Attrell sabía muy bien que los que se salvarían serían más bien pocos. Era la tesis favorita de Twissell: con cada cambio cuántico en beneficio de la humanidad, sería más difícil encontrar el siguiente. Nunca imposible; pero siempre más difícil.
Attrell suspiró. ¿Llegaría el día en que ninguna vida pudiese ser alterada en todo el tiempo? ¿Cuando la historia humana siguiese finalmente su camino ideal?
El Gran Consejo Pantemporal decía que no. No podía haber ideal alguno en un número infinito de caminos. Lo único que podía hacerse era aproximarse asintóticamente a él. Acercarse, eternamente. Llegar, nunca.
Volvió a inclinarse sobre la vida de Lyman Hugh Shapur del siglo 29 y trazó otra vez la extraña bifurcación doble que aún no había conseguido interpretar del todo. Veamos, si…