En el momento en que una persona es orientada a enfrentarse a los hechos antes que a las ilusiones, los problemas tienden a desaparecer. Al final, caen en su auténtica perspectiva y se vuelven resolubles.
Roger se agitó inquieto.
—¡Chácharas psiquiátricas! Eso es como poner los dedos en las sienes de un hombre y decir: «¡Ten fe y estarás curado!». Si el pobre tipo no resulta curado, es simplemente porque no ha sabido acumular la suficiente fe. El hechicero nunca pierde.
Quizá tengas razón, pero déjame ver, ¿cuál es tu problema?
—Nada de catecismo, por favor. Sabes muy bien cuál es mi problema.
—Levitas. ¿Es eso?
—Digamos que sí. La situación es ésa, en una primera aproximación.
—No eres serio, Roger, pero probablemente tengas razón. Eso es tan sólo una primera aproximación. Después de todo, eres tú quien se está enfrentando al problema. Jane me ha dicho que has estado experimentando.
—¡Experimentando! Buen Dios, Jim, no estoy experimentando. Estoy dando palos de ciego. Para experimentar necesito cerebros de primera clase y un buen equipo. Necesito un equipo de investigación, y no lo tengo.
—Entonces, ¿cuál es tu problema? Segunda aproximación.
—Ya entiendo lo que pretendes —dijo Roger—. Mi problema es conseguir un equipo investigador. ¡Pero lo he intentado! Lo he intentado hasta que me he cansado de intentarlo.
—¿Cómo lo has intentado?
—He enviado cartas. He pedido… Oh, ya basta, Jim. No me apetece pasar por esa rutina del «tiéndete en el diván». Sabes muy bien lo que he estado haciendo.
—Sé lo que le has dicho a la gente: «Tengo un problema, ayúdenme». ¿Has intentado alguna otra cosa?
—Mira, Jim, estoy tratando con científicos adultos.
—Lo sé. Así que razonas que una petición directa es suficiente. De nuevo nos hallamos con las teorías ante los hechos. Te he explicado ya las dificultades inherentes a tu petición. Cuando agitas el pulgar en una carretera estás haciendo una petición directa, pero de todos modos la mayor parte de los coches pasan de largo. El asunto es que la petición directa ha fracasado. Así que, ¿cuál es tu problema? ¡Tercera aproximación!
—¿Encontrar otro enfoque al asunto que no falle? ¿Es eso lo que quieres decirme?
—Eres tú quien lo ha dicho, ¿no?
—Es algo que ya sé sin necesidad de que tú me lo digas.
—¿De veras? Estás dispuesto a abandonar la universidad, dejar tu trabajo, renunciar a la ciencia. ¿Cuál es tu consistencia, Roger? ¿Abandonar un problema cuando tus primeros esfuerzos fallan? ¿Rendirte cuando una teoría se muestra inadecuada en un primer momento? La misma filosofía de la ciencia experimental que se aplica a los objetos inanimados puede aplicarse también a la gente.
—De acuerdo. ¿Qué sugieres que intente? ¿Soborno? ¿Amenazas? ¿Lágrimas?
James Sarle se puso en pie.
—¿De veras deseas una sugerencia?
—Sí, adelante.
—Haz lo que te dijo el doctor Morton. Tómate unas vacaciones, y al diablo con la levitación. Es un problema para el futuro. Duerme en la cama, y flota o no flotes; ¿cuál es la diferencia? Ignora la levitación, ríete de ella, o incluso disfruta con ella. Haz lo que quieras menos preocuparte por ella, porque no es problema tuyo. Ahí está el quid de la cuestión. No es tu problema inmediato. Dedica tu tiempo a considerar cómo hacer que los científicos estudien algo que no desean estudiar. Ése es el problema inmediato, y precisamente a ese problema es al que no le has dedicado nada de tu tiempo hasta ahora.
Sarle se dirigió al armario del vestíbulo y tomó su abrigo. Roger lo acompañó. Transcurrieron unos minutos de silencio.
Luego, Roger dijo sin alzar la vista:
—Quizá tengas razón, Jim.
—Quizá la tenga. Inténtalo, y luego llámame. Adiós, Roger.
Roger Toomey abrió los ojos y parpadeó al brillante sol matutino que entraba en el dormitorio. Llamó:
—¡Jane! ¿Dónde estás?
—En la cocina —respondió la voz de Jane—. ¿Dónde creías?
—Ven, ¿quieres?
Jane acudió.
—El tocino no se fríe solo, ya lo sabes —protestó.
—Escucha, ¿he flotado esta noche?
—No lo sé. Dormía.
—Eres una gran ayuda. —Se levantó de la cama y metió los pies en las zapatillas—. Sea como fuere, creo que no lo he hecho.
—¿Crees haber olvidado cómo hacerlo?
Había una repentina esperanza en su voz.
—No lo he olvidado. ¡Mira! —Se deslizó hacia el comedor sobre un cojín de aire—. Sólo que tengo la sensación de que no he flotado. Creo que llevo ya tres noches así.
—Bien, eso es estupendo —dijo Jane. Había vuelto a la cocina—. Eso es lo que ha conseguido un mes de descanso. Si hubiera llamado a Jim desde un principio…
—¡Oh! por favor, no volvamos con eso. Un mes de descanso, tonterías. Se trata simplemente de que el domingo pasado decidí lo que tenía que hacer. Desde entonces estoy relajado. Eso es todo.
—¿Qué es lo que vas a hacer?
—Cada primavera, el Northwestern Tech da una serie de seminarios sobre temas de física. Asistiré a ellos.
—Quieres decir que vas a ir a Seattle.
—Por supuesto.
—¿De qué temas van a tratar?
—¿Y eso qué importa? Simplemente deseo ver a Linus Deering.
—Pero ése es uno de los que te llamaron loco ¿no?
—Lo hizo. —Roger atacó sus huevos revuelitos—. Pero también es el mejor en su campo.
Alargó un brazo hacia la sal, y se alzó unos centímetros de la silla al hacerlo. No hizo ningún caso.
—Creo que quizá pueda convencerle —dijo.
Los seminarios de primavera del Northwestern Tech se habían convertido en una institución conocida a nivel nacional desde que Linus Deering pasara a formar parte de la facultad. Era el presidente, y proporcionaba a todos los actos su tono distintivo. Él presentaba a los oradores, conducía los coloquios, hacía los resúmenes de las sesiones de la mañana y de la tarde, y era el alma de la jovialidad en la cena de clausura al final de la semana de trabajo.
Roger Toomey sabía todo eso por informes de terceros. Ahora podía observar directamente la forma de actuar del profesor Deering. Éste era un hombre de algo menos que mediana estatura, tez oscura, y una lujuriante y característica mata de ondulado cabello castaño. Cuando no se hallaba ocupada en activa conversación, su boca grande y de labios finos exhibía perpetuamente el asomo de una traviesa sonrisa. Hablaba rápidamente y con fluidez, sin apoyarse en notas, y siempre parecía efectuar sus comentarios desde un nivel de superioridad que era aceptado de modo automático por sus oyentes.
Al menos, así habían sido las cosas en la primera mañana del seminario. Fue tan sólo durante la sesión de la tarde cuando sus oyentes empezaron a observar cierta vacilación en sus comentarios. Más aún, había cierta intranquilidad en él mientras se sentaba en el estrado durante la entrega de las notas previstas a los asistentes. Ocasionalmente, miraba de forma fortuita hacia la parte de atrás del auditorio.
Roger Toomey, sentado en la última fila, observaba tensamente todo aquello. Su temporal deslizamiento hacia la normalidad, que había empezado cuando pensó por primera vez que había una forma de salirse de todo aquello, estaba cediendo.
En el Pullman hasta Seattle, no había dormido. Había tenido visiones de sí mismo flotando hacia arriba al ritmo del traqueteo de las ruedas, o deslizándose suavemente más allá de las cortinas y por el pasillo, o siendo despertado de modo embarazoso por los gritos y protestas de un revisor. De modo que había asegurado las cortinas con imperdibles, pero no había logrado nada con ello; no había conseguido ninguna sensación de seguridad; no había dormido excepto unas cuantas cabezadas.
Durante el día se había adormecido varias veces en su asiento, mientras las montañas pasaban rápidamente al otro lado de la ventanilla, y había llegado a Seattle por la tarde con tortícolis, dolor en las articulaciones, y una sensación general de desesperanza.
Había tomado su decisión de acudir al seminario demasiado tarde como para conseguir una habitación individual en los dormitorios del instituto. Compartir una habitación era, por supuesto, algo totalmente inviable. Se registró en un hotel del centro de la ciudad, cerró la puerta con llave, cerró y aseguró todas las ventanas, colocó su cama contra la pared y la cómoda contra la parte de la cama que quedaba abierta, y luego durmió.
No recordó haber soñado, y cuando despertó por la mañana seguía tendido entre las sábanas. Se sintió aliviado.
Cuando llegó, temprano, al Auditorio de Física del campus del instituto, encontró, como esperaba, un amplio salón y poca gente. Las sesiones del seminario se celebraban tradicionalmente una vez iniciadas las vacaciones de Pascua, y los estudiantes no solían asistir a ellas. Unos cincuenta físicos se sentaban en un auditorio diseñado para albergar a cuatrocientos, apiñados a los dos lados del pasillo central junto al podio.
Roger se sentó en la última fila, donde no podía ser visto por ningún transeúnte ocasional que mirara por las altas y estrechas ventanas centrales de las puertas del auditorio, y donde los demás asistentes deberían girar la cabeza en un ángulo de casi ciento ochenta grados para mirarle.
Excepto, por supuesto, el conferenciante en la plataforma…, y el profesor Deering.
Roger no prestó mucha atención al desarrollo de las sesiones. Se concentró enteramente en aprovechar los momentos en que Deering se hallaba solo en la plataforma; cuando solamente Deering podía verle.
A medida que Deering iba mostrándose obviamente más nervioso, Roger iba siendo más atrevido. Durante el resumen final de la tarde, efectuó su mejor demostración.
El profesor Deering se detuvo bruscamente en mitad de una frase pobremente construida y absolutamente carente de significado. Su audiencia, que llevaba cierto tiempo agitándose en sus asientos, se inmovilizó también, y lo miró interrogativamente.
Deering alzó la mano y dijo, casi jadeando:
—¡Usted! ¡Eh, usted!
Roger Toomey permanecía sentado con una expresión de completo relajamiento… en el centro mismo del pasillo. La única silla que tenía debajo estaba compuesta por setenta centímetros de vacío aire. Sus piernas estaban tendidas hacia delante, apoyadas en el respaldo de otro asiento, también de aire.
Cuando Deering señaló, Roger se deslizó rápidamente hacia un lado. En el momento en que cincuenta cabezas se volvieron hacia él, estaba sentado tranquilamente en una prosaica silla de madera.
Roger miró a uno y otro lado, luego clavó los ojos en Deering, que seguía señalándole con el dedo, y se levantó.
—¿Me habla usted a mí, profesor Deering? —preguntó, con apenas un ligero temblor en la voz, el cual testimoniaba la salvaje batalla que se desarrollaba en su interior a fin de mantener su tono frío y sorprendido.
—¿Qué es lo que está haciendo? —preguntó Deering, sintiendo que estallaba toda su tensión de la mañana.
Algunos de los oyentes se estaban poniendo en pie para ver mejor. Una conmoción inesperada es algo que aprecian tanto un conjunto de físicos investigadores como una multitud en un juego de béisbol.
—No estoy haciendo nada —contestó Roger—. No le comprendo.
—¡Váyase de aquí! ¡Abandone esta sala!
Deering estaba fuera de sí a causa de sus emociones entremezcladas, o de otro modo quizá no hubiera dicho aquello. En cualquier caso, Roger suspiró y aprovechó agradecido la oportunidad.
Con voz fuerte y clara, esforzándose para ser oído por encima del clamor que iba ascendiendo, dijo:
—Soy el profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson. Soy miembro de la Asociación Norteamericana de Física. Envié mi solicitud para asistir a estas sesiones, la solicitud fue aceptada, y he pagado mi cuota de inscripción. Tengo derecho a estar sentado aquí, y aquí seguiré sentado.
Deering sólo consiguió decir ciegamente.
—¡Váyase!
—No pienso hacerlo —dijo Roger. Estaba temblando con una auténtica rabia artificialmente autoimpuesta—. ¿Por qué razón debo marcharme? ¿Qué es lo que he hecho?
Deering se pasó una temblorosa mano por el pelo. Fue absolutamente incapaz de responder.
Roger aprovechó su ventaja.
—Si intenta usted expulsarme de estas sesiones sin una causa justificada, puede estar seguro de que presentaré una demanda al instituto.
Precipitadamente, Deering dijo:
—Doy por clausurada la sesión del primer día del Seminario de Primavera sobre los Recientes Avances de las Ciencias Físicas. Nuestra próxima sesión tendrá lugar en esta sala mañana a las nueve de la…
Roger abandonó apresuradamente la sala mientras el hombre aún seguía hablando.
Aquella noche hubo una llamada en la puerta de la habitación de Roger en el hotel. Le sorprendió, inmovilizándole en su silla.
—¿Quién es? —preguntó.
La respuesta le llegó en voz baja y ansiosa.
—¿Puedo verle?
Era la voz de Deering. El hotel de Roger, así como el número de su habitación, estaban por supuesto registrados en la secretaría del seminario. Aunque sin esperarlo demasiado, Roger había confiado en que los acontecimientos de aquel día tendrían una inmediata consecuencia.
Abrió la puerta y dijo, rígidamente:
—Buenas noches, profesor Deering.
Deering entró en la habitación y miró a su alrededor. Llevaba un ligero gabán, que no hizo ningún ademán de quitarse. Mantenía el sombrero sujeto en la mano, y Roger no hizo ningún gesto para que lo dejara en alguna parte.
—Profesor Roger Toomey, de la universidad de Carson, ¿no es así? —dijo Deering con cierto énfasis, como si el nombre tuviera significado para él.
—Sí. Siéntese, profesor.
Deering siguió de pie.
—Bien, ¿de qué se trata? —empezó—. ¿Qué es lo que persigue usted?
—No le comprendo.
—Estoy seguro de que sí. No ha preparado usted toda esta ridícula bufonada para nada. ¿Está intentando ridiculizarme, o espera mi colaboración para algún ridículo fraude? Quiero que sepa que no va a conseguir nada. Y no intente utilizar la fuerza aprovechando mi estancia aquí. Tengo amigos que saben exactamente dónde estoy en este momento. Le aconsejo que diga la verdad y luego abandone inmediatamente la ciudad.
—¡Profesor Deering! Esta es mi habitación. Si ha venido aquí para intimidarme, le pido que se marche ahora mismo. Si no lo hace, llamaré para que lo echen.
—¿Pretende usted continuar esta…, esta persecución?
—Nunca le he perseguido, en ningún momento. Ni siquiera le conozco, señor.
—¿No es usted el Roger Toomey que me escribió una carta relativa a un caso de levitación que deseaba que yo investigara?
Roger se quedó mirando al hombre.
—¿De qué carta habla?
—Entonces ¿lo niega?
—Por supuesto que lo niego. ¿De qué está usted hablando? ¿Tiene acaso esa carta?
El profesor Deering apretó fuertemente los labios.
—Eso no importa. ¿Niega usted que permanecía suspendido por hilos en medio del pasillo en la sesión de esta tarde?
—¿Suspendido por hilos? No le comprendo en absoluto.
—¡Estaba usted levitando!
—¿Tendría la bondad de marcharse de aquí, profesor Deering? Creo que no se encuentra usted bien.
El físico alzó la voz.
—¿Niega que estaba levitando?
—Creo que está usted loco. ¿Intenta decir que hice arreglos mágicos en su auditorio? Nunca había estado en él antes de hoy, y cuando llegué usted ya estaba presente. ¿Encontró hilos o alguna otra cosa parecida después de que me fuera?
—No sé cómo lo hizo, ni me importa. Pero ¿niega acaso que estaba levitando?
—Por supuesto que lo niego.
—Yo lo vi. ¿Por qué miente ahora?
—¿Me vio usted levitar? Profesor Deering, ¿quiere decirme cómo es posible eso? Supongo que su conocimiento de las fuerzas gravitatorias es lo bastante amplio como para decirle que la auténtica levitación es un concepto que carece de sentido excepto en el espacio exterior. ¿Pretende gastarme una broma?
—Cielos —dijo Deering con voz estridente—, ¿por qué no reconoce usted la verdad?
—Pero si lo estoy haciendo… ¿Supone acaso que adelantando una mano y haciendo un pase místico…, así…, puedo salir volando por los aires?
Y eso fue precisamente lo que hizo, su cabeza rozando el techo.
La cabeza de Deering saltó hacia atrás, mirando hacia arriba.
—¡Ah! Eso…, eso…
Roger regresó al suelo, sonriendo.
—No puede usted estar hablando en serio —dijo.
—Lo ha hecho de nuevo. Sí, lo ha hecho.
—¿He hecho el qué, señor?
—Levitar. Simplemente, ha levitado. No puede usted negarlo.
Los ojos de Roger se pusieron serios.
—Creo que está usted enfermo, señor.
—Sé lo que he visto.
—Quizá necesite usted un descanso. Ya sabe, el exceso de trabajo.
—Eso no ha sido una alucinación.
—¿Quiere que le prepare algo de beber?
Roger se dirigió hacia su maleta, mientras Deering le seguía los pasos con ojos desorbitados. Los tacones de sus zapatos flotaban en el aire a cinco centímetros del suelo.
Deering se dejó caer en el sillón que Roger había dejado.
—Sí, por favor —dijo débilmente.
Roger le trajo la botella de whisky, observó al otro beber, luego siguió apretando:
—¿Cómo se siente ahora?
—Diga —dijo Deering—, ¿ha descubierto usted alguna forma de neutralizar la gravedad?
Roger se lo quedó mirando.
—Piense un poco, profesor. Si yo tuviera el secreto de la antigravedad, no lo utilizaría para gastarle bromas a usted. En estos momentos estaría en Washington. Me habría convertido en un secreto militar. Sería… ¡Bien, no estaría aquí! Seguro que todo eso le resulta obvio.
Deering saltó en pie.
—¿Tiene usted intención de asistir a las sesiones que faltan?
—Por supuesto.
Deering asintió, se encasquetó con un manotazo el sombrero sobre la cabeza, y salió a toda prisa.
Durante los siguientes tres días, el profesor Deering no presidió las sesiones del seminario. No fue dada la menor razón de su ausencia. Roger Toomey, atrapado entre la esperanza y la aprensión, se sentó junto a los demás asistentes e intentó no hacerse notar. No tuvo éxito por completo. El ataque público de Deering había hecho que la gente reparara en él, mientras que su propia y vehemente defensa le había proporcionado una especie de popularidad de David contra Goliat.
Roger regresó a su habitación del hotel el jueves por la noche después de una cena no demasiado satisfactoria, y permaneció de pie en el umbral, con una pierna dentro de la habitación. El profesor Deering le estaba mirando fijamente desde el interior. Y otro hombre, con un sombrero de fieltro gris echado hacia atrás sobre su cabeza, estaba sentado en la cama de Roger.
Fue el desconocido quien habló.
—Entre, Toomey.
Roger entró.
—¿Qué ocurre?
El desconocido abrió su billetero y presentó un portadocumentos de celofán a Roger.
—Soy Cannon, del FBI —dijo.
—Tiene usted influencia con el gobierno, profesor Deering, lo reconozco —dijo Roger.
—Un poco —admitió Deering.
—Bien, ¿estoy arrestado? —preguntó Roger—. ¿Cuál es mi crimen?
—Tómeselo con calma —dijo Cannon—. Hemos estado recopilando algunos datos acerca de usted, Toomey. ¿Es ésta su firma?
Mostró una carta, desde la distancia suficiente para que Roger pudiera verla, pero no tomarla. Era la carta que Roger le había escrito a Deering y que éste había enviado a Morton.
—Sí —dijo Roger.
—¿Y esta otra?
El agente federal tenía todo un fajo de cartas.
Roger se dio cuenta de que Cannon debía de haber recogido todas las cartas que él había enviado, menos aquellas que habían sido rotas por sus destinatarios.
—Todas son mías —dijo débilmente.
Deering resopló.
—El profesor Deering nos ha dicho que puede usted flotar —dijo Cannon.
—¿Flotar? ¿Qué demonios quiere decir con eso?
—Flotar en el aire —dijo Cannon estólidamente.
—¿Cree usted en todas las locuras de ese tipo que le cuentan?
—No estoy aquí para creer o no creer, doctor Toomey —dijo Cannon—. Soy un agente del gobierno de los Estados Unidos, y tengo una misión que cumplir. Si yo fuera usted, cooperaría.
—¿Cómo puedo cooperar en algo así? Si yo acudiera a usted diciéndole que el profesor Deering podía flotar en el aire, me tendría usted tendido en el sillón de un psiquiatra en un abrir y cerrar de ojos.
—El profesor Deering ha sido examinado por un psiquiatra a petición propia —dijo Cannon—. De todos modos, el gobierno tiene la costumbre de escuchar muy seriamente al profesor desde hace un cierto número de años. Además, puedo decirle que disponemos también de pruebas adicionales.
—¿Como cuáles?
—Un grupo de estudiantes de su universidad lo vieron a usted flotar. Y también una mujer que había sido la secretaria del jefe de su departamento. Tenemos testimonios de todos ellos.
—¿Qué clase de testimonios? ¿Testimonios que puedan ustedes presentar como pruebas fehacientes y mostrar a mi representante en el Congreso?
—Doctor Toomey —interrumpió ansiosamente el profesor Deering—, ¿qué gana usted negando el hecho de que puede levitar? Su propio decano admite que ha hecho usted algo parecido. Me dijo que le informara oficialmente de que su contrato con la universidad será cancelado al final del año académico. El hombre no haría eso por nada.
—Eso no importa —dijo Roger.
—Pero ¿por qué no admite que yo le vi levitar?
—¿Y por qué debería hacerlo?
—Me gustaría indicarle, doctor Toomey —dijo Cannon—, que si posee usted un artilugio que contrarresta la gravedad, sería de gran importancia para nuestro gobierno.
—¿De veras? Supongo que habrán investigado ustedes mis antecedentes en busca de alguna posible deslealtad.
—La investigación se halla en curso —confirmó el agente.
—Muy bien —dijo Roger—. Planteemos un caso hipotético. Supongamos que admito que puedo levitar. Supongamos que no sé cómo lo consigo. Supongamos que no tengo nada que entregarle al gobierno, excepto mi cuerpo y un problema insoluble.
—¿Cómo puede saber que es insoluble? —dijo Deering ansiosamente.
—En una ocasión le pedí que estudiara ese fenómeno —observó Roger suavemente—. Usted se negó.
—Olvide eso. Mire. —Deering hablaba rápidamente, con urgencia—. Usted no tiene ninguna posición en este momento. Yo puedo ofrecerle una en mi departamento como profesor adjunto de física. Sus deberes como profesor serán únicamente nominales. Dedicará todo su tiempo a la levitación. ¿Qué le parece?
—Suena atractivo —dijo Roger.
—Creo que puedo decirle que dispondrá de fondos ilimitados por parte del gobierno.
—¿Y qué es lo que tengo que hacer? ¿Simplemente admitir que puedo levitar?
—Sé que puede hacerlo. Yo lo vi. Deseo que se lo muestre ahora al señor Cannon.
Las piernas de Roger se alzaron, y tensó el cuerpo hasta adoptar una posición horizontal al nivel de la cabeza de Cannon. Se volvió hacia un lado, y pareció descansar en el aire sobre su codo derecho.
El sombrero de Cannon cayó desmayadamente sobre la cama.
—Flota —jadeó el agente.
Deering se mostraba casi incoherente por la excitación.
—¿Lo ve?
—Por supuesto que lo veo.
—Entonces informe de ello. Póngalo tal cual en su informe, ¿me ha entendido? Haga un informe completo del hecho. Así no volverán a decir que hay algo que no va bien en mi cabeza. Nunca dudé ni por un segundo de lo que había visto.
Pero no se habría mostrado tan feliz si esto último hubiera sido completamente cierto.
—Ni siquiera sé el clima que hay en Seattle —se quejó Jane—, y hay un millón de cosas que tengo que hacer.
—¿Necesitas ayuda? —preguntó Jim Sarle desde su confortable posición en las profundidades del sillón.
—No hay nada que puedas hacer. Oh, Dios mío.
Y salió volando de la habitación, pero al contrario que su esposo, lo hizo sólo en sentido figurado.
Roger Toomey entró.
—Jane, ¿todavía no tenemos las cajas para los libros? Ah, hola, Jim. ¿Cuándo has llegado? ¿Y dónde está Jane?
—Llegué hace un minuto, y Jane está en la otra habitación. Tuve que abrirme camino entre policías. Muchacho, estás auténticamente rodeado.
—Hummm —dijo Roger, ausente—. Les hablé de ti.
—Sé que lo hiciste. Me han hecho jurar que mantendré el secreto. Les dije que, en cualquier caso, era un asunto de secreto profesional. ¿Por qué no dejas que los de las mudanzas se encarguen de todo? Es el gobierno quien paga, ¿no?
—Los de las mudanzas no lo harían bien —dijo Jane, entrando de nuevo apresuradamente y dejándose caer en el sofá. Necesito un cigarrillo.
—Haz una pausa, Roger —dijo Sarle—, y cuéntame lo que pasó.
Roger sonrió tímidamente.
—Tal como dijiste, Jim, aparté de mi mente el problema equivocado y me centré en el auténtico problema. Tenía la impresión de que me encontraría siempre enfrentado a dos alternativas. O estaba loco, o cometía un fraude. Deering lo dijo claramente en su carta a Morton. El decano supuso que estaba cometiendo un fraude, y Morton supuso que estaba loco.
»Pero suponiendo que pudiera demostrarles a todos que realmente podía levitar… Bien, Morton me dijo lo que ocurriría en ese caso. O bien yo estaría cometiendo un fraude, o el testigo estaría loco. Morton dijo que si me veía volar, preferiría creer que estaba loco antes que aceptar la evidencia. Por supuesto, tan sólo estaba siendo retórico. Ningún hombre creerá jamás en su propia locura mientras exista la más mínima evidencia de lo contrario. Yo contaba con eso.
»De modo que cambié de táctica. Acudí al seminario de Deering. No le dije a él que podía flotar; se lo demostré, y luego negué que lo hubiera hecho. La alternativa era clara. O yo estaba mintiendo, o él, no yo, fíjate bien, él, estaba loco. Resultaba obvio que antes creería en la levitación que dudar de su propia cordura, una vez se halló sometido realmente a la prueba. Todas sus acciones posteriores, sus intimidaciones, su viaje a Washington, su oferta de un trabajo, fueron dirigidas únicamente a reivindicar su propia cordura, no a ayudarme.
—En otras palabras —dijo Sarle—, convertiste tu levitación en su problema y no en el tuyo.
—¿Tenías algo así en mente cuando tuvimos nuestra charla, Jim? —preguntó Roger.
Sarle meneó la cabeza.
—Tenía vagas nociones al respecto, pero un hombre debe resolver sus propios problemas si quiere solucionarlos efectivamente. ¿Crees que ahora resolverán el principio de la levitación?
—No lo sé, Jim. Sigo sin poder comunicar los aspectos subjetivos del fenómeno. Pero eso no importa. Los investigaremos, y eso es lo que cuenta. —Golpeó su puño derecho contra la palma de su mano izquierda—. En lo que a mí respecta, lo importante es que he conseguido que me ayuden.
—¿De veras? —preguntó suavemente Sarle—. Yo diría más bien que lo importante es que les has permitido obligarte a que tú les ayudes a ellos, lo cual es muy distinto.