—¿Has soñado alguna vez que estabas volando? —preguntó el doctor Roger Toomey a su esposa.
Jane Toomey alzó la vista.
—¡Por supuesto!
Sus rápidos dedos no dejaron de manipular ágilmente el hilo del que estaba surgiendo un intrincado e inútil tapetito para la mesa. El aparato de televisión emitía un apagado murmullo, y las imágenes de la pantalla apenas atraían la atención.
—Todo el mundo sueña con volar en un momento u otro —dijo Roger—. Es algo universal. Yo lo he hecho muchas veces. Eso es lo que me preocupa.
—Lamento decírtelo, pero no sé adónde quieres ir a parar, querido —dijo Jane.
Fue contando puntadas en voz baja.
—Cuando piensas un poco en ello —prosiguió él—, hace que te maravilles. No es realmente en volar en lo que sueñas. No tienes alas; yo al menos no las he tenido nunca. No hay ningún esfuerzo implicado en ello. Simplemente estás flotando. Eso es. Flotando.
—Cuando vuelo —dijo Jane—, no recuerdo ninguno de los detalles. Excepto en una ocasión en que aterricé en el tejado del ayuntamiento y no llevaba nada de ropa. De todos modos, en el sueño nadie parece prestarte atención cuando sueñas que estás desnuda. ¿Nunca te has dado cuenta de eso? Te mueres de vergüenza, pero la gente simplemente pasa por tu lado sin mirarte.
Tiró del hilo, y el ovillo cayó de la cesta y rodó por el suelo. No le prestó atención.
Roger agitó lentamente la cabeza. Su rostro estaba pálido y absorto en la duda. Parecía todo él ángulos, con sus altos pómulos, su larga y afilada nariz y las entradas en la frente, que se iban haciendo más pronunciadas con los años. Tenía treinta y cinco.
—¿No te has parado nunca a pensar en lo que te hace soñar que estás flotando? —preguntó.
—No, nunca.
Jane Toomey era rubia y menuda. Su belleza era del tipo frágil, de esas que no se imponen a uno sino que lo van ganando inconscientemente. Poseía los brillantes ojos azules y las sonrosadas mejillas de una muñeca de porcelana. Tenía treinta años.
—Muchos sueños son sólo la interpretación que la mente realiza de un estímulo imperfectamente comprendido —dijo Roger—. Los estímulos se ven forzados a un contexto razonable en una fracción de segundo.
—¿De qué estás hablando, querido?
—Mira, en una ocasión soñé que me hallaba en un hotel, asistiendo a una convención de física. Estaba con viejos amigos. Todo parecía absolutamente normal. De pronto, hubo una confusión de gritos, y sin ninguna razón me vi presa del pánico. Eché a correr hacia la puerta, pero no quiso abrirse. Uno a uno, mis amigos desaparecieron. No tuvieron problemas para abandonar la habitación, pero yo no pude ver cómo lo habían conseguido. Les grité, y me ignoraron.
»En mi interior empezó a crecer la seguridad de que el hotel era pasto de las llamas. No olía a humo. Simplemente, sabía que había un incendio. Eché a correr hacia la ventana, y pude ver una escalera de incendios en el exterior del edificio. Corrí a todas las ventanas pero ninguna conducía a la escalera de incendios. Ahora me hallaba completamente solo en la habitación. Me asomé a la ventana, llamando desesperadamente. Nadie me oyó.
»Entonces llegaron los coches de bomberos, pequeñas manchas rojas atravesando las calles. Recuerdo eso claramente. Las sirenas de alarma resonaban fuertemente para despejar el tráfico. Podía oírlas, cada vez más fuertes, hasta que el sonido llegó a hender mi cabeza. Me desperté y, por supuesto, el despertador estaba sonando.
»Ahora bien, no pude haber soñado un sueño tan largo destinado a llegar al momento en que empezara a sonar la alarma del despertador, a fin de que ésta encajara perfectamente en la trama del sueño. Es mucho más razonable suponer que el sueño se inició en el momento en que la alarma empezó a sonar, y comprimió toda su sensación de duración en una fracción de segundo. Se trataba simplemente de un dispositivo de justificación de mi cerebro para explicar aquel repentino sonido que penetraba en el silencio.
Jane estaba frunciendo el ceño. Dejó a un lado su labor.
—¡Roger! Te has comportado de un modo extraño desde que has vuelto de la universidad. No has cenado nada, y ahora esta ridícula conversación. Nunca te he visto tan morboso. Lo que necesitas es una dosis de bicarbonato.
—Necesito algo más que eso —dijo él en voz baja—. Veamos, ¿cómo empieza un sueño de estar flotando?
—Si no te importa, cambiemos de tema.
Se levantó, y con dedos firmes subió el volumen del televisor. Un joven caballero de mejillas hundidas y una sentimental voz de tenor le manifestó, melodiosamente, su eterno amor.
Roger volvió a bajar la voz del aparato y se quedó de pie con la espalda cubriendo la pantalla.
—¡Levitación! —exclamó—. Eso es. Existe alguna forma en que los seres humanos pueden conseguir flotar. Tienen la capacidad para ello. Simplemente, se trata de que no saben cómo usar esa capacidad…, excepto cuando están durmiendo. Entonces, a veces se elevan sólo un poquito, una décima de milímetro quizá. No lo suficiente para que alguien se dé cuenta de ello aunque esté observando, pero sí para desencadenar la sensación adecuada, que desencadena un sueño en el que uno está flotando.
—Roger, estás delirando. Me gustaría que lo dejaras. De veras.
Él siguió adelante con su idea.
—A veces volvemos a bajar lentamente, y la sensación desaparece. Otras veces, el control de flotación termina bruscamente, y caemos, Jane, ¿nunca has soñado que estabas cayendo?
—Sí, por sup…
—Te hallas colgando en la fachada de un edificio, o sentado en el borde de una silla, y de repente te estás cayendo. Es la horrible sensación de la caída la que te despierta de golpe, jadeante, el corazón palpitando locamente. Has caído de verdad. No hay otra explicación.
La expresión de Jane, que había pasado lentamente del desconcierto a la preocupación, se disolvió de pronto en una tímida sonrisa.
—Roger, maldito diablo. ¡Me has engañado! ¡Eres un canalla!
—¿Qué?
—Oh, no. No sigas con eso. Sé exactamente lo que has estado haciendo. Has estado imaginando el argumento para una historia y estás probándolo conmigo. Debería conocerte lo suficiente como para no escucharte.
Roger pareció sorprendido, incluso un poco confuso. Avanzó hasta el sillón de ella y se la quedó mirando.
—No, Jane.
—No veo por qué no. Has estado hablando acerca de escribir relatos desde que te conozco. Si realmente tienes un argumento, lo mejor que puedes hacer es escribirlo. No sirve de nada utilizarlo únicamente para asustarme.
Sus dedos empezaron a moverse de nuevo a medida que recuperaba el ánimo.
—Jane, esto no es ninguna historia.
—Pero ¿qué otra cosa…?
—Cuando me desperté esta mañana, ¡caí al colchón!
Ella se lo quedó mirando, sin parpadear.
—Soñé que estaba volando —prosiguió él—. Fue un sueño claro y preciso. Recuerdo cada uno de sus minutos. Me hallaba tendido de espaldas cuando me desperté. Me sentía cómodo, y completamente feliz. Sólo me pregunté por qué el techo parecía tan extraño. Bostecé y me desperecé, y toqué el techo. Durante un minuto, simplemente me quedé mirando a mi brazo alzado, que se apoyaba con fuerza contra el techo.
»Entonces me di la vuelta. No moví un músculo, Jane. Simplemente me di la vuelta, todo de una pieza, porque deseaba hacerlo. Allí estaba, a metro y medio sobre la cama. Tú estabas en la cama, durmiendo. Me asusté. No sabía cómo bajar, pero en el instante mismo en que pensé en bajar, caí. Caí lentamente. Todo el proceso estaba bajo un perfecto control.
»Me quedé inmóvil en la cama durante quince minutos antes de atreverme a moverme. Luego me levanté, me lavé, me vestí, y me fui al trabajo.
Jane forzó una sonrisa.
—Querido, hubiera sido mejor que escribieras todo eso. Pero no te preocupes. Simplemente has estado trabajando demasiado.
—¡Por favor! No seas trivial.
—La gente trabaja demasiado, aunque tú digas que es trivial. Lo que ocurrió fue que soñaste quince minutos más de lo que creíste que habías soñado.
—No era un sueño.
—Por supuesto que lo era. Soy incapaz de contar las veces que he soñado que me despertaba, me vestía y preparaba el desayuno; luego me despertaba realmente, y descubría que tenía que hacerlo todo de nuevo. Incluso he soñado que estaba soñando, si entiendes lo que quiero decir. Puede ser terriblemente confuso.
—Mira, Jane. He acudido a ti con un problema debido a que tú eres la única a la que siento que puedo acudir. Por favor, tómame en serio.
Los azules ojos de Jane se abrieron mucho.
—¡Querido! Te estoy tomando tan en serio como me es posible. Tú eres el profesor de física, no yo. Eres tú quien sabe de gravitación, no yo. ¿Me tomarías tú en serio si yo te dijera que me había encontrado flotando de pronto?
—No. Y eso es lo peor de todo. No quiero creer en ello, pero lo he vivido. No era un sueño, Jane. Intenté decirme a mí mismo que sí lo era. No tienes ni idea de cómo me he hablado a mí mismo de ello. Cuando iba hacia la universidad, estaba seguro de que era un sueño. ¿No has notado algo extraño en mí en el desayuno?
—Sí, ahora que pienso en ello, sí lo he notado.
—Bien, no era nada demasiado extraño, o lo hubieras mencionado. De todos modos, di perfectamente mi clase de las nueve. A las once, había olvidado todo el incidente. Entonces, justo antes de la comida, necesité un libro. Necesitaba…, bien, el título del libro no importa; simplemente lo necesitaba. Estaba en un estante de arriba, pero podía alcanzarlo. Jane…
Se detuvo.
—Bien, prosigue, Roger.
—Mira, ¿has intentado alguna vez alcanzar una cosa que está a sólo un palmo de distancia? Te inclinas y automáticamente das un paso hacia ella mientras la coges. Es algo por completo involuntario. Se trata simplemente de la coordinación refleja de tu cuerpo.
—De acuerdo. ¿Y?
—Me tendí hacia el libro, y automáticamente di un paso hacia arriba. ¡En el aire, Jane! ¡En el mismo aire!
—Voy a llamar a Jim Sarle, Roger.
—No estoy enfermo, maldita sea.
—Creo que debería hablar contigo. Es un amigo. No será una visita médica. Simplemente hablará contigo.
El rostro de Roger enrojeció con repentina irritación.
—¿Y qué bien puede hacerme eso?
—Ya veremos. Ahora siéntate, Roger. Por favor.
Se dirigió al teléfono.
Él la detuvo sujetándola por la muñeca.
—No me crees.
—Oh, Roger.
—No me crees.
—Sí te creo. Claro que te creo. Simplemente quiero…
—Sí. Simplemente quieres que Jim Sarle hable conmigo. Así es como me crees. Te estoy diciendo la verdad, pero tú quieres que hable con un psiquiatra. Mira, no tienes que creer en mi palabra. Puedo probarlo. Te probaré que puedo flotar.
—Te creo.
—No seas tonta. Sé cuándo me están engañando. ¡Quédate quieta! Ahora obsérvame.
Retrocedió hasta el centro de la habitación y, sin ningún preliminar, se alzó del suelo. Quedó suspendido, con las puntas de sus zapatos a quince centímetros de la alfombra.
Los ojos y la boca de Jane se convirtieron en tres redondas «O».
—Baja, Roger —musitó—. Por todos los cielos, baja.
Él descendió de nuevo, y sus pies tocaron el suelo sin el menor ruido.
—¿Lo has visto?
—Oh, Dios mío. Dios mío.
Se lo quedó mirando, entre asustada y trastornada.
En el aparato de televisión, una mujer pechugona cantaba con voz apagada que volar muy alto con algún tipo en el cielo era su idea de nada en absoluto.
Roger Toomey miró a la oscuridad del dormitorio.
—Jane —susurró.
—¿Qué?
—¿No duermes?
—No.
—Yo tampoco puedo dormir. Estoy sujetando constantemente la cabecera de la cama para asegurarme de que no… Ya sabes.
Su mano avanzó inquieta y acarició el rostro de ella. Jane se echo hacia atrás, apartando bruscamente la cabeza, como si la mano de él estuviera cargada de electricidad.
—Lo siento —dijo al cabo de un momento. Estoy un poco nerviosa.
—No te preocupes. De todos modos, voy a levantarme.
—¿Qué vas a hacer? Tienes que dormir.
—Bueno, no puedo, así que no tiene sentido que te mantenga despierta a ti también.
—Quizá no ocurra nada. No tiene que ocurrir todas las noches. No había ocurrido antes de la noche pasada.
—¿Cómo lo sé? Quizá simplemente nunca subí tanto. Quizá nunca me desperté y me encontré en esa situación. De todos modos, ahora es distinto.
Se sentó en la cama, las piernas dobladas, los brazos abrazando sus rodillas, la cabeza apoyada en ellos. Echó la sábana a un lado y frotó su mejilla contra la suave franela del pijama.
—Ahora todo será inevitablemente distinto. Mi mente está llena de ello. Cuando me duerma, cuando no me mantenga conscientemente anclado abajo…, sé que ascenderé.
—No veo por qué. Eso debe representar un cierto esfuerzo.
—Ése es el detalle. No representa ningún esfuerzo.
—Pero estás luchando contra la gravedad, ¿no?
—Lo sé, pero pese a todo no representa ningún esfuerzo. Mira, Jane, si al menos pudiera comprenderlo, no importaría tanto.
Bajó las piernas de la cama y se puso en pie.
—No quiero hablar de ello.
—Yo tampoco —murmuró su esposa.
Se echó a llorar, luchando contra los sollozos y convirtiéndolos en estrangulados gemidos, que sonaban mucho peor.
—Lo siento, Jane —dijo Roger—. Te estoy excitando demasiado.
—No, no es eso. Pero no me toques. Simplemente…, simplemente déjame sola.
Roger dio unos pasos inseguros, apartándose de la cama.
—¿Adónde vas? —preguntó ella.
—Al sofá del estudio. ¿Puedes ayudarme?
—¿Cómo?
—Quiero que me ates.
—¿Atarte?
—Con un par de cuerdas. No muy apretadas, de modo que pueda darme la vuelta si quiero. ¿Te importa?
Los pies desnudos de Jane estaban buscando ya sus zapatillas en el suelo, al lado de su cama.
—De acuerdo —dijo con un suspiro.
Roger Toomey se sentó en el pequeño cubículo que pasaba por ser su despacho y miró al montón de papeles de examen que tenía delante. En aquellos momentos no sabía cómo iba a hacer para calificarlos.
Había dado cinco clases sobre electricidad y magnetismo desde la primera vez que había flotado. Las había dado como había podido, aunque no demasiado bien. Los estudiantes le hacían preguntas ridículas, de modo que probablemente no estaba siendo tan claro como acostumbraba a ser.
Hoy se había ahorrado una clase poniendo un examen sorpresa. No se había molestado en preparar uno; había echado mano de las copias de uno preparado algunos años antes.
Ahora tenía los papeles con las respuestas, y tenía que calificarlos. ¿Por qué? ¿Importaba realmente lo que decían? ¿Importaba realmente algo? ¿Era tan importante saber las leyes de la física? ¿Cuáles eran en realidad esas leyes? ¿Acaso existía alguna?
¿O todo era tan sólo una masa de confusión de la cual jamás podría extraerse nada coherente? ¿Era el universo, con toda su armoniosa apariencia, el mero caos original, aguardando todavía a que el Espíritu asomara su rostro de las profundidades?
El insomnio tampoco ayudaba. Incluso atado en el sofá, dormía tan sólo a intervalos, y siempre con pesadillas.
Alguien llamó a la puerta.
—¿Quién es? —gritó furiosamente Roger.
Una pausa, y luego la insegura respuesta.
—Soy la señorita Harroway, doctor Toomey. Le traigo las cartas que me dictó.
—Está bien, entre, entre. No se quede ahí.
La secretaria del departamento abrió la puerta el mínimo indispensable, y deslizó su delgado y poco atractivo cuerpo al interior del despacho. Llevaba un montón de papeles en la mano. A cada uno de ellos iba unida una copia en papel amarillo, y un sobre con membrete y la dirección ya puesta.
Roger estaba ansioso por librarse de ella. Ése fue su error. Se tendió hacia delante para coger las cartas mientras ella se aproximaba, y notó que abandonaba la silla.
Avanzó casi medio metro hacia delante, todavía en posición sentada, antes de conseguir impulsarse violentamente hacia atrás, perdiendo el equilibrio y dando un voltereta en el proceso. Era demasiado tarde.
Era absolutamente demasiado tarde. La señorita Harroway dejó caer las cartas de su temblorosa mano. Gritó y se dio la vuelta, golpeando la puerta con el hombro, rebotando en el pasillo, y echando a correr con un fuerte repiqueteo de sus altos tacones.
Roger se puso en pie, frotándose una dolorida cadera.
—Maldita sea —exclamó furioso.
Pero no podía evitar el ver la escena desde el punto de vista de ella. Imaginó cómo debía de haberse desarrollado todo a sus ojos: un hombre ya adulto, flotando suavemente fuera de su silla y deslizándose hacia ella en posición sentada.
Recogió las cartas y cerró la puerta de su despacho. Ya era tarde; los pasillos debían de estar vacíos; además, ella probablemente se expresaría de forma incoherente. Sin embargo… Aguardó ansioso la llegada de gente.
No ocurrió nada. Quizá la mujer estuviera tendida en algún sitio desvanecida. Roger sintió la necesidad de ir a ver lo que le había ocurrido y ayudarla si era necesario, pero le dijo a su conciencia que se fuera al diablo. Hasta que descubriera exactamente qué era lo que no funcionaba en él, cuál era el origen de aquella loca pesadilla, no debía hacer nada por revelarla.
Es decir, nada más de lo que ya había hecho.
Hojeó las cartas; una para cada uno de los físicos teóricos seleccionados entre los más importantes del país. Su propio talento era insuficiente para resolver aquel asunto.
Se preguntó si la señorita Harroway habría captado el contenido de las cartas. Esperaba que no. Lo había arropado deliberadamente en lenguaje técnico; más, quizá, de lo necesario. En parte para ser discreto, y en parte para impresionar a los destinatarios con el hecho de que él, Toomey, era un legítimo y capacitado científico.
Una a una, metió las cartas en los sobres adecuados. Los mejores cerebros del país, pensó. ¿Podrían ayudarle?
No lo sabía.
La biblioteca estaba tranquila. Roger Toomey cerró el Journal of Theoretical Physics, lo colocó a un lado, y se quedó mirando sombríamente su contraportada. ¡El Journal of Theoretical Physics! ¿Qué contribución había hecho ninguno de aquellos hombres a la erudita parcela de absurdo conocimiento? Aquel pensamiento le desgarró. Hasta hacía muy poco tiempo habían sido para él las mayores lumbreras del mundo.
Y sin embargo seguía haciendo todo lo posible por vivir según sus códigos y su filosofía. Con la ayuda cada vez más renuente de Jane, había efectuado mediciones. Había intentado pesar el fenómeno en la balanza, extraer sus correlaciones, evaluar sus cantidades. Había intentado, en pocas palabras, vencerlo de la única forma que sabía, convirtiéndolo simplemente en otra expresión de las eternas líneas de comportamiento que todo el universo debía seguir.
(Que debía seguir. Así lo decían las mentes más preclaras.)
Sólo que no había nada que medir. No había absolutamente ninguna sensación de esfuerzo en su levitación. En un espacio cerrado —no se había atrevido a hacer comprobaciones al aire libre, por supuesto—, podía alcanzar el techo tan fácilmente como alzarse un par de centímetros, excepto que requería más tiempo. Tenía la sensación de que con tiempo suficiente podría seguir alzándose de forma indefinida; ir hasta la Luna, si era necesario.
Podía llevar pesos mientras levitaba. El proceso se hacía más lento, pero no se apreciaba el menor incremento en el esfuerzo.
El día anterior había acudido a Jane sin advertirla, con un cronómetro en la mano.
—¿Cuánto pesas? —le preguntó.
—Cuarenta y cuatro —respondió ella.
Le miró, desconcertada.
Él la sujetó por la cintura con un brazo. Jane intentó soltarse, pero él no le prestó atención. Juntos, empezaron a ascender a paso de tortuga. Ella se aferró a él, blanca y rígida por el terror.
—Veintidós minutos, trece segundos —dijo él cuando su cabeza tocó el techo.
Cuando estuvieron de nuevo abajo, Jane se soltó de un tirón y salió apresuradamente de la sala.
Algunos días antes Roger había pasado por delante de una báscula pública, descuidadamente instalada en una esquina junto a un drugstore. La calle estaba vacía, de modo que subió a la báscula y echó una moneda. Aunque ya sospechaba algo así, se sorprendió al descubrir que pesaba doce kilos.
Empezó a llevar montones de monedas en los bolsillos y a pesarse en todas las condiciones. Era más pesado los días de viento fuerte, como si necesitara más peso para impedir ser arrastrado.
El ajuste era automático. Fuera lo que fuese lo que lo hacía levitar, mantenía un equilibrio entre comodidad y seguridad. Sin embargo, podía reforzar el control consciente sobre su levitación del mismo modo que podía hacerlo sobre su respiración. Podía subir a una báscula y obligar a la aguja a subir hasta casi su peso normal, y por supuesto a bajar hasta la nada.
Dos días antes se había comprado una báscula y había intentado medir a qué velocidad podía cambiar de peso. No sirvió de nada. La velocidad, fuera cual fuese, era superior a la capacidad de reacción de la aguja. Todo lo que hizo fue acumular datos sobre módulos de comprensibilidad y momentos de inercia.
Bien…, ¿y a qué le conducía todo aquello?
Se puso en pie y salió cansadamente de la biblioteca, con los hombros caídos. Fue sujetándose a mesas y sillas mientras caminaba hacia un lado de la habitación, y allí mantuvo la mano apoyada contra la pared. Tenía la sensación de que debía hacerlo así. El contacto con la materia le mantenía constantemente informado de su posición con relación al suelo. Si su mano perdía el contacto con una mesa o se deslizaba hacia arriba por la pared…, cuidado entonces.
El pasillo contenía el escaso número habitual de estudiantes. Los ignoró. En aquellos últimos días, habían ido aprendiendo gradualmente a dejar de saludarle. Roger imaginó que algunos de ellos pensaban que era un tipo raro, y probablemente muchos empezaban a sentir antipatía hacia él.
Pasó junto al ascensor. Ya nunca lo tomaba; especialmente para bajar. Cuando el ascensor iniciaba su movimiento hacia abajo, le resultaba imposible no flotar en el aire, aunque sólo fuera por unos momentos. No importaba que se preparara para combatir el momento; flotaba, y la gente podía volverse y mirarle.
Avanzó una mano hacia la barandilla en el arranque de la escalera y, justo antes de que su mano la tocara, uno de sus pies tropezó con el otro. Fue el tropezón más desmañado que se pueda imaginar. Tres semanas antes, Roger hubiera rodado escalera abajo.
Esta vez, su sistema autónomo se hizo cargo de las cosas, e inclinándose hacia delante, los brazos abiertos, los dedos de las manos extendidos, las piernas semidobladas, flotó hacia abajo como un planeador. Parecía estar suspendido por hilos.
Estaba demasiado desconcertado para contenerse, demasiado paralizado por el horror como para hacer algo. A medio metro de la ventana del piso de abajo, se detuvo automáticamente y flotó.
Había dos estudiantes en el piso adonde fue a parar, ambos apretados contra la pared, otros tres en el arranque de la escalera, dos en el piso de más abajo, y uno en el descansillo junto a él, tan cerca que casi podían tocarse.
Todo estaba muy silencioso. Todos le estaban mirando.
Roger se enderezó en el aire, descendió hasta el suelo, y echó a correr escalera abajo, empujando bruscamente a un estudiante fuera de su camino.
Las conversaciones se transformaron en una única exclamación a sus espaldas.
—¿El doctor Morton desea verme?
Roger se volvió en su sillón, sujetándose firmemente a uno de sus brazos.
La nueva secretaria del departamento asintió.
–Sí, doctor Toomey.
Se marchó rápidamente. En el poco tiempo que llevaba allí desde que la señorita Harroway presentara su dimisión, se había enterado de que el doctor Toomey tenía algo «raro». Los estudiantes le evitaban. En su clase de hoy, los asientos de atrás habían estado llenos de murmullos de estudiantes. Los asientos de delante habían permanecido desocupados.
Roger miró al pequeño espejo de pared cerca de la puerta. Se ajustó la chaqueta y se sacudió un hilo, pero esa operación hizo poco por mejorar su apariencia. Su tez era cada vez más amarillenta. Había perdido al menos cuatro kilos desde que todo aquello empezara, aunque por supuesto no tenía forma de saber exactamente cuánto había perdido. Su aspecto general era enfermizo, como si su digestión estuviera perpetuamente en contra de él y venciera todos los combates.
No sentía ninguna aprensión acerca de aquella entrevista con el jefe del departamento. Había alcanzado un pronunciado cinismo referente a los incidentes de levitación. Aparentemente, los testigos no hablaban. La señorita Harroway no lo había hecho. No había ninguna señal de que los estudiantes que le habían visto en la escalera lo hubieran hecho tampoco.
Con un último toque al nudo de su corbata, abandonó el despacho.
El despacho del doctor Philip Morton no estaba muy lejos al fondo del pasillo, lo cual era un hecho que Roger tenía que agradecer. Cultivaba cada vez más la costumbre de andar con una sistemática lentitud. Alzaba un pie y lo adelantaba, observando. Luego alzaba el otro pie y lo adelantaba, observando también. Avanzaba decididamente encorvado, mirándose los pies.
El doctor Morton frunció el ceño cuando Roger entró. Tenía unos ojos pequeños, y exhibía un hirsuto bigote mal recortado y un traje desaliñado. Poseía una moderada reputación en el mundo científico, y una decidida inclinación a dejar las tareas de enseñanza en manos de los miembros de su departamento.
—Mire, Toomey —dijo—, he recibido una carta de lo más extraña de Linus Deering. Usted le escribió el… —Consultó un papel sobre su escritorio—. El veintidós del mes pasado. ¿Es ésta su firma?
Roger miró y asintió. Ansiosamente, intentó leer del revés la carta de Deering. Aquello era inesperado. De las cartas que había enviado el día del incidente con la señorita Harroway, hasta aquel momento sólo cuatro habían sido contestadas.
Tres de ellas habían consistido en frías respuestas de un sólo párrafo, que decían más o menos: «Acuso recibo de su carta del veintidós. No creo que pueda ayudarle en el asunto que me plantea». Una cuarta, la de Ballantine, del Northwestern Tech, había sugerido torpemente un instituto de investigaciones psíquicas. Roger no pudo decidir si estaba intentando ayudarle o si le insultaba.
Deering, de Princeton, hacía el número cinco. Había puesto grandes esperanzas en Deering.
El doctor Morton carraspeó fuertemente y se ajustó las gafas.
—Quiero leerle lo que dice. Siéntese, Toomey, siéntese. Dice: «Querido Phil…».
El doctor Morton alzó brevemente la vista, con una sonrisa fatua.
—Linus y yo nos conocimos en las reuniones de la Federación el año pasado —explicó—. Tomamos unas cuantas copas juntos. Es un tipo encantador.
Se ajustó de nuevo las gafas, y volvió a la carta:
—«Querido Phil: ¿Hay un tal doctor Roger Toomey en tu departamento? Recibí una carta suya realmente extraña el otro día. Te aseguro que no sé qué hacer con ella. Al principio pensé olvidarla, como una más de esas cartas de chiflados que recibimos todos. Luego pensé que puesto que la carta llevaba el membrete de tu departamento, tú deberías saber algo sobre ello. Claro que es posible que alguien esté utilizando a tu personal como parte de un embaucamiento. Te adjunto la carta del doctor Toomey para que la examines. Espero poder visitar algún día vuestra parte del país…» Bien, el resto es personal.
El doctor Morton dobló la carta, se quitó las gafas, las colocó en un estuche de piel, y se metió éste en el bolsillo superior de su chaqueta. Entrelazó los dedos y se inclinó hacia delante.
—Bien —dijo—, creo que no hay necesidad de que le lea su propia carta. ¿Se trata de alguna broma? ¿Un engaño?
—Doctor Morton —dijo Roger lentamente—, estaba hablando en serio. No veo nada malo en mi carta. La envié a unos cuantos físicos. Habla por sí misma. He hecho observaciones de un caso de levitación, y deseaba información acerca de posibles explicaciones teóricas a un tal fenómeno.
—¡Levitación! ¿De veras?
—Es un caso auténtico, doctor Morton.
—¿Lo observó usted personalmente?
—Por supuesto.
—¿Nada de hilos ocultos? ¿Nada de espejos? Mire, Toomey, usted no es un experto en estos fraudes.
—Fue una serie absolutamente científica de observaciones. No hay ninguna posibilidad de fraude.
—Hubiera debido consultarme, Toomey, antes de enviar esas cartas.
—Quizá hubiera debido hacerlo, doctor Morton, pero francamente, pensé que podría mostrarse usted… reacio.
—Bien, gracias. Hubiera debido esperar algo así. Y con el membrete del departamento. Me siento realmente sorprendido, Toomey. Mire, su vida es suya. Si desea usted creer en la levitación, adelante, pero hágalo estrictamente en su tiempo libre. En bien del departamento y de la universidad, debería resultarle obvio que este tipo de cosas no pueden interferir con sus asuntos docentes.
»De hecho, observo que ha perdido usted algo de peso recientemente, ¿no es así, Toomey? Sí, no tiene en absoluto buen aspecto. Si yo fuera usted, iría a ver a un médico. Un especialista de los nervios, quizá.
—¿No cree que sería mejor un psiquiatra? —dijo Roger amargamente.
—Bien, eso es enteramente asunto suyo. En cualquier caso, un poco de descanso…
El teléfono había sonado, y la secretaria había atendido la llamada. Ahora le hizo una seña al doctor Morton, y éste tomó su extensión.
—¿Sí…? —dijo—. Ah, doctor Smithers, sí… Hummm… Sí… ¿Relativo a quién?… Bueno, de hecho, está aquí conmigo precisamente ahora… Sí… Sí, inmediatamente.
Colgó el teléfono, y miró pensativo a Roger.
—El decano desea vernos a los dos.
—¿Acerca de qué, señor?
—No lo ha dicho. —Se levantó y se dirigió hacia la puerta—. ¿Viene, Toomey?
—Sí, señor.
Roger se puso en pie despacio, anclándose cuidadosamente con la puntera de sus zapatos en la parte inferior del escritorio del doctor Morton mientras lo hacía.
El decano Smithers era un hombre delgado con un largo rostro ascético. Su dentadura postiza encajaba tan mal en su boca que hacía que al pronunciar las sibilantes sonaran como un medio silbido.
—Cierre la puerta, señorita Bryce —dijo—, y no me pase ninguna llamada telefónica hasta que la avise. Siéntense, caballeros.
Se los quedó mirando ominosamente, y añadió:
—Creo que será mejor que vaya directamente al asunto. No sé exactamente lo que está haciendo el doctor Toomey, pero debe pararlo.
El doctor Morton se volvió hacia Roger, sorprendido.
—¿Qué ha estado usted haciendo?
Roger se alzó desalentadamente de hombros.
—Nada que yo pueda evitar.
Después de todo, había subestimado las habladurías de los estudiantes.
—Oh, vamos, vamos. —El decano mostró impaciencia—. Estoy seguro de que no conozco lo suficiente de la historia como para juzgar, pero parece que es usted el centro de todas las habladurías; habladurías que son completamente impropias del espíritu y la dignidad de esta institución.
—No sé nada de todo eso —dijo el doctor Morton.
El decano frunció el ceño.
—Entonces parece usted más bien sordo. Me resulta sorprendente la forma en que el cuerpo docente puede permanecer en la completa ignorancia de asuntos que saturan por entero el cuerpo estudiantil. Nunca antes me había dado cuenta de ello. Yo mismo lo oí por accidente; por un accidente muy afortunado, de hecho, puesto que conseguí interceptar a un periodista que llegó esta mañana buscando a alguien llamado «el doctor Toomey, el profesor volante».
—¿Qué? —gritó el doctor Morton.
Roger escuchó con desaliento.
—Eso es lo que dijo el periodista. Cito sus propias palabras. Parece que uno de nuestros estudiantes llamó a su periódico. Eché al periodista e hice venir al estudiante a mi despacho. Según él, el doctor Toomey voló…, y utilizo la palabra «voló» porque así fue como insistió el estudiante en llamarlo…, bajando todo un tramo de escalones y volviendo a subirlos luego. Afirmó que hubo docenas de testigos.
—Solamente los bajé —murmuró Roger.
El decano Smithers estaba ahora recorriendo arriba y abajo la alfombra de su despacho. Parecía ser presa de una elocuencia febril.
—Ahora escuche, Toomey. No tengo nada contra las representaciones de aficionados. Desde mi llegada a este puesto he luchado denodadamente contra la pomposidad y la falsa dignidad. He animado el hermanamiento entre los distintos cuerpos de la facultad, y jamás he puesto objeción a una confraternización razonable con los estudiantes. Así que no puedo objetar nada si desea usted un show a sus estudiantes, en su propia casa.
»Seguramente se dará usted cuenta de lo que puede ocurrirle a la universidad si la prensa irresponsable la toma con nosotros. ¿Debemos dejar que el delirio hacia un profesor volante sustituya al delirio hacia los platillos volantes? Si los periodistas entran en contacto con usted, doctor Toomey, espero que niegue categóricamente todos los hechos que se le imputan.
—Comprendo, decano Smithers.
—Confío en que logremos salirnos de este incidente sin daño apreciable. Debo pedirle, con toda la firmeza que me confiere mi cargo, que nunca repita su…, esto…, hazaña. Si vuelve a ocurrir, me veré obligado a solicitar su dimisión. ¿Ha comprendido bien, doctor Toomey?
—Sí —dijo Roger.
—En ese caso, buenos días, caballeros.
El doctor Morton condujo a Roger de vuelta a su despacho. Esta vez, despidió a su secretaria y cerró cuidadosamente la puerta tras él.
—Por todos los cielos, Toomey —murmuró—, ¿tiene esta locura alguna conexión con su carta acerca de la levitación?
Los nervios de Roger estaban a punto de estallar.
—¿No resulta obvio? En esas cartas me refería a mí mismo.
—¿Puede usted volar? ¿Quiero decir, levitar?
—Puede utilizar la palabra que más le guste.
—Nunca he oído de tal… Maldita sea, Toomey, ¿le vio alguna vez levitar la señorita Harroway?
—En una ocasión. Fue un accid…
—Por supuesto. Ahora todo resulta obvio. Estaba tan histérica que era difícil entender lo que decía. Contó que usted saltó hacia ella. Sonaba como si estuviera acusándole de…, de… —El doctor Morton parecía azarado—. Bueno, yo no la creí. Era una buena secretaria, entiéndalo, pero obviamente no una de esas destinadas a atraer la atención de un hombre. Me sentí realmente aliviado cuando se fue. Pensé que la próxima vez se presentaría con un revólver, o acusándome a mí… Usted…, usted levitó, ¿no?
—Sí.
—¿Cómo lo hace?
Roger agitó la cabeza.
—Ese es mi problema. No lo sé.
El doctor Morton se permitió una sonrisa.
—¿Seguro que no repele la ley de la gravedad?
—Sí, creo que es eso. Debe de haber algo relacionado con la antigravedad mezclado en el fenómeno, no sé cómo.
La indignación del doctor Morton ante el hecho de que una broma como aquella fuera tomada en serio era evidente.
—Mire, Toomey, eso no es algo que pueda tomarse a risa.
—Tomarse a risa. Santo cielo, doctor Morton, ¿tengo el aspecto de estarme riendo?
—Bueno…, necesita usted un descanso. Sin discusión. Un poco de descanso, y esa tontería suya pasará. Estoy seguro de ello.
—No es ninguna tontería. —Roger agitó un momento la cabeza, luego dijo, con tono tranquilo—: Le diré una cosa, doctor Morton, ¿le gustaría colaborar conmigo en esto? En cierto sentido, es algo que puede abrir nuevos horizontes en las ciencias físicas. No sé cómo funciona; simplemente no puedo concebir ninguna solución. Los dos, juntos…
La expresión de horror del doctor Morton era a aquellas alturas inconfundible.
—Sé que suena extraño —insistió Roger—. Pero se lo demostraré. Es algo completamente auténtico. Querría que no lo fuese.
—Oh, vamos. —El doctor Morton saltó de su silla—. No se canse. Necesita usted urgentemente un descanso. No creo que deba aguardar hasta junio. Váyase a casa ahora mismo. Veré que se le siga abonando su sueldo, y yo mismo me encargaré de sus clases. Solía hacerlo antes, ya sabe.
—Doctor Morton, esto es importante.
—Lo sé, lo sé. —El doctor Morton le dio una palmada en el hombro—. De todos modos, muchacho, tiene usted muy mal aspecto. Hablando francamente, tiene usted un aspecto infernal. Necesita un largo descanso.
—Puedo levitar. —La voz de Roger estaba subiendo nuevamente de volumen—. Usted intenta librarse de mí porque no me cree. ¿Piensa que estoy mintiendo? ¿Cuáles podrían ser mis motivos?
—Se está excitando innecesariamente, muchacho. Déjeme llamar por teléfono. Haré que alguien le lleve a casa.
—Le digo que puedo levitar —gritó Roger.
El doctor Morton se puso rojo.
—Mire, Toomey, no sigamos discutiendo eso. No me importaría aunque se echase a volar por los aires en este mismo momento.
—¿Quiere decir que ver no significa creer, en lo que a usted respecta?
—¿En la levitación? Por supuesto que no. —El jefe del departamento estaba casi vociferando—. Si le viera a usted volar, iría a ver a un optometrista o a un psiquiatra. Antes creeré que estoy loco que el que las leyes de la física…
Se interrumpió, y carraspeó fuertemente.
—Bien, como ya he dicho, no discutamos sobre eso. Voy a llamar por teléfono.
—No es necesario, señor. No es necesario —dijo Roger—. De acuerdo. Me tomaré un descanso. Adiós.
Salió rápidamente, caminando con más brío que nunca lo había hecho en los últimos días. El doctor Morton, de pie, las manos apoyadas planas sobre su escritorio, se quedó contemplando con alivio la espalda de Toomey mientras se alejaba.
James Sarle, el médico, se hallaba en la sala de estar cuando Roger llegó a casa. En el momento en que éste cruzó la puerta, el médico estaba encendiendo su pipa con una mano de recios nudillos rodeando la cazoleta. Sacudió el fósforo para apagarlo, y su rubicundo rostro se frunció en una sonrisa.
—Hola, Roger. ¿Dimitiendo de la raza humana? No he sabido nada de ti desde hace más de un mes.
Sus negras cejas se juntaron sobre el puente de la nariz, dándole una apariencia más bien condescendiente, que de alguna forma le ayudaba a establecer una atmósfera adecuada con sus pacientes.
Roger se volvió hacia Jane, que permanecía hundida en un sillón. Como de costumbre últimamente, su rostro mostraba una expresión de lánguido agotamiento.
—¿Por qué lo has traído aquí? —le dijo Roger.
—¡Alto! Alto, hombre —dijo Sarle—. Nadie me ha traído. Esta mañana encontré a Jane en el centro, y me invité. Soy más grande y fuerte que ella; no pudo impedirlo.
—Os encontrasteis por mera coincidencia, supongo. ¿Das hora también para tus coincidencias?
Sarle se echó a reír.
—Digámoslo de esta otra forma: ella me habló un poco de lo que ha estado pasando aquí.
—Siento que no estés de acuerdo, Roger —dijo Jane débilmente—, pero ha sido la primera oportunidad que he tenido de hablar con alguien que pueda comprender.
—¿Qué te hace pensar que él puede comprender? Dime, Jim, ¿crees su historia?
—No es una cosa fácil de creer —dijo Sarle—. Lo admito. Pero lo estoy intentando.
—Está bien, supón que vuelo. Supón que me pongo a levitar ahora mismo. ¿Qué harías?
—Supongo que desmayarme. Quizás exclamara: «¡Santo Dios!». Quizá me echara a reír a carcajadas. ¿Por qué no lo probamos, y vemos lo que pasa?
Roger se lo quedó mirando fijamente.
—¿De veras deseas verlo?
—¿Por qué no iba a desearlo?
—Aquellos que lo han visto hasta ahora se han puesto a gritar, han echado a correr o se han quedado helados de horror. ¿Podrás soportarlo, Jim?
—Yo creo que sí.
—De acuerdo.
Roger se deslizó medio metro hacia arriba, y ejecutó diez veces un lento entrechat. Se quedó en el aire, las puntas de los pies apuntando hacia abajo, las piernas juntas, los brazos graciosamente extendidos en una amarga parodia de saludo.
—Mejor que Nijinski, ¿eh, Jim? —preguntó.
Sarle no hizo ninguna de las cosas que había sugerido que podía hacer. Excepto agarrar su pipa como si estuviera a punto de caérsele, no hizo absolutamente nada.
Jane había cerrado los ojos. Las lágrimas asomaban quietamente por entre sus párpados…
—Baja, Roger —dijo Sarle.
Roger bajó. Tomó asiento y dijo:
—Escribí a una serie de físicos, hombres de gran reputación. Les expliqué la situación de una forma impersonal. Dije que pensaba que todo esto debería ser investigado. La mayor parte de ellos me ignoraron. Uno escribió al viejo Morton para preguntarle si yo era un farsante o estaba loco.
—Oh, Roger —murmuró Jane.
—¿Tú crees que se trata de algo malo? El decano me llamó hoy a su despacho. Me dijo que tenía que dejar de hacer esos juegos de salón. Parece que me caí por la escalera y automáticamente levité hasta abajo. Morton dice que no creerá que puedo volar ni siquiera aunque me vea en plena acción. En este caso ver no significa creer, dice, y en consecuencia me ordena que me tome un descanso. No pienso volver allí.
—Roger —dijo Jane, abriendo mucho los ojos—. ¿Estás hablando en serio?
—No puedo volver. Me dan asco, todos ellos. ¡Científicos!
—Pero ¿qué vas a hacer?
—No lo sé. —Roger hundió la cabeza entre las manos. Con voz ahogada, dijo—: Dímelo tú, Jim. Tú eres el psiquiatra. ¿Por qué no me creen?
—Quizá se trate de un asunto de autoprotección, Roger —dijo Sarle lentamente—. A la gente no le gustan las cosas que no puede comprender. Incluso hace algunos siglos, cuando muchas personas creían en la existencia de habilidades extranaturales, como volar sobre palos de escoba, por ejemplo, casi siempre se suponía que esos poderes eran originados por las fuerzas del mal.
»La gente aún sigue creyendo eso. Puede que no haya muchos que crean todavía literalmente en el diablo, pero la creencia generalizada de que todo lo extraño es malo subsiste. Lucharán contra la idea de creer en la levitación…, o se asustarán mortalmente si se ven obligados a tragar el hecho. Ésa es la verdad, así que enfréntate a ella.
Roger meneó la cabeza.
—Tú estás hablando de gente, y yo hablo de científicos.
—Los científicos también son gente.
—Ya sabes lo que quiero decir. Tengo aquí un fenómeno. No es brujería. No he hecho ningún trato con el diablo. Jim, tiene que existir una explicación natural. No sabemos todo lo que hay que saber sobre gravitación. Realmente, apenas sabemos nada. ¿No crees que es concebible que exista algún método biológico de anular la gravedad? Quizá yo sea una mutación de algún tipo. Quizá posea un…, bueno, llamémosle un músculo…, que puede anular la gravedad. Al menos puede anular el efecto de la gravedad en mí mismo. Bien, investiguemos eso. ¿Por qué quedarnos sentados con las manos cruzadas? Si conseguimos dominar la antigravedad, imagina lo que eso representará para la raza humana.
—Espera un momento, Roger —dijo Sarle—. Piensa un poco en el asunto. ¿Por qué te sientes tan infeliz al respecto? Según Jane, estabas casi loco de miedo el primer día que te ocurrió, antes de que tuvieras ninguna forma de saber que la ciencia iba a ignorarte y que tus superiores iban a mostrarse tan poco cooperativos.
—Eso es cierto —murmuró Jane.
—¿Por qué te ocurrió eso? —continuó Sarle—. Lo que tenías entre las manos era un nuevo, grande y maravilloso poder; una repentina liberación del horrible empuje de la gravedad.
—Oh, no digas tonterías —murmuró Roger—. Fue… horrible. No podía comprenderlo. Y sigo sin poder.
—Exacto, muchacho. Era algo que no podías comprender y, en consecuencia, algo horrible. Eres un físico. Sabes qué es lo que hace funcionar al universo. O si no lo sabes, sabes que hay otros que sí lo saben. Aunque nadie comprenda un determinado punto, sabes que algún día alguien lo comprenderá. La palabra clave es comprender. Forma parte de tu vida. Ahora te encuentras frente a frente con un fenómeno que consideras que viola una de las leyes básicas del universo. Los científicos dicen: dos masas se atraen mutuamente según una regla matemática preestablecida. Es una propiedad inalienable de la materia y del espacio. No hay excepciones. Y ahora tú eres una excepción.
—Y cómo —acotó Roger sombríamente.
—¿No lo entiendes, Roger? —prosiguió Sarle—. Por primera vez en la historia, la humanidad posee realmente lo que considera leyes inquebrantables. Repito, inquebrantables. En las culturas primitivas, un hechicero podía utilizar un encantamiento para producir lluvia. Si no funcionaba, eso no trastornaba la validez de la magia. Simplemente significaba que el chamán había olvidado alguna parte del encantamiento, o había roto un tabú, o había ofendido a un dios. En las modernas culturas teocráticas los mandamientos de la deidad son inquebrantables. Sin embargo, si un hombre quebranta los mandamientos y pese a ello prospera, eso no significa que esa religión en particular no sea válida. Los caminos de la providencia son admitidos como misteriosos, y todo el mundo sabe que en algún lugar le aguarda al culpable un invisible castigo.
»Hoy, sin embargo, existen leyes que realmente no pueden ser quebrantadas, y una de ellas es la ley de la gravedad. Funciona incluso cuando el hombre que la invoca ha olvidado murmurar lo de esto más eso más eso otro igual a aquello de más allá al cuadrado.
Roger consiguió esbozar una torcida sonrisa.
—Estás completamente equivocado, Jim. Las leyes inquebrantables han sido quebrantadas constantemente, una y otra vez. La radiactividad era algo imposible cuando fue descubierta. La energía surgió de la nada; cantidades increíbles de ella. Era algo tan ridículo como la levitación.
—La radiactividad era un fenómeno objetivo que podía ser transmitido y reproducido. El uranio velaba la película fotográfica para todo el mundo. Un tubo de Crookes podía ser construido por cualquiera y producía un flujo de electrones de idénticas características para todo el mundo. Tú…
—Yo he intentado transmitir…
—Lo sé. Pero ¿puedes decirme, por ejemplo, cómo puedo yo levitar?
—Por supuesto que no.
—Eso limita a los demás únicamente a la observación, sin reproducción experimental. Y sitúa tu levitación en el mismo plano que la evolución estelar, algo acerca de lo cual cabe teorizar, pero con lo que nunca se podrá experimentar.
—Sin embargo, hay científicos dispuestos a dedicar sus vidas a la astrofísica.
—Los científicos son gente. No pueden alcanzar las estrellas, así que se aproximan lo más que pueden. Pero sí pueden alcanzarte a ti, y ser incapaces de tocar tu levitación es algo que los pondrá furiosos.
—Jim, ni siquiera lo ha intentado. Hablas como si yo hubiera sido estudiado, pero lo cierto es que ni siquiera han tomado en consideración el problema.
—No tienen por qué hacerlo. Tu levitación forma parte de un tipo de fenómenos que nunca son tomados en consideración. La telepatía, la clarividencia, la presciencia, y un millar de otros poderes extranaturales, nunca han sido investigados con seriedad, ni siquiera cuando han sido descritos con todas las apariencias de credibilidad. Los experimentos de Rhine sobre la percepción extrasensorial han irritado a un número mayor de científicos que los que puedan haberse sentido intrigados. Así que entiéndelo, no necesitan estudiarte para saber que no desean estudiarte. Lo saben por anticipado.
—¿Y eso te parece divertido, Jim? Científicos negándose a investigar hechos; dándole la espalda a la verdad. Y tú te limitas a quedarte ahí sentado, sonriente y haciendo alegres afirmaciones.
—No, Roger, sé que todo esto es serio. Y no pretendo justificar a la humanidad, de veras. Estoy ofreciéndote mis pensamientos, una opinión. ¿Acaso no te das cuenta? Lo que intento en realidad es ver las cosas tal como son. Eso es lo que tendrías que hacer tú. Olvida tus ideales, tus teorías acerca de cómo debería actuar la gente. Considera lo que estás haciendo[8]. Y trata de aceptarlo como una condición de la vida con la que tienes que vivir. Aunque no vaya a ser fácil.
—¿Cómo crees que puedo vivir con ello?
James Sarle vació la pipa y se la guardó.
—¿Quieres saber mi opinión?
—Te escucho.
—En tu estado de ánimo actual, no puedes seguir trabajando como científico. Tienes que vivir de tal modo que tu levitación pueda ser aceptada por los demás como una especie de hecho establecido. ¿No lo crees así?
—Eso sería un alivio.
—En tal caso te sugiero algo. Conozco a un hombre llamado William Magoun. Creo que puedo convencerle para que te ayude. Es una especie de productor teatral. Es propietario del «Black Mask», una especie de club nocturno. O ésa es, al menos, la descripción más cercana a la realidad.
—¿Qué demonios me estás sugiriendo?
—¿No te parece evidente? ¿Por qué no actuar en un escenario? ¿Por qué no considerarte un mago? Sarle cogió el abrigo y se incorporó.
Roger exclamó:
—¡Un mago!
—Traje conmigo la tarjeta de Magoun, por si acaso. Tómala, ¿quieres? Y, Roger, tienes un aspecto terrible. ¿Cuándo fue la última vez que pasaste una buena noche de sueño?
Roger murmuró algo vago.
—¿Quieres que te recete píldoras para dormir?
Roger se levantó.
—No, no las necesito. Aún me quedan algunas que me dio un miembro de la Escuela de Medicina… ¡Mago!
—Es un modo de vida respetable —dijo Sarle dirigiéndose hacia la puerta.
Jane estrechó la mano de Sarle y le dijo suavemente:
—Gracias, Jim. Gracias por haber hablado con él.
—No te preocupes, Jane —dijo Sarle apretándole los dedos.
—¿Jim? —llamó Roger.
—¿Sí?
—¿Cómo es que mi levitación no te ha inquietado?
—Yo no soy un científico físico, Roger —contestó Sarle sonriendo—. Me temo que en mi profesión no tenemos reglas. O, al menos, cada pequeña escuela de psiquiatría tiene sus propias reglas, que son a su vez excluyentes con respecto a las demás, lo que viene a ser lo mismo. De modo que, ¿qué significa una ley quebrantada? Es lo mismo…
—¿Y bien?
—No creo que asista a ninguna de tus actuaciones en el «Black Mask», si es que Magoun decide aceptarte. No te importará, ¿verdad?
—No —contestó Roger sombríamente—, no me importará.
Sarle se marchó y Roger y Jane se quedaron solos.
—¿Qué piensas de todo esto, Jane? —preguntó Roger.
—No lo sé —contestó ella sin abandonar su apatía.
—¡Convertirme en un mago!
—¿Y qué importa eso? —dijo ella saliendo bruscamente de la habitación.
Roger la siguió con la mirada y después contempló lentamente la tarjeta que Sarle le había entregado.
Bill Magoun daba golpecitos con sus gruesos dedos sobre la mesa del escritorio. Tenía una cabeza calva y brillante, unas mejillas anchas y carnosas. Su voz era ronca y toda su persona exhalaba un aura de tosca pero bonachona prosperidad.
—Sí, el doctor Sade me habló de usted. Buen tipo ese doctor —le dijo.
—Sí —admitió Roger con expresión abatida.
Hacía frío y humedad en el abigarrado despacho de Magoun y en la sala del «Black Mask», por la que acababa de pasar a la temprana hora de las once de la mañana.
—¡El mejor! —dijo Magoun, emocionado—. Si él da la cara por usted, eso me basta a mí, ¿comprende? ¿En qué se especializa usted?
—Soy un mago —dijo Roger, tartamudeando las palabras.
—¿De veras? —dijo Magoun con expresión defraudada—. Francamente, debo decirle que eso no es nada extraordinario. En estos tiempos, los magos no tienen nada que hacer, a menos que ofrezcan alguna novedad. Lo que está de moda ahora son los cómicos, ¿sabe a qué me refiero? ¿Cultiva usted alguna especialidad?
—Puedo levitar.
—¿Levi… qué?
—Puedo flotar…, flotar en el aire.
—¿Sí? ¿Quiere decir… usted mismo, o su ayudante?
—Yo mismo.
—Bueno, eso parece divertido. Hace tiempo que trabajo en el mundo del espectáculo, ¿sabe? Conozco a la mayoría de artistas del país. Al parecer se me ha pasado por alto un mago capaz de flotar llamado Toomey. ¿Dónde trabajó usted por última vez?
—Nunca he trabajado en esto con anterioridad, señor Magoun.
—¡Que no ha trabajado! En ese caso, ¿cómo hace su representación? Producir una ilusión de flotación es un asunto muy complicado, ¿sabe?
—Lo he desarrollado yo mismo, en casa.
Magoun no pareció sentirse impresionado.
—Me gustaría ayudarle, por deferencia al doctor Sarle, así que voy a decirle algo… ¿Qué le parece si me hace una pequeña demostración? Sólo para asegurarme, ¿comprende? Puede usted venir en alguna otra ocasión con sus artilugios y hacerme una demostración, y quizá pueda encontrarle un puesto. Quizá no aquí, sino en algún otro local.
Magoun se incorporó, sonriendo ampliamente, con una sonrisa que parecía decir: «La entrevista ha terminado».
—Se lo puedo demostrar ahora mismo si quiere —dijo Roger.
—¡Ahora! —exclamó Magoun, mirándole sorprendido.
—¡Ahora!
—¿Tal y como va vestido, con esas ropas?
—Desde luego.
—Bueno, eso me intriga. Tiene usted que ser un aficionado. Los magos que yo conozco serían incapaces de cortar una baraja en traje de calle. Se sentirían desnudos. ¿Comprende lo que quiero decir?
—No he imaginado ningún traje especial que ponerme —dijo Roger.
—¿No? Bueno, quizá debería haber empezado por ahí. La gente empieza a cansarse de todo lo que se inventan los magos. Puede que haya algo de original en ver a un tipo vestido con un simple traje haciendo sus triquiñuelas. Sería una especie de novedad, ¿comprende? Está bien, vayamos al escenario y yo me sentaré entre las mesas de la sala. ¿Dónde están sus artilugios de apoyo?
—Yo mismo me ocuparé de ellos —murmuró Roger.
Salieron a la sala vacía del club nocturno, en semipenumbras a causa de las pesadas cortinas que cubrían las ventanas. Magoun apretó un interruptor que arrojó luz sobre el escenario.
—Adelante —dijo, retrocediendo hacia la zona donde estaban situadas las mesas—. No tiene que preocuparse por los preámbulos o la jerga publicitaria. Demuéstreme simplemente cómo flota usted, ¿comprende? Hágalo como si acabaran de sonar los tambores anunciándole.
En uno de los extremos de la sala, un camarero se apoyó, interesado, sobre la escoba que había estado manejando.
Roger miró a su alrededor, sintiéndose confundido. Experimentó una horrible pero momentánea sensación de incapacidad. Ahora que, por primera vez, deseaba flotar, parecía haberse olvidado de cómo hacerlo. Allí estaba Magoun, haciéndole gestos de asentimiento con la cabeza, rodeando con los labios el grueso puro que estaba encendiendo. Allí estaba también aquel camarero, observándole atentamente. Y allí estaba también aquel enorme vacío desde el que, alguna noche, cientos de ojos podrían estar mirándole.
Y pensó para sí mismo: «Arriba, muchacho».
Y se elevó.
Flotó hacia el techo, permaneciendo a media altura. Escuchó el grito ronco de Magoun y vio al camarero salir precipitadamente por la puerta más cercana.
Roger describió una vuelta de campana en el aire y después descendió sobre el escenario.
Magoun ya estaba junto a él en cuanto tocó el suelo.
—Sensacional, Toomey, terrorífico. Es una ilusión maravillosa. ¿Cómo diablos lo hace?
—Bueno. Es un secreto profesional ya sabe…
—Oh, claro, claro. Le ruego me disculpe. Debería habérmelo imaginado antes de preguntárselo, pero lo que usted ha hecho me ha impresionado de veras, ¿sabe? Escuche, queda usted contratado. Con lo que acabo de ver, no necesita usted hacer nada más. Los va a dejar a todos impresionados.
—¿Cuánto? —preguntó Roger.
—Bueno… —Magoun dirigió un ojo hacia el techo—. Cincuenta semanales.
—Ciento cincuenta —dijo Roger.
—¿Qué? ¿Por una actuación nueva?
—Usted nunca ha visto nada parecido, ¿verdad?
—Está bien —admitió Magoun—, dejaré que se salga con la suya, teniendo en cuenta que viene recomendado por el doctor. Dos representaciones cada noche, excepto el domingo. Y el compromiso es sólo por una semana, hasta que veamos cómo marcha todo con los clientes. Veamos…, puede usted empezar el lunes, y yo me encargaré de hacer algo de publicidad por adelantado. Le presentaré como el Gran Flotino. ¿Qué le parece?
—Me parece bien —dijo Roger.
James Sarle entró, se desabrochó el abrigo y dijo en voz baja:
—Tienes mejor aspecto, Jane. ¿Cómo está Roger?
La voz de Roger sonó antes de que Jane pudiera responder.
—Estoy aquí, Jim. No vale la pena que susurres.
—¿Estaba susurrando? —preguntó Sarle alegremente. Se sacó la pipa del bolsillo del abrigo antes de entregárselo a Jane—. ¿Qué hay de nuevo?
Roger permaneció en el sillón donde se hallaba sentado.
—Hoy mismo acabo de enviar mi dimisión a la facultad.
—¿De veras? —Sarle se dirigió hacia el sofá y se sentó frente al otro—. He llamado a Magoun. Me ha dicho que eres un éxito fulminante.
—Sí —dijo Roger sombríamente—. Sólo he actuado unas pocas veces, pero al parecer voy camino del estrellato.
—Él dice que vales lo que te paga.
—Muy amable por su parte. Me paga más de lo que ganaba en la facultad.
—En serio, ¿cómo te sale?
Roger se agitó, inquieto.
—¿No puedes suponértelo? Floto en el aire delante de un puñado de idiotas, les oigo gritar, desciendo, me inclino delante de ellos y cobro mi paga. Hoy he pasado por encima de una mesa donde se habían reunido varios de fiesta y he permanecido allí suspendido un rato. Una de las mujeres empezó a gritar: «Oh, veo los hilos, los veo». El hombre que la acompañaba se subió a la mesa e hizo oscilar un periódico por el espacio, sobre mi cabeza. Otro tipo saltó para cogerme por las piernas. Yo me limité a elevarme un poco… Condenados estúpidos.
—Eso demuestra que están interesados… Aquí, Jane, siéntate.
Jane sonrió, y se sentó. Había traído bebidas. Roger aceptó la suya malhumoradamente y se la bebió de un trago.
—Han acudido muchos de los estudiantes de la facultad —dijo—. Al parecer, si piensan que sólo se trata de una actuación, disfrutan con ello, ¿no resulta cómico?
—No —dijo Sarle—, en realidad no lo es. Puede que todo esto sea algo bueno. Una vez que hayas establecido tu reputación como mago, es posible que logres regresar a la vida académica.
—¿Y flotar de vez en cuando por ahí, eh? Elevarme hacia el techo durante una reunión en la facultad, o mientras leo una disertación.
—Quizá no. Una vez que te hayas olvidado de esta carga de la levitación, puede que te importune menos, e incluso es posible que la controles mejor.
—¿Lo crees de veras? —preguntó Roger mirándole inquisitivamente.
—Lo considero como una fuerte posibilidad.
—Si creyera que existe una posibilidad de que eso sea así… Bueno, si pudiera estar seguro de que no me elevo en el aire en los momentos más inconvenientes, me sentiría muy aliviado. Yo mismo podría abordar entonces el problema, sin ayuda de nadie.
—Eh, eh —dijo Sarle animosamente.
—Sólo si me dejaran solo.
—¿Y por qué no iban a dejarte solo?
—Sí. Hay que mantener esto durante un año o así, actuar en otras ciudades cuando ya se hayan hartado del «Black Mask». Y después enfrentarme con el verdadero problema. Incluso para entonces ya habré podido ahorrar un poco de dinero y, ¿quién sabe? —Se echó a reír ligeramente y añadió—: Hasta puede que llegue a gustarme el mundo del espectáculo.
Jugueteó con el vaso vacío del cóctel y permaneció sentado allí, sumido en sus pensamientos.
Sarle se volvió hacia Jane y le sonrió. Manteniendo la mano izquierda cerca de su propio cuerpo, Sarle unió los dedos gordo y anular formando un círculo y dejando extendidos los demás. Jane no le vio. Estaba mirando fijamente a Roger, con una expresión tensa y nada feliz.
—Roger —dijo ella.
—¿Qué?
—Por favor. Estás haciéndolo otra vez.
Roger, asombrado, miró hacia abajo. Su cuerpo estaba a unos quince centímetros por encima del mullido asiento del sillón.
—Lo siento —dijo, descendiendo—. En cuanto me distraigo vuelve a suceder.
—Lo sé —dijo Jane sombríamente—. Lo sé.
Roger recibió el primer sobre de su paga en el despacho de Magoun, quien trató de mostrarse cordial y logró no parecer incómodo.
—Ha sido una buena semana, señor Toomey —le dijo—, y le he incluido un pequeño extra en el sobre. Encontrará doscientos cuando lo abra.
—Gracias —dijo Roger.
—No se preocupe. —Magoun le palmeó la espalda—. Puede utilizarme como referencia, y le proporcionaré el nombre de un agente de confianza si es que desea uno.
Roger le miró, sorprendido.
—¿Qué significa eso? ¿Que ya he terminado aquí?
Magoun sacó un puro de la caja y se lo quedó mirando.
—El compromiso fue sólo por una semana, como usted recordará.
—Maldita sea, usted dijo una semana en el sentido de ver cómo me las arreglaba con el público.
—Sí, sí, en efecto. El espectáculo es bueno, pero no tiene la garra suficiente, ¿comprende lo que quiero decir? Usted flota, pero eso es todo. Usted no baila, no ofrece un espectáculo de variedades. Ni siquiera tiene un ayudante. Alguien que realce la actuación. Si los hombres se cansan de la magia, les gusta contemplar bonitas piernas, ¿comprende?
—Pero usted está ganando dinero. El cajero me dijo que ésta ha sido la mejor semana que había conocido.
Magoun dejó el puro, sin haberlo encendido.
—Mire, señor Toomey, ¿quiere saber la verdad? Pues voy a dársela. No soy de esa clase de tipos farsantes delante de los demás, ¿comprende? Mire, he estado observando su actuación. No soy ningún tonto. Tengo mi experiencia. He visto actuar a más magos de los que usted podría contar. Conozco todos sus trucos. Sólo que usted no los utiliza. No hay trampa ni cartón en lo que hace usted. No les induce a apartar la vista de usted para sustituir rápidamente un artilugio por otro. No se sostiene de hilos colgados del techo. Y tampoco utiliza espejos.
»Al principio pensé que sería hipnotismo, aunque nunca he visto utilizar el hipnotismo delante de toda una multitud de gente. En cualquier caso, me senté entre el púbico y cerré los ojos en cuanto apareció usted. Y esperé hasta que empezaron a sonar los gritos de asombro y entonces los abrí. Y ahí estaba usted, con la cabeza a tres metros por encima del escenario. No podía ser hipnotismo. Había cerrado los ojos.
—Déjeme a ver si le entiendo —dijo Roger—. ¿Quiere decir que me despide porque cree que lo que hago es cierto, que puedo realmente volar?
—No me gusta decirle esto, ¿comprende? —dijo Magoun extendiendo las manos abiertas—. No voy a admitir si creo o no en brujerías. Sólo me gustaría despedirme de usted de una forma amable, sin resentimientos.
—Espere. Suponga que puedo flotar de verdad. ¿Qué supone eso para usted?
—Bueno si es así, los clientes pueden tener la idea de que todo es demasiado cierto. Y eso no les gustaría. Ya sabe cómo es la gente. Son supersticiosos, ¿comprende? Muchos de ellos no tienen una educación muy buena. Y en cuanto menos se lo espere habría alguien gritando: «Es el diablo», o alguna otra locura por el estilo. Mire, usted no conoce el negocio del espectáculo como yo; no tiene usted ni la más ligera idea de cómo pueden suceder las cosas. No puedo arriesgarme a que se produzca un tumulto, señor Toomey. Debo pensar en mi reputación.
—Pero se equivoca, señor Magoun. Al público le gusta que le engañen.
—Quizá. Pero únicamente mientras sepan que sólo se trata de un engaño. Un tipo logra quitarse unas esposas, muy bien. Todo el mundo sabe que se las ha arreglado para ocultar una llave en la palma de la mano, aunque no hayan podido verla. ¿Hace desaparecer a un ayudante? Todos saben que hay un espejo en alguna parte del escenario, o un botón falso o algo por el estilo. ¿Alguien capaz de leer los pensamientos de los demás? Todos saben que entre el público hay un compinche.
»Pero usted, señor Toomey, usted es demasiado bueno. Yo he visto a una mujer flotar por encima de un diván durante aproximadamente diez segundos. Está sostenida desde arriba, claro. No puede moverse, no puede cambiar de posición. Pero usted flota por cualquier parte. Se pone cabeza abajo en el aire. Se desliza por encima de las mesas. No hay forma alguna de que haya trampa. Lo que usted hace es verdadero. Y así es como lo piensa el público… Mire, señor Toomey, dígame cómo lo hace y podremos llegar a un acuerdo. ¿Qué le parece?
Roger guardó silencio.
—En tal caso no podemos hacer nada —dijo Magoun.
—A usted no le preocupan los tumultos —dijo Roger—. Ningún productor en su sano juicio despreciaría una actuación como la mía, capaz de hacerle ganar dinero, simplemente porque la considera demasiado buena. Lo que sucede es que usted me tiene miedo. Me teme personalmente.
—No se trata de miedo —replicó Magoun—. Pero el asunto no me gusta. Me hace sentir incómodo, ¿comprende?
—¿Por qué?
—Porque no es correcto, señor Toomey. Es algo en contra de las leyes de la naturaleza. No puede ser correcto… Mire, señor Toomey ¿ha oído hablar alguna vez de la ley de la gravedad?
Roger se incorporó.
—Adiós.
Magoun extendió la mano hacia él.
—¿Sin resquemores?
Roger se marchó sin contestar.
No tomó el metro, sino que regresó a casa caminando. Estaba hecho un lío. Nadie afrontaría la verdad. Nadie sería capaz de contemplar los hechos cara a cara. Hasta un mago debía demostrar que lo que hacía no era más que un engaño. Se prefería la ilusión, el charlatanismo.
En cuanto a la verdad, había que ocultarla.
Las dos horas de caminata a primeras horas de la madrugada no le aportaron solución alguna. Subió el tramo de escalera hasta su apartamento, en el segundo piso, sintiéndose en un estado de agotamiento. Cerró la puerta suavemente tras él. El pestillo no se cerró del todo, pero él no se dio cuenta.
Se desnudó sin encender las luces para no despertar a Jane. Esta le había preparado la cama en el diván, extendiendo las sábanas sobre él.
De pronto, todo le pareció insoportable. Tenía que dárselo a Jane. Tenía que despertarla y dárselo ahora mismo. Tenía que dárselo, maldita sea, o se derrumbaría.
Se dirigió lentamente hacia el dormitorio y extendió la mano hacia la almohada donde debería estar su rubia cabeza. Pero no la encontró.
—Jane —la llamó suavemente.
Y pensó confundido: «Debe de estar en el cuarto de baño».
Tanteó para encender la lámpara de la mesita de noche y parpadeó en una habitación vacía. La volvió a llamar…, y entonces vio la hoja de papel sujeta a la almohada con un alfiler. La arrancó de un manotazo.
Empezaba diciendo: «Roger». Ninguna palabra de ternura; simplemente «Roger». Los trazos de la escritura eran apresurados, desbaratados, casi incoherentes.
Roger: no puedo soportarlo y tengo que marcharme. Sé que no es culpa tuya, pero no puedo evitarlo. No quise marcharme mientras las cosas iban tan mal. Habría sido muy mezquino por mi parte. Pero ahora has iniciado una nueva carrera y lograrás salir adelante sin mí. Por favor, no trates de encontrarme, y no te preocupes por mí. Sólo me llevo mis cosas personales y la mitad del dinero que teníamos en la cuenta común. Adiós. Jane.
Roger leyó la nota y su contenido fue impregnando lentamente su mente aturdida. Dejó caer la nota, y pensó: «Mi nueva carrera». Y después, en voz alta, medio histérica, gritó:
—¡Mi nueva carrera!
Medio mareado, se dirigió hacia la cómoda. De su parte superior tomó la caja donde guardaba sus pequeñas minucias personales: sujetadores de corbata, gemelos, una vieja pluma, la llave del club Phi Beta Kappa que ya no utilizaba. De la caja sacó el frasco de somnífero que había ido acumulando a causa de las recetas no utilizadas que le había entregado su amigo de la Escuela de Medicina. En su mente siempre había albergado un cierto presentimiento de que podría necesitarlas.
Recogió del suelo la nota de Jane y garabateó unas pocas palabras en la otra cara del papel, utilizando su pluma. Se preparó un vaso de agua, lo dejó sobre la mesita de noche, se sentó en el borde de la cama y vertió media docena de pastillas para dormir en la palma de su mano. Después, vació en ella todo el tubo. Lenta, pensativamente, se las fue tragando con agua, tomando dos cada vez.
Se tumbó sobre la cama y se cubrió con la sábana. Cerró los ojos.
La confusión de su mente fue apagándose y la paz descendió lentamente sobre él. La levitación ya no importaba. Nada importaba. Excepto el sueño. Sólo el sueño.
Y su última, lenta y ensoñadora sensación fue que estaba flotando.
Estaba allí tumbado, enfriándose.
La aparición del rigor mortis, cuando no se produce de un modo uniforme, proporciona una pseudovida fantasmagórica a un brazo o a una pierna, haciendo que se tuerzan.
Fuera lo que fuese que controlase la levitación en el cuerpo de Roger, los primeros espasmos de la muerte lo atiesaron y lo activaron.
Hacia el mediodía, una vecina observó las dos botellas de leche junto a la puerta del apartamento de los Toomey. Llena de buenas intenciones, llamó a la puerta.
—Señora Toomey, señora Toomey.
La puerta, cuyo pestillo no se había cerrado del todo, giró hacia el interior bajo la presión de sus nudillos.
La mujer entró en el apartamento y se vio rodeada de un silencio opresivo.
—¿Señora Toomey?… ¿Ocurre algo?
Medio asustada, avanzó de puntillas por el salón vacío y echó un vistazo al interior del dormitorio.
Todo su ser se conmocionó y lanzó un grito salvaje. El cuerpo rígido de Roger estaba evidentemente muerto, y la mujer no esperó más, ni se detuvo a mirar más atentamente si había alguna otra cosa que llamara la atención.
Los dos agentes de policía vestidos de paisano miraron el apartamento imparcialmente y dirigieron al cadáver un breve vistazo de hastío.
El policía Dooley recogió la nota que estaba sobre la mesita de noche.
—Es de su mujer —dijo, sosteniéndola cautelosamente por uno de los bordes.
El policía Herlihan la leyó por encima del hombro de su compañero.
—¿Qué otra cosa podía esperarse? ¡Pobre fiambre!
—Llamaré al doctor Curley —dijo Dooley—. Sin duda alguna, se trata de suicidio.
Herlihan recogió cuidadosamente el frasco vacío con las puntas de dos dedos.
—Supongo que se trata de pastillas para dormir, ¿no? —dijo, volviendo a dejar el frasco.
—Seguro.
Dooley salió al salón.
Herlihan contempló especulativamente lo que quedaba de Roger Toomey. Y entonces miró más atentamente.
—Eso es extraño —murmuró.
Apartó de un tirón la sábana que colgaba extrañamente y casi se cayó de espaldas.
—¡Santo Dios! —exclamó.
Quince centímetros de espacio separaban el cadáver del colchón.
Herlihan pasó la mano por debajo del cuerpo, pero allí no había nada capaz de sostenerlo. Únicamente espacio. Volvió a extender la mano, temblorosa, mirándola fijamente.
Salvajemente, colocó las manos sobre el pecho y el abdomen del muerto y apretó hacia abajo.
Algo chasqueó. Se escuchó un crac limpio y nítido, minúsculo, pero perfectamente audible, y el cuerpo descendió… como el de un peso muerto. Y el colchón crujió para demostrarlo.
El chasquido había procedido del interior del cuerpo, como si se hubiera extendido un músculo un poco más de lo debido.
Herlihan retrocedió.
La voz de Dooley, que hablaba por teléfono, guardó silencio, y el policía entró en el dormitorio.
—El doctor Curley vendrá dentro de media hora —dijo—. Y…, eh, Mike, este tipo ha escrito algo en la otra cara de la nota de su esposa. Escucha: «A un hombre se le puede guiar hacia los hechos, pero no se le puede hacer creer». ¿Qué te parece?
Herlihan seguía mirando fijamente el cadáver.
Dooley frunció el ceño.
—¿Ocurre algo?
Herlihan sacudió la cabeza con una expresión atontada.
—¡Nada! ¡Nada en absoluto!