La sección de la eternidad entregada al siglo 575 está orientada hacia la materia. Los vórtices de energía del 300 han desaparecido; la dinámica de campos del 600 no ha llegado aún. En los veinte milenios que van de la primera a la última, la materia se usa para todo, desde paredes hasta sartenes. Tampoco los cambios registrados en la realidad han afectado eso. Considerada como un todo, en la eternidad la orientación hacia la energía ha sido siempre la excepción.
Ello no quiere decir que Brinsley Sheridan Cooper (siglo 28), nacido en otro tiempo orientado hacia la materia, se encontrase como en su casa cuando entró en la antesala que se extendía después de una puerta transparente para seguir luego, indefinida, a través de todo el 575. Después de todo, también en la materia hay modas. Para un «energético», la materia tiende a ser materia y nada más. Toda la materia es tosca, pesada y bárbara. Para un «matricial», sin embargo, existe la madera, el metal (subdivisiones, pesado y ligero), el plástico, los silicatos, el cemento y el cuero en innumerables combinaciones y variedades.
A Cooper, cuya noción de un mundo estaba construida alrededor de estructuras de aleaciones de metales ligeros, la visión de un océano de cristal y porcelana, mirase donde mirase (aún más impresionante porque en esos momentos no se veía a ningún ser humano), le había dejado con la boca abierta.
Permaneció así hasta que una voz áspera, cargada de un acento del milenio cuarenta, dijo:
—Preséntese, maldita sea.
Cooper parpadeó.
—Lo siento, señor, pero creo que no…
En su confusión, usó su propio dialecto del siglo 28.
La expresión algo airada de su interlocutor se suavizó al oírlo y la nariz aquilina que asomaba bajo unas cejas gruesas y algo canosas se hizo un poco menos impresionante. La puerta que había tras él y a través de la que había entrado, seguía haciendo girar suavemente su pesado cristal sobre la bisagra formada por un campo longitudinal, una concesión a la energética no demasiado extraña en un tiempo orientado hacia la materia.
Tendió una ancha mano para detener la puerta y dijo:
—Lo siento, hijo. Pensé que eras un nativo de este tiempo.
—No, señor —dijo Cooper, intentando parecer resuelto—. Soy B. S. Cooper, del 28. Mis credenciales.
Se había pasado ya a la lengua del milenio sesenta que había estado practicando durante días.
Le alargó la cápsula personal pero él no examinó la película puesta al descubierto sino que la apartó a un lado y se rió.
—Mis disculpas —dijo—. Estábamos esperando a un nativo para que se encargase del mostrador de recepción y saqué conclusiones apresuradas. Estamos teniendo problemas para encontrar a un nuevo hombre, y acabamos con el antiguo algo más pronto de lo que esperábamos. Ya sabe cómo son estas cosas.
Lo dijo con una facilidad de veterano que Cooper intentó imitar en su gesto de asentimiento. Después de todo, los nativos eran sujetos de observación y experimento aparte de los trabajos que pudiesen desempeñar. Tendría que acostumbrarse a eso.
El otro siguió hablando.
—Hay que estar siempre vigilando a los nativos. Nunca entienden realmente la eternidad, nunca se les mete en la cabeza que no se puede tratar el tiempo como si fuera una pelota de fútbol. A veces tardan segundos antes de registrar su entrada. Si tienen que registrar su salida lo hacen y luego se van a los aseos, a este lado de la cortina. Cuando vuelven al tiempo, se encuentran en el lado equivocado de un agujero de dos minutos y entonces los computadores montan un escándalo… ¿De dónde eres?
—Veintiocho. —Luego, ansiosamente, le preguntó—: ¿Es usted de alguna época cercana?
—Soy del 413. ¿Qué te trae aquí, hijo?
El rostro de Cooper se ensombreció. Podría haber adivinado el tiempo del hombre por su acento pero, ¿dónde está el Eterno que, en su primera misión en un nuevo sector de la eternidad, pueda resistirse a preguntar a gritos: «Hay alguien aquí del viejo 123», o de su tiempo natal, sea cual sea? O, si es demasiado joven y tímido, o demasiado viejo y consciente de su dignidad como para decirlo en voz alta, al menos puede pensarlo. Hay algo en el compartir un conjunto común de tropismos y prejuicios sociales que ni todo el lavado y entrenamiento de la escuela de novatos pueden eliminar por completo. Y la persona más insoportable del mundo, si está ataviada con un traje que uno reconoce como el traje correcto, el que en lo más hondo del corazón de uno es apreciado toda la vida como el único traje correcto, se convierte en un príncipe y un compañero al que apreciar.
Pero 413 era solamente un número para Cooper. En ese instante no podía recordar nada más respecto a él que el ser parte de un milenio marcado por la subpoblación y que exportaba árboles y semillas a varios siglos desprovistos de bosques. Así mismo, lo hacía en vastas cantidades, dado que los árboles y las semillas no eran tan sensibles con respecto a la realidad como los sueros antivirales, los embriones humanos o los relés de vórtice.
—Tengo que ver a Laban Twissell —dijo Cooper, sin poder evitar subir un poco el tono de voz al decir eso.
Las cejas del otro se alzaron un poco y recogió la cápsula personal que antes había pasado por alto, examinándola cuidadosamente.
—¿El jefe programador Twissell?
—Eso es.
—Bueno, Cooper, siéntese y yo me pondré en contacto con él. Por cierto, mi nombre es Nero Attrell.
El toque anterior de condescendencia había desaparecido de su voz.
Cooper tomó asiento y sus labios temblaron un poco ante el deleite reprimido que sentía. Estaba aquí a petición del jefe programador Laban Twissell, y Twissell era un miembro del Gran Consejo Pantemporal y estaba considerado en toda la eternidad como el más grande de los ejecutores.
Y era Twissell quien había pedido que Cooper le fuese asignado. No había dado razones para ello y, con todo, Cooper estaba convencido de que conocía la razón. No le había hablado a nadie de su convicción, ni tan siquiera a Genro Manfield, su instructor y el hombre a quien, hasta el momento, más había respetado en su corta vida.
Después de todo, desde hacía bastante tiempo había llegado a ser obvio para él que se le estaba preparando para una misión especial. Había tenido sus primeros atisbos de lo que debía ser tal misión hacía más de un fisioaño. (Había que aprender, casi al principio de la educación, la diferencia entre los años, que no existían en la eternidad, y los fisioaños, que representaban meramente la medida del envejecimiento del cuerpo humano.)
Había sucedido de este modo. Había cinco «novatos» en la clase del siglo 28, dos de la segunda década y uno de la quinta, otro de la séptima y otro de la novena. Él era el estudiante de la novena década, habiendo nacido en el 2784 y entrado en la escuela en el 2798. Si hubiese permanecido en el tiempo, llevaría ahora siete años perteneciendo al siglo 29; pero los siglos se contaban siempre desde el momento en que uno abandonaba el tiempo y pasaba al entrenamiento. Sería del 28 hasta el día en que muriese. (Mentalmente, cambió la frase por un «hasta que muera». ¿De qué servía hablar de «días» en la eternidad aunque, por supuesto, todos lo hiciesen? Decían «ayer» y «puede que el año próximo», como si eso significase algo.)
Pero de los cinco novatos sólo él se especializó. Le hicieron pasar a través de las matemáticas de computación todo lo deprisa que pudo y, excepto por eso, todo el resto del esfuerzo fue consagrado a la Historia Primitiva. Se quejó una vez. Los otros, señaló, estaban recibiendo cursos bien equilibrados.
El instructor Manfield se había frotado su castaña cabellera hasta convertirla en un confuso revoltijo y había dicho:
—Son órdenes directas del Gran Consejo Pantemporal, hijo. No sé el porqué.
(La gente tenía siempre tendencia a llamarle «hijo» a Cooper, quizás a causa de que su cabellera y sus ojos claros junto con su rostro de mentón poco pronunciado le hacían parecer bastante más joven de lo que era.)
No había nada que hacer salvo volver a examinar los viejos periódicos (impresos sobre papel en los días anteriores a ponerse de moda la película), hasta que las vidas, los hechos y los nombres muertos hacía mucho fuesen para ambos cosas vivas.
Pero creyó saber lo que le estaba sucediendo y la razón; y aguardó, con más o menos impaciencia, la llamada de Twissell. Había llegado.
Antes de partir tuvo una última conversación con Manfield y fue incapaz de no hacer alusión a ello. Con toda seguridad Manfield debía saber algo y Cooper deseaba ver corroboradas sus ideas. Lo deseaba enormemente.
—¿Para qué puede querer verme, señor? —preguntó—. Me he estado especializando en Historia Primitiva.
—Lo sé. Lo sé. —Manfield le sonrió—. Me temo que durante los años que hemos pasado con ella ha llegado a interesarme demasiado. Probablemente continuaré en ese campo después de que te hayas ido.
Cooper sabía a qué se estaba refiriendo. Las revistas de noticias de los siglos primitivos, con sus crónicas de sangre incontrolable, crimen y pasión, dejaban un sello indeleble, el de una realidad que no podía ser alterada, constituyendo una lectura fascinante. Echaría de menos las horas que él y Manfield habían pasado juntos ocupándose de ellas.
Cooper se acercó un poco más a lo que estaba seguro que era la verdad.
—Pero yo quiero trabajar sobre los siglos primitivos. Quiero hacer una investigación original sobre ellos. Trabajar sobre los 500 no sería exactamente lo que quiero.
En ese momento, si Manfield sabía algo, no podría resistir la tentación de hacer alguna alusión. Pero o Manfield no sabía nada o era demasiado listo para caer en una trampa, o —y esto Cooper lo rechazaba con amargura— todas las especulaciones de Cooper estaban equivocadas.
—Siempre habrá tiempo libre para que puedas dedicarlo a tu afición, hijo —le dijo Manfield.
Sonrió de nuevo, pero hasta sus sonrisas parecían esconder un matiz de pena. Sus estudiantes, todos los cuales le querían, no sabían nada de su pasado. Jamás hablaba de él, ni tan siquiera con Cooper, que había pasado con él la mayor parte de su tiempo. De algún modo se había filtrado hasta los estudiantes la información de que había nacido en los milenios más adelantados («los cuandos altos», como decía la frase hecha), y lo aceptaban sin demasiado interés por buscar una prueba de ello. Se decía que en tiempos había sido programador, un matemático muy destacado, un buen candidato para el Gran Consejo Pantemporal y que lo había tirado todo por la borda para convertirse en instructor de novatos en los lejanos siglos de los cuandos bajos.
—¿Cómo te encuentras? —preguntó Manfield.
—Un poco asustado. Un poco nervioso —dijo Cooper con sinceridad—. Ya sabes que nunca he estado en ningún cuando, excepto el viaje de estudios al 40, y eso fue solamente un informe de dos días acerca de la vida municipal bajo condiciones descentralizadas.
Lo que no añadió fue que sólo mediante muchas súplicas consiguió que se le permitiese ir, aunque se trataba de un trabajo elemental para el resto de la clase.
Y a la mañana siguiente, Brinsley Sheridan Cooper había cogido una pequeña cabina cronomóvil unipersonal y había pasado, en solitario, por los corredores de la eternidad. La cabina no cruzaba el espacio en el sentido usual del término y, por supuesto, no cruzaba el tiempo ya que la eternidad cortocircuitaba todo el tiempo desde el siglo 28 (el primer siglo de la eternidad, un hecho que constituía el título de fama más grande y orgullosamente proclamado por el 28) hasta la insondable muerte entrópica que se hallaba hacia delante.
Pero, ¡santo Cronos!, la cabina cruzaba, sobrevolaba o bordeaba algo. Cooper seguía careciendo del entrenamiento necesario y era lo bastante joven como para preguntarse qué era ese algo.
Sus preguntas no le ayudaron. Fuese lo que fuese, siguió sin saber de qué se trataba, pero pasó, y luego hubo un pulcro y pequeño cartel en el que se podía leer 575 en el sistema de numeración local al igual que en estándar atemporal. (Había incluso una lengua estándar atemporal que, fuese por lo que fuese, raramente se usaba fuera de los informes oficiales. Los dialectos locales, parecía, eran más satisfactorios y Manfield solía explicar eso calificándolo de una expresión inconsciente del impulso de «volver-al-tiempo».)
Unos instantes más y Cooper vería a Twissell. ¡Twissell! El jefe programador más viejo de todos los que vivían; el hombre que había autorizado más cambios cuánticos en la realidad que cualquier otro jefe programador que hubiese vivido jamás; el hombre que era la mayor autoridad sobre Harvey Mallon, el primitivo del siglo 24 que había hecho posible la Eternidad.
Harvey Mallon, la llave a su propio…
La voz de Attrell interrumpió sus divagaciones.
—El jefe programador Twissell estará dispuesto a recibirle pronto, hijo.
—Gracias, señor.
A Cooper nunca le ofendía la palabra «hijo». Si él y Attrell existiesen en el tiempo, él tendría unos cuarenta mil años más que Attrell. Podría ser el tatara-tatara-tatara-tatara-muchas-veces-tatarabuelo de Attrell. Pero esto no era el tiempo; esto era la eternidad. Aquí la palabra «hijo» no significaba nada. Realmente nada, dado que ningún eterno podía tener un hijo. Todos los eternos debían nacer en el tiempo de padres pertenecientes a él. Sólo de ese modo podía seguirse asegurando el que los eternos retendrían la conexión espiritual con la humanidad que tan necesaria era para su trabajo. Que los eternos tuviesen hijos propios, eternos desde el nacimiento, y muy pronto se formarían dinastías divorciadas de la Tierra. De ser los sabios directores y moldeadores de la humanidad, los eternos se convertirían en sus tiranos.
(Cooper seguía siendo lo bastante joven y tenía aún el recuerdo de la escuela lo bastante fresco como para no sentir ninguna punzada de vanidad por ser idealista.)
—¿Le gustaría echarle una mirada al Siglo mientras espera? —preguntó Attrell.
—¡Sí! —contestó Cooper, sonriendo de pronto—. ¿Puede arreglarse?
—No hay problema. Tienen un observador trucado aquícuando. Lo usan centrándolo en el 600 y luego cambian a foco de campo. Hay uno en el laboratorio de al lado que puedo sintonizar para usted.
—¡Bueno, gracias!