1. Entre dos pasos consecutivos

Joseph Schwartz, sastre jubilado, etc., aunque falto de lo que los mundanos de hoy denominan «educación formal», había gastado buena parte de su naturaleza inquisitiva en leer a la ventura. Simplemente a fuerza de indiscriminada voracidad había obtenido nociones superficiales de prácticamente cualquier tema, y gracias a su mañosa memoria había logrado retenerlo todo con claridad.

Sirva esto para explicar por qué, en este día muy soleado y brillante de principios del estío de 1947, Schwartz podía pasearse por las placenteras calles de las afueras de Chicago y citar mentalmente a Browning. En concreto estaba recordando el poema «Rabí Ben Ezra», que conocía de memoria tras haberlo leído dos veces cuando era más joven y que no repetiremos por entero para no aburrir al lector. En realidad, eran los dos primeros versos los que le atraían (a él y a nosotros) y dichos versos eran éstos:

¡Envejece conmigo!

Lo mejor aún no ha venido…

Schwartz sentía eso intensamente. Tras las luchas de su juventud en Europa y las sostenidas como adulto en los Estados Unidos, el sosiego de una madurez próspera resultaba placentero. Con casa y dinero propios, Schwartz podía retirarse, y así lo hizo. Con una esposa que gozaba de buena salud, una hija felizmente casada, un nieto para suavizar estos últimos años, los mejores…, ¿qué cosa podía preocuparle?

Estaba la bomba atómica, desde luego, y las habladurías en cierto modo lascivas sobre la tercera guerra mundial, pero Schwartz creía en la bondad de la naturaleza humana. No opinaba que pudiera llegar otra guerra, por lo que sonrió tolerantemente a los niños que pasaban a su lado y les deseó en silencio un recorrido rápido y no demasiado difícil de la juventud hasta la paz de lo mejor que iba a venir…

Y en otra parte de Chicago se erigía el Instituto de Estudios Nucleares, donde los hombres no tenían teorías sobre el valor esencial de la naturaleza humana, ya que aún no se había inventado un instrumento cuantitativo para medir dicho valor. Si pensaban en ello alguna vez, era simplemente para desear que alguna maniobra celeste impidiera al maldito ingenio de la raza humana convertir todos los descubrimientos inocentes e interesantes en armas mortíferas.

Sin embargo, en caso necesario, el mismo hombre mentalmente incapaz de contener su curiosidad por estudios nucleares que algún día podrían exterminar medio mundo, ese mismo hombre arriesgada su vida para salvar la de su camarada.

Fue el fulgor azul detrás del químico el primer detalle que atrajo la atención del doctor Smith.

Lo atisbó al pasar junto a la puerta entreabierta. El químico, un animado jovenzuelo, estaba silbando mientras empalmaba dos cables. No hubo reacción durante unos instantes, y después un instinto extraño se despertó.

El doctor Smith entró rápidamente y, con frenéticos movimientos de una vara que había cogido, tiró al suelo todo lo que había en la mesa. Se produjo el mortífero silbido de metal que se funde, y el doctor Smith notó que una gota de sudor resbalaba hacia la punta de su nariz y quedaba suspendida allí.

El joven se tomó tiempo para recobrar el entendimiento, destrozado por la precipitación del otro hombre. Miró inexpresivamente el suelo de cemento, donde el metal plateado se había fundido ya dejando finas salpicaduras que todavía despedían intenso calor.

—¿Qué ha pasado aquí? —preguntó casi sin aliento el doctor Smith.

—No ha pasado nada —gruñó el químico—. Era una muestra de uranio impuro. Estoy efectuando una determinación electrolítica de cobre… ¿Qué podía haber pasado?

—No lo sé. Había ese halo azul… ¿Uranio, dice?

—Uranio impuro, y eso no es peligroso. La pureza es uno de los requisitos más importantes de la fisión. Además, no se trata de plutonio y no estaba siendo bombardeado.

—Y —dijo pensativamente el doctor Smith— se hallaba por debajo de la masa crítica. —Contempló la reblandecida mesa, la pintura quemada y llena de burbujas de los armarios—. Pero el uranio funde a mil ochocientos grados centígrados, y este lugar debe estar saturado de toda clase de radiaciones y emanaciones dispersas. En cuanto se enfríe el metal, joven, lo mejor será arrancarlo y recogerlo, y analizarlo meticulosamente.

Se acercó a la pared opuesta y tocó pensativamente un punto situado a la altura de su hombro.

—¿Qué es eso? —preguntó al químico—. ¿Siempre ha estado aquí?

—¿El qué, señor?

El joven se acercó nerviosamente y contempló con los ojos muy abiertos el punto indicado por el hombre de más edad. Era un agujero diminuto, como el hecho por un clavo fino arrancado de la pared después de clavado…, pero clavado en yeso y ladrillo, en todo el grosor del muro del edificio, ya que a través de él se veía la luz del sol. El químico meneó la cabeza.

—Nunca lo había visto, pero tampoco lo había buscado.

—Bien…, salgamos de aquí. Haremos venir a los de radiaciones para que inspeccionen la sala, y usted y yo pasaremos una temporada en la enfermería.

—¿Quemaduras por radiación, se refiere a eso?

El químico se puso pálido.

—Lo averiguaremos.

No hubo indicios de quemaduras por radiación. Los análisis de sangre fueron normales y el estudio de las raíces del cabello no reveló nada. Tampoco surgieron síntomas de ningún tipo. Y en todo el Instituto no se encontró a nadie, ni entonces ni en la época posterior capaz de explicar por qué un crisol de uranio impuro, muy por debajo de la masa crítica y sin estar sometido a bombardeo neutrónico directo había podido ponerse al rojo vivo y fundirse repentinamente.

La única conclusión fue que la física nuclear tenía aún grietas extrañas y peligrosas.

Ninguna relación se estableció entre todo esto y el hecho de que durante los días siguientes, hubo artículos en los periódicos que informaban de desapariciones. No estaba implicada ninguna persona importante, ninguna de relativa importancia, ninguna de interés… para nadie excepto para nosotros.

Porque una de las desapariciones quedó registrada así:

«Joseph Schwartz. Estatura: uno sesenta y cinco. Peso: setenta y cuatro kilos. Parcialmente calvo y con canas. Desaparecido desde hace tres días. La última vez que se le vio vestía…»

No hubo más informaciones sobre el tema.

Para Joseph Schwartz el accidente ocurrió entre dos pasos consecutivos. Había levantado el pie derecho cuando sintió un mareo momentáneo, como si en la fracción de tiempo más minúscula posible un torbellino le hubiera alzado y vuelto del revés. Y cuando apoyó de nuevo el pie todo el aire salió de su cuerpo en un jadeo, y notó que se derrumbaba poco a poco y caía sobre la hierba.

Aguardó largo tiempo con los ojos cerrados… y finalmente los abrió.

¡Era cierto! Se hallaba sentado sobre hierba, cuando anteriormente había pisado cemento. ¡Las casas habían desaparecido! Las casas blancas, con sus céspedes, extendidas por los alrededores, hilera tras hilera… ¡Todas habían desaparecido!

Y él no estaba sentado en el césped de una casa, porque la hierba crecía espesa, desatendida, y había árboles alrededor, muchos árboles, y muchos más en el horizonte.

En ese momento se produjo la peor conmoción, ya que algunas de las hojas de aquellos árboles eran de color rojizo, y Schwartz notó en el hueco de su mano la reseca fragilidad de una hoja muerta. Él era un hombre de ciudad…, pero conocía el otoño cuando lo veía.

¡Otoño! Pero cuando él había levantado el pie derecho era un día de junio, con todo de un resplandeciente color verde.

Schwartz habló solo… puesto que hasta el sonido de su voz era un elemento tranquilizador en un mundo, por lo demás, totalmente extraño. Y esa voz fue baja, tensa y jadeante.

—Para empezar —dijo—, no estoy loco. Me siento como siempre me he sentido. Debe de haber otra posibilidad.

»¿Un sueño? ¿Cómo puedo saber si es o no es un sueño?

Se pellizcó y notó el dolor, pero sacudió la cabeza.

—Podría estar soñando que noto el pellizco. Eso no prueba nada.

Miró alrededor con aire confuso. ¿Podían los sueños ser tan nítidos, tan detallados, tan prolongados? En cierta ocasión había leído que casi todos los sueños duran menos de cinco segundos, que los provocan molestias insignificantes para el durmiente… y que la duración aparente de los sueños era una ilusión.

Desesperado, echó hacia arriba el puño de su camisa y miró el reloj de pulsera. La segundera giraba y giraba y giraba. Si se trataba de un sueño, los cinco segundos iban a prolongarse terriblemente. Apartó los ojos del reloj y se enjugó inútilmente la fría humedad de su frente.

—¿Y si fuera amnesia?

No se respondió, sino que poco a poco hundió la cabeza entre las manos. Si entre alzar un pie y volver a apoyarlo, la mente se desliza tres meses o un año y tres meses o diez años y tres meses… Si te pasa eso en junio de 1947 y acaba en septiembre u octubre de Dios sabe cuándo… ¿cómo saberlo?

Pero era imposible. Schwartz contempló su camisa. Era la que se había puesto esa misma mañana, o la que debería haber sido esa mañana, y se trataba de una camisa limpia. Reflexionó, hundió el puño en el bolsillo del pantalón y extrajo una manzana.

La mordisqueó alocadamente. Era fresca y todavía conservaba cierta frialdad de la nevera que la había contenido hacía dos horas o lo que deberían haber sido dos horas.

Después de eso sólo le quedaba el sueño… tal vez…

Se le ocurrió que la hora había cambiado. Estaba atardeciendo, o como mínimo las sombras iban alargándose. La silenciosa desolación del lugar empezó a inquietarle repentinamente.

De un salto se puso en pie. Era obvio, tendría que buscar personas, cualquier persona. E igualmente obvio, tendría que encontrar una casa, y el mejor medio para hacerlo era buscar una carretera.

Instintivamente se volvió hacia el punto donde los árboles parecían menos abundantes y emprendió el camino.

El suave frío del atardecer atravesaba lentamente su camisa y las copas de los árboles iban volviéndose oscuras y amenazadoras, cuando Schwartz topó con aquella franja recta e indefinida de macadam. Se lanzó hacia ella y notó la dureza bajo sus pies.

En ambas direcciones había un vacío total, y Schwartz volvió a percibir por un momento la misma frialdad. Había esperado ver coches. Habría sido facilísimo pararlos haciendo gestos y decir (lo dijo en voz alta, tal era su ansiedad):

—¿Es posible que vaya a Chicago?

¿Y si no se encontraba cerca de Chicago? Bien, cualquier ciudad importante. Sólo tenía cuatro dólares y setenta y cinco centavos en los bolsillos, pero siempre podía recurrir a la policía…

Echó a andar por la carretera, por el centro de la misma, sin dejar de mirar en ambas direcciones. La puesta de sol no le causó impresión alguna, ni el hecho de que las primeras estrellas estuvieran saliendo.

Ningún automóvil. Nada. Y pronto estaría todo muy oscuro.

Creyó que la sensación inicial de mareo estaba presentándose de nuevo, ya que el horizonte de su izquierda centelleaba. A través de las brechas de los árboles se veía un débil brillo azulado. No era del rojo inquieto que él imaginaba que tendría un incendio forestal, sino un fulgor suave que parecía deslizarse lentamente. Y el macadam que tenía bajo los pies aparentaba chispear con idéntica suavidad. Se agachó para tocar el firme y lo notó normal. Pero había aquel centelleo debilísimo que alcanzaba las comisuras de sus párpados.

Estaba hambriento y muy, muy asustado cuando vio aquella luz a la derecha.

Era una casa. Schwartz gritó alocadamente y nadie respondió, pero era una casa. El aguzado instinto del miedo, el hambre y la soledad así se lo aseguraban, por lo que salió de la carretera y fue campo a través dando tumbos, cruzó zanjas, esquivó árboles, atravesó matorrales y un riachuelo y, por fin, llegó allí…, con las manos extendidas para tocar la estructura dura y blanca.

No era ladrillo, ni piedra, ni madera, pero ni por un momento le prestó atención a ese detalle. Parecía porcelana, pero a él no le importó en absoluto. Schwartz se limitó a buscar la puerta, y al llegar a ella y no ver timbre alguno, la pateó y aulló como un loco.

Oyó movimiento en el interior, y el sonido de una voz humana.

Gritó otra vez.

—¡Eh, los de la casa!

Hubo un zumbido tenue y blando, y la puerta se abrió. Por ella salió una mujer, con una chispa de alarma en la mirada. Era alta, fuerte y delgada, y tras ella se veía la enjuta silueta de un hombre de recias facciones, vestido con ropa de trabajo.

Para Schwartz ambos eran tan bellos como bella puede ser para un hombre la visión de unos amigos.

La mujer habló, y su voz era, aunque líquida, autoritaria, y Schwartz extendió la mano hacia la puerta para sostenerse en pie. Sus labios se movieron, inútilmente, y de pronto los temores más sobrecogedores obstruyeron de nuevo su garganta y asfixiaron su corazón.

Porque la mujer hablaba en un idioma que Schwartz jamás había oído.