Arvardan miró su reloj. Sólo quedaban seis horas.
Miró alrededor de un modo nebuloso y sin esperar nada. Todos estaban allí…, incluso el procurador, por fin. Pola se hallaba junto a él, con sus dedos, cálidos y finos en la muñeca del arqueólogo y aquella expresión de miedo y agotamiento que enfurecía a Arvardan más que cualquier otra cosa, hasta el punto de odiar toda la galaxia.
Quizá todos merecían la muerte, aquellos estúpidos, estúpidos, estúpidos…
Apenas veía a Shekt y Schwartz. Los dos estaban sentados a su izquierda. Y allí estaba también el secretario, con los labios aún hinchados y una mejilla con magulladuras de color enfermizo; debía de dolerle horriblemente cuando hablaba… Y los labios de Arvardan una sonrisa brutal al pensar en ello y sus manos se cerraron y retorcieron…
Delante del grupo se hallaba Ennius, ceñudo, inseguro, ataviado con aquella ropa pesada, deforme, impregnada de plomo…
También él era un estúpido… Arvardan notó que un estremecimiento de odio recorría su cuerpo al pensar en aquellos gobernantes galácticos que sólo deseaban paz y tranquilidad. ¿Dónde estaban los conquistadores de hacía tres siglos? ¿Dónde?
Quedaban seis horas…
Ennius había recibido la llamada de la guarnición de Chica dieciocho horas antes y recorrió medio planeta después de saber que se requería su presencia. Los motivos que le indujeron a ello eran oscuros. En esencia, había pensado él, nada importante había en el asunto aparte del secuestro lamentable de una de las curiosidades vestidas de verde de aquel planeta supersticioso y obsesionado por los duendes. Eso y las acusaciones, vagas y no documentadas. Nada que el coronel no pudiera abordar sobre el terreno.
Y, sin embargo, estaban sus presagios de rebelión terrestre, y estaba Shekt. Shekt implicado en el asunto…
En ese momento estaba sentado ante ellos, meditante, consciente por completo de que su decisión en el caso podía precipitar la revuelta, quizá debilitar su posición en la corte, anular sus posibilidades de mejora… En cuanto al largo discurso de Arvardan sobre amenazas en forma de virus y epidemias desenfrenadas, ¿hasta qué punto debía considerarlo en serio? Al fin y al cabo, si tomaba medidas basándose en esos datos, ¿cuán creíble parecería el asunto a sus superiores?
Y, por todo ello, pospuso el problema en su mente e interrogó al secretario.
—Seguramente tendrá usted algo que decir al respecto…
—Sorprendentemente poco —repuso el secretario con enorme confianza—. Tan sólo preguntar qué pruebas tiene ese hombre.
—Su excelencia —dijo Arvardan, ofendido—, ya le he dicho que ese hombre lo confesó con todo detalle anteayer, cuando estuvimos detenidos.
—Tal vez decida usted dar crédito a esas palabras, su excelencia —respondió el secretario—, pero se trata simplemente de otra afirmación sin fundamento. En realidad los únicos hechos que diversos observadores neutrales podrán confirmar son que yo fui la única persona hecha prisionera por la fuerza, no ellos, que fue mi vida la que estuvo en peligro, no la de ellos. Ahora me gustaría que mi acusador explicara cómo ha podido averiguar todo esto en la media semana que lleva en el planeta, cuando usted, procurador, en años de servicio no ha descubierto nada en mi contra.
—Hay lógica en lo que dice el hermano —admitió lentamente Ennius—. ¿Cómo ha podido enterarse?
—Antes de la confesión del acusado fui informado de la conspiración por el doctor Shekt —dijo gravemente Arvardan.
—¿Es cierto, doctor Shekt? ¿Y cómo se enteró usted?
La mirada del procurador se desvió hacia el físico.
—El doctor Arvardan —dijo el aludido— ha sido admirablemente minucioso y preciso en su descripción del uso que se dio al sinapsificador y al referirse a las declaraciones hechas en el lecho mortuorio por el bacteriólogo F. Smitko.
—Pero, doctor Shekt, las últimas declaraciones de un hombre que delira no tienen excesivo peso. ¿No tiene otra prueba?
Arvardan interrumpió la conversación dejando caer su puño sobre el brazo del sillón.
—¿Es esto un tribunal de justicia? —bramó—. ¿Hay alguien acusado de violar las normas de tráfico? No tenemos tiempo para sopesar la evidencia. Se lo aseguro, tenemos hasta las seis de la mañana, cinco horas y media para anular esta enorme amenaza… Usted conoció el doctor Shekt anteriormente. ¿Opina de él que es un mentiroso?
El secretario intervino al instante.
—Nadie acusa al doctor Shekt de mentir deliberadamente, su excelencia. Lo que ocurre es que el buen doctor está muy preocupado últimamente por la proximidad de su sexagésimo cumpleaños. Mucho me temo que una mezcla de edad y miedo le ha provocado ligeras tendencias paranoicas, bastante comunes en la Tierra… ¿No ha notado algún cambio en el doctor en los últimos meses?
Ennius había observado un cambio, desde luego. Por las estrellas, ¿qué iba a hacer?
Pero la voz de Shekt fue sosegada, totalmente normal.
—Podría decir que durante el último medio año he estado bajo la vigilancia continua de los Antiguos —expuso el físico—, que las cartas que usted me envió fueron abiertas, que mis respuestas a usted fueron sometidas a la censura…, pero es obvio que tales quejas se atribuirían a la paranoia ya mencionada. No obstante, tengo aquí a Joseph Schwartz, el hombre que se sometió voluntariamente al sinapsificador un día del pasado otoño, el día que usted me visitó en el instituto.
—Lo recuerdo. —Había un sentimiento débil de gratitud en la mente de Ennius por el cambio momentáneo de tema—. ¿Es ese hombre?
—Sí —dijo Shekt—. El tratamiento con el sinapsificador fue un éxito sin precedentes, ya que él poseía una memoria fotográfica, detalle que he averiguado no hace mucho. En cualquier caso, Schwartz posee en la actualidad un cerebro sensible a los pensamientos de otras personas.
Y Ennius se inclinó hacia delante en su silla mucho más de lo que ya estaba.
—¿Cómo? —exclamó con suma perplejidad—. ¿Está diciéndome que ese hombre lee los pensamientos?
—Puede demostrarse, su excelencia… Pero creo que el hermano ratificará mi afirmación.
El secretario lanzó una fugaz mirada de odio a Schwartz, una mirada abrasadora por su intensidad y tan veloz como un rayo por lo poco que tardó en esfumarse.
—Es muy cierto, su excelencia —dijo con un temblor prácticamente imperceptible en su voz—. El hombre que ellos han traído aquí posee ciertas facultades hipnóticas, aunque no sé si ello se debe o no al sinapsificador. Podría añadir que el sometimiento de este hombre al sinapsificador no consta en documento alguno, detalle que usted admitirá es muy sospechoso.
—No consta en ningún documento —repuso Shekt sin alterarse— de acuerdo con las normas establecidas por el primer ministro.
Pero el secretario se limitó a encogerse de hombros.
—¿Qué me dice de Schwartz? —inquirió autoritariamente Ennius—. ¿Qué relación tienen con el caso sus facultades para leer pensamientos, sus talentos hipnóticos o lo que sea?
—Shekt pretende decir que Schwartz es capaz de leer mis pensamientos —intervino el secretario.
—¿Es cierto?… Bien, ¿y qué está pensando él? —preguntó el procurador, dirigiéndose a Schwartz por primera vez.
—Está pensando que no tenemos forma alguna de convencerle para que defienda nuestra postura —dijo Schwartz.
—Muy cierto —se mofó el secretario—, aunque esa deducción no requiere apenas esfuerzo mental.
—Y además —prosiguió Schwartz—, está pensando que usted es un pobre imbécil, que teme actuar, que sólo ansía paz, que espera granjearse la amistad de los terrestres gracias a su talante justo e imparcial, y que es tanto más necio por confiar en eso.
El secretario se ruborizó.
—Niego esas afirmaciones.
Pero Ennius restó importancia al asunto.
—¿Y qué estoy pensando yo? —le preguntó a Schwartz.
—Que aun suponiendo que yo pudiera ver con claridad el interior de la mente de un hombre —replicó Schwartz—, no es forzoso que diga la verdad sobre lo que veo.
Las cejas del procurador se arquearon en gesto de sorpresa.
—Tiene razón, mucha razón… ¿Confirma la veracidad de las declaraciones efectuadas por los doctores Arvardan y Shekt?
—Hasta la última palabra.
—Hum… Sin embargo, sería preciso encontrar a otro hombre como usted, alguien que no estuviera involucrado en el asunto. De lo contrario, esta prueba no sería válida legalmente, incluso suponiendo que sus facultades telepáticas fueran aceptadas mayoritariamente.
—¡Pero si no se trata de un problema legal! —exclamó Arvardan—. ¡Se trata de la seguridad de la galaxia!
—Su excelencia —y el secretario se puso en pie—, tengo que hacer una observación… Me gustaría que este hombre, Joseph Schwartz, saliera de la habitación.
—¿Por qué motivo?
—Este individuo, además de leer los pensamientos, posee ciertas facultades para controlar la mente. Fui capturado gracias a una parálisis provocada por este hombre. Mucho me temo que pueda intentar algo similar ahora mismo, contra mí o incluso contra usted, su excelencia.
Arvardan se puso en pie, pero el secretario gritó más que él.
—¡Ningún juicio puede ser justo si se halla presente un hombre capaz de influir por medios sutiles, mediante facultades mentales reconocidas, la opinión del juez!
Ennius tomó con rapidez su decisión. Entró un ordenanza y Joseph Schwartz salió de la sala sin ofrecer resistencia, sin reflejar la más ligera muestra de preocupación en su inexpresivo semblante.
Arvardan pensó que era el golpe definitivo…
En cuanto al secretario, se levantó y permaneció inmóvil un momento: un personaje alto y tétrico vestido de verde, impresionante dada su confianza. Empezó a hablar con estilo formal, muy serio.
—Su excelencia, las opiniones y declaraciones del doctor Arvardan se basan por completo en el testimonio del doctor Shekt. A su vez, las opiniones del doctor Shekt se basan en los delirios de agonía de un hombre… Y todo esto, su excelencia, todo esto tuvo lugar después de que Joseph Schwartz fuera sometido a tratamiento con el sinapsificador.
»¿Quién es, pues, Joseph Schwartz? Hasta que él apareció en escena, el doctor Shekt era un hombre normal y sin problemas. Usted mismo, su excelencia, pasó una tarde con él el día que Schwartz fue sometido a tratamiento. ¿Era anormal entonces? ¿Le informó entonces de una traición que iba a cometerse contra el Imperio? ¿Le pareció preocupado, receloso? El doctor Shekt afirma ahora que recibió instrucciones del primer ministro para falsificar los resultados de los experimentos con el sinapsificador. ¿Le informó de ello entonces? ¿O solamente le informa ahora, después del día de la aparición de Schwartz?
»Repito, ¿quién es Joseph Schwartz? No hablaba un idioma conocido cuando apareció en escena. Todo ello lo averiguamos nosotros mismos posteriormente, en cuanto empezamos a sospechar de la estabilidad mental del doctor Shekt. Schwartz iba acompañado por un campesino que no tenía dato alguno sobre su identidad, que no sabía nada sobre sus actos. Nada se ha descubierto desde entonces.
»Sin embargo, este hombre posee extraños poderes mentales. Es capaz de derribar a un hombre a cien metros de distancia simplemente pensándolo. Yo mismo quedé paralizado por él. Manipuló mis brazos y mis piernas. Podría haber manipulado mi mente si lo hubiera deseado.
»Creo, sin embargo, que Schwartz manipuló los pensamientos de los aquí presentes. Ellos afirman que yo los detuve, que los amenacé con la muerte, que me confesé culpable de alta traición y que ambicionaba el Imperio… Pero formúleles una pregunta, su excelencia. ¿No han estado ellos totalmente expuestos a la influencia de Schwartz, es decir, a la influencia de un hombre capaz de controlar sus mentes?
»¿No será Schwartz el traidor? De lo contrario, ¿quién es Schwartz?
El secretario tomó asiento, con calma, casi con jovialidad.
Arvardan se sintió igual que si su cerebro se hubiera colocado en un ciclotrón y estuviera girando hacia afuera y describiendo revoluciones cada vez más rápidas… ¿Qué respuesta podía darse? ¿Que Schwartz procedía del pasado? ¿Dónde estaban las pruebas? ¿Que él había identificado un lenguaje genuinamente primitivo?… Pero ¿lo había hecho teniendo manipulados los pensamientos? Al fin y al cabo, ¿cómo podía asegurar que no habrían manipulado su cerebro? ¿Quién era Schwartz? ¿Qué detalle le había convencido con tanta rapidez y seguridad de aquel impresionante plan de conquista galáctica? ¿La palabra de un solo hombre? ¿Un solo beso de una mujer? ¿O la intervención de Joseph Schwartz?
¡No podía pensar! ¡No podía pensar!
—Bien, caballeros. —Ennius parecía impaciente—. ¿Tiene algo que decir, doctor Shekt? ¿Usted, doctor Arvardan?
Pero la voz de Pola se abrió paso bruscamente entre el silencio.
—¿No ve que todo es mentira? ¿No ve que nos está inmovilizando con su lengua de víbora? Oh, todos vamos a morir y ya no me importa… Pero podríamos impedirlo, podríamos impedirlo… Pero seguimos sentados aquí…, y… perderemos el tiempo hablando…
Y la joven prorrumpió en sollozos incontenibles.
—De modo que estamos sujetos a los chillidos de una mujer histérica… —dijo el secretario—. Su excelencia, tengo una propuesta que hacer. Mis acusadores afirman que todo esto, ese supuesto virus y cualquier otra cosa que tengan en mente, está programado para una hora concreta, las seis de la mañana, creo. Propongo permanecer bajo su custodia durante una semana. Si lo que ellos dicen es cierto, la noticia de una epidemia en la galaxia llegará a la Tierra al cabo de pocas horas. Si tal cosa ocurre, las fuerzas imperiales seguirán controlando la Tierra…
—Un buen cambio, ciertamente. ¡La Tierra por una galaxia de seres humanos! —masculló el pálido Shekt.
—Valoro mi vida, y la de los míos. Somos rehenes para probar nuestra inocencia.
El secretario cruzó los brazos.
Ennius alzó una mirada que reflejaba preocupación.
—No encuentro culpa en este hombre…
Y Arvardan no pudo soportarlo más. Con sosegada y mortífera ferocidad, se levantó y se acercó rápidamente al procurador. Sus intenciones no llegaron a saberse nunca. Posteriormente, ni él las recordaría. En cualquier caso, el asunto carecía de importancia. Ennius tenía un látigo neurónico y lo utilizó.
Todo se convirtió en una llama de dolor, empezó a dar vueltas y se esfumó alrededor de Arvardan…
Luz…
Luz difusa y sombras nebulosas que se confundían y retorcían, y finalmente hubo claridad.
Un rostro… Unos ojos sobre los suyos…
—¡Pola! —Todo se hizo nítido y claro para Arvardan, en un solo instante—. ¿Qué hora es?
Los dedos del arqueólogo apretaron con tanta fuerza la muñeca de la joven que ésta respingó de forma involuntaria.
—Más de las siete —musitó ella—, el plazo se cumplió.
Arvardan miró alrededor como un loco y se incorporó en el catre donde yacía, sin preocuparse por el ardor que sentía en las articulaciones. Shekt, con su cuerpo delgado acurrucado en una silla, levantó la cabeza y asintió breve y tristemente.
—Todo ha terminado, Arvardan.
—De modo que Ennius…
—Ennius no quiso correr riesgos —dijo Shekt—. ¿No es extraño? —Lanzó una carcajada rara, quebrada, bronca—. Nosotros tres, sin ayuda de nadie, descubrimos una conspiración inmensa contra la humanidad, sin ayuda de nadie capturamos al cabecilla y lo entregamos a la justicia. Es como un programa televisivo, ¿no? Los superhéroes invencibles se aproximan a tiempo a la victoria… Pero nadie nos cree. Eso no ocurre en los telefilmes, ¿verdad? Allí todo tiene un final feliz, ¿no es cierto? Curioso…
Las palabras se convirtieron en sollozos roncos, sin lágrimas.
Arvardan desvió la mirada, muy disgustado. Los ojos de Pola eran universos azules, húmedos, repletos de lágrimas. Sin saber cómo, el arqueólogo se perdió un momento en ellos. Eran universos, repletos de estrellas. Y hacia esas estrellas corrían velozmente unas capsulitas metálicas y relucientes que devoraban años-luz al penetrar en el hiperespacio con saltos tan calculados como mortíferos. Pronto, quizás ya habría sucedido, se acercarían a los planetas, atravesarían atmósferas, estallarían formando invisibles lluvias de virus letales…
Bien, todo había terminado.
—¿Dónde está Schwartz? —preguntó débilmente. Pero Pola se limitó a menear la cabeza.
—No volvió a entrar en la sala.
¡Las diez! ¡Tres horas después del plazo!
Había ambiente de actividad en el fuerte. Gritos de los soldados, una atmósfera de tensión física fácilmente perceptible.
Ennius se encontraba en la puerta, erguido, enjuto, ansioso…
Se abrió la puerta. El procurador hizo una seña. Dijo algo. Para Arvardan, sumido en sus fútiles pensamientos, las palabras carecían de significado. Pero siguió a Ennius igual que un autómata…
Y llegaron al despacho del comandante en jefe. Quizá volvía a repetirse la noche anterior. El secretario también se encontraba allí, semblante sombrío, ojos abolsados…
Ennius no había dormido desde hacía veinticuatro horas. Se dirigió al secretario.
—¿Conoce usted el significado de lo que está pasando afuera? Un grupo de nativos está cercando el fuerte otra vez. No deseamos tener que abrir fuego contra ellos. ¿No puede frenarlos?
—Basta con que yo lo desee, su excelencia.
—Bien, en tal caso…
—¡Pero no lo deseo, su excelencia! —Y el secretario sonrió y extendió un brazo. Su voz era de burla feroz; había estado reprimida mucho tiempo y brotaba gustosamente—. ¡Imbécil! Ha esperado demasiado. ¡Muera por eso! ¡O viva como un esclavo!
Las alocadas frases no produjeron efectos demoledores en Ennius. Pero su aspecto lúgubre se intensificó.
—¿Tanto he perdido con mis precauciones? El asunto del virus. … ¿era cierto? —Su voz reflejaba un asombro abstracto, casi indiferente—. Pero la Tierra, usted mismo… todos son mis rehenes.
—¡Nada de eso! —fue el grito instantáneo de victoria—. Usted y los suyos son mis rehenes. El virus que ahora se propaga por el universo no ha dejado inmune a la Tierra. Satura ya en cantidad suficiente la atmósfera de todas las guarniciones del planeta, incluyendo Everest. Los terrestres somos inmunes, pero ¿cómo se siente usted, procurador? ¿Débil? ¿Tiene reseca la garganta? ¿Febrilenta la cabeza? No le queda mucho tiempo, ¿sabe? Y el antídoto sólo podrá obtenerlo de nosotros.
De repente se volvió y miró ferozmente a Shekt y Arvardan.
—Bien, ¿he representado adecuadamente mi papel? ¿He triunfado?
Y prorrumpió en bruscas carcajadas.
Despacio, muy despacio, Ennius apretó el botón de su escritorio. Despacio, muy despacio, una puerta se abrió y Joseph Schwartz, algo ceñudo, tambaleándose un poco a causa del cansancio, apareció en el umbral. Despacio, muy despacio, el terrestre entró en el despacho.
La risa del secretario cesó. Sus ojos contemplaron al hombre del pasado con repentino recelo.
—No —dijo con los dientes apretados—. No podrá sonsacarme el secreto del antídoto. Los hombres que lo conocen y pueden usarlo están seguros, lejos de su alcance.
—Muy seguros —convino Schwartz—. Pero no necesitamos el antídoto. No hay virus que destruir.
La frase no acabó de quedar clara. Arvardan notó que una idea asombrosa aparecía de pronto en su mente, pero la descartó. No podía arriesgarse a la desilusión.
Pero Ennius intervino de nuevo.
—Explique los hechos, Schwartz, y hágalo con claridad. Quiero que el hermano comprenda por completo la situación.
—No es complicado —dijo Schwartz—. Ayer por la noche, mientras estábamos reunidos, comprendí que no podía hacer nada si seguía sentado y escuchando. Actué precavidamente en el cerebro del secretario, durante largo rato. Y finalmente él solicitó que yo saliera de la habitación, por supuesto era lo que yo deseaba. El resto fue fácil.
»Dejé aturdido al vigilante y me dirigí al aeropuerto. El fuerte se hallaba en situación de alerta constante. Los aviones estaban abastecidos de combustible, armados y dispuestos para emprender el vuelo. Los pilotos aguardaban. Elegí uno al azar…, y partimos hacia Senloo.
El secretario parecía querer decir algo. Sus mandíbulas se agitaban quedamente. Pero intervino Shekt.
—Sin embargo, usted no podía obligar a un hombre a pilotar un avión, Schwartz. Hacerle caminar era lo único que sabía hacer.
—Cierto, si tenía que hacerlo contra su voluntad. Pero gracias a los pensamientos del doctor Arvardan yo sabía cuánto odian los de Sirio a los terrestres. Por lo tanto, busqué a un piloto nacido en el sector de Sirio. Encontré uno. Odiaba a los terrestres tanto que es difícil entenderlo, incluso para mí, y me introduje en su mente. Él deseaba bombardear a los terrestres. Deseaba destruirlos. Sólo la disciplina le hacía contenerse, le impedía partir con su avión inmediatamente.
»Ese tipo mental es distinto. Un poco de sugestión, un poco de presión y la disciplina no basta para contener. Creo que él ni siquiera reparó en que yo subía al avión en su compañía.
—¿Cómo localizó Senloo? —musitó Shekt.
—En mi época —dijo Schwartz— había una ciudad llamada San Luis. Se hallaba en la confluencia de dos grandes ríos. La encontramos. Era de noche, pero había una mancha oscura en una zona de radiactividad…, y el doctor Shekt había dicho que el templo era un oasis aislado de terreno normal. Lanzamos una bengala, o lo hicimos mediante mi sugestión mental, y apareció un edificio de cinco puntas bajo nosotros. Concordaba con la imagen que yo había captado en los pensamientos del secretario. Ahora sólo queda un boquete de treinta metros de profundidad en el lugar donde estaba el edificio. Eso sucedió a las tres de la madrugada. Ningún virus fue lanzado. El universo está libre.
Fue un aullido bestial lo que brotó de los labios del secretario, el chillido sobrenatural de un demonio. El terrestre pareció a punto de saltar…, y de pronto se desplomó.
Un fino espumarajo de saliva empezó a surgir muy despacio por su labio inferior.
—Ni lo he tocado —dijo en voz baja Schwartz. Después, mientras contemplaba pensativamente el cuerpo postrado, añadió—: Cuando volví, el procurador se habría vuelto loco si no llego a convencerle de que aguardara a que cumpliera el plazo. Yo sabía que el secretario sería incapaz de no vanagloriarse. Lo sabía por sus pensamientos… Y ahora, ahí lo tienen.