16. El plazo que cumplía

Debía de ser mediodía cuando el primer ministro, desde Washenn, intentó localizar a su secretario a través del televisor y la búsqueda del Antiguo no dio resultado. El primer ministro reacciono con disgusto; los cargos menores del edificio correccional experimentaron inquietud.

Hubo preguntas después, y los guardianes de la sala de reuniones fueron precisos al asegurar que el secretario había salido con los prisioneros a las diez y media de la mañana… No, no había dejado instrucciones… No sabían adónde había ido. Lógicamente no tenían derecho a preguntar.

La chica también se había ido. Otro grupo de guardianes manifestó la misma falta de información. El ambiente general de ansiedad fue creciendo y formando torbellinos.

A las dos de la tarde llegó el primer informe asegurando que el vehículo de superficie del secretario había sido visto por la mañana. Nadie había visto si el secretario iba dentro. Algunas personas creían haberlo visto al volante, pero sólo lo suponían, ésa era la verdad…

A las dos y media se había determinado que el coche había entrado en Fuerte Dibburn.

Poco antes de las tres se decidió por fin llamar al comandante. Respondió un teniente.

Según supieron, en ese momento era imposible facilitar información sobre el tema. Sin embargo, los oficiales de Su Majestad Imperial rogaban que se mantuviera el orden. Rogaban además que la noticia de la ausencia de un miembro de la Sociedad de Antiguos no fuera difundida hasta nueva orden.

Eso fue suficiente. Hombres involucrados en actos de alta traición no pueden correr riesgos, y cuando uno de los miembros principales de una conspiración se halla en manos del enemigo, ello sólo puede indicar que ha sido descubierto o que ha traicionado a los suyos. Esas eran las dos caras de esta moneda. Cualquiera de ellas significaba la muerte.

La noticia se difundió.

La población de Chica empezó a moverse. Los demagogos profesionales ocuparon las esquinas de las calles. Los arsenales secretos fueron abiertos violentamente y muchas manos sacaron armas de ellos. Se formó una serpenteante columna hacia el fuerte y a las seis de la tarde el comandante recibió otro mensaje, en esta ocasión mediante envío personal.

Esta actividad no se correspondía con los hechos que se producían en el interior del fuerte. Todo había empezado de forma dramática, cuando el joven oficial que salió a recibir al vehículo extendió la mano hacia el desintegrador del secretario.

—Yo me encargaré de eso —dijo lacónicamente.

—Deje que lo coja, Schwartz —ordenó Shekt.

La mano del secretario cogió el desintegrador y se extendió. El arma abandonó la mano…, y Schwartz suprimió su control y dejó escapar un gemido a causa de la insoportable tensión que sufría.

Arvardan estaba preparado. Cuando el secretario reaccionó igual que un rollo de acero loco libre de la compresión, el arqueólogo se echó sobre él y dejó caer con fuerza sus puños.

El oficial dio órdenes bruscamente. Varios soldados se acercaron corriendo. Cuando unas manos burdas agarraron a Arvardan por el cuello de la camisa y le arrastraron fuera del coche, el secretario yacía fláccido en el asiento. Sangre oscura brotaba débilmente de las comisuras de sus labios. La mejilla de Arvardan, magullada ya antes de llegar al fuerte, mostraba una herida y sangraba.

El arqueólogo se arregló el cabello con gestos temblorosos. Después señaló al secretario con un dedo rígido.

—¡Acuso a este hombre de conspirar para derrocar al gobierno imperial! —gritó con firmeza—. Debo ver inmediatamente al comandante en jefe.

—Ya nos ocuparemos de eso —repuso cortésmente el oficial—. Si tienen la bondad, síganme… todos ustedes.

Y en ese punto se detuvo la actividad, durante horas. La habitación ocupada por el grupo era particular y estaba bastante limpia. Por primera vez desde hacía doce horas tuvieron oportunidad de comer, cosa que hicieron con prontitud y eficiencia a pesar de la situación. Incluso tuvieron oportunidad de satisfacer esa otra necesidad de la civilización: tomar un baño.

Sin embargo, la habitación estaba vigilada y cuando el sol descendía hacia el horizonte Arvardan perdió por fin la paciencia.

—¡Pero si tan sólo hemos cambiado de cárcel! —exclamó.

La rutina insípida y trivial del campamento militar iba desarrollándose alrededor del grupo, haciendo caso omiso de éste. Schwartz estaba durmiendo y la mirada del arqueólogo se dirigió a él. Shekt meneó la cabeza.

—Todavía no… Duerme porque está desesperado.

—Pero sólo quedan treinta y nueve horas.

—Lo sé…, pero hay que esperar.

Sonó una voz fría.

—¿Quién de ustedes afirma ser ciudadano del Imperio?

Arvardan se levantó de un brinco.

—Sígame —dijo el soldado.

El comandante en jefe de Fuerte Dibburn era un coronel enmohecido tras años de servicio al Imperio. En la profunda paz de las últimas generaciones había poca «gloria» obtenible para un oficial del ejército y el coronel, igual que el resto de oficiales, no había obtenido ninguna. Pero durante el ascenso largo y lento desde cadete militar había servido en todas partes de la galaxia, de modo que incluso una guarnición en aquel mundo neurótico que era la Tierra representaba para él otra tarea más y simplemente eso. El coronel sólo deseaba las rutinas tranquilas del servicio normal. No pedía nada más que lo usual y en ese momento estaban negándoselo.

Parecía reflejar cansancio cuando entró Arvardan. Llevaba abierto el cuello de la camisa y su túnica, con el llameante color amarillo de la Nave Espacial y el Sol del Imperio, pendía descuidadamente en el asiento de su silla. Hizo sonar los nudillos de su mano derecha con aire distraído mientras miraba solemnemente a Arvardan.

—Un asunto muy confuso, todo esto —dijo—. Mucho. ¿Me permite saber su nombre?

—Bel Arvardan de Baronn, señor. Arqueólogo al mando de una expedición científica autorizada en la Tierra.

—Comprendo. Me informan que carece de documentos identificativos.

—Me los arrebataron, pero el resto de la expedición se halla en Everest. El mismo procurador puede identificarme.

—Perfectamente. —El coronel cruzó los brazos y se balanceó en la silla—. ¿Y si me ofreciera su versión de los hechos?

—Tengo noticia de una peligrosa conspiración por parte de un reducido grupo de terrestres que pretenden derribar por la fuerza el gobierno imperial, intenciones que, de no ser dadas a conocer de inmediato a las autoridades convenientes, podrían acabar con el gobierno y con gran parte del Imperio.

—Me parece una afirmación muy temeraria y exagerada. ¿Puedo conocer los detalles?

—Por desgracia, considero vital explicárselos al procurador en persona. Por tanto, solicito que se me ponga en comunicación con él ahora mismo, por favor.

—Hum… No actuemos con tanta prisa. ¿Sabe usted que el hombre que han traído aquí es el secretario del primer ministro de la Tierra?

—¡Desde luego!

—Y él es un instigador importante de esa conspiración que usted menciona.

—Lo es.

—Pruebas.

—No puedo discutir las pruebas con otra persona que no sea el procurador.

El coronel arrugó la frente y contempló las uñas de sus dedos.

—¿Duda de mi competencia en este caso?

—En absoluto, señor. Pero sólo el procurador posee autoridad para tomar las medidas decisivas y precisas en este caso.

—¿A qué medidas decisivas se refiere?

—Hay que bombardear y destruir por completo cierto edificio de la Tierra antes de treinta horas, o gran parte de la población del Imperio perderá la vida.

—¿Qué edificio? —preguntó en tono de hastío el coronel.

—¿Puede ponerme en contacto con el procurador, por favor? —espetó Arvardan.

Hubo una pausa de estancamiento. Finalmente, el coronel intervino con voz grave.

—¿Se da usted cuenta de que al secuestrar a un terrestre se ha hecho merecedor de juicio y condena por parte de las autoridades de la Tierra? Normalmente, por principios, el Imperio protege a sus ciudadanos e insiste en la celebración de un juicio galáctico. Pero la situación en la Tierra es delicada…, y a menos que usted responda satisfactoriamente a mis preguntas, me veré forzado a entregarles, a usted y a sus compañeros, a las autoridades locales.

—¡Pero eso sería una sentencia de muerte! ¡También para usted! Coronel, soy ciudadano del Imperio y exijo que me reciba el pro…

Un zumbador del escritorio del coronel le interrumpió. El militar se volvió hacia el aparato y apretó un botón.

—¿Sí?

—¡Señor! —La voz se oía con claridad—. Un grupo de nativos ha rodeado el fuerte. Se cree que van armados.

—¿Ha habido actos violentos?

—No, señor.

No había muestras de emoción en el semblante del coronel.

—Estado de alerta para la artillería y la aviación. Todos los hombres en posición de combate. Que no dispare nadie si no es por motivos defensivos. ¿Entendido?

—Sí, señor. Un terrestre con bandera de paz pide audiencia.

—Mándemelo… Y que venga otra vez el secretario del primer ministro.

El coronel miró fríamente al arqueólogo.

—Confío en que comprenda la increíble naturaleza de sus actos.

—¡Exijo estar presente en la entrevista! —exclamó Arvardan, al borde de la incoherencia dada su furia—. ¡Y exijo también saber el motivo de que haya tenido que pudrirme durante seis horas bajo vigilancia mientras usted conversaba a puerta cerrada con un traidor nativo!

—¿Está formulando acusaciones, caballero? —inquirió el coronel, y también su tono iba en aumento.

—No, señor… Pero voy a recordarle que será responsable de sus actos a partir de ahora y que podría ser famoso en el futuro como el hombre que aniquiló a su pueblo.

—¡Silencio! En cualquier caso no soy responsable ante usted… A partir de ahora las cosas se harán como yo decida. ¿Ha entendido?

El secretario entró por la puerta que mantenía abierta un soldado. En sus labios enrojecidos e hinchados asomaba una fría sonrisa. Inclinó la cabeza ante el coronel y, aparentemente, no dio muestra alguna de conocer la presencia de Arvardan.

—Caballero —dijo el coronel al terrestre—, he comunicado al primer ministro los detalles de su presencia aquí y cómo se produjeron los hechos. Su detención es, por supuesto, totalmente…, eh… anormal y tengo la intención de dejarle en libertad en cuanto pueda. Sin embargo, hay aquí un caballero que, como ya debe saber usted, ha formulado una acusación muy grave contra usted, una acusación que, dadas las circunstancias, debemos investigar…

—Comprendo, coronel —dijo tranquilamente el secretario—. Pero como ya le he explicado, este hombre sólo leva en la Tierra, creo, tres o cuatro días y sus conocimientos sobre nuestra política interna son nulos. Se trata de una base francamente frágil para hacer cualquier clase de acusación.

—No soy el único que formula esa acusación —replicó con enojo Arvardan.

El secretario no miró al arqueólogo, ni en ese momento ni después. Estaba hablando exclusivamente con el coronel.

—Un científico local está involucrado en esto, un científico que por estar acercándose a los sesenta años normales de vida padece delirios de persecución… Y el otro es un individuo de antecedentes desconocidos y un historial de imbecilidad.

Arvardan se puso en pie de un brinco.

—Exijo ser escuchado…

—Siéntese —dijo el coronel con frialdad y hostilidad—. Se ha negado a discutir el asunto conmigo. La negativa sigue siendo válida… Que traigan al hombre que lleva bandera de paz.

Se trataba de otro miembro de la Sociedad de Antiguos. Tan sólo el aleteo de uno de sus párpados reveló emoción por su parte al ver al secretario. El coronel se levantó.

—¿Es portavoz de los hombres que están ahí afuera? —preguntó.

—Sí, señor.

—Supongo entonces que esta reunión tumultuosa e ilegal se basa en la exigencia de recobrar a su compatriota.

—Sí, señor. Debe quedar en libertad inmediatamente.

—¡Por supuesto! No obstante, en interés de la ley y el orden y por el debido respeto a los representantes de Su Majestad Imperial en este planeta, el asunto no puede discutirse mientras haya hombres armados congregados y sublevados contra nosotros. Debe ordenar a los suyos que se dispersen.

El secretario intervino afablemente.

—El coronel tiene toda la razón, hermano Cori. Por favor, calma la situación. Aquí estoy perfectamente seguro y no hay riesgos… para nadie. ¿Comprendes?… Para nadie. Doy mi palabra de Antiguo.

—Muy bien, hermano. Me alegra que estés a salvo.

Lo condujeron afuera.

—Nos ocuparemos de que salga de aquí sin problemas en cuanto la situación de la ciudad recobre la normalidad —dijo brevemente el coronel.

Arvardan estaba en pie otra vez.

—Lo prohíbo. Va a dejar suelto al futuro asesino de la raza humana. Exijo una entrevista con el procurador de acuerdo con mis derechos constitucionales como ciudadano galáctico. —Y en el paroxismo de la frustración añadió—: ¿Va a mostrar más consideración a un perro terrestre que a mí?

La voz del secretario se alzó por encima de esa última frase casi incoherente de ira.

—Coronel, con gusto me quedaré aquí hasta que mi caso sea atendido por el procurador, si eso es lo que desea este hombre. Una acusación de alta traición es grave y las sospechas, por muy exageradas que sean, podrían bastar para que yo dejara de ser útil a mi pueblo. Agradecería enormemente la oportunidad de probar ante el procurador que nadie como yo es tan leal al Imperio.

—Admiro sus sentimientos, caballero —dijo muy erguido el coronel—. Y no tengo inconveniente en admitir que mi actitud, de estar yo en su lugar, sería muy distinta… Trataré de comunicar con el procurador.

Arvardan no dijo nada hasta que volvieron a llevarlo a la celda.

Evitó las miradas de los otros. Durante largo tiempo permaneció sentado e inmóvil, con un nudillo atrapado entre sus inquietos dientes.

Finalmente intervino Shekt.

—¿Y bien?

Arvardan sacudió la cabeza.

—Casi lo he echado todo a perder.

—¿Qué ha hecho?

—Perder la paciencia, ofender al coronel, no conseguir nada… No soy diplomático, Shekt.

El físico estaba de pie, con sus arrugadas manos cruzadas a la espalda.

—¿Y Ennius? ¿Va a venir?

—Supongo que sí… Pero a solicitud del secretario, cosa que no puedo comprender.

—A solicitud del secretario… En ese caso mucho me temo que Schwartz está en lo cierto.

—¿Cómo? ¿Qué ha dicho Schwartz?

El rollizo terrestre se hallaba sentado en su catre. Se alzó de hombros en el momento que todas las miradas se dirigían hacia él y extendió las manos en un gesto de impotencia.

—Capté el contacto mental del secretario cuando pasaba junto a nuestra puerta, hace un momento… Ya había sostenido una larga conversación con ese oficial que ha hablado con usted.

—Lo sé. ¿Qué tiene eso de especial?

—No hay preocupación o temor en su mente. Sólo odio… Y ahora es sobre todo odio hacia nosotros, por capturarle, por arrastrarle hasta aquí. Hemos herido su vanidad, ha quedado mal. Pretende desquitarse. He visto en su mente breves imágenes de los sueños que alimenta. De él mismo, sin ayuda, evitando que la galaxia haga algo para frenarle incluso cuando nosotros, con lo que sabemos, actuamos contra él. El secretario está dándonos oportunidades, y luego nos aplastará de todas maneras y triunfará sobre nosotros.

—¿Pretende decir que van a poner en peligro sus planes, sus sueños imperiales, para tomarse una miserable venganza? Eso es de locos.

—Lo sé —dijo Schwartz en tono categórico—. El secretario está loco.

—¿Y piensa él que triunfará?

—Exacto.

—En ese caso le necesitamos, Schwartz. Necesitamos su cerebro. Escúcheme…

Pero Shekt estaba meneando la cabeza.

—No, Arvardan, eso no resultaría. Desperté a Schwartz cuando usted se fue y hemos discutido el asunto. Sus facultades mentales, que él sólo puede describir vagamente, no están bajo un control perfecto, de eso no hay duda. Es capaz de atontar a un hombre, paralizarlo, dominar los músculos voluntarios de mayor tamaño incluso en contra de la voluntad de la víctima, pero ahí termina todo. En el caso del secretario, Schwartz no logró hacerle hablar. Los pequeños músculos de las cuerdas vocales superan su capacidad. Tampoco fue capaz de coordinar los movimientos para que el canalla condujera el coche, y mientras estuvo andando tuvo dificultades para mantenerlo en equilibrio. En consecuencia, es obvio que no podríamos controlar a Ennius, por ejemplo, hasta el punto de obligarle a cursar o redactar una orden. He pensado en eso, ¿sabe?…

Shekt sacudió la cabeza mientras su voz se apagaba.

Arvardan sintió que la angustia de la futilidad le sobrecogía.

—¿Dónde está Pola?

—Durmiendo en la otra habitación.

Habría ansiado ir a despertarla… Ansiado…, oh, habría ansiado tantas cosas…

Arvardan miró su reloj. Sólo quedaban treinta horas.