15. ¡Duelo!… con y sin armas

El secretario habló en tono frío y burlón.

—¡Doctor Arvardan! ¿No sería preferible que volviera a su asiento?

Arvardan alzó los ojos para mirarlo, consciente de la cruel indignidad de su postura, pero no había nada que responder y no respondió. Poco a poco sus doloridas extremidades fueron levantándolo del suelo. Aguardó donde estaba, respirando con dificultad y esperando ansiosamente un retraso. Si sus piernas pudieran girar un poco más, si pudiera lanzarse, si pudiera asustar al frío maniaco y obligarlo a usar el arma…

No era el látigo neurónico el arma que pendía suavemente del cinto liso y reluciente que sujetaba la túnica del secretario. Era un desintegrador de considerable tamaño capaz de despedazar en átomos a una persona en un instante dado, una muerte rápida totalmente insensible para la víctima.

Fue extraño que en ese momento los pensamientos en Pola se aferraran a él, extraño que él tuviera tantos deseos de vivir…

—Todos tienen peor aspecto pese a mi ausencia… ¿Tienen algo que decirme? —preguntó el secretario.

Era evidente que no e igualmente obvio que el secretario no quedó complacido por ello.

—No importa —prosiguió—. Su información ha dejado de ser importante. Hemos adelantado la hora del ataque. Había pensado que la reserva de virus era menor… Son asombrosos los resultados de la presión, incluso en personas que juran que es imposible más rapidez.

En este momento intervino Schwartz con voz ronca.

—Dos días… Menos… Veamos… El martes…, a las seis de la mañana, hora de Chica.

El desintegrador estaba en la mano del secretario. Éste se acercó con bruscas zancadas y se situó amenazadoramente junto a la encorvada figura de Schwartz.

—¿Cómo lo ha sabido?

Schwartz se puso tenso. En algún lugar de su cerebro unos zarcillos se agruparon y buscaron su presa. En el aspecto físico, los músculos de las mandíbulas quedaron vigorosamente apretados y las cejas encogidas hacia abajo, pero todo ello carecía de importancia. En el interior del cerebro había algo que se proyectó y aferró con fuerza el contacto mental del otro hombre.

Para Arvardan la escena fue irrelevante durante unos segundos preciosos, unos segundos mal empleados. El repentino silencio y la inmovilidad del secretario no eran significativos.

—Ya lo tengo… —murmuró el jadeante Schwartz—. Cójanle el arma… no podré resistir…

La voz se apagó tras un gorjeo.

Y Arvardan lo comprendió. Con un brusco esfuerzo se puso de nuevo a gatas. Acto seguido, mientras sus dientes rechinaban, se levantó simplemente porque no le quedaba más remedio y logró permanecer erguido aunque tambaleante.

El secretario parecía petrificado por la mirada de Medusa. En su frente lisa y sin arrugas iba formándose sudor y su semblante inexpresivo no reflejaba emoción alguna… Sólo la mano derecha, la que sostenía el desintegrador, mostraba señales de vida. Un observador atento habría visto que esa mano se movía a tirones infinitesimales, habría percibido la extraña presión que ejercía un dedo sobre el botón de disparo, una presión suave, insuficiente para causar daño pero progresiva, progresiva…

—Agárrelo con fuerza —dijo Arvardan en pleno esfuerzo, con júbilo feroz. Se apoyó en el respaldo de la silla y trató de recobrar el aliento—. Tengo que acercarme a él.

Sus pies se arrastraron. El arqueólogo se encontró sumido en una pesadilla; tuvo que vadear un río de miel, nadar en alquitrán, avanzar tirando de su cuerpo con la mano apoyada en los respaldos de una hilera de asientos hasta situarlo a la misma altura, extender otra vez las manos hacia otra hilera, despacio, muy despacio, y vuelta a empezar.

Desconocía el terrible duelo que estaba teniendo lugar ante él.

El secretario sólo tenía una meta: ejercer con el pulgar derecho una fuerza minúscula… ochenta y cinco gramos exactamente, ya que ésa era la presión que precisaba el desintegrador para funcionar. A tal fin su mente únicamente tenía que dar la orden a un tendón tembloroso ya medio contraído.

Schwartz sólo tenía una meta: frenar esa presión…, pero con la rudimentaria masa de sensaciones que le ofrecía el contacto mental del otro hombre no podía saber qué zona en particular estaba relacionada con aquel pulgar. Por eso estaba dirigiendo sus esfuerzos a la producción de un éxtasis, un éxtasis total…

El contacto mental del secretario se agitó y se revolvió contra la sujeción. Era una mente rápida y de inteligencia temible la que desafiaba el inexperto control de Schwartz. Durante unos segundos permanecería en reposo, a la espera. Luego, con un esfuerzo terrible y desgarrador tiraría de algún músculo…

Para Schwartz fue igual que si hubiera estado haciendo un combate de lucha libre con la obligación de mantenerlo a toda costa, aunque su rival estuviera haciéndole rodar impulsado por el furor.

Pero nada de esto era visible. Sólo se veían los nerviosos movimientos de la mandíbula de Schwartz al cerrarse y abrirse, los labios temblorosos, ensangrentados por los dientes…, y un ligero movimiento ocasional del pulgar del secretario, tenso, muy tenso…

Arvardan hizo una pausa para descansar. El dedo que tenía extendido tocaba ligeramente el tejido de la túnica del secretario, y el arqueólogo no podía seguir moviéndose. Sus atormentados pulmones no podían bombear el oxígeno que sus piernas paralizadas precisaban. Sus ojos no podían ver a causa de las lágrimas provocadas por el esfuerzo, su mente no podía pensar entre la neblina del dolor.

—Sólo unos segundos más, Schwartz —dijo jadeante—. No deje que se mueva, no deje que se mueva.

Schwartz meneó la cabeza despacio, muy despacio.

—No puedo…, no puedo…

Y en realidad, para Schwartz el mundo entero estaba deslizándose hacia un caos nebuloso, desenfocado. Los zarcillos de su mente estaban cada vez más rígidos y faltos de elasticidad.

El pulgar del secretario presionó de nuevo el botón de contacto. Su dedo no descansaba, la presión aumentaba en pequeñísimas cantidades.

Schwartz notó la hinchazón de sus globos oculares, la serpenteante expansión de las venas de su frente. Percibió la espantosa sensación de triunfo que iba formándose en el cerebro del otro hombre.

Y en ese momento Arvardan atacó. Su cuerpo rígido y rebelde se dejó caer hacia delante, con las manos extendidas y preparadas para agarrar.

El secretario, indefenso a causa de la presa mental que sufría, cayó junto con Arvardan. El desintegrador salió despedido hacia un lado y resonó en el duro suelo.

Schwartz notó que la mente cautiva se liberaba con un último esfuerzo y cayó de espaldas, con el cerebro sumido en una enmarañada jungla de confusión.

El secretario se debatió furiosamente bajo el aferrado peso muerto del cuerpo del arqueólogo. Le hundió una rodilla en la entrepierna con una fuerza brutal mientras lanzaba el puño hacia el pómulo de Arvardan. Levantó a éste, golpeó… y Arvardan rodó por el suelo sintiendo toda suerte de dolores.

El secretario se levantó dando tumbos, jadeante y desaliñado… y quedó inmóvil otra vez.

Frente a él se hallaba Shekt medio reclinado. La mano del físico, con el tembloroso apoyo de la izquierda, sostenía el desintegrador, y a pesar de los temblores, el arma apuntaba al secretario.

—¡Pandilla de imbéciles! —chilló el secretario, sofocado por la cólera—. ¿Qué esperan conseguir? Solo tengo que alzar la voz…

—Y usted, como mínimo, morirá —respondió débilmente Shekt.

—No conseguirá nada matándome —dijo con amargura el secretario—, y usted lo sabe. No salvará el Imperio por el que nos ha traicionado…, y ni siquiera se salvarán usted y sus amigos. Entrégueme ese arma y quedará en libertad.

El secretario extendió una mano, pero Shekt se echó a reír.

—No estoy tan loco como para creerlo.

—Tal vez no, pero está prácticamente paralizado.

Y el secretario se desplazó de pronto hacia la derecha, con mucha más celeridad que la debilitada muñeca del físico para mover el desintegrador.

Pero en ese momento la mente del secretario, mientras éste se disponía a dar el salto definitivo, estaba concentrada por completo en el desintegrador cuyo disparo pretendía eludir. Schwartz proyectó su mente una vez más para dar la estocada final y el secretario resbaló y se desplomó igual que si le hubieran aporreado.

Con gran esfuerzo, Arvardan había logrado ponerse en pie. Su mejilla estaba enrojecida e hinchada, y el arqueólogo cojeó al acercarse.

—¿Puede moverse, Schwartz?

—Un poco —fue la fatigada respuesta.

Schwartz se levantó lentamente de la silla.

Arvardan se inclinó sobre el postrado Antiguo y le echó la cabeza hacia atrás, con poca delicadeza.

—¿Vive?

Buscó en vano el pulso con las todavía entumecidas puntas de los dedos y luego colocó la palma de la mano bajo la túnica verde.

—Su corazón late —dijo—. Tiene usted poderes peligrosos Schwartz… ¿Qué hacemos ahora?

—La guarnición imperial de Fort Dibburn está a menos de un kilómetro —dijo Shekt—. Una vez allí estaremos a salvo y podremos informar a Ennius.

—¡Una vez allí! Debe de haber cien guardianes afuera, y centenares más entre este lugar y la guarnición…

—Todavía tenemos a Schwartz.

El rollizo terrestre alzó y sacudió la cabeza al oír su nombre.

—No lo hago muy bien. No puedo tener inmovilizado al secretario demasiado tiempo.

—Porque no está acostumbrado —dijo enérgicamente Shekt—. Escuche, tengo ciertas nociones sobre lo que usted hace con su mente. Es una estación receptora para las ondas electromagnéticas del cerebro. Creo que usted también puede emitir. ¿Me entiende?

Schwartz parecía penosamente inseguro.

—Debe entenderlo —insistió Shekt—. Tendrá que concentrarse en lo que usted desea que haga él, y antes devolveremos el desintegrador al secretario.

—¿Qué?

El grito de indignación fue claramente audible. Shekt alzó la voz.

—¡Él nos sacará de aquí! No podemos salir de otra forma, ¿no es cierto? ¿Y qué forma menos sospechosa que dejar ir armado al secretario?

—Pero, ¿y si no consigo dominarlo? —inquirió Schwartz.

Estaba flexionando los brazos, dándoles palmadas, intentando recobrar la sensación de normalidad.

—Es el riesgo que correremos. Pruebe ahora, Schwartz. Muévale el brazo.

Su tono era de súplica.

El secretario gimió desde el suelo, y Schwartz captó el contacto mental reavivado. En silencio, casi con miedo, dejó que la mente del otro cobrara fuerza…, y le habló. Fue una alocución sin palabras, la alocución muda que una persona envía a su brazo cuando desea moverlo, tan muda que ni siquiera el interesado la oye.

Y no fue el brazo de Schwartz el que se movió, sino el del secretario. El terrestre alzó la cabeza con una sonrisa feroz, pero Shekt y Arvardan sólo tenían ojos para el secretario: un cuerpo recostado con la cabeza elevándose, unos ojos en los que iba desapareciendo el rasgo vidrioso del desmayo y un brazo que de un modo extraño e incongruente se extendía a tirones formando un ángulo de noventa grados.

Schwartz se centró en su tarea.

El secretario se puso en pie con el cuerpo inclinado, prácticamente, aunque sólo en apariencia, como si perdiera el equilibrio. Y acto seguido empezó a danzar de un modo tan curioso como involuntario.

El baile carecía de ritmo, le faltaba belleza. Pero los tres que observaban, sobre todo Schwartz, pensaron que era un acto increíblemente admirable, ya que en ese momento el cuerpo del secretario se hallaba bajo el dominio de una mente no unida a él materialmente.

Despacio, con precaución, Shekt se acercó al robot que era el secretario y, no sin desasosiego, extendió la mano. En la palma abierta se hallaba el desintegrador, con la culata hacia delante.

—Que lo coja, Schwartz —dijo Shekt.

La mano del secretario se extendió y cogió torpemente el arma. Ésta se movió con rapidez un instante y fue aferrada para entrar en acción. Hubo un destello vivo y destructor en los ojos del secretario. Y al instante el brillo se apagó. Despacio, muy despacio, el desintegrador ocupó su lugar en el cinto y la mano se apartó.

La risa de Schwartz tenía un tono estridente.

—Casi se sale con la suya.

Pero su rostro estaba pálido mientras hablaba.

—¿Y bien? ¿Puede dominarlo?

—Está luchando como un diablo… Pero no va tan mal como antes.

—Eso se debe a que usted sabe qué está haciendo —dijo Shekt, dándole los ánimos que él prácticamente no tenía—. Transmita ahora. No intente dominar al secretario, limítese a fingir que lo está haciendo usted mismo.

—¿Puede hacerle hablar? —preguntó Arvardan.

Hubo una pausa…, y después un bronco gruñido del secretario. Otra pausa, otro sonido áspero.

—Eso es todo —dijo Schwartz, jadeante.

—Bien, no importa. Podemos pasar sin eso.

El recuerdo de las dos horas siguientes fue irrepetible para las dos personas que tomaron parte en la singular odisea. El doctor Shekt, por ejemplo, había adquirido una rara rigidez que le permitió ahogar todos sus temores en su apoyo vano y estupefacto a la lucha interna de Schwartz. Durante la aventura sólo tuvo ojos para la cara redondeada que poco a poco iba arrugándose y retorciéndose a causa del esfuerzo. Incluso cuando se reunieron con Pola, el físico apenas tuvo tiempo para dedicarle una mirada fugaz, un apretón rápido en la mano.

Fue Arvardan el que corrió hacia la joven, Arvardan el que explicó la situación con frases extrañas, embarulladas. Pola no se encontraba muy lejos, y tampoco hubo incidentes en el traslado desde la sala de reuniones al pequeño despacho donde estaba detenida la hija del físico. Los guardianes que vigilaban la puerta habían saludado bruscamente al ver al secretario, que correspondió con un gesto torpe, insulso. Nadie les molestó.

Pero al salir del edificio correccional, sólo entonces, Arvardan comprendió la locura de la tentativa. Y no obstante, el arqueólogo siguió ahogando sus penas en los ojos de Pola. Fuera por la vida que le estaban arrebatando, por el futuro que estaban destruyéndole, por la imposibilidad eterna de alcanzar la dulzura que había saboreado…, fuera por lo que fuese, nadie le había parecido nunca tan arrolladoramente deseable.

Posteriormente, Pola sería el compendio de sus recuerdos. Pero la joven…

La joven no comprendía nada. La actitud rara y abstraída de Schwartz, la inclinación propia de un muerto del andar del secretario, las cosas increíbles que Arvardan había dicho, que ella apenas había comprendido a medias… El soleado brillo matutino cegaba sus ojos desacostumbrados a la luz, por lo que el rostro vuelto hacia abajo del arqueólogo era una mancha ante ella. Pola le sonrió y notó la fuerza y la dureza del brazo sobre el que se apoyaba muy suavemente el suyo. Ése fue el recuerdo que perduró después: músculos lisos y firmes ligeramente cubiertos por tela plástica de textura lustrosa, fina y fría bajo la muñeca de la joven…

Schwartz se hallaba sumido en sudorosa angustia. El curvado camino de acceso que se alejaba de la entrada lateral por la que habían salido estaba francamente desierto. Schwartz sintió un enorme alivio por ello.

Sólo él conocía el coste completo del fracaso. En la mente enemiga que estaba controlando podía captar la sensación de humillación insoportable, el odio descomunal, los propósitos sumamente horribles. Tuvo que registrar esa mente en busca de información que le orientara, la posición del coche oficial, la ruta más conveniente a seguir… Y al hacer tal cosa encontró también la irritante amargura de la venganza que se desataría si su control vacilaba tan sólo una décima de segundo.

Las fortalezas secretas de la mente que se veía forzado a registrar iban a ser posesión personal de Schwartz para siempre. Posteriormente llegarían las horas grises de muchos amaneceres inocentes en los que él guiaría de nuevo los pasos de un loco por los peligrosos caminos de una ciudadela enemiga.

Schwartz jadeó más que habló cuando llegaron al vehículo de superficie. No se atrevió a relajarse un poco para pronunciar frases conexas y dijo rápidamente unas palabras como si se atragantara.

—Imposible…, conducir coche…, imposible… obligar secretario… conducir…, complicado…, no puedo…

Shekt lo tranquilizó con un suave sonido. El físico no osó tocarlo, no osó hablarle normalmente, no osó distraer la mente de Schwartz un solo momento.

—Sólo tiene que meterlo en el asiento trasero, Schwartz —musitó—. Yo conduciré, sé hacerlo. A partir de ahora limítese a controlar al secretario.

En cuanto al papel del secretario durante estos hechos, ni siquiera es posible especular. Cautivo de sus prisioneros, armado pero indefenso frente a unos hombres desarmados… Investigar el asunto podría ser incluso poco conveniente.

El vehículo de superficie del secretario era un modelo especial. Puesto que era especial, era distinto. Atraía la atención. Su faro delantero de color verde giraba a izquierda y derecha con rítmicas oscilaciones conforme la luz se apagaba y encendía produciendo destellos esmeraldinos. La gente se detenía a mirar. Otros vehículos que avanzaban en dirección contraria se apartaron con respetuosa precipitación.

Si el coche hubiera sido menos llamativo, menos sobresaliente, los transeúntes habrían tenido tiempo de reparar en el pálido e inmóvil Antiguo que ocupaba el asiento trasero, quizá se hubieran extrañado, quizás hubieran olido el peligro…

Pero sólo repararon en el coche, y el tiempo fue pasando…

Un soldado impedía el paso ante las relucientes puertas de acero cromado que se alzaban abruptamente con el estilo elegante e impresionante característico de todas las estructuras imperiales, en vivo contraste con la arquitectura plana y triste de la Tierra. La enorme arma reglamentaria del militar se situó horizontalmente en un gesto de obstrucción y el vehículo se detuvo. Arvardan asomó la cabeza.

—Soy ciudadano del Imperio, soldado. Desearía ver a su comandante.

—Tendré que ver su documentación, señor.

—Me la han quitado. Soy Bel Arvardan de Baronn. Tengo asuntos que tratar con el procurador, y mucha prisa.

El soldado acercó una muñeca a sus labios y habló en voz baja por el transmisor. Hubo una pausa mientras aguardaba la respuesta…, y luego bajó el rifle y se hizo a un lado. Las puertas fueron abriéndose poco a poco.