14. Caída en la desesperación

El secretario contempló a las cuatro personas que tenía ante él con brutal sensación de satisfacción. Su propósito era ignorar a la mujer, pero por lo demás la cosecha había sido fabulosa. Allí estaba el traidor terrestre, el agente imperial y la misteriosa criatura que habían estado vigilando durante medio año. Era dudoso que en un caso tan urgente y crucial alguien de menor peso en las filas enemigas supiera lo suficiente para constituir un peligro.

En realidad quedaba Ennius, y el Imperio. Los brazos de éstos en la persona de espías y traidores, estaban maniatados, pero restaba una mente activa en alguna parte… quizá para enviar otros brazos.

El secretario se inclinó hacia delante con las manos cruzadas y habló en tono rápido y suave.

—Es preciso dejar las cosas totalmente claras. Hay guerra entre la Tierra y la galaxia, todavía no declarada, pero guerra a pesar de todo. Ustedes son nuestros prisioneros y serán tratados como corresponde dadas las circunstancias. Como es natural, la pena justa es la muerte…

—Sólo en el caso de guerra legítima y declarada —le interrumpió enérgicamente Arvardan.

—¿Guerra legítima? —se burló el secretario—. ¿Qué significa guerra legítima? La Tierra siempre ha estado en guerra con la galaxia, con menciones diplomáticas del hecho o sin ellas.

—No se excite —susurró Shekt a Arvardan—. Déjelo hablar. No estamos en situación de discutir.

Arvardan notó que la vida empezaba a cosquillear en las puntas de sus dedos. Movió el brazo con un esfuerzo gigantesco que provocó sudor en su frente…, pero consiguió tocar el codo de Pola. La joven no lo notó, de eso no hubo duda. Pero al cabo de unos instantes vio el brazo del arqueólogo y lo miró y le sonrió débilmente, sin más destello en sus ojos que el provocado por la aprensión. Arvardan trató de reflejar ánimo en su expresión, y fracasó… Estaba hablando el secretario.

—Como iba diciendo, todas las vidas aquí presentes están condenadas, pero a pesar de todo es posible comprarlas. ¿Les interesa el precio?

Shekt lo miró un momento.

—¿Qué está proponiendo?

—Esto. Es obvio que la noticia de nuestros planes se ha filtrado. No es difícil entender cómo llegó al doctor Shekt, pero cómo llegó al Imperio es un hecho misterioso. Nos gustaría saber, por tanto, qué sabe exactamente el Imperio. ¿Qué opina, Arvardan?

—Soy arqueólogo —repuso categóricamente el aludido—. No tengo la menor idea sobre qué sabe el Imperio…, aunque confío en que sepan mucho.

—Eso supongo. Bien, tal vez cambie de opinión. Piensen, todos ustedes.

En el transcurso de la conversación Schwartz no cooperó de ningún modo, como tampoco alzó los ojos.

El secretario aguardó un rato, y después intervino con cierta brusquedad.

—En ese caso seré yo el que fije el precio por la falta de cooperación de todos ustedes. El doctor Shekt y la joven, su hija, que por desgracia está involucrada terriblemente, son ciudadanos de la Tierra. Dadas las circunstancias, será muy conveniente someterlos al sinapsificador. ¿Me entiende, doctor Shekt?

Los ojos del físico eran balsas de horror puro.

—Sí, veo que me entiende —dijo el secretario—. Naturalmente es posible que el sinapsificador dañe los tejidos cerebrales el tiempo suficiente para crear un imbécil sin cerebro. Se trata de un estado sumamente desagradable en el que alguien deberá darles de comer o morirán de hambre, asearles o vivir inmersos en suciedad, recluirles o ser siempre un estudio de horror para todas las personas que les vean. Podría ser una lección para otros en el gran día que se avecina.

El secretario se dirigió a Arvardan, que pugnaba con furioso vigor por elevar sus brazos sin poderlos levantar demasiado.

—En cuanto a usted y a su amigo Schwartz, son ciudadanos imperiales y, por tanto, apropiados para un interesante experimento. Nunca hemos probado el virus de fiebre concentrada con ustedes perros galácticos. Sería interesante demostrar la corrección de nuestros cálculos… Una dosis pequeña, claro, a fin de que la muerte no sea instantánea. La enfermedad avanzará hacia lo inevitable durante un período de una semana, si diluimos la inyección correctamente. Será muy penoso.

Hizo una pausa y los observó con los ojos entrecerrados.

—Tal es la alternativa a unas cuantas palabras bien elegidas ahora mismo… Y Arvardan, no crea que liberarse de la parálisis le servirá de algo. Estoy armado y tengo en la calle medio ejército que entrará en acción en cuanto usted abandone su asiento.

Arvardan se recostó, con el semblante rojo como un ladrillo a causa del esfuerzo y la frustración.

—¿Cómo sabemos —murmuró el doctor Shekt— que de todos modos no nos matará si consigue lo que quiere de nosotros?

—Tiene mi promesa de que morirán de una forma horrible si se niegan. Tendrán que arriesgarse. ¿Qué dicen?

—¿No podemos disponer de algún tiempo?

—¿Tiempo? Naturalmente. Disponen de dos horas.

El secretario, en la plenitud de su poder, vomitó las palabras con el mismo gesto con el que habría arrojado un hueso a un perro.

—¿Podemos permanecer juntos?

—¿Por qué no? —Y el secretario esbozó una sonrisa tétrica—. Con la vigilancia conveniente al otro lado de la puerta y otra ración de parálisis, creo que ninguno intentará hacer tonterías… Y —agregó después de pensar un momento— la chica vendrá conmigo, para asegurarme de las buenas intenciones de ustedes.

La sala en que los dejaron era evidentemente un lugar empleado para asambleas de varios cientos de personas. Dado su tamaño, los prisioneros se sintieron perdidos y solitarios. Ya no había nada que decir. La garganta de Arvardan ardía secamente y el arqueólogo no dejaba de mover la cabeza de un lado a otro con vano desasosiego. Los ojos de Shekt estaban cerrados y sus labios se veían descoloridos y estrujados.

Schwartz permaneció aparte. Su estado de apatía era total. No había hecho un solo gesto de resistencia, ni siquiera cuando apretaron a sus brazos y piernas las varillas marrones; primero había percibido un cosquilleo en sus miembros y después perdió el dominio sobre ellos. Los contactos mentales de los otros dos hombres reposaban con suavidad en él, y Schwartz los agitó con sumo cuidado.

—Shekt —musitó furiosamente Arvardan—. Shekt, vamos, hombre.

—¿Qué?… ¿Qué?…

—¿Qué hace? ¿Piensa dormirse? ¡Piense, hombre, piense!

—¿Por qué? ¿Qué tengo que pensar?

—¿Quién es ese Joseph Schwartz?

—¿No me cree, usted? Me lo trajeron para someterlo a tratamiento con el sinapsificador, y así lo hice. No sé nada más.

—Pero en ese caso, ¿por qué? ¿Por qué pasó por el tratamiento? —Arvardan notó suavísimas agitaciones en su interior—. Podría ser agente imperial.

—¿Y si lo es? Fíjese en él. Está tan indefenso como nosotros… Si le diéramos una explicación de común acuerdo, ellos tal vez aguardarían y podríamos…

Los labios del arqueólogo se fruncieron.

—Vivir, quiere decir. ¿Con la galaxia muerta y la civilización en ruinas? ¿Vivir? Yo preferiría morir.

—Estoy pensando en Pola —murmuró Shekt.

—Yo también —dijo Arvardan—, ¿pero qué hay que hacer? No deje que sus esperanzas le engañen. En ningún caso viviremos. —Y acto seguido, como si quisiera huir de aquella idea, huir a cualquier parte exclamó—: ¡Usted! ¡Como se llame! ¡Schwartz!

El aludido alzó la cabeza y dejó que su mirada vagara hacia el otro hombre. No respondió.

—¿Quién es usted? —preguntó Arvardan—. ¿Cómo se metió en este lio? ¿Qué papel ha desempeñado?

Y con esa pregunta, la injusticia de la situación sobrecogió a Schwartz. La inocencia de su pasado y el infinito horror del presente estallaron en su interior, y por ese motivo su réplica fue furiosa.

—¿Yo? ¿Que cómo me metí en este lío? Escuche, soy un don nadie. Soy un hombre honrado, un sastre acostumbrado a trabajar duro, hasta que me jubilé, y nunca molesté a nadie. No hice daño a nadie, trabajé duro, me preocupé por mi familia… Y entonces, sin ningún motivo, sin ningún motivo… llegué aquí.

—¿A Chica? —inquirió Arvardan.

—¡No, no a Chica! —gritó Schwartz en salvaje tono de ironía—. Llegué a este mundo totalmente destrozado… ¡Oh, qué me importa si me cree o no! Mi mundo está en el pasado. Mi mundo tenía tierra, comida y dos mil millones de habitantes, y era el único mundo.

Arvardan guardó silencio ante aquel ataque verbal. Miró a Shekt.

—¿Entiende lo que dice?

—¿Se ha fijado? —repuso Shekt, ligeramente extrañado—. Tiene vello en la cara.

—Cierto —dijo Schwartz con aire desafiante—, y tengo muela del juicio y un apéndice vermicular… Y ojalá tuviera una cola que enseñarles. Procedo del pasado. He viajado en el tiempo… Y ahora déjenme en paz —concluyó casi sollozando.

Los dos científicos se miraron un momento. Arvardan bajó la voz.

—Loco, supongo. No le culpo.

—Es extraño… Ahora recuerdo las fisuras de su cerebro. Eran primitivas, muy primitivas.

Arvardan reflejaba asombro.

—¿Pretende decir que…? ¡Oh, vamos, es imposible!

—Siempre lo supuse. —En ese momento la voz de Shekt era una pálida imitación de la normalidad, como si el surgimiento de un problema científico hubiera conectado su mente al surco indefinido y objetivo en el que los problemas personales desaparecen—. Se calculó la energía precisa para desplazar materia a lo largo del eje del tiempo y se llegó a un valor mayor que el infinito, por lo que el proyecto siempre ha sido considerado imposible. Pero otros han hablado de la posibilidad de «fallas temporales», análogas a las geológicas, ya me entiende… Han desaparecido naves espaciales, por ejemplo, prácticamente a la luz del día. Existe el famoso caso de Hor Devallow, hace mucho tiempo, que entró en casa un día y jamás volvió a salir, y tampoco estaba dentro. Y hay un planeta, que aparece en los libros de galactografía del siglo pasado, que fue visitado por tres expediciones. Los expedicionarios regresaron con descripciones completas… y jamás ha sido visto otra vez.

»También hay ciertos avances de la química nuclear que parecen negar la ley de conservación de la energía. Se ha intentado explicar eso postulando la fuga de cierta cantidad de masa a lo largo del eje temporal. Los núcleos de uranio, por ejemplo, combinados con cobre y bario en una proporción pequeñísima pero concreta, bajo la influencia de suaves radiaciones gamma crean un sistema resonante…

—Espere. —Arvardan frunció el ceño vivamente—. No importa todo eso. No hay tiempo. Déjeme hacerle algunas preguntas… Oiga, Schwartz.

El aludido alzó la cabeza otra vez.

—Su mundo… ¿era el único de la galaxia?

—Schwartz asintió.

—Pero ustedes simplemente lo pensaban. Pretendo decir que no conocían el viaje espacial y, en consecuencia, no podían comprobarlo.

—No.

—¿Y conocían la energía atómica?

—Teníamos una bomba atómica… Uranio… Supongo que por eso es radiactivo este planeta. Debió de producirse una guerra después de que yo me fuera… con bombas atómicas.

—Todo encaja hasta el momento —murmuró Arvardan, muy tenso—. De acuerdo. Tendrían un idioma, supongo.

—Muchos idiomas.

—¿Cuál empleaba usted?

—El inglés.

—Bien, diga algo en ese idioma.

Durante seis meses o más Schwartz no había pronunciado una sola palabra en inglés. Pero en ese momento lo hizo con cariño y muy despacio.

—Quiero volver a mi hogar y estar con los míos.

Arvardan miró a Shekt.

—¿Usó ese idioma cuando pasó por el sinapsificador?

—No podría asegurarlo —dijo Shekt, perplejo—. Sonidos extraños entonces y sonidos extraños ahora. ¿Cómo puedo relacionarlos?

—Bien, no tiene importancia… ¿Cómo se dice «madre» en su idioma, Schwartz?

El aludido pronunció la palabra.

—Ajá. Y ahora diga «padre»…, «hermano»…, «uno»…, me refiero a los numerales, «dos», «tres»…, «fuego»…, «mano»…

Las preguntas continuaron y la expresión de Arvardan, cuando se detuvo para tomar aliento, era de perplejidad y admiración.

—Shekt —dijo—, o este hombre es auténtico o soy víctima de la pesadilla más loca que se puede imaginar. Habla un idioma prácticamente igual al de las inscripciones descubiertas en los estratos de cincuenta mil años de antigüedad de Sirio, Arturo, Alfa Centauro y otros veinte sectores.

—¿Está seguro?

—¿Seguro? Naturalmente que sí. Soy arqueólogo. Mi trabajo consiste en saber esas cosas. He traducido el idioma antiguo durante años y aquí hay un hombre que lo habla.

Durante unos instantes Schwartz sintió que se agrietaba su armadura de retraimiento. Por primera vez creía recobrar la individualidad perdida. El misterio había concluido. Él era un hombre del pasado…, y aquellos hombres lo aceptaban. Ello probaba su cordura, anulaba para siempre aquella duda inquietante, y Schwartz se alegró… Y, sin embargo, se mantuvo retraído.

Era el turno de preguntas de Shekt, y el físico las formuló vorazmente.

—¿Ha notado efectos nocivos a consecuencia del sinapsificador?

Schwartz desconocía el término, pero captó el pensamiento de Shekt.

—No —dijo.

—Veo que después de eso aprendió con rapidez nuestro lenguaje. ¿No le pareció anormal?

—Siempre he tenido buena memoria —fue la fría respuesta.

—Así pues, no se siente distinto a como era antes del tratamiento.

—Exacto.

Los ojos del doctor Shekt estaban clavados en Schwartz.

—¿Qué estoy pensando? —le dijo rápidamente.

Y totalmente asombrado Schwartz respondió:

—Eso puedo saberlo… —Se interrumpió bruscamente—. ¿Cómo lo ha sabido?

Pero Shekt ya no le dedicaba su atención. Había vuelto su rostro, pálido e indefenso, hacia Arvardan.

—Él es capaz de captar los pensamientos, Arvardan… Cuántas cosas podría hacer con él. Y estar aquí… Sin poder hacer nada.

—¿Qué… qué… qué…? —tartamudeó Arvardan.

—¡Schwartz puede leer el pensamiento! Ha sido una de mis preocupaciones desde que trajeron a aquel hombre…, Arvardan, ¿recuerda el bacteriólogo del que le hablé, el que falleció a consecuencia de los efectos del sinapsificador? Uno de los primeros síntomas de deterioro mental fue su afirmación de que podía leer el pensamiento… Y podía. Lo averigüé antes de que muriera. Ha sido mi secreto. No he hablado de ello con nadie…, pero es posible, Arvardan, es posible. Mire, al disminuir la resistencia de las neuronas cerebrales, el cerebro puede captar los campos magnéticos incluidos por las microcorrientes de los pensamientos de otras personas y reconvertirlos en vibraciones similares… Es el mismo principio que el de la grabadora ordinaria. Sería telepatía en todos los sentidos del término…

Schwartz mantenía un silencio obstinado y hostil cuando Arvardan volvió lentamente la cabeza para mirarlo.

—¿Está seguro, Shekt? Podríamos aprovecharnos de eso. ¿Es cierto, Schwartz? —La mente del arqueólogo era un torbellino calculando posibilidades—. Debe haber una solución. Debe haber una solución.

Pero Schwartz reaccionó con frialdad al tumulto del contacto mental que percibía con tanta claridad.

—Para mí, es posible. Yo seré valioso para ellos.

—¡Para ellos! —exclamó Arvardan, con enorme aversión—. ¿Qué está diciendo?

—Estoy diciendo que soy terrestre y usted extranjero. Está claro, ¿no?

Ya lo había dicho, y Schwartz se alegró.

Arvardan tardó tiempo en comprenderlo, y en cuanto lo hizo se revolvió, otra vez en vano, contra la parálisis que lo inmovilizaba. Schwartz captó la oscura amenaza del contacto mental, que yacía como una mano sobre su mente. Dio un «empujón» a esa manta con un talante casi salvaje y obtuvo el premio de ver el repentino respingo de dolor en el semblante de Arvardan.

—Yo he hecho eso —le dijo—. ¿Quiere más?

Arvardan se calmó.

—Pero los terrestres también quieren acabar con usted.

Poco a poco Schwartz había ido haciendo acopio de furia. Durante una hora había estado quieto, pensando. Durante una hora los recuerdos de su juventud habían vuelto, recuerdos que no había rememorado hacía años. La extraña amalgama de pasado y presente provocó finalmente su indignación. Pero habló con calma, conteniéndose.

—Ellos quieren matarme porque creen que soy uno de ustedes, eso es todo. Supongo que a ustedes los consideran culpables. Supongo que ustedes piensan que es un delito que un pueblo oprimido y pequeño trate de derrocar a los tiranos. ¿No tienen una galaxia para ustedes solos, con todas las estrellas del cielo para sus juegos? ¿También les hace falta la Tierra? Los terrestres no son bien recibidos en ninguno de sus planetas. ¿No pueden concederles al menos los restos de la Tierra?

—Habla igual que un zelote —comentó Arvardan despreciativamente.

Schwartz ardió aún más al oír el comentario.

—Oh. Sí, usted es un magnífico ejemplo de los productos que nos manda la galaxia. Es tolerante y su buen corazón es una maravilla, y se admira a sí mismo porque es capaz de tratar al doctor Shekt de igual a igual. Pero en el fondo, aunque no tan en el fondo para que yo no lo vea con claridad en su mente, se siente incómodo en su compañía. No le gusta la forma de hablar del doctor, no le gusta su aspecto físico. En realidad no le gusta Shekt. Aunque él quisiera traicionar a la Tierra… Y hace poco besó a una mujer terrestre y considera eso como una debilidad. Se avergüenza de ello…

Arvardan había luchado en vano contra el torrente de palabras y en ese momento se contuvo, con la cara enrojecida y la boca abierta.

Schwartz miró a Shekt con incontenida furia.

—¿Y usted qué pretende? El miedo a la muerte se aferra a su mente, apesta a miedo, su contacto mental está lleno de miedo a la muerte… ¿Piensa que eludirá el Sesenta traicionando a su planeta, que seguirá viviendo sobre los cadáveres de sus compatriotas?

Pero Shekt le hizo frente en ese momento, con la dignidad resultante de la desesperación total.

—Si es capaz de leer los pensamientos, investigue los míos. ¡Hágalo! ¡Investigue a fondo! Encuentre algo deshonroso si es que puede. Compruebe si no es cierto que yo podría haberme salvado del Sesenta cooperando con los locos que dejarán en ruinas la galaxia. Compruebe si no es cierto que voy a perder la vida por oponerme a ellos… Y compruebe si tengo algún deseo de causar daño a la Tierra y a los terrestres.

Estas palabras frenaron a Schwartz, ya que en tales asuntos era imposible engañarlo. La mente de Shekt estaba abierta ante él, y para Schwartz los pensamientos eran pruebas indisputables. Era imposible que una mentira no dejara su inevitable huella de mezcolanza y confusión.

Y Shekt no mentía.

El físico siguió hablando, con sus fatigados ojos cerrados.

—Usted puede leer el pensamiento. ¿Ha investigado los pensamientos del primer ministro? ¿De su secretario? ¿Qué sabe de sus planes?

—Una sublevación —dijo de mala gana Schwartz—. Lucharán por sus derechos. Hay gérmenes de por medio.

—¡Gérmenes! —recalcó con amargura Shekt—. ¿Sabe cuántas personas morirán? —Schwartz no contestó—. Creo que ya lo sabe. No crea en mí, si quiere, pero analice los pensamientos del secretario cuando vuelva. Tal vez sea demasiado tarde. Si usted conserva la vida, vivirá en una galaxia en ruinas, con una humanidad en ruinas. Tal vez es eso lo que desea.

—No, no.

Todo estaba claro. Incluso el contacto mental del secretario parecía haberse aclarado ahora, de repente. Anteriormente, Schwartz había creído percibir un himno de aversión a la galaxia. Los detalles eran vagos, no había prestado la suficiente atención. Pero ahora…

Estaba hablando Arvardan.

—Muy bien, Schwartz, míreme. Lea mis pensamientos. Nací en Baronn, sector de Sirio. Crecí en un ambiente de antiterrestrismo, por fuerza he de tener imperfecciones e ideas alocadas en las raíces de mi subconsciencia. Pero observe la superficie y dígame si alguna vez desde que cumplí los trece años he sido intolerante en algún aspecto.

»¡Schwartz, usted no conoce nuestra historia! No sabe nada de los miles y decenas de miles de años de extensión del hombre por toda la galaxia, las guerras y la miseria que se produjeron. No sabe nada de los primeros siglos del Imperio, cuando aún había simple confusión y alternaban el despotismo y el caos. Nuestro gobierno galáctico sólo ha sido representativo en los últimos doscientos años. Bajo su dirección, los diversos planetas tienen autonomía cultural, se les permite poseer gobiernos propios, tener voz en el gobierno común.

»En ninguna época de la historia ha estado la humanidad tan a salvo de la guerra y la pobreza como está ahora, en ninguna época han sido tan brillantes sus perspectivas de futuro… ¿Y quiere que unos cuantos megalomaniacos destruyan todo eso?

»Las quejas de la Tierra son legítimas y, si la galaxia vive, se resolverán algún día. Pero lo que estos megalomaniacos harán ahora no soluciona nada, es simplemente la caída en la desesperación.

Schwartz se sentía impresionado. Tantos mundos que morirían, que se emponzoñarían y desharían a causa de una enfermedad terrible… ¿Era él realmente un terrestre? ¿Simplemente un terrestre? En su juventud había partido de Europa rumbo a los Estados Unidos. ¿No era el mismo hombre a pesar de eso? Y si después los hombres habían abandonado una Tierra desgarrada y herida rumbo a los mundos espaciales, ¿acaso eran menos terrestres? «¿Acaso la galaxia no es mía también?», pensó Schwartz. Todos, todos los galácticos descendían de él y de sus hermanos…

—Les apoyo. ¿Puedo hacer algo?

—¿Hasta qué distancia puede contactar con una mente? —preguntó ansiosamente Arvardan, con suma precipitación, como si temiera que el otro pudiera cambiar de idea súbitamente.

—No lo sé… Hay mentes afuera. Guardianes, supongo.

—¿Puede llegar hasta Pola, la joven que estuvo aquí?

—No sé cómo es su contacto —explicó Schwartz, casi con timidez.

Detestaba revelar sus limitaciones.

—Bien, búsquela —rogó Arvardan—. Vea si puede encontrar algo que sea conocido.

Se produjo un largo silencio durante el que los dos científicos devoraron a Schwartz con la mirada. Arvardan siguió tratando de moverse. El hormigueo de sus piernas podía significar el regreso de vida.

Y, de pronto, se oyó en la suave quietud la voz baja y tensa de Schwartz.

—Creo que puede ser ella… Miedo y enojo… Es una mente femenina, estoy seguro. Parece…, parece tener rasgos femeninos. —Alzó la cabeza—. No sé explicarlo.

—¿Está viva? —preguntó angustiado Shekt—. ¿Está herida?

—No percibo ningún dolor. Ah…, es ella. Está pensando en usted, doctor Shekt, y… —Permaneció atónito un momento antes de mirar a Arvardan—. Usted no es pariente de ella, ¿verdad?

Arvardan movió la cabeza de un lado a otro.

—¿Amigo íntimo?

Arvardan vaciló.

—La conocí ayer por la noche.

Schwartz pareció prestar atención y después se alzó de hombros. No hizo más comentarios, pero Arvardan notó que el corazón le latía con fuerza al pensar en las implicaciones de aquel silencio. Avergonzado de besar a Pola, ja. Si tan sólo consiguiera salir de ese embrollo. Si tan sólo pudieran vivir. Él, Bel Arvardan, daría una lección a aquel cara peluda que era Schwartz…

—¿Qué hay del secretario, el hombre que nos ha dejado aquí? —preguntó.

Una pausa muy larga, diez minutos que se prolongaron insufriblemente.

—Las mentes de ustedes me obstaculizan —dijo Schwartz—. No me vigilen. Piensen en otra cosa.

Lo intentaron. Otra pausa.

—No…, no puedo…, no puedo.

Arvardan luchó con sus pies. Ya podía moverlos un poco, aunque cualquier movimiento le producía una punzada de dolor casi insoportable.

—¿Puede causar mucho daño a una persona? —inquirió—. Me refiero a lo que hizo conmigo hace un rato.

—Puedo dejar sin conocimiento a un hombre.

—¿Cómo lo hace?

—No lo sé. Simplemente lo hago. Es…, es como si… —Schwartz reflejó una desesperación casi cómica en su esfuerzo por explicar lo inexplicable.

—¿Puede atacar a más de una persona al mismo tiempo?

—Nunca lo he probado… Tal vez no.

Intervino Shekt.

—¿Está pensando en atacar al secretario cuando regrese, Arvardan?

—¿Por qué no?

—¿Cómo saldremos? Aunque sorprendamos solo al secretario y lo matemos, y no creo que Schwartz sea capaz de eso, hay cientos de hombres esperándonos afuera. —Y con un alarido casi salvaje agregó—: ¡Es inútil, se lo aseguro!

—Ya lo tengo —intervino quedamente Schwartz.

—¿A quién? —preguntaron los dos científicos al mismo tiempo.

—Al secretario. Es su contacto mental, lo sé.

—No lo pierda.

Arvardan casi dio una vuelta completa al tratar de urgir a Schwartz…, y cayó de la silla, de tal forma que quedó tendido en el suelo con una pierna medio paralizada moviéndose inútilmente a fin de actuar como palanca para levantar su cuerpo.

—Vacíele la cabeza. Obtenga toda la información posible.

Schwartz se esforzó hasta que empezó a dolerle la cabeza. Hasta ese momento los contactos mentales Llegaban a él, no él a ellos. No había podido eludirlos. Pero ahora tuvo que cerrar los puños, arañar con los zarcillos de su mente, a ciegas, con torpeza, igual que un niño de meses que extiende sus dedos, unos dedos que aún no sabe utilizar, hacia un objeto que no puede tocar. Con grandes esfuerzos, Schwartz captó jirones.

—¡Triunfo! Él está seguro de los resultados… Algo sobre proyectiles espaciales… Los ha activado… No, no los ha activado. Es otra cosa… Le complacen los proyectiles espaciales…

—¿Qué son esos proyectiles espaciales? —inquirió Arvardan.

—No lo sé —gimió Schwartz—. Hay proyectiles espaciales en sus pensamientos… No capto la imagen… Esperen, esperen… Naves pequeñas…, naves pequeñas sin tripulación… No veo nada más.

Shekt lanzó un gruñido.

—¿No lo comprendes, Arvardan? Son misiles guiados automáticamente para transportar el virus… Apuntados a diversos planetas…

—Pero ¿dónde los guardan? —insistió Arvardan—. Busque, hombre, busque…

—Hay un edificio. No…, no lo veo bien… Cinco puntas…, una estrella… y Sloo…

—Ya está —intervino de nuevo Shekt—. ¡Por todas las estrellas de la galaxia, ya está! El templo de Senloo. Está rodeado por bolsas radiactivas. Nadie irá nunca allí excepto los Antiguos. ¿Está en un río, Schwartz?

—Sí…, Sí. Sí.

—¿Cuándo, Schwartz, cuándo?

—No veo el día, pero pronto…, pronto… La mente del secretario bulle con esa idea… Será muy pronto.

También la cabeza de Schwartz parecía bullir a causa del esfuerzo.

Arvardan se sentía agotado y febrilento cuando por fin logró apoyarse en manos y rodillas, pese a que tanto unas como otras temblaban y cedían bajo el peso del cuerpo.

—Schwartz, atiéndame —le instó—. Quiero que haga una cosa.

Pero Schwartz estaba tartamudeando.

—Se acerca… Viene hacia aquí… Y va a ordenar que nos maten… Tiene esa idea fija en lo más profundo de su mente…

Su voz se apagó e interrumpió en el momento en el que se abría la puerta.

Y entonces Arvardan se sintió muy, muy desesperado.