13. Coalescencia

De momento, Schwartz descansaba nerviosamente en el duro banco de una de las salas subterráneas del edificio correccional de Chica.

El «Edificio», como se lo denominaba normalmente, era el gran símbolo del poder local del primer ministro y su camarilla. Alzaba su tétrica sombra en una elevación angulosa y rocosa que oscurecía los barracones imperiales situados en las cercanías, del mismo modo que su sombra se aferraba al malhechor terrestre mucho más que la autoridad no ejercida del Imperio.

Entre sus paredes, más de un terrestre en siglos pasados había aguardado el juicio previsto para los que falsificaban o no cumplían los cupos de producción, los que vivían más años que los legales o silenciaban los delitos de otras personas o los acusados de tentativa de subversión del gobierno local. De vez en cuando, si los prejuicios locales de la justicia terrestre resultaban especialmente ilógicos para el gobierno imperial de la época, por lo general sofisticado e indiferente, el procurador podía anular una condena, aunque ello derivaba en insurrecciones o, como mínimo, alborotos violentos.

Normalmente, si el Consejo solicitaba la pena de muerte, el procurador accedía.

Desde luego, Joseph Schwartz no sabía nada de esto. Para él el conocimiento se reducía a una pequeña habitación con las paredes impregnadas de una luminosidad francamente débil y un mobiliario formado por dos duros bancos y una mesa, más una cavidad en la pared que hacía las veces de lavabo y retrete al mismo tiempo. No había ventanas para echar una ojeada al cielo y la corriente de aire que llegaba a la habitación por el pozo de ventilación apenas era perceptible.

Schwartz se acarició el cabello que circundaba su calva y se irguió con aire desconsolado. Su tentativa de huida a ninguna parte (¿en qué lugar de la Tierra iba a estar a salvo?) había sido breve, nada fácil y había terminado allí.

Sin duda alguna había sido una tentativa estúpida e inútil…

Pero sabía tan poco sobre aquel mundo horrible… Marcharse de noche o a campo través le habría enmarañado en misterios, le habría lanzado hacia el peligro de los focos radiactivos de los que él no sabía nada… Y por eso, con el arrojo de la persona que no tiene elección, había iniciado la marcha por la autopista en pleno mediodía.

En ningún momento olvidó la existencia de aquel contacto mental enemigo que durante seis meses había estado vigilándole…, y que le siguió en su huida. Jamás vio a persona alguna. En realidad no se atrevía a mirar, a volver la cabeza, a demostrar que distaba mucho de sentirse tranquilo. Porque al principio, cuando miró y trató de eliminar al hombre que le seguía, el contacto mental sufrió un cambio sutil. De la simple amenaza pasó a la precaución, de la precaución a la duda…, y Schwartz supo que su Némesis estaba armada, que si él, Joseph, demostraba saber que se hallaba en peligro, le abatirían en vez de permitirle huir…

Por eso siguió andando, sabiendo que seguía dentro del radio de acción de un arma mortífera. Su espalda permaneció rígida a la espera de algún peligro desconocido. ¿Qué se siente al morir? ¿Qué se siente al morir?… Ese pensamiento iba dándole empujones, siguiendo el compás de sus pasos, daba tumbos en su cerebro, reía tontamente en su subconsciencia hasta que se hizo insoportable.

Se dirigió hacia el borde cubierto de hierba de la autopista. Había descendido un declive suave y casi un kilómetro de terreno se extendía en dirección ascendente hasta terminar abruptamente con su color verde y gris recortado sobre el fondo del cielo. ¿Había una interrupción en la campiña, allí arriba? ¿Sería un rasgo nuevo y mortífero del contacto mental? ¿Estaban levantando un arma? ¿Estaban apuntándole?

Chilló al vacío que contemplaba, agitó los brazos con furia.

—¡Déjame en paz, por favor! ¿Qué te he hecho yo?… ¡Vete!… ¡Vete!

Concluyó con un quebrado aullido, con la frente acanalada por el odio y el miedo a la criatura que le acechaba y la mente rebosante de hostilidad. Sus pensamientos se lanzaron contra el contacto mental para tratar de eludir su pegajosidad, para librarse de su aliento…

Y el contacto mental desapareció. De pronto, desapareció por completo. Schwartz captó momentáneamente un dolor abrumador, no en él, sino en el otro…, y luego nada: ningún contacto mental. Había desaparecido como la presa de un puño que pierde fuerza y queda inerte.

Schwartz aguardó largo rato…

Nada, ningún contacto mental…

Se volvió y siguió andando. El contacto mental no reapareció.

De vez en cuando pasaba algún vehículo. Ninguno se detuvo para recogerle, y Schwartz se alegró de ello. Durmió al aire libre aquella primera noche y la mañana siguiente llegó a las afueras de Chica.

Fue un error.

Schwartz se excusó por ello de muchas formas mientras permanecía sentado en la dureza del banco de la celda. Él era hombre de ciudad. Había estado en Chica una vez, mientras que el resto de la Tierra le resultaba totalmente extraño. Podría perderse en el anonimato de las multitudes. Incluso podría conseguir un empleo…

Pero fue un error, a pesar de todo.

Llegó a primeras horas de la mañana y el movimiento de la muchedumbre era escaso y esporádico, pero aun así los contactos mentales por primera vez eran numerosos, detalle que le sorprendió y confundió.

¡Cuántos! Algunos suaves y difusos, otros agudos e intensos: hombres que pasaban con minúsculas explosiones en sus mentes, otros con nada dentro del cráneo excepto quizás una suave reflexión sobre el desayuno recién completado.

Al principio, Schwartz volvía la cabeza y daba un brinco en cuanto alguien pasaba cerca, al considerar a todos contactos personales. Pero antes de una hora aprendió a no hacerles caso.

Escuchó palabras que jamás había oído en la granja, frases raras, espectrales, inconexas y fustigadas por el viento, muy distantes, muy distantes… Y con ellas, emociones vivas y espeluznantes y otros detalles sutiles que es imposible describir, de tal modo que el mundo era un panorama de vida en ebullición visible tan sólo para Schwartz.

Descubrió que podía penetrar en los edificios mientras caminaba, proyectar su mente como si la tuviera cogida con una correa, algo capaz de escurrirse por rendijas invisibles a simple vista y extraer la esencia de los pensamientos más recónditos de las personas.

Se detuvo ante un edificio enorme con fachada de piedra, ya que allí se encontraba un lejano contacto mental que podía significar empleo para él. Estaban solicitando trabajadores… Justo en ese instante, Schwartz descubrió que estaba hambriento.

Entró en el edificio, donde no tardó en ser ignorado por todos los presentes. No había tenido oportunidad de leer el lenguaje de aquella nueva Tierra, sólo había aprendido a hablarlo y entenderlo, de modo que los letreros de orientación carecían de significado para él. Tocó el hombro de alguien.

—¿Dónde debo solicitar empleo, por favor?

—¡En aquella puerta!

El contacto mental que le llegó rebosaba de irritación y recelo.

Se metió por la puerta que le habían indicado y encontró al tipo delgado del mentón puntiagudo que le lanzó una andanada de preguntas y manejaba la máquina clasificadora en la que tecleaba las respuestas.

Schwartz tartamudeó mentiras y verdades con igual indecisión.

Pero, por fin, el administrativo empezó con clara indiferencia. Las preguntas se sucedieron con rapidez.

—Edad… ¿Cincuenta y dos? Hum. Estado físico… Casado… Cuántos hijos… Experiencia… ¿Ha trabajado con productos textiles?… Bien, ¿de qué clase?… ¿Termoplásticos?… ¿Elastómeros?… ¿Qué quiere decir eso de que cree que con todos?… ¿Con quién trabajó la última vez?… Deletree el nombre… No es de Chicago, ¿verdad?… ¿Dónde están sus documentos?… ¿Cuál es su número de registro?…

Schwartz estaba retrocediendo. No había previsto ese final al principio. Y el contacto mental del hombre que estaba ante él había cambiado. Reflejaba recelo hasta el punto de no ver nada más, y también precaución. Había una capa superficial de dulzura y compañerismo, tan delgada y ocultando tan poco la animosidad que resultaba más peligrosa que cualquier otro rasgo.

—Creo —dijo Schwartz, muy nervioso— que no estoy capacitado para este trabajo.

—No, no, vuelva. —Y el administrativo le hizo gestos para que se acercara—. Tenemos algo para usted. Déjeme mirar en estos archivos.

Estaba sonriendo, pero su contacto mental era más claro y más hostil todavía.

Había apretado un botón de su escritorio…

Schwartz, súbitamente dominado por el pánico, se lanzó hacia la puerta.

—¡Cogedlo! —gritó el empleado al instante mientras abandonaba a toda prisa su escritorio.

Schwartz atacó al contacto mental, lo golpeó violentamente con su pensamiento y escuchó un gemido a su espalda. Miró con rapidez por encima del hombro. El administrativo se encontraba sentado en el suelo, con el rostro contraído y las sienes hundidas en las palmas de las manos. Otro hombre se inclinó sobre él, y tras un gesto de apremio, se lanzó hacia Schwartz, que no esperó ni un momento más.

Salió por fin a la calle, sabedor ya de que debía existir una orden de búsqueda y captura y que habrían difundido su descripción personal, y sabiendo igualmente que el empleado, como mínimo, le había reconocido.

Echó a correr y dobló esquinas sin ver siquiera por dónde iba. Atrajo la atención, más todavía a esa hora, ya que las calles estaban cada vez más llenas de gente… Recelo, recelo por todas partes, recelo porque él estaba corriendo, recelo porque su ropa estaba arrugada y no era de su talla, recelo porque su cara parecía tener pelos, pelos pequeños y grises…

Schwartz dejó escapar un quejido al captar ese pensamiento en bastantes contactos mentales. Al parecer ninguno de aquellos hombres nuevos tenían pelos en la cara. Arbin no disponía de material para afeitado y Schwartz había tenido que improvisar el suyo con una especie de cortador de acero… Pero, ¿dónde se afeitaría ahora? Y si no se afeitaba, la barba le delataría.

Dada la multiplicidad de contactos mentales y la confusión causada por su miedo y su desespero, Schwartz no podía identificar a los enemigos verdaderos, aquellos que no sólo reflejaban recelo sino también certidumbre…, y por ello no pudo darse cuenta de la presencia del látigo neurónico.

Sólo sintió un dolor espantoso, que llegó como el silbido de un latigazo y perduró como si le hubiera caído una roca encima. Durante algunos instantes se deslizó cuesta abajo por la pendiente de la agonía, antes de adentrarse en la negrura.

Y ahora estaba sentado en el banco de la celda con su mente proyectada y percibiendo únicamente peligro y muerte.

La puerta se abrió y Schwartz se puso en pie al instante, rígido a causa del miedo. Sus rodillas y caderas le produjeron una punzada de dolor al erguirse, y estuvo a punto de desplomarse.

Era un hombre con uniforme verde y con un objeto metálico en una mano, un objeto que Schwartz sabía que era peligroso.

—Acompáñeme.

Schwartz fue tras el desconocido sin dejar de especular. Había detenido al primer individuo que lo siguió en la carretera de Chica. Casi había dejado sin conocimiento al administrativo aquella mañana. ¿Con cuántos podría enfrentarse?… Sería preferible aguardar, antes del último y definitivo esfuerzo.

Le hicieron pasar a una habitación muy espaciosa. El guardián cerró la puerta al marcharse y se situó al otro lado.

Schwartz miró alrededor.

—Acérquese, Joseph Schwartz.

Había una tarima en el otro extremo de la habitación, como el estrado de los jueces en la sala del tribunal. En un alto sillón de complejo diseño se hallaba sentado el hombre con larga túnica verde que acababa de hablar.

Schwartz se acercó muy despacio y reparó en primer lugar en los dos hombres y la mujer joven que ocupaban sencillas sillas de madera con brazos y piernas extrañamente rígidos.

—¿Reconoce a estas personas, Joseph Schwartz? —preguntó el hombre de la túnica.

Schwartz los contempló y señaló a uno de ellos.

—A éste lo vi una vez.

Había señalado a Shekt.

—Lo sometí a tratamiento con el sinapsificador —repuso en tono de hastío el físico—. Y ese fue el único contacto que tuve con él. Usted lo sabe. Protesto por este…

—¡Silencio! ¿Qué dice usted, doctor Arvardan?

—Nunca lo había visto —fue la réplica breve y hostil.

—Eso ya lo veremos dentro de un rato —fue la siniestra respuesta.