Se reunieron en una habitación interior del segundo piso de la casa, con las ventanas cuidadosamente polarizadas para lograr opacidad total. Pola permaneció abajo, alerta y con los ojos bien abiertos, sentada en un sillón desde el que podía vigilar la calle, oscura y desierta en esos momentos.
La encorvada figura de Shekt tenía un aspecto distinto del que Arvardan había observado diez horas antes. El semblante del físico continuaba ojeroso, infinitamente cansado, pero los rasgos anteriores de aparente incertidumbre y timidez se habían transformado en un gesto de feroz desafío.
—Doctor Arvardan —dijo, y su voz era firme—, debo pedirle excusas por el tratamiento que le ofrecí esta mañana. Esperaba que usted lo entendería…
—Debo admitir que no lo entendí, caballero, pero ahora es distinto.
Shekt tomó asiento ante la mesa y señaló la botella de vino. Arvardan agitó la mano en gesto de disculpa.
—Si no le importa, comeré un poco de fruta… ¿Qué es esto? No creo haber visto algo parecido.
—Es una variedad de naranja —dijo Shekt—. Supongo que no crece fuera de la Tierra. La corteza se quita fácilmente.
Hizo una demostración y el arqueólogo, después de oler con curiosidad la fruta, hincó los dientes en la pulpa vinosa. Lanzó una exclamación.
—¡Caramba, es deliciosa, doctor Shekt! ¿Nunca han intentado exportar estos productos?
—Los Antiguos no gustan de comerciar con el exterior —dijo sombríamente el físico—. Del mismo modo que nuestros vecinos no gustan de comerciar con nosotros. Es un simple aspecto de nuestras dificultades en la Tierra.
Y Arvardan se sintió abrumado por un brusco espasmo de furia.
—Lo más estúpido que he oído. Se lo aseguro, casi pierdo la esperanza en la inteligencia humana cuando veo lo que hay en las mentes de los hombres.
Shekt se alzó de hombros. Tenía tras de sí una vida entera de tolerancia.
Me temo que forma parte del problema casi insoluble del antiterrestrismo.
—Si es casi insoluble —replicó con energía el arqueólogo— se debe a que nadie parece desear soluciones. ¿Cuántos terrestres responden a la situación odiando sin discriminación a todos los ciudadanos galácticos? ¿Desean igualdad, tolerancia mutua?… No. Sólo desean tener su ocasión como mandamases.
—Es posible —dijo tristemente Shekt—. Pero se trata de un efecto simplemente superficial. Denos la oportunidad y crecerá una generación de humanos igual que cualquier otra. Los integracionistas, con su tolerancia y su creencia en el carácter universal de la humanidad, más de una vez han tenido fuerza en la Tierra. Yo soy integracionista. Pero la organización está en manos de los zelotes, es decir, los nacionalistas radicales con sus sueños de dominio pasado y dominio futuro. Lo que precisa el Imperio es justamente protección contra ellos.
Arvardan frunció el ceño en gesto de hastío.
—¿La revolución de que hablaba Pola?
—Doctor Arvardan —dijo Shekt en tono grave—, no es sumamente fácil convencer a una persona de la posibilidad aparentemente ridícula de que la Tierra conquiste la galaxia, pero es cierto. Físicamente no valgo nada y tengo muchas ganas de vivir. Imagine pues la crisis inmensa que debe existir ahora para que me vea forzado a correr el riesgo de cometer un acto de traición con los ojos de la administración local puestos ya sobre mi persona.
—Bien —respondió Arvardan—, si el asunto va en serio, será mejor que le diga una cosa ahora mismo. No soy agente imperial. No tengo relación alguna con el gobierno imperial. Soy exactamente lo que parezco ser: un arqueólogo al mando de una expedición científica relacionada únicamente con mis intereses personales. Estoy seguro de que para este asunto, le sería más práctico ver al procurador.
—Eso es precisamente lo que no puedo hacer, doctor Arvardan. Los Antiguos me vigilan para evitar que tal cosa se produzca. Cuando se presentó usted en mi casa, pensé que podía ser un intermediario. Que él sospechaba.
—Tal vez sospecha…, no se lo puedo asegurar. Pero no soy un intermediario. Lo siento.
—Sin embargo, está aquí y es ciudadano del Imperio. Puede visitar al procurador más tarde.
En su semblante había una expresión de infinita súplica.
Arvardan estaba nervioso. De momento no le cabía ninguna duda de que se encontraba hablando con un paranoico entrado en años y excéntrico, quizás inofensivo pero completamente chiflado. A pesar de todo, Arvardan seguía allí. El arqueólogo no analizó sus motivos, aunque un observador malicioso habría sospechado que unos mechones de cabello castaño claro y unos ojos azules, por entonces en otra habitación, podían ser parte de la explicación.
En cualquier caso, Arvardan se recostó en su silla.
—Bien, el riesgo lo corre usted. Yo le ayudaré si puedo, pero no le prometo nada.
—Escúcheme con atención. Es lo único que pido. Doctor Arvardan, ¿ha oído hablar de mi sinapsificador?
—El procurador lo mencionó. Por lo demás, no sé nada.
—¿Y qué dijo el procurador?
—Que era un fracaso interesante, ideado para mejorar la capacidad de aprender, creo.
Shekt mostró su enfado.
—Sí, sin duda alguna Ennius opina que el invento es un fracaso. Ésa es la publicidad que se le dio, y de los resultados francamente buenos no se ha dicho nada… deliberadamente.
—Hum. Una muestra bastante anormal de ética científica, doctor Shekt.
—Lo admito. Pero tengo cincuenta y seis años, caballero, y si sabe algo sobre las costumbres de la Tierra, sabrá que no me queda mucha vida por delante.
—Según he leído, se hacen excepciones, entre otras personas, con científicos notables.
—Desde luego. Pero eso lo dicen el primer ministro y el Consejo de Antiguos, y no hay posibilidad de apelar contra sus decisiones, ni siquiera el emperador puede hacerlo. Se me comunicó que el precio de mi vida era guardar el secreto del sinapsificador y esforzarme en mejorarlo. —El físico extendió las manos en señal de desesperación—. ¿Cómo iba a saber entonces el resultado, el uso que le darían a la máquina?
—¿Y qué uso es ése?
Arvardan sacó un cigarrillo de la cajetilla que guardaba en la camisa y ofreció otro al físico, que lo rechazó.
—Aguarde un momento, por favor… Después de que mis experimentos llegaron hasta al punto en el que consideré que el instrumento podía emplearse con seres humanos sin arriesgar sus vidas, ciertos biólogos de la Tierra recibieron tratamiento, uno a uno. En todos los casos se trataba de hombres que yo sabía simpatizaban con los zelotes, con los extremistas, quiero decir. Todos sobrevivieron, si bien hubo efectos secundarios al cabo de un tiempo. Finalmente, volvieron a traer a uno de esos hombres. No pude salvarlo, pero mientras deliraba…, averigüé la verdad…
Casi era medianoche. La jornada había sido larga y habían pasado muchas cosas. Pero algo empezaba a agitarse en el interior de Arvardan.
—Me gustaría que fuera al grano —se limitó a decir.
—Le ruego paciencia. Debo darle una explicación lo más completa posible para que me crea. Lógicamente usted conoce el medio ambiente especial de la Tierra, su radiactividad…
—Sí, tengo buenos conocimientos al respecto.
—Y el efecto de esa radiactividad en los terrestres.
—Sí.
—En ese caso no me explayaré en el tema. Sólo preciso decir que la incidencia de las mutaciones en la Tierra es mayor que en el resto de la galaxia. De modo que la idea de nuestros enemigos, que los terrestres somos distintos, posee cierta base de verdad física. De hecho, las mutaciones son poco importantes y en su gran mayoría carecen de potencial de supervivencia. Si algún cambio permanente se ha producido entre los terrestres es únicamente en ciertos aspectos de los procesos químicos internos, cambio que permite mostrar mayor resistencia al medio ambiente particular, mayor resistencia a la radiación, curación más rápida de los tejidos dañados…
—Doctor Shekt, estoy familiarizado con todo lo que dice.
—¿Y no ha pensado nunca que esos procesos de mutación ocurren en otras especies vivientes de la Tierra además de la humana?
Se produjo un breve silencio antes de que Arvardan contestara.
—Pues no, no lo había pensado, aunque, ya que lo menciona lógicamente es algo inevitable.
—Exacto. Está ocurriendo. Nuestros animales domésticos existen en variedad muy superior a la de cualquier otro mundo habitado. La naranja que ha comido es una variedad mutada que no se halla en ningún otro sitio. Por ese motivo, entre otros, la naranja es tan inaceptable para las exportaciones. Los extranjeros recelan de las naranjas del mismo modo que recelan de nosotros…, y nosotros las protegemos como propiedades valiosas peculiares de nuestro planeta. Y, desde luego, lo que es de aplicación a plantas y animales tiene igualmente validez para la vida microscópica.
Y Arvardan sintió en ese momento la fina punzada del miedo.
—¿Se refiere a… las bacterias? —dijo.
—Me refiero al dominio de la vida primitiva. Protozoos, bacterias, y las proteínas autorreproductoras que algunas personas denominan virus.
—¿Qué trata de decir?
—Creo que usted tiene alguna noción al respecto, doctor Arvardan. De pronto parece muy interesado. Mire, entre ustedes los galácticos existe la creencia de que los terrestres son portadores de muerte, que relacionarse con un terrestre equivale a morir que los terrestres son portadores de desgracia, que poseen una especie de ojo maléfico…
—Estoy enterado de todo eso. Simple superstición.
—No del todo. Esa es la parte molesta. Como todas las creencias comunes, a pesar de su superstición, distorsión o falsedad, ésta posee en el fondo algo de verdad. Verá, algunas veces un terrestre lleva en su organismo una forma mutada de parásito microscópico que no guarda parecido con los conocidos en otros lugares y al que los extranjeros no son especialmente resistentes. Lo que sigue es pura biología, doctor Arvardan.
El arqueólogo guardó silencio.
—Por supuesto, también nosotros padecemos las consecuencias de vez en cuando —prosiguió Shekt—. Una nueva especie de germen logra salir de las nieblas radiactivas y una epidemia asola el planeta, pero los terrestres, en general, no han quedado a la zaga. Para todas y cada una de las variedades de gérmenes y virus elaboramos generación tras generación nuestras defensas y sobrevivimos. Los extranjeros no tienen esa oportunidad.
—¿Pretende decir —intervino Arvardan, con una sensación raramente vaga— que el contacto con usted ahora mismo…?
Echó hacia atrás su silla.
Shekt sacudió la cabeza.
—Naturalmente que no. Nosotros no creamos la enfermedad, simplemente, en condiciones muy desfavorables, somos portadores de ella. Si yo viviera en su planeta, doctor, sería un portador del germen tanto como usted. E incluso aquí, sólo uno de cada mil billones de gérmenes, o uno entre un cuatrillón es peligroso. La probabilidad de que usted se contagie ahora mismo es inferior a la que tiene un meteorito para atravesar el techo de esta casa y caer sobre usted… A menos que los gérmenes en cuestión sean buscados, aislados y concentrados deliberadamente.
De nuevo se hizo el silencio, pero más prolongado esta vez.
—¿Han estado haciendo eso? —preguntó Arvardan con voz apagada.
—Sí. Por razones inocentes… al principio. Lógicamente, nuestros biólogos sienten especial interés por las peculiaridades de la vida terrestre, y no hace mucho aislaron el virus de la fiebre común.
—¿Qué es la fiebre común?
—Una enfermedad endémica benigna típica de la Tierra. Es decir, siempre nos acompaña. Casi todos los terrestres la padecen en su infancia y sus síntomas son excesivamente graves. Fiebre moderada, erupciones transitorias e hinchazón de las articulaciones, junto con una molesta sensación de sed. Completa su ciclo en un período de cuatro a seis días y a partir de entonces quedamos inmunizados. Yo la tuve. Igual que Pola. Sin embargo, ocasionalmente, algún miembro de la guarnición imperial se contagia y es normal que fallezca antes de doce horas. Después le entierran los terrestres, ya que cualquier soldado que se acercara moriría también.
»El virus, como decía, fue aislado hace diez años. Se trata de una nucleoproteína, como casi todos los virus filtrables, que no obstante posee la notable propiedad de contener una concentración anormalmente elevada de carbono radiactivo y nitrógeno. Al decir anormalmente elevada me refiero al cincuenta por ciento. Se supone que los efectos del organismo sobre su huésped se deben más a sus radiaciones que a sus toxinas. Naturalmente, parece lógico que los terrestres, adaptados a la radiación gamma, sufran tan sólo trastornos ligeros. El interés inicial por el virus se basó en el método que le permitía concentrar los isótopos radiactivos. Como usted sabe, ningún medio químico puede separar isótopos, como tampoco puede hacerlo ningún organismo conocido…, pero la dirección de la investigación cambió.
»Seré breve, doctor Arvardan. Creo que ya imagina el resto. Podían efectuarse experimentos con animales extraterrestres, pero no con hombres extranjeros. El número de éstos en la Tierra era escaso, no podía tolerarse que varios desaparecieran sin dejar rastro. Y tampoco podía tolerarse que los descubrieran antes de tiempo. En consecuencia, mandaron a un grupo de bacteriólogos al sinapsificador para que volvieran con inteligencias muy desarrolladas. Ellos fueron los que idearon un nuevo enfoque matemático de la química de la proteína y la inmunología, que finalmente les permitió formar una cadena artificial de virus con el propósito de afectar tan sólo a seres humanos galácticos. Actualmente existen toneladas de virus cristalizado.
Arvardan se sentía consumido. Notó que las gotas de sudor resbalaban perezosamente por sus sienes y sus mejillas.
—En ese caso está diciéndome —comentó en tono ronco— que la Tierra pretende dejar suelto este virus en la galaxia, que van a iniciar una gigantesca guerra bacteriológica…
—Una guerra que nosotros no podemos perder y que ustedes no pueden ganar. Exacto. Una vez iniciada la epidemia, millones de personas morirán a diario y nada podrá contenerla. Los que impulsados por el pánico huyan en naves espaciales serán portadores del virus, y si alguien intenta hacer estallar planetas enteros, siempre será posible iniciar de nuevo la epidemia en nuevos centros. No existirá motivo alguno para relacionar el problema con la Tierra. Cuando nuestra supervivencia empiece a ser sospechosa, el estrago habrá progresado tanto, la desesperación de los galácticos será tan honda que nada les importará.
—¿Y todos morirán?
El horror impresionante no calaba: no podía hacerlo.
—Tal vez no. Nuestra nueva ciencia bacteriológica sirve en ambos sentidos. También tenemos la antitoxina y los medios para producirla. Podría usarse en caso de rendición temprana.
En la horrible negrura que siguió, la voz de Shekt sonó débil y fatigada. Durante esa negrura Arvardan no pensó ni por un momento en dudar respecto a la veracidad de cuanto había escuchado, la horrible verdad que de un solo golpe anulaba las posibilidades en contra de veinticinco mil millones contra uno.
—No es la Tierra la que está haciendo esto. Un puñado de líderes, depravados por la presión gigantesca que los excluyó de la galaxia, que odian a quienes los dejaron fuera, que desean como locos devolver el golpe cueste lo que cueste…
»En cuanto empiecen, la Tierra tendrá que seguirlos. ¿Qué otra cosa podrá hacer? Por su tremenda sensación de culpabilidad, tendrá que concluir la tarea empezada. ¿Podrá tolerar que sobreviva gran parte de la galaxia y arriesgarse al castigo? Y de todas formas, ¿puede evitarlo? Seguramente algunos rincones apartados se salvarán, otros podrían estar inmunizados… Suficientes personas para recordar el odio eterno que se producirá, y para vengarse.
»Y yo, antes que extraterrestre, soy hombre. ¿Deben morir billones en provecho de millones? ¿Debe derrumbarse una civilización extendida por la galaxia en provecho del resentimiento de un planeta, por muy justificado que esté? ¿Y quedaremos en mejor situación gracias a eso? La fuerza de la galaxia seguirá residiendo en los mundos dotados de los recursos necesarios…, y nosotros no tenemos recursos. Incluso es posible que los terrestres gobiernen en Trantor durante una generación, pero sus hijos serán trantorianos y a su vez despreciarán a los que permanezcan en la Tierra.
»Y además, ¿qué ventaja hay para la humanidad si cambia la tiranía de la galaxia por la tiranía de la Tierra? No, no, debe haber una salida para todos los hombres, un camino hacia la justicia y la libertad.
Sus manos se alzaron hasta su cara y la cabeza de Shekt se meció suavemente tras los nudosos dedos.
Arvardan lo había escuchado todo sumido en una niebla de estupor.
—No hay traición en lo que usted ha hecho, doctor Shekt —murmuró—. Al contrario, veo en usted la unidad de la raza humana. ¿Cómo podemos impedir esto? ¿Cómo?
Se oyó ruido de pasos acelerados, una cara asustada entró de pronto en la habitación y la puerta quedó abierta.
—Padre… Vienen hombres por el camino de acceso.
El doctor Shekt palideció.
—Deprisa, doctor Arvardan, por el garaje. —Estaba dándole violentos empujones—. Vaya a ver a Ennius. Cuéntele todo esto. Llévese a Pola, y no se preocupe por mí. Yo los frenaré.
Pero un hombre ataviado con una túnica verde les aguardaba cuando se volvieron. Esbozaba una sonrisa apenas visible y empuñaba, como si tal cosa, un látigo neurónico, el arma que aturdía con el máximo dolor posible. Se oyó un estruendo de puñetazos en la puerta principal, algo que se derrumbaba y ruido de pies moviéndose pesadamente.
—Es el secretario del primer ministro —murmuró el desesperado doctor Shekt.
—Cierto. —El hombre de la túnica verde avanzó—. Y casi se ha salido con la suya. Pero sólo casi… Hum, una mujer también. Poco discreto… Y nuestro amigo imperial, el inocente arqueólogo.
—Soy ciudadano galáctico —dijo con firmeza Arvardan— y niego su derecho a detenerme, o lo que es igual, a entrar en esta casa sin autoridad legal.
—Yo —y el secretario tocó suavemente su pecho con la mano desocupada— soy todo el derecho y la autoridad de este planeta… y antes de un mes, tal vez de la galaxia… Ya los hemos cogido a todos, incluso al agente T.
—¿El agente T? —preguntó llanamente Arvardan.
—El hombre que se hace llamar Joseph Schwartz. También él está detenido, y le está esperando.
Lo último que vio Arvardan fue una sonrisa que se hacía más amplia…, y el destello del látigo. Se desplomó y perdió el conocimiento después de una llamarada carmesí de dolor.