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Estaban sentados juntos, los dos. De nuevo solos.

—Quizá, después de todo, debía ocurrir así —dijo Twissell, medio preguntándoselo a sí mismo.

—¿Cómo es eso? —dijo Manfield.

—Ya oyó lo que dijo sobre tomar el lugar de Mallon. Y sabe que lo hará. Pero, ¿habría estado dispuesto a hacerlo, habría tenido la habilidad para hacerlo si, primero, no hubiese ido al 20? ¿Se habría completado el ciclo?

«Va a borrar su error —pensó malhumorado Manfield—. Va a convencerse él mismo de que no fue un error de ningún modo; que todo fue sólo otro golpe de genio de Twissell.»

—¿Cómo vamos a poder saberlo? —dijo en voz alta.

—Lo noto. Hasta un programador puede tener intuiciones de vez en cuando, supongo. Estoy convencido de que Cooper pertenecía al 20 al igual que al 24. La realidad primitiva es inmutable.

—No pensaba así hace una semana. Dijo que el cambio había tenido lugar dentro de la eternidad, no en la era primitiva.

Twissell dejó de lado eso con un gesto irritado de sus manos.

Manfield insistió.

—Y, de todos modos, ¿cómo podemos saberlo? Suponga que Cooper ha cambiado la realidad. Habríamos cambiado, y nuestros recuerdos también.

Twissell resopló.

—Le digo que nada ha cambiado.

—Pero, ¿por qué no? Hubo el primer intento de Cooper de poner un anuncio en milenio sesenta. ¿Acaso eso no habría tensado la textura de la realidad? Luego el anuncio que sí puso. ¿Cuántas otras personas pueden haberse tropezado con él entre el 20 y el 24 y preguntarse qué estaba haciendo una nube en forma de hongo en una revista de 1932? Suponga que se hicieron preguntas acerca de las letras iniciales que deletreaba la palabra primitiva para átomo. Cooper estuvo allí casi seis meses. Yo estuve allí casi dos días. En ese tiempo…

—El hecho es —dijo Twissell agudamente—, que no ha tenido lugar cambio alguno. ¿Por qué insiste en lo contrario?

Los hombros de Manfield se abatieron. No podía engañarse a sí mismo. Si el ego de Twissell estaba encadenado al hecho de que no se había producido cambio alguno, al suyo le preocupaba de un modo igualmente íntimo e insistente el que se hubiese producido.

—Tenía la esperanza… —dijo, y se detuvo.

—¿Y bien?

—Creí que pudo haber algún pequeño cambio. Un microcambio, por decirlo así, cuyas ondulaciones fuesen expandiéndose a lo largo de todo el flujo del tiempo.

—Los cambios cuánticos son grandes —dijo Twissell.

—Los cambios cuánticos normales, sí. Pero, ¿quién conoce la matemática de la realidad en los siglos primitivos? Sin la presencia de la eternidad, el caso es distinto. ¿Por qué no puede existir la posibilidad de microcambios?

—¿Adónde quiere ir a parar? —preguntó Twissell.

—¿Por qué no podría existir una nueva realidad en la que mi hijo esté sano, o una en la que no existe? Cualquier cosa, menos la actual.

—No hay modo alguno de que pueda comprobarse eso —se apresuró a decir Twissell—. No debe seguir jugando con el tiempo. Ni yo tampoco. Ni yo tampoco. Hemos terminado, los dos.

Y por un instante a sus ojos volvió el horror al pensar nuevamente en cómo se había encontrado contemplando el abismo y, en él, el fin de toda la eternidad.

—Nunca intentaré verlo —susurró Manfield—. No tengo el valor para hacerlo.

Preocupado, se llevó un cigarrillo a los labios y lo encendió, alzando luego la vista sorprendido ante el agudo grito de Twissell.

—Líbrese de esa basura venenosa, por el gran Cronos —dijo Twissell—. No puedo soportarla.

Manfield se apresuró a apagar el cigarrillo y, mentalmente, frunció el ceño sorprendido. Había ido muy lejos, realmente, al encender un cigarrillo en compañía del más conocido y fanático enemigo del tabaco de toda la eternidad.

Twissell arrugó la nariz ante el acre vapor que aún flotaba en el aire y dijo:

—Acostúmbrese a esa idea, Manfield —dijo—. No ha habido cambio alguno en la eternidad. Ninguno en absoluto. Acepte mi palabra de ello.

Y contempló lleno de repulsión los restos del cigarrillo.