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Los acontecimientos del día siguiente se salieron de lo normal en varios aspectos. Nadie salvo Twissell (y un Twissell actuando con la más absoluta arbitrariedad) hubiese podido saltarse de tal modo los «canales», introduciendo enormes hileras de cálculos a toda prisa en las máquinas de computación, ignorando de tal modo las horrorizadas quejas de los operadores que veían trastornado su trabajo.

Nadie salvo Twissell podría haberlo hecho, y nadie salvo Twissell habría podido tener lista su cabina, con nuevas coordenadas, en un plazo de veinticuatro horas.

Para colmo de todo, Twissell ignoró por completo la costumbre establecida en la eternidad de mantenerse siempre a nivel con el fisiotiempo.

Se lo dijo, jadeante, a un Manfield ya ataviado con el traje adecuado a la era que iba a visitar.

—No he tenido en consideración el lapso de fisiotiempo. He desconectado el radiocrón.

—Muy bien —dijo con calma Manfield.

Se ajustó los incómodos pantalones de su atuendo del siglo 225, que había decidido se aproximaban lo suficiente a la versión del siglo 20; lo bastante, al menos, como para hacer innecesario confeccionar un nuevo traje, lo cual hubiese precisado demasiado tiempo.

—No me importa si necesita un día, un mes o diez años para encontrarle —prosiguió Twissell. No me importa el tiempo que él haya estado ahí. Volverá al mismo instante en que se marchó, una vez que active el campo temporal en ese extremo. No puedo esperar a que pase el fisiotiempo. ¿Lo entiende?

Manfield asintió. Significaba que si la cacería le ocupaba el improbable espacio de tiempo de diez años, volvería a la eternidad con diez años de envejecimiento respecto a los demás eternos. Psicológicamente, sería desagradable. Pero asintió.

Se abrochó un último botón y dijo:

—Estoy listo.

Y así, ocurrió que cuando Twissell, su corazón latiendo enloquecido y sus sudorosas manos casi incapaces de hacer lo que era necesario, consiguió finalmente mover la palanca, la cabina nunca llegó a moverse.

O, al menos, se fue y regresó al mismo instante, con lo que no hubo ninguna pausa aparente en su existencia.

De hecho, el único cambio que tuvo lugar fue que en la cabina, al lado de un repentinamente agotado Manfield, estaba un enflaquecido pero no mucho más viejo Brinsley Sheridan Cooper.

Y entonces Twissell hizo algo totalmente fuera de lo normal. Algo que estaba por completo fuera de su carácter. Ante los ojos asombrados de los otros dos, de pronto e inesperadamente, se echó a llorar de puro alivio.

Cooper permaneció algo más de un fisiodía en la eternidad. Durante todas esas horas siguió estando un poco excitado, sin ser él mismo, parecía que sin acostumbrarse todavía al hecho de que, finalmente, había vuelto a la eternidad.

—Si supiesen cómo me sentí cuando conseguí un periódico por primera vez —no dejaba de repetir—. Quería saber el día exacto, ya entienden. ¡Sólo que resultó ser el año 1931! Pensé que me estaba volviendo loco.

—Pero, ¿qué le hizo pensar en el anuncio, muchacho? —preguntó Twissell—. Fue genial.

—Tardó meses en ocurrírseme. Si supiesen lo que intenté al principio… Intenté esculpir piedras, sólo que no sabía cómo hacerlo sin un tubo perforador McIlvain. Luego intenté imaginar un modo de introducirme en los archivos. Durante dos meses traté de conseguir un trabajo en una de las imprentas del gobierno, pero había algo llamado Servicio Civil y yo carecía de certificado de nacimiento. Además, estaba en medio de una depresión económica. Mis provisiones de oro en metálico se estaban agotando.

—Si hubiese aterrizado dos años más tarde —dijo secamente Manfield—, su oro no le habría servido de nada. Hubo un período en que la posesión de oro fue ilegal —prosiguió, explicándoselo a Twissell.

—De cualquier modo —dijo Cooper—, finalmente pensé en la revista con la que pasamos tanto tiempo, instructor Manfield. Al principio pensé poner en ella algo en dialecto del milenio sesenta para el ejecutor Twissell, ya sabe. Pero no habrían aceptado un anuncio que no pudiesen entender, así que volví a intentarlo simplemente en inglés primitivo. Sabía que el instructor Manfield lo entendería. Y entonces, el mismo día en que apareció, el telegrama del instructor Manfield estaba en la oficina de correos. ¡Uf!

—Mañana tendrá que volver a abandonar la eternidad —dijo Twissell—. Lo entiende, ¿verdad, jovencito? Sigue habiendo un trabajo que hacer.

—Está bien —dijo Cooper, exultante—. Después de todo lo que he pasado, eso no es nada. Cuando descubrí que no había ningún campo temporal que reactivar para el regreso, supe que había ocurrido un accidente. Me sentí tan perdido. En el 24, al menos, sé que volveré. Por el gran Cronos, me siento tan seguro de mí mismo ahora que si no encuentro de inmediato a Harvey Mallon, tengo medio pensado asumir sencillamente su nombre y darle yo mismo a la Tierra el campo temporal. Lo haré, a poco que pueda.

Y, por encima de su cabeza, los ojos de Twissell se encontraron con los de Manfield.