Las instalaciones del colegio de Antiguos de Washenn son simplemente formales. Austeridad es la palabra clave, y hay un aire francamente grave en los apretados grupos de novicios que dan su paseo de la tarde entre los árboles del patio, donde nadie excepto los Antiguos puede entrar. De vez en cuando la figura con túnica verde de un Antiguo decano atraviesa el césped y recibe graciosas reverencias.
Y en raras ocasiones puede hacer acto de presencia el mismo primer ministro…
Pero no como en este momento, casi corriendo, casi sudoroso, haciendo caso omiso de los que respetuosamente alzan las manos, desatento a las miradas precavidas que le siguen, a las miradas inexpresivas que se cruzan, a las cejas ligeramente arqueadas…
Se introdujo en la Sala Legislativa por la entrada particular y echó a correr rampa abajo entre el resonar de sus zancadas. La puerta a la que se dirigía como un rayo se abrió mediante la presión de un pie del único ocupante y el primer ministro entró.
El secretario apenas alzó la mirada de su escritorio, pequeño y sencillo, donde estaba inclinado sobre un televisor diminuto cuyo sonido escuchaba con atención mientras sus ojos erraban por más o menos una mano de papel de comunicaciones al parecer oficiales apiladas ante él. El primer ministro golpeó bruscamente el escritorio.
—¿Qué es esto? ¿Qué ocurre?
Los ojos del secretario miraron breve y fríamente al primer ministro y el televisor quedó apagado.
—Saludos, vuestra sabiduría.
—¡No me des saludos! —replicó con impaciencia el primer ministro—. Quiero saber qué está pasando.
—En una palabra, nuestro hombre ha huido.
—¿Hablas del hombre que Shekt sometió al sinapsificador, el que parloteaba en un idioma raro…, el de la granja cerca de Chicago?…
Es incierto el número de detalles que el primer ministro habría recitado si el secretario no lo hubiera interrumpido en tono indiferente.
—Exacto.
—¿Por qué no he sido informado? ¿Por qué no soy informado nunca?
—Eran precisas medidas inmediatas y tú estabas ocupado. Yo te he sustituido, con toda mi capacidad.
—Sí, te preocupas mucho de mis ocupaciones cuando deseas actuar sin mí. Bien, no lo toleraré. No consentiré que se actúe sin mí, que se me deje de lado. No pienso…
—Estamos retrasándonos —fue la réplica en el tono de voz normal, y la casi gritería del primer ministro cesó.
El recién llegado carraspeó y vaciló antes de seguir hablando.
—¿Qué datos tenemos?
—Apenas ninguno. Al cabo de seis meses de paciente espera, sin nada que indicara tal cosa, ese individuo, el agente T, como lo denominan los informes, se marchó.
—¿Lo siguieron?
—Naturalmente. Cuatro horas por la autopista, hacia el este. Después se esfumó.
—¿Se esfumó?
—Ese es el detalle misterioso, ya que no existe explicación lógica.
—¿De qué hablas, qué es eso de que no existe explicación lógica? ¿Cómo es posible? ¿Cómo vamos a lograr nuestros fines si en momentos cruciales no existe explicación lógica?
—Hemos interrogado a nuestro agente. Habla de dolor de cabeza, dolor cegador, luces muy brillantes ante sus ojos, mareo. No está seguro de cuánto tiempo sufrió el ataque. Media hora, tal vez.
—Imposible. Lo han sobornado.
—O lo atacaron —dijo el secretario sin perder la compostura—. No somos los únicos que poseemos métodos de ataque desconocidos.
El primer ministro palideció de forma perceptible.
—¿Y qué haremos ahora?
—Encontrar al agente T. Es evidente que el Imperio tiene una organización en la Tierra de la que no sabemos nada. El agente T, una vez localizado, nos dará pistas para descubrirla, a menos que él mismo sea un pez gordo. Cosa que todavía sería mejor.
El primer ministro volvió la cabeza y se mordió el labio mientras su cerebro emprendía una carrera. Su siguiente pregunta la hizo de espaldas.
—¿Qué hay del campesino con el que estaba viviendo el agente T?
—Nada. Lo interrogaron y lo dejaron marchar… Una simple herramienta, de ningún valor ni para ellos ni para nosotros.
Acto seguido, por primera vez, el secretario tomó la iniciativa.
—Tienes una cita con el profesor Bel Arvardan dentro de cuatro horas.
El otro hombre agitó la mano en un gesto de irritada negligencia.
—Anúlala.
—De ningún modo. Será mejor que hables con él.
—¿Por qué? —preguntó dando media vuelta—. ¿Quién es ese como se llame? ¿Qué desea?
—Deberías haberlo preguntado antes. Es arqueólogo del Imperio.
—¿Y qué tengo que ver yo con la arqueología, por la galaxia? ¿O con los arqueólogos?
—Nada. Pero un representante del Imperio desea verte el mismo día que el agente T se nos escapa.
—Ah… —Y el primer ministro, como si de pronto estuviera cansado, se dejó caer en la silla de respaldo recto que había en un rincón—. Esto supera mi comprensión. Me he perdido.
—Cierto —murmuró el secretario, y dejó que una tenue sonrisa apareciera en sus labios—. Ennius, nuestro respetable procurador, nos ha enviado una nota avisándonos de la llegada del arqueólogo.
—Tampoco he recibido esa nota. Te lo aseguro, no se me informa de nada de lo que ocurre. Es vergonzoso…
—Bueno, yo te informaré ahora, vuestra sabiduría. Ennius afirma expresamente que este Arvardan no es representante oficial ni de él ni del Imperio, y que desconoce por completo nuestras costumbres. Y espera que lo tratemos con tolerancia y comprensión, dada su ignorancia… Ah, sí, Ennius nos manda saludos fraternales.
—Parece demasiado ansioso —dijo el primer ministro—. No creo una sola palabra.
—Tu misión será juzgar eso. No sabemos quién o qué es Arvardan…, pero nuestro objetivo es averiguarlo y no perderle de vista hasta conseguirlo.
Cuando el primer ministro estaba a punto de marcharse, el secretario levantó un dedo.
—¡Vuestra sabiduría! —El aludido se volvió—. Sobre Arvardan otra vez —dijo el secretario—. Sería preferible que no ensayaras estrategias profundas. Muestra naturalidad y sé tan elocuente como quieras, siempre que no digas nada. Limítate a una misión de confusión y demora. Y sonríe. Tu actual expresión te delataría.
Bel Arvardan llegó puntualmente y tuvo tiempo de curiosear. Para un hombre muy familiarizado con los triunfos arquitectónicos de la galaxia entera, el Colegio de los Antiguos apenas era más que un triste bloque de granito con refuerzos de acero, moldeado con un estilo arcaico. Para un hombre que además era arqueólogo, la construcción podía constituir, con su austeridad lóbrega y casi salvaje, el hogar apropiado para una forma de vida lóbrega y casi salvaje. Su mismo carácter primitivo indicaba que los ojos estaban vueltos hacia el pasado lejano…
En cuanto al primer ministro, su túnica era nueva y debido a ello relucía. Su frente no mostraba señal alguna de prisa o duda, el sudor quizá fuera algo desconocido para ella.
Y la conversación fue francamente amistosa. Arvardan se afanó en mencionar los buenos deseos de algunos gentilhombres del Imperio al pueblo de la Tierra. El primer ministro mostró igual cuidado al expresar la enorme gratitud que debía sentir la Tierra entera por la generosidad y la sapiencia del gobierno imperial.
Arvardan se explayó sobre la importancia de la arqueología en la filosofía imperial, sobre su contribución a la gran conclusión de que todos los humanos de cualquier planeta de la galaxia eran hermanos…, y el primer ministro convino en ello insulsamente y observó que la Tierra sostenía esa opinión desde hacía mucho tiempo y sólo podía esperar la pronta llegada del momento en que el resto de la galaxia convirtiera la teoría en práctica.
Arvardan sonrió fugazmente al oír la observación.
—Precisamente por ese motivo, vuestra sabiduría, he venido a verles. Las diferencias entre la Tierra y algunas vecindades de los dominios imperiales residen básicamente, creo yo, en la forma distinta de pensar. Sin embargo, sería posible eliminar muchas fricciones si pudiera demostrarse que los terrestres no son distintos, en sentido racial, de otros ciudadanos galácticos.
—¿Y cómo se propone hacer tal cosa, caballero?
—Bien, no es fácil explicarlo en pocas palabras. Como quizá sepa vuestra sabiduría, las dos corrientes principales del pensamiento arqueológico reciben la denominación común de «teoría de la Fusión» y «teoría de la Irradiación».
—Estoy familiarizado con el punto de vista de un lego en la materia.
—Perfecto. Bien, la teoría de la Fusión implica lógicamente la noción de que los diversos tipos de humanidad, al evolucionar de modo independiente, cruzaron sus caminos en los tiempos primitivos y apenas documentados del viaje espacial. Una concepción como ésa debe explicar forzosamente por qué actualmente los humanos son tan parecidos.
—Sí —comentó secamente el primer ministro—, y una concepción como ésa implica también la necesidad de que varios centenares de seres de tipo más o menos humano y que han sufrido distintas evoluciones estén tan relacionados en lo químico y en lo biológico como para posibilitar la fusión.
—¡Cierto! —exclamó entusiasmado Arvardan—. Un punto terriblemente débil. Sin embargo, gran parte de los arqueólogos lo ignora y se adhiere firmemente a la teoría de la Fusión, que implicaría la posible existencia de subespecies humanas en porciones aisladas de la galaxia, que siguieron siendo distintas, que no se entrecruzaron…
—Se refiere a la Tierra —comentó el primer ministro.
—La Tierra es considerada un ejemplo. La teoría de la Irradiación, por otra parte…
—Considera que todos somos descendientes de un solo grupo planetario de humanos.
—Exactamente.
—Mi pueblo —dijo el primer ministro—, debido a la evidencia de nuestra historia, y a ciertos escritos que consideramos sagrados y que no pueden mostrarse a los extranjeros, sostiene la opinión de que la Tierra es el hogar original de la humanidad.
—Y eso creo yo también, y solicito su ayuda para demostrárselo a toda la galaxia.
—Es usted optimista. ¿Qué hace falta para ello?
—Estoy convencido, vuestra sabiduría, de que es posible localizar muchos artefactos primitivos y restos arquitectónicos en las zonas de su planeta que actualmente, por desgracia, están envueltas en radiactividad. La edad de los restos podría deducirse con precisión de la decadencia radiactiva actual y compararla…
Pero el primer ministro estaba meneando la cabeza.
—¡Por favor! No debe hablar más de este tema.
—Pero, ¿por qué no?
Arvardan frunció el ceño, totalmente perplejo.
—En primer lugar —dijo el primer ministro en tono razonable—, ¿qué espera lograr? Si demuestra su hipótesis, incluso para satisfacción de todos los planetas, ¿qué importancia tiene que hace un millón de años todos ustedes fueran terrestres? Al fin y al cabo, hace mil millones de años todos éramos monos y, sin embargo, no admitimos como parientes a los monos actuales.
—Oh, por favor, vuestra sabiduría, no somos tan irrazonables.
—No hay nada de irracional en ello, caballero. ¿No es razonable suponer que los terrestres, dado su aislamiento, han cambiado tanto de sus parientes emigrados, en especial por influencia de la radiactividad, como para formar ahora una raza distinta?
Arvardan se mordió el labio inferior.
—Argumenta bien en favor de sus enemigos —repuso a regañadientes.
—Porque me pregunto qué opinarán mis enemigos. De modo que usted no logrará nada, caballero, como no sea exacerbar el odio contra nosotros al probar nuestra pasada grandeza.
—Pero —dijo Arvardan— queda el problema de los intereses de la ciencia pura, el avance del conocimiento.
El primer ministro enarcó las cejas en un gesto de pesadumbre casi humorístico.
—Odiaría ser un obstáculo para ello. Le hablo ahora, caballero, como hablaría un gentilhombre del Imperio a otro. Yo mismo le ayudaría gustosamente, pero mi pueblo es una raza orgullosa y obstinada que a lo largo de los siglos se ha aislado en ella misma debido a la…, eh…, lamentable actitud hacia ella por parte de la galaxia. Tienen ciertos tabúes, costumbres fijas determinadas…, que ni yo mismo me ofrecería para quebrantarlas.
—Y las zonas radiactivas…
—Es uno de los tabúes más importantes. Incluso suponiendo que le concediera permiso, y ciertamente siento el impulso de hacerlo, ello sólo provocaría alborotos y disturbios, que no sólo pondrían en peligro las vidas de usted y los miembros de su expedición, sino que además atraerían sobre la Tierra, a la larga, las medidas disciplinarias del Imperio. No sería digno de mi cargo y traicionaría la confianza de mi pueblo si lo permitiera.
—Pero yo tomaré gustosamente todas las precauciones lógicas. Si desea que me acompañen observadores… Y naturalmente es obvio decir que yo le consultaría antes de hacer público cualquier dato obtenido…
El primer ministro se alzó de hombros.
—Me tienta, caballero. Se trata de un proyecto interesante. Pero sobrevalora mi autoridad, aunque dejáramos al pueblo a un lado. No soy un gobernante absoluto. De hecho, mi poder es limitadísimo…, y todos los asuntos deben someterse a la consideración de la Sociedad de Antiguos antes de que sea posible una decisión definitiva.
Arvardan sacudió la cabeza.
—Qué desgracia tan grande. El procurador me advirtió de las dificultades…, pero yo confiaba en que… ¿Cuándo podrá consultar con su legislatura, vuestra sabiduría?
—El Presidium de la Sociedad de Antiguos se reunirá dentro de tres días. Alterar el orden del día está más allá de mis posibilidades, por lo que podrían pasar unos días más antes de que se discuta el tema… Digamos que una semana.
Arvardan asintió pensativamente.
—Bien, qué remedio… A propósito, vuestra sabiduría…
—¿Sí?
—El procurador mencionó de pasada a un científico terrestre… un tal doctor Shekt. Después he tenido noticias de un sinapsificador inventado por él, una máquina relacionada con la neuroquímica del cerebro. ¿Sabe dónde podría localizarlo?
El primer ministro se había puesto visiblemente rígido y tardó unos instantes en responder.
—Creo conocer al hombre del que me habla. ¿Para qué quiere verlo?
—Bien, he estado trabajando un poco en un proyecto para clasificar la humanidad en grupos encefalográficos, en tipos según las corrientes cerebrales, ya me entiende.
—El instrumento, por lo que tengo entendido, no ha tenido éxito.
—Bien, tal vez no, pero puede haber información que me resulte útil. Ese Shekt…, ¿no estará en Washenn, verdad?
—Creo que podrá encontrarlo en el Instituto de Estudios Nucleares de Chica. Naturalmente no deberá mencionar sus intenciones respecto a las zonas prohibidas.
—Eso es evidente, vuestra sabiduría. —Se levantó—. Le agradezco su cortesía y su amable actitud y deseo que el Consejo de Antiguos sea liberal en este caso.
Una vez más, en cuanto se fue Arvardan, el primer ministro mostró su capacidad para el cambio. Permaneció largo rato en paralizado estado mental.
Dos meses…
Dos meses era el tiempo programado antes del día. Los «proyectiles espaciales» no estarían listos hasta entonces… Y las fuerzas de la galaxia parecían estar convergiendo: el agente T, ese arqueólogo, el traidor Shekt…
La Tierra…, contra toda la galaxia.
Las manos del primer ministro temblaban ligeramente.