Mitchell, llevando en la mano su maletín, cerró la puerta de la salida de incendios detrás de sí. Se acercó a los interruptores de la pared, empezó a apagar todas las hileras de fluorescentes y alguien, en la oscuridad de la fábrica, gritó:
—¡Eh, que no veo!
Todavía quedaba alguien.
Mitchell no vio quién era hasta que desanduvo el camino, dirigiéndose hacia el lugar de donde había procedido el sonido, y apareció John Koliba, saliendo de un pasillo oscuro, entre dos cestas de material: Koliba, con la camiseta blanca anudada a la cintura, sosteniendo un par de cámaras de vacío de goma, una en cada mano.
—Pensé que se había ido —dijo Koliba—. Hubiera jurado que le vi pasar hace cinco minutos con ese maletín en la mano. Estaba en la sala de control de calidad.
—Había salido. He vuelto a mi despacho a buscar una cosa —dijo Mitchell.
—Supongo que no le he visto volver a entrar.
—Yo tampoco te había visto —dijo Mitchell—. ¿En qué andas?
—Bueno… no se ría, ¿eh? Tengo una idea para una especie de pieza de sujeción y estoy dándole vueltas, intentando que funcione. En mi tiempo libre, claro, ya me entiende. Tal vez consiga algo, todavía no lo sé.
—¿Por qué no lo haces durante tu tiempo de trabajo? —dijo Mitchell. Y estaba pensando «¿por qué diablos no te largas ahora mismo?».
—Bueno, pensé que debería hacerlo en mi tiempo libre. Usted tiene diseñadores e ingenieros. No me paga para esa clase de trabajo.
—No, pero si crees que has encontrado algo, John, me encantará hacer la prueba —dijo Mitchell—. A partir de mañana, y en horas de trabajo.
—Eso sería genial —contestó Koliba—. Si tiene un momento le enseñaré lo que estoy haciendo, la idea.
—Me encantaría verlo, pero será mejor esperar a mañana, ¿vale? ¿Ahora por qué no lo dejas y te vas a casa?
—Ya, bueno, oiga, se lo enseñaré mañana.
—Quiero cerrar —dijo Mitchell—. El tipo de seguridad se encontraba mal, o no sé qué le pasaba. Esta noche no está.
—De acuerdo —contestó Koliba—, me lavo y salgo dentro de un momento.
—Muy bien, tengo ganas de irme ya.
—¿Por qué no va saliendo? Yo me aseguraré de que todo quede cerrado.
—No. Quiero controlar un par de cosas —dijo Mitchell—. Date prisa, ¿de acuerdo?
Estaba pensado «joder, deja de hablar», y se alejó, apretando el maletín contra su pierna. Detrás de él, Koliba dijo algo de que serían sólo un par de minutos. Delante de él, al fondo del pasillo flanqueado por las máquinas giratorias y por filas de cestas de material, un haz de luz se reflejaba en la parte acristalada de la puerta trasera. Llegó a la puerta y salió, cerrándola.
El reflejo era de una farola. El aparcamiento estaba vacío. Bien.
No, por Dios, había un coche aparcado en el terreno, hacia el extremo de la derecha. Claro, el de Koliba. Se dijo a sí mismo «¿por qué habrá escogido precisamente esta noche?». El chico estaba demostrando que tenía iniciativa, que quería subir. Y la culpa era suya, se dijo, por haber hablado con él y haberle estimulado. Dios. «Venga, John —se dijo— sal ahora mismo, coge tu coche y llévatelo de aquí de una jodida vez, ¿quieres?». Por Dios, tenía que lograr que se fuera. Pero, justo cuando se lo estaba diciendo a sí mismo, ya era demasiado tarde.
Aparecieron las luces del vehículo, procedentes del camino que había junto a la fábrica, cruzando el pavimento por el mismo sitio que habían aparecido la vez anterior.
Pero esta vez no era un Thunderbird blanco, sino un camión. Su figura cuadrada, roja al llegar a la farola, con algunas letras pintadas a un lado, circulaba lentamente por la zona abierta del aparcamiento. Mitchell se quedó mirando, pensando que no debía de ser él. Alguien más que quitarse de encima. Pero el camión llegó, manteniendo su paso lento, y dio otra vuelta, barriendo con las luces el espacio que le separaba de la valla.
Mitchell abrió la puerta y salió a un espacio iluminado por los focos del interior.
Como si le hubiese sentido, el camión —al otro lado del terreno— dio la vuelta y se dirigió hacia él hasta que lo tuvo en medio del área iluminada por sus faros. Se paró.
Mitchell levantó el maletín a la altura de los hombros y volvió a bajarlo.
No hubo respuesta desde el camión. El único ruido era el leve ronroneo del motor en marcha.
—¿Lo quiere, o no?
De nuevo el silencio, alargándose, hasta que, finalmente, se oyó la voz de Alan.
—¿De quién es ese coche?
—De un tipo que se ha quedado a hacer horas.
—Tío, ya sabe lo que le dije.
—No he sabido que seguía aquí hasta hace poco. —Mitchell esperó—. ¿Dónde está mi mujer?
No hubo respuesta desde el camión.
Volvió a levantar el maletín.
—Mire, aquí está lo que ha venido a buscar. Cójalo. Suelte a mi mujer y lárguese.
—Acérquese un poco más —dijo la voz de Alan.
Mitchell caminó hacia los faros. Cuando estaba a unos diez metros de distancia, Alan dijo:
—Vale. Ya está bien. Ábralo y enséñeme lo que contiene.
—¿Dónde está mi mujer?
—Usted primero —dijo Alan—. Enséñeme usted lo suyo, y yo le enseñaré lo mío.
—Está todo aquí —dijo Mitchell—. ¿Quiere salir a buscarlo, o quiere que se lo lleve?
—Tío, ya se lo he dicho. ¡Quiero verlo! Y no voy a decir ni una palabra más.
Mitchell dudó. Se arrodilló, posó el maletín plano en el suelo y abrió los dos cierres con sus dedos pulgares.
—Dele la vuelta —dijo Alan.
Mitchell lo hizo, manteniendo la parte superior abierta hacia sí, de manera que Alan pudiera ver los paquetes de billetes de diez y veinte dólares atados, limpiamente ordenados en filas que llenaban el interior del maletín.
—Coja unos cuantos —dijo Alan—. Ande hasta delante del camión.
Mitchell se levantó con paquetes de billetes en ambas manos. Se acercó para quedarse próximo a los faros.
—Levántelo —dijo Alan.
La cabeza y los hombros de Mitchell quedaban ahora por encima de los faros. Podía ver a Alan al otro lado del cristal. Levantó los paquetes de billetes.
—¿Dónde está mi mujer?
Vio que Alan se daba la vuelta y decía algo. Un momento después apareció Barbara, saliendo de la oscuridad, detrás del asiento vacío.
—Déjela salir.
—Antes tráigame el maletín.
Mitchell miró a Barbara.
—¿Qué le pasa a mi mujer?
—Está colgada, tío. Está de viaje.
—¡Déjela salir!
—Cuando me traiga el maletín. Eh —dijo Alan—, ¿ve esto? —Sacó la treinta y ocho Special de Bobby y apuntó a Mitchell—. Déjese de mierdas, ¿eh? Si se mueve, le disparo entre los ojos, tío. Y ahora tráigalo.
Mitchell caminó hacia donde yacía el maletín abierto y volvió a arrodillarse. Echó dentro los paquetes de billetes. Dando la espalda al camión, sacó un destornillador del interior, de entre los billetes, y encajó la punta entre un lado y la tapa. Bajó la tapa y la apretó, pero no se cerraba. Mitchell la toqueteó un rato.
—¿Qué pasa?
—No puedo cerrarlo. Ha saltado el cierre.
Se levantó con el maletín, manteniéndolo cerrado con las dos manos y los dedos abiertos.
—Cogeré algo para mantenerlo cerrado.
—Tráigalo.
—Sólo tardaré un momento —dijo Mitchell—. Lo ataré.
—¡Tío, tráigalo aquí! ¡Me importa una mierda!
Mitchell se paró y se dio media vuelta.
—No quiero que vuele. Creería que le he engañado.
Volvió a darse la vuelta y se encaminó a la puerta trasera de la fábrica.
—¡Quieto!
Mitchell paró y volvió a darse la vuelta. Vio que Alan estaba fuera del camión, con el arma apoyada en la repisa de la ventana, apuntándole.
—Le pondré un cable alrededor. Vuelvo, usted suelta a mi mujer y yo le doy la pasta. Piénselo un momento —dijo Mitchell— e intente no mojarse los pantalones.
Volvió a caminar, ignorando a Alan y el treinta y ocho que le apuntaba, llegó hasta la puerta y entró.
John Koliba venía por el pasillo.
Mitchell le dijo:
—John, creo que me he dejado la luz del despacho encendida. ¿Te importa ir a comprobarlo?
Koliba hizo un gesto con la mano.
—Claro que no —dijo. Y se volvió a marchar por el pasillo a través de las máquinas.
Mitchell se metió en una sección de estanterías metálicas que había tras la pared que daba a la puerta trasera. Dejó el maletín en un estante de media altura, se subió a un estante superior, que le quedaba por encima de la cabeza, y bajó un maletín idéntico, de vinilo negro, rodeado varias veces por un cable metálico.
«No tienes elección», se dijo a sí mismo. No podía salir, sacar a Alan del camión, partirle la boca y llamar a la policía. Eso estaría bien, pero ¿cómo podría hacerlo? Alan estaba armado e iba a matarles. De eso estaba seguro. A lo mejor tenía miedo. Se dijo a sí mismo que claro que lo tenía. No hubiera querido hacerlo así. Y se dijo a sí mismo que si no lo hacía moriría, al igual que Barbara. Así que tenía que hacerlo.
Mitchell miró su reloj. Esperó treinta segundos antes de volver a la puerta.
Alan volvió a meterse tras el volante e hizo poner a Barbara en el asiento contiguo, a su alcance. Estaba despierta: atontada, pero ya había salido de la inconsciencia y no quería tenerla a su espalda.
Allí sentado, con el treinta y ocho apoyado en la repisa de la ventanilla, se dijo a sí mismo que debía irse, en aquel mismo instante. Poner la primera, hundir el acelerador y largarse de allí.
Pero había visto el dinero. Joder, aquel montón de billetes de diez y de veinte que llenaban el maletín. Estaba allí. Lo tenía el tipo.
Pero si el tipo tramaba algo…
Sal y llámalo.
No, ya no había tiempo para vacilar. Estaba allí, en el maletín.
Si todavía estaba en el maletín.
Si el tipo no salía en diez segundos…
La puerta se abrió. Mitchell, con el maletín a su lado, anduvo hacia la luz.
Alan le siguió con el revólver, pasándolo en un momento de la repisa al parabrisas, mientras Mitchell entraba en el campo de luz de los faros y se quedaba enfrente del camión. Se quedó donde había estado antes y apoyó el maletín en el capó.
Alan se pasó el treinta y ocho a la mano derecha y lo apoyó en la bandeja, casi tocando el parabrisas con el cañón.
—Ábralo.
Mitchell dudó.
—Ya ha visto el dinero.
—Quiero verlo otra vez.
—Estoy cansado —dijo Mitchell—. No quiero seguir jugando.
Cogió el maletín del capó y se dirigió hacia el lado contrario al del conductor.
—¡Quieto ahí! —Alan le siguió con la pistola.
Pero Mitchell siguió caminando, llegó a la puerta y la abrió.
—Dije que le pagaría. —Cogió a Barbara del brazo, la ayudó a salir, levantó el maletín, con sus ojos fijos en los de Alan, y lo soltó sobre el asiento—. Y aquí me tiene. Le estoy pagando.
—Ábralo —le gritó Alan.
Se apartó, todavía cogiendo a Barbara por el brazo, y pasó por delante de los focos, para pararse delante del camión.
—¡Alto ahí! Tío, les mataré a los dos.
Mitchell se paró, a unos diez metros del camión y miró.
—Ya lo tiene. ¿Qué quiere que haga, contarlo?
Se dio la vuelta sosteniendo a Barbara, y siguió andando.
Alan tenía el treinta y ocho apuntando a un punto mortal sobre el blanco de su espalda móvil, a medio camino entre el camión y la puerta.
Pero el maletín negro rodeado con el cable estaba a su lado, justo allí, a unos palmos. Lo miró.
Abrirlo. Rápidamente.
Extendió la mano y tanteó los extremos retorcidos del cable, anudados dos o tres veces, duros como el hierro.
Ellos estaban ya casi en el edificio, debajo de la luz que proyectaban los focos altos que esparcían su luz por el pavimento.
—¡Cuento hasta tres y disparo!
Mitchell se paró. No se dio la vuelta. Puso a Barbara delante de él y la empujó suavemente, de manera que si extendía el brazo podía tocar la puerta.
Alan mantuvo el revólver apuntado a la espalda de Mitchell y le siguió con la mirada mientras deshacía el nudo con la mano libre. Notó que se soltaba y dobló la tira superior hacia atrás, apartándola de en medio. Entonces miró el maletín, dándose la vuelta de manera que quedase de frente a él.
Volvió a mirar a Mitchell y empezó a bajar la mano que tenía ocupada con el arma.
—¡Tío, si se mueve es hombre muerto!
Soltó el treinta y ocho en su regazo y extendió ambos brazos hacia el maletín.
Mitchell le dijo a su mujer:
—Barbara, ¿cómo estás?
Vio que asentía.
—Estoy bien. Un poco débil.
—Cuando te toque la espalda, entra rápido por la puerta. No dudes. Llegaré antes que tú y la abriré.
—Mitch…
—¡Ahora! —dijo Mitchell. Y se movió con ella, con la mano apoyada en su espalda.
Alan les vio. Notó el movimiento por encima de su hombro, quiso coger el revólver y disparar, pillar al tipo antes de que llegase a entrar. Pero, en el mismo momento en que les vio, supo que era demasiado tarde, por el modo en que estaba girado, con las manos sobre los cierres metálicos del maletín.
Eso era lo que había venido a hacer, y tenía que abrirlo. Inmediatamente.
Pasó por su mente, por un instante, que el maletín no estaba roto. El cierre no había saltado. Ahora estaba cerrado. No le hacía falta el cable. Pero también esta vez fue demasiado tarde. Sus pulgares ya estaban apretando los cierres.
El camión con las letras de «Droguería el ritual», y con Alan en su interior, explotó, se desintegró en un estallido de fuego y piezas que salieron disparadas y se esparcieron por todo el aparcamiento de la Ranco Manufacturing.
Koliba se apartó de la ventana destrozada al ver a Mitchell rodeando con el brazo a la mujer del impermeable.
—¿Estaba dentro? —preguntó.
—¿Quién?
—Jazik —dijo Koliba, como si dijera «¿quién iba a ser?».
—No sé —contestó Mitchell—. Había alguien.
—Llamaré a los bomberos. La segunda vez en dos días. Les tenemos ocupados, ¿eh?
Koliba empezó a alejarse. Miró hacia atrás y vio que Mitchell sacaba su maletín de un estante que había junto a la pared.
—¿Quiere que llame también a la policía?
—Si quieres… —contestó Mitchell. Seguía cogiendo a la señora por el brazo, mientras miraba a Koliba—. Pero… ¿a quién van a arrestar?
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