17

Mitchell dijo:

—Dile que ya le llamaré yo. —Y colgó el teléfono.

Estaba en el despacho de la sección de ingeniería, sentado en un taburete alto, bajo las brillantes luces fluorescentes. Se apoyó en la mesa de diseño una vez más para estudiar los dibujos seccionados que había hecho de una pieza de cierre. Eran dibujos simples, hechos con la mano suelta, sin escuadra. Abierto sobre la mesa, estaba el maletín que había recibido el día anterior. Al lado del maletín estaba el conmutador que había sacado de la cesta de desechos también el día anterior.

Dibujó un rectángulo que representaba el maletín abierto, y lo miró. Luego, trazó una perspectiva desde arriba de uno de los dos cierres que había en la parte frontal del maletín.

Vic, su jefe de fabricación, entró en la sala de diseño y se quedó mirando la mesa.

—¿Qué? —dijo Mitchell.

—Los cincuenta metros de varilla del número ocho tienen que llegar mañana. Todavía no están aquí.

—Llámales y mételes prisa.

—Ya lo he hecho. Dicen que ya verán qué pueden hacer.

—Vuelve a llamarles —insistió Mitchell—. Diles que como no estén aquí las varillas al mediodía ya se las pueden ir enrollando al culo para hacer Hula Hops, porque nos iremos a buscarlas a otro sitio.

—Dirán que de acuerdo, y las varillas estarán aquí a eso de las cuatro o las cinco.

—Pero las tendremos —contestó Mitchell.

Vic se quedó mirando el dibujo.

—¿Qué pasa, nos vamos a meter en el negocio de las maletas?

—Estoy tratando de averiguar cómo se puede abrir esto —mira, es uno de los cierres— y provocar una conexión eléctrica en el interior.

—¿Para qué?

—Por ejemplo, para hacer que se encienda una luz cuando lo abres.

—Como un frigorífico.

—Sólo que el maletín no puedes enchufarlo.

—Tienes que poner una batería dentro.

—Eso ya lo sé —dijo Mitchell—. Lo que pretendo averiguar es cómo conectar el cierre con la batería sin estropear el maletín, sin que cambie su apariencia.

—Es muy bonito.

—¿Entiendes el problema?

—Creo que ese conmutador es demasiado grande. Te bastaría con un muelle de cualquier tipo.

—Tal vez tengas razón.

—Bueno, supongo que se te ocurrirá una manera —dijo Vic—. Si es que eso es lo que pretendes, iluminar un maletín.

—Es más o menos lo que pretendo —contestó Mitchell.

Llevaba consigo el maletín cuando volvió a su despacho y se paró ante la mesa de Janet.

—¿Recuerdas de dónde era?

—Lo anoté, por si quería que comprobase lo de la tarjeta.

—La tarjeta ya la encontré. Estaba dentro.

—¡Oh! —dijo Janet. Y esperó.

—Lo que quiero es que vayas hoy, cuando tengas un momento, y me traigas otro. Exactamente igual que éste.

—¿Quiere otro maletín igual que éste?

—Estaba jugando con el cierre y ha saltado.

—Tal vez se pueda arreglar.

—Simplemente quiero otro nuevo, si te parece bien.

—Por supuesto que me parece bien.

—Muchas gracias.

—Ha vuelto a llamar el señor O’Boyle. Le he dicho que ya le he pasado el recado la primera vez.

—Ponme con él, ¿quieres?

—A sus órdenes, señor Mitchell.

Él la miró.

—Janet, tengo motivos para querer otro maletín. ¿Creerás mi palabra y lo aceptarás?

Se metió en su despacho.

—Tengo otro para que lo busques —dijo Mitchell al teléfono—. Se llama Robert Shy. Si te sirve de algo, te daré su dirección y el número de su carnet de conducir.

—¿Es un amigo de Leo Frank?

Mitchell dudó.

—¿Por qué?

—¿No has visto el periódico esta mañana?

—He pasado la noche aquí. Tenía que hacer una cosa.

—Coge un periódico —dijo O’Boyle—. Página tres, una foto de un estudio de modelos con el cristal destrozado.

—¿Ha tenido un accidente? ¿Qué le ha pasado?

—Le han pegado cuatro tiros. Me das el nombre de un tipo para que lo localice y tres días después aparece muerto. Ahora, ¿quieres contarme qué es lo que pasa?

—¿Fue un robo, o qué?

—Llevaba cuarenta y tres dólares encima, un peine, un frasco de laca para el pelo y una botella de loción Beach Boy para después del afeitado. No, no fue un robo y no estás contestando a mis preguntas, Mitch, ¿qué pasa?

—Espera un momento, Jim. ¿Qué hay de Alan Raimy?

—¿Qué pasa con él?

—¿Has sabido algo?

—De momento, el único del que he logrado saber algo es de Leo Frank. ¿Te acuerdas de Joe Paonessa, aquel fiscal con el que fuiste tan simpático? Le pedí que averiguase algo. Me llamó ayer por la tarde y me dijo lo que sabía.

—¿Qué?

—Mitch…

O’Boyle parecía impaciente. Exhaló un golpe de aire, probablemente agitando la cabeza.

—Venga, dímelo —insistió Mitchell.

—Una vez lo arrestaron —dijo O’Boyle— por exhibicionismo, tres veces por proxeneta; una de ellas fue declarado culpable y lo encerraron noventa días. Lo que quiero que entiendas —dijo entonces O’Boyle— es que los de la oficina del fiscal buscan sus datos por hacerme un favor, y al día siguiente el hombre está muerto. ¿Y ahora qué le cuento a Joe Paonessa cuando me llame?

—Espera a ver si lo hace.

—Mitch, lo han asesinado.

—No sé qué decirte, Jim —dijo Mitchell—. Quiero decir que, en este momento, no tengo nada que decirte. Tal vez dentro de un par de días.

—Voy a ir a hablar contigo —dijo O’Boyle.

—No estaré aquí.

—Mitch, le doy dos nombres a los de la oficina del fiscal. Uno de ellos aparece asesinado. ¿Qué van a hacer? Van a llamarme y preguntarme de qué conozco yo a ese tipo y qué pasaba con él. Y van a moverse detrás del otro nombre, Alan Raimy. Ahora sé que Alan y Leo están involucrados en lo del chantaje, obviamente. Joe Paonessa no lo sabe, porque naturalmente no mencioné tu nombre. Pero él podría ponerse a pensar y ligar una cosa con otra y podrías encontrarte con la policía llamando a tu puerta. Antes de que eso ocurra, quiero que me lo cuentes todo, ¿de acuerdo?

—No veo por qué tienes que decirle nada —contestó Mitchell—. Dile que son clientes tuyos. Vienen a verte, y tú quieres asegurarte antes de quiénes son. Jim, los que cometen crímenes también acuden a los abogados, ¿no? O los que han cometido un crimen y tienen miedo de que les pillen. Dile a ese Joe como-se-llame que han venido a verte pero todavía no te lo han contado todo. Han contraído una deuda en una apuesta de juego, o algo así, y les han amenazado. Jim, tú eres el abogado, puedes inventarte algo.

—Quiero hablar contigo hoy, Mitch.

—De acuerdo. Pero más tarde, ¿de acuerdo? Tengo cosas que hacer y se me está agotando el tiempo.

—Mitch, prométeme… que no harás nada hasta que hayas hablado conmigo.

—Ya veremos —contestó Mitchell—. Pero podría no tener elección.

Alan estiró el cable del teléfono de la habitación, lo desconectó y se lo llevó escaleras abajo. Cogió el «Free Press» de la escalera de la entrada y leyó lo de Leo mientras hervía el agua. Ese Bobby… El maldito pistolero había tenido que cargarse todo el local. Con estilo, pero salvaje. Al tío le encantaba apretar el gatillo. Sí, dijo Alan, y sonrió.

Estaba funcionando, se dijo a sí mismo mientras se servía el café. Todo funcionaba. Repasó una lista mental.

Leo ya no era una molestia.

La mujer del tipo, arriba, bajo control.

El camión en el garaje. Robado, pero como si no lo fuera, porque Richard no iba a ir a la policía, eso seguro.

El tipo ocupado en el trabajo, sin enterarse de qué mierda estaba pasando.

Era el mejor de todos los premios que le habían tocado en la ruleta: que el tío no volviera a casa ayer por la noche. Joder, así no tuvo que sacar a la Flaca y esconderla en algún motel y dejar una nota falsa diciendo que había salido por la tarde o que había ido a visitar a su madre o alguna otra maldita excusa —cosa que él podría o no podría haber creído—. Ésa había sido la parte más arriesgada de toda la idea y había resultado que no tenía por qué preocuparse.

Dejó la cafetera, las tazas, el periódico y el teléfono en una bandeja y la llevó a la habitación. Ella estaba tumbada en la enorme cama, cubierta con la sabana, y parecía dormir. Pero sus ojos se abrieron al ver la bandeja en la mesilla de noche. Le vio meterse la pistola en el bolsillo y volver a conectar el teléfono.

—¿Dónde ha dormido? —le preguntó.

—Eh, Flaca, venga. Lo que te ha pasado no era un sueño. Era real.

—¿Me ha dado otra inyección durante la noche?

Alan le sonrió.

—Quiero decir… de heroína, o de lo que sea.

—Sólo la primera, antes de acostarnos. Alguna otra vez te mantendré despierta durante el espectáculo.

—¿Puedo vestirme ahora?

—Estás bien como estás. Siéntate, tomaremos un poco de café. Pero antes… —Se sentó al borde de la cama, cogió el teléfono y marcó un número.

—El señor Mitchell, por favor. Soy Alan Raimy. —Miró a Barbara y guiñó un ojo.

—¿Qué le ha pasado a su amigo? —dijo Mitchell, en cuanto oyó la voz de Alan.

—¿Qué amigo?

—Leo.

—Nunca oí ese nombre. Oiga —dijo Alan—, he estado pensando en usted y me ha dado malas vibraciones, como si estuviese intentando salirme con alguna mierda. ¿Nunca ha tenido esa sensación?

—Si está nervioso, vaya al médico —dijo Mitchell—. Si lo que quiere es que acabemos con esto, entonces acabémoslo.

—¿Tiene los cincuenta y dos?

—Puedo tenerlos hoy.

—De acuerdo. Será esta noche.

—¿Dónde?

—Consiga el dinero, vuelva a su despacho y quédese allí. Le llamaré.

—Supongo —dijo Mitchell— que lo quiere en el maletín que me envió.

—Supone bien. Y ahora, otra cosa.

—¿Qué?

—Nada de policía, ¿vale?

—Nada de policía.

—No es que no me fíe de usted, pero, tío, no me gusta correr riesgos, ¿entiende? Así que llevaré a alguien conmigo.

—¿Quién, Bobby?

—Eh, ya veo que ha estado ocupado. No, otra persona. Espere un segundo.

Mitchell esperó.

—¿Mitch? —dijo Barbara.

Su silla salió disparada cuando estiró los brazos y golpeó la mesa.

—Barbara, ¿dónde estás? ¡Barbara!

Hubo un momento de silencio antes de que Alan volviera a ponerse.

—¿Ha visto, colega? Si veo que la policía se mete en esto —tío, con sólo que lo sospeche— se queda sin esposa. Yo corro un riesgo. Pudiera ser que la Flaca le importase un comino y yo me tendría que quedar con ella, pero no veo otra manera de hacerlo. Usted me da los cincuenta y dos y yo le doy a su mujer. Nos damos la mano y nos vamos a casa.

—¿Dónde está?

—¿Y eso qué importa? Le llamaré más tarde.

—Déjeme volver a hablar con mi mujer.

—No se preocupe, la cuidaré bien.

La línea quedó muerta.

Mitchell volvió a coger línea y llamó a su casa. Oyó sonar el teléfono diez veces antes de colgar.

Esperó, volvió a cogerlo y esta vez llamó a Ross.

Alan no dijo nada hasta que el teléfono dejó de sonar.

—Es tu maridito, comprobando.

—Podría ser otra persona.

—Es igual. Hoy no vamos a contestar al teléfono.

—Tenía un partido de tenis esta tarde. Si no aparezco, se extrañarán. Podría venir alguien.

—Deja que yo me preocupe de esas cosas —dijo Alan—. Hasta que nos vayamos, no contestarás al teléfono, ni abrirás la puerta.

—¿Adónde vamos?

—Eh, cállate un rato, ¿vale?

Volvió a coger el teléfono y marcó un número.

—Bobby, me ha gustado. Sí, eres todo un pistolero… Oye, está preparado para esta noche. Le llamaré más tarde, para hacerle saber exactamente dónde y todo eso. Pero, escucha, no hace falta que vayamos en dos coches. Haz que te lleve Doreen y nos encontraremos en Metropolitan Beach. Está sólo un poco al este de su fábrica. A las ocho en punto… No estoy cerca y tengo cosas que hacer… Oye, que te lleve Doreen y te deje allí. Quedamos en el aparcamiento de… ya verás el rótulo… pone «TOT LOT»… donde hay aquellos columpios y toboganes y toda esa mierda… Sí, lo verás a la derecha en cuanto llegues. Eh, Bobby, y tráete la pipa del tipo… Eso es. Te costará unos cuarenta y cinco minutos. Así que nos vemos allí a las ocho. Tío, como un clavo, a las ocho en punto.

Cuando colgó, Barbara le preguntó:

—¿Qué vamos a hacer hasta entonces? Queda mucho rato.

Alan se dio la vuelta para mirarla, la curva de sus pechos bajo la sábana y sus brazos desnudos a los lados, pesados, inmóviles.

—¿Qué quieres hacer? ¿Jugar al tenis en el club?

Ella no contestó.

—O podemos picarnos los dos. Darnos un viaje y, ya sabes, volar un poco.

—Hágalo usted —contestó Barbara—. Yo miro.

—Bueno, tendrás un poco más antes de que nos vayamos —dijo Alan—. Puedes apostar lo que quieras.

Mitchell se quedó en el pequeño vestíbulo exterior, mirando los paneles de fotografías de camiones, caravanas, tiendas de campaña y casas sobre ruedas. Se volvió hacia la ventana, que tenía un agujero redondo, al oír que la recepcionista decía:

—Señor Mitchell, no está en su despacho.

—¿Está en el edificio?

—Esther sólo me ha dicho que no está en su despacho. ¿Tenía cita?

—No he tenido ninguna en tres años —contestó Mitchell—. ¿Qué tal si me espero un rato, a ver si aparece?

—Intentaré localizarle, por ser usted —dijo la recepcionista.

Mitchell encendió un cigarrillo y se quedó mirando la zona de despachos, una hilera de secretarias y oficinistas sentados en sus mesas metálicas de color verde pastel. Unos minutos después, la recepcionista dijo:

—Parece que no está en el edificio.

Mitchell asintió. Sonrió, para demostrarle que era paciente y no tenía ninguna prisa.

Unos minutos después, vio al ingeniero jefe llegar por el pasillo que daba a la fábrica y acercarse a una de las secretarias. Mitchell esperó. Cuando el ingeniero jefe se dio la vuelta, vio a Mitchell en el vestíbulo, le llamó para que se acercara y abrió la ventanilla de cristal.

—¿Qué haces ahí fuera? Entra, por el amor de Dios.

—Estoy esperando a Ross, parece que no pueden localizarle.

—Acabo de hablar con él, hace unos minutos —dijo el ingeniero jefe—. ¿Qué quiere decir que no lo pueden localizar? Si no está en su despacho estará encerrado en el lavabo con alguna tía.

Mitchell sonrió.

—¿Cómo va todo? ¿Tenéis algún problema?

—Un par de cosas que podría contarte —contestó el ingeniero jefe—. ¿Por qué no vienes a mi despacho?

—¿Te va bien si entro cuando haya hablado con Ross? —dijo Mitchell—. Me ha llamado, y parecía importante.

Estaban ahora hablando en la sala de los ejecutivos, acercándose al despacho de Ross Wright. El ingeniero jefe le llevó hasta el final de la sala, donde estaba la mesa de la secretaria del señor Wright. Dijo:

—Esther, dile que está aquí el señor Mitchell. Ah, oye, y cuando acabe me lo envías a mi despacho. Por si se olvida.

Así fue como Mitchell consiguió ver a Ross, sentado detrás de su mesa negra, con una amplia sonrisa en su rostro.

Cuando la puerta se cerró, Ross dijo:

—Mitch, ¿cómo te va?

—Te he llamado un par de veces esta mañana —dijo Mitchell—. No has devuelto la llamada.

—Reuniones. —Ross agitó la cabeza: el pobre ejecutivo saturado de trabajo—. Tengo aquí a algunos de los vendedores. No he tenido tiempo de parar ni un momento.

—¿Puedo hacer algo por ti?

—Agradezco tu ofrecimiento, pero no, que yo sepa. La producción funciona; ahora, el problema son las ventas. Si fuera posible mantener las dos a la vez en marcha, ¿eh? Eso estaría bien.

—Tengo entendido que saliste con mi mujer.

—¿Barbara?

—Así se llama. Barbara.

Ross puso cara de sorprendido por unos instantes, de inocente. Luego se volvió serio, sincero.

—Llevé a Barbara a cenar la otra noche. Pensé que le apetecería hablar, ya sabes, le ofrecí un hombro sobre el que llorar, por si le hacía falta.

—¿Sí? ¿Y lloró?

—Por supuesto que no. Ni yo había imaginado que fuera a hacerlo. Pensaba que si pudiese averiguar cómo se sentía ella con respecto a vuestra situación, tal vez pudiera comentártelo y así a lo mejor te ayudaba a arreglarlo.

—¿Dónde estuvisteis, en el Inn?

Ross asintió.

—Sí, cenamos bastante bien. Lo justo. Pero no está tan bien como antes.

—¿Y luego champaña y coñac?

Ross asintió otra vez, despacio, como si intentara recordar.

—Sí, creo que sí.

—Barbara me lo contó.

—Mitch, no irás a pensar… —Ross probó una de sus sonrisas—. Eh, vamos, no me estarás acusando de nada, ¿no? Pensé que querría ir a algún sitio tranquilo para hablar y todavía tenía una habitación de un cliente que había estado aquí, ya sabes, una habitación para estar sentado. Pensé que sería más cómodo.

—Ella no me había dicho lo de la habitación.

—Oh —dijo Ross—. Bueno, sólo estuvimos unos minutos. Tomamos una copa, hablamos un poco y la llevé a casa. Eso fue todo. Quiero decir que incluso había olvidado que estuvimos en la habitación, en la suite. Estuvimos sentados un par de minutos, hablando de ti la mayor parte del tiempo. Eh, de cuando estuviste en el ejército del aire y te cargaste los dos Spitfires. Joder, nunca me lo habías contado. ¿Cuántos aviones derribaste?

—Siete —contestó Mitchell—. No, nueve.

—Joder, vaya marca. No lo sabía.

—Ross, ¿todavía trabajas en las pistas de esquí, ésas del norte?

—¿Qué? —El cambio brusco de conversación le paró los pies.

—La última vez que comimos juntos dijiste que estabas haciendo algunas mejoras en las pistas. Derribando algunos montículos.

—Es verdad. Empezaron hace unos días.

—¿Está aquí el tío de la dinamita?

—Debería estar. ¿Por qué?

—Necesito algo.

Ross se lo quedó mirando.

—¿Necesitas dinamita?

—Cerca de media docena de barras —respondió Mitchell—. Y una cabeza, ya sabes, un detonador. Si llamaras a alguno de allí arriba, podrían estar aquí en unas tres horas y media, ¿verdad?

—Sí, pero —Ross estaba sorprendido, helado— ¿para qué la quieres?

—Tal vez tenga que volar algo —dijo Mitchell—. Tal vez no la necesite, pero quiero estar preparado por si acaso.

—Mitch, no sé. Dinamita…, quiero decir que no es como pasarle a alguien una docena de huevos.

—No quiero huevos —insistió Mitchell—. Quiero dinamita. Tú puedes conseguírmela y creo que quieres hacerlo, Ross. Como un favor. ¿Sabes por qué? Porque siempre hemos estado muy unidos. Tú y yo, y ahora Barbara. Así que, ¿por qué no haces una llamada telefónica y me la consigues?

O’Boyle estaba sentado en un extremo del sofá con su maletín junto a él y una carpeta abierta en su regazo. Dijo:

—¿Por qué no te sientas un momento? No sé si me estás escuchando o no.

—Te escucho —dijo Mitchell. Anduvo desde la ventana hasta su mesa, pero no se sentó.

—Es un poco difícil hablarte.

—Te estoy escuchando —insistió Mitchell—. Tú habla; yo te escucharé.

—Parece como si estuvieras a punto de saltar la pared, o de atravesarla.

O’Boyle le vio ir otra vez hacia la ventana, la luz del temprano atardecer pesada y brillante contra el cristal.

—¿Vas a comer a casa?

—Todavía no lo sé.

—¿Quieres que tomemos un bocado en algún sitio?

—¿Por qué no me lees lo que has traído?

—Porque tengo la sensación de que estás en otra parte.

Mitchell miró a su abogado.

—Aquí estoy y aquí me quedo. Ahora cuéntame lo de ese tipo.

Jim O’Boyle era suave, inteligente y un abogado de éxito. Conocía bastante bien a Mitchell, en general. Creía conocer sus reacciones. Una cosa estaba clara: no iba a romperse la cabeza golpeándosela contra una mente cerrada. Bajó la mirada hacia su carpeta abierta.

—Alan Sheldon Raimy. Nacido en Detroit. Se graduó hace siete años en Michigan, en un masters de empresa; el tercero de la clase, aunque, según un conocido, lo suspendieron y lo echaron por actividades abortivas.

Mitchell le miró.

—¿Qué?

—Era un abortista —dijo O’Boyle—. Las chicas recurrían a él cuando tenían algún problema. Raimy arreglaba la operación y se quedaba un diez por ciento, como si fuera un agente. Lo arrestó la policía y también el sheriff del condado. No fue declarado culpable hasta que… —las manos de O’Boyle se movieron por la carpeta— volvieron a arrestarlo tres años después por un desfalco. Acusado por una cadena de tiendas de ropa femenina en Detroit. Les enviaba facturas a cuenta de falsas compañías de nombres muy parecidos a los de los auténticos proveedores, cobraba él mismo las facturas y las ingresaba en cuentas bancarias con los mismos nombres falsos. Se sacó unos veinte mil antes de que le cogieran y le condenasen a pasar medio año en la cárcel de Jackson. Desde entonces, ha sido arrestado por, veamos, una vez por obscenidad y comportamiento indecente… Había participado en un acto pornográfico. Él y dos chicas.

—¿Qué habían hecho?

—De todo, probablemente. Volvieron a arrestarle por perversión de menores. Le pescaron en un motel con varios litros de vino, marihuana y una niña de catorce años. Treinta días en el correccional. Otra acusación de obscenidad, la última, por pasar una película pornográfica. Se libró. Así que éste es Alan Sheldon Raimy —dijo O’Boyle—. Ahora ha pasado de las películas pomos al chantaje… ¿y a qué más?

—¿Quieres beber algo?

Mitchell se dirigió al mueble bar, sacó una botella de bourbon y sirvió dos vasos cortos. O’Boyle le miró.

—La policía anda detrás de Raimy. No logran encontrarle.

—¿Cómo lo sabes?

—Mitch, yo he sido el primero en recibir la llamada de la oficina del fiscal. ¿Por qué he preguntado por Leo Frank, asesinado, y por Alan Raimy? Les he dicho que no conozco ninguna vinculación entre ambos. La razón por la que he pedido datos de ellos es información confidencial. Pero he tenido que decirles que si sabía algo me pondría en contacto con ellos. Eso podría retenerles, pero tal vez no.

Mitchell pasó una bebida a O’Boyle. Tomó la suya, dio la vuelta a la mesa y se sentó.

—No sé dónde está Raimy.

—Pero te está amenazando, ¿no?

—Está haciendo algo más que eso —contestó Mitchell, bebiendo un trago de su bourbon—. Tiene a Barbara.

Explicó la llamada telefónica y el haber oído su voz muy débil. Mitchell hablaba con calma, sin prisa. Dijo:

—Sí, me está amenazando. Va a venir aquí para un pago, o me dirá dónde encontrarme con él. Y si sospecha que la policía está en esto, no volveré a ver a Barbara, al menos no con vida. Eso es lo que está pasando.

O’Boyle guardó silencio. Las preguntas se agolpaban en su mente, pero intentó ignorarlas momentáneamente y concentrarse en Mitchell, sentado al otro lado de la mesa con un vaso de bourbon, controlado, sin dar vueltas a la habitación. Eso era lo que más le asustaba. Su calma. Casi como si no sintiese nada. O como si hubiese tomado alguna decisión, y de eso debía de tratarse.

—¿Por qué no me lo habías explicado antes?

—¿Antes de cuándo? Ha llamado esta tarde. Estoy esperando a que vuelva a llamar.

—Antes de que lo haga… —O’Boyle hizo una pausa, como si conociera de antemano la reacción de Mitchell y quisiese evitarla— tenemos que avisar a la policía.

—No —dijo Mitchell. Era una respuesta contundente—. Ya te he contado lo que me ha dicho por teléfono, y le creo. Nada de policía, Jim. Como has dicho tú, ya no se dedica sólo a pasar películas pomos. Ahora, mata a la gente.

—Cierto, y puede matarte también a ti.

—O a Barbara. Si no me las arreglo bien.

—¿Qué quieres decir con esto de arreglártelas bien?

—Tengo una oportunidad. Puedo pagarle, o no pagarle. Pero lo primero que tengo que hacer es recuperar a Barbara.

—En eso estamos de acuerdo —dijo O’Boyle—. Pero, aun así, tenemos que llamar a la policía.

—No. —De nuevo la negación rotunda—. Al principio, hace unos días, tenía la vaga intención de engañarle. Le doy el dinero y, de alguna manera, le engaño, le rompo un brazo si es necesario y se lo entrego a la policía. Pero ahora tengo otra idea y tal vez sea la única forma de solucionarlo.

—Mitch, la policía tiene experiencia en este tipo de situaciones, un procedimiento…

Negó con la cabeza.

—Jim, ¿recuerdas que cuando esto empezó viniste aquí y yo te lo expliqué? Grabé en una cinta todo lo que recordaba de mi primer encuentro con ellos. Esta tarde he grabado algunas cosas más. Todo lo que ha pasado desde entonces y lo que puede ser que yo haga. Te lo voy a dar, Jim, y si me pasa algo sabrás quiénes son esos tipos, lo que han hecho, todo. Pero no lo voy a discutir contigo y no voy a meter a la policía en esto, porque sé que ese hijo de puta, Alan Raimy, saldría del juzgado al día siguiente. ¿Cómo pueden acusarle de asesinato? La chica ha desaparecido, igual que la película. Él diría «¿qué chica?». ¿Que lo arrestarían por secuestro? Tal vez. Pero también es posible que él piense que ya ha ido demasiado lejos para abandonar. Jim, ese tipo es un asesino. Podría volver a matar, a Barbara o a mí, y salirse con la suya. —Mitchell hizo una pausa—. De modo que me las voy a arreglar. De una forma o de otra.

O’Boyle se lo quedó mirando, como si pretendiera leer su mente.

—De acuerdo. ¿Qué vas a hacer?

—Pagarle.

—No te creo.

—Pues no me creas. Agradezco tu ayuda, Jim, y tu preocupación, pero no voy a discutir contigo.

—Mitch, tengo el horrible presentimiento de que vas a hacer algo —por Dios, no sé qué— que no deberías ni considerar.

—Pero sé lo que me hago —contestó Mitchell—. No olvides eso.

—Ahora ni siquiera sé de qué estás hablando.

Y Mitchell contestó:

—Mejor.

Bobby Shy estaba hundido en el asiento, mirando a través de la ventana hacia el aparcamiento bordeado de árboles que había junto a Metropolitan Beach.

—¿Qué hora es?

Doreen giró la muñeca, sin apartar la mano de la parte superior del volante, para mirar su reloj.

—Pasan diez minutos. Llegamos un poco tarde, ¿no?

Bobby no dijo nada.

—¿Y ahora dónde?

Estaban entrando en un área que cubría unas cuarenta hectáreas; una zona abierta de pavimento que llegaba hasta los edificios bajos de ladrillo tostado —los baños, el pabellón y los edificios de mantenimiento, que, a estas alturas del año, estaban vacíos, desiertos—. Detrás quedaba la vista del lago Saint Clair, una llanura de agua gris que se extendía hasta el horizonte.

—A la derecha —dijo Bobby—. ¿Ves ese camión?

—¿Es Alan?

Bobby no contestó. Doreen le miró, pero no volvió a preguntar. Vio que metía la mano en la chaqueta y sacaba su treinta y ocho Special de la cintura y lo ponía sobre el asiento, debajo de su muslo izquierdo. El Smith & Wesson de Mitchell estaba en el bolsillo derecho de su chaqueta.

—Quédate a la izquierda del camión —dijo Bobby—. Dos o tres sitios más allá.

Doreen frunció el ceño.

—¿Y cómo sabes que es él?

—Es él —contestó Bobby—. Mírame y no digas nada. Si te digo que salgas, lo haces. ¿Vale? No antes de que yo te lo diga.

Mientras se paraban, frente al área de juego vallada y al rótulo que decía «TOT LOT», Alan salió del camión y se acercó, relajado, amistoso, con una sonrisa agradable.

Bobby le devolvió la sonrisa.

—¿Ahora te dedicas a la droguería?

—¿Qué te parece?

—Ha llamado Richard, preguntando si te había visto en algún sitio. Dice que le habías comprado algo de caballo para mí.

—Lo necesitaba para una cosa —contestó Alan—. También necesitaba ruedas, y ahí están. Supongo que no es el día más adecuado para coger un coche y que te paren por conducción peligrosa.

—Richard te va a partir el culo.

—No nos preocupemos ahora de Richard. ¿Has traído la pipa?

—Aquí la tengo.

—Déjamela ver.

Bobby sacó la mano del bolsillo con el Smith & Wesson de Mitchell. Miró a Alan con expresión apacible, insinuando una sonrisa, cogió el revólver por el cañón con la mano izquierda y se lo pasó a Alan a través de la ventana.

Alan lo cogió por la empuñadura, curvando el dedo sobre el gatillo.

—¿Está cargado?

—No, pequeño. No lo está.

—Ésta sí —contestó Alan.

Sacó la pistola de juguete de Richard del bolsillo lateral, dio un paso atrás con el pie izquierdo y disparó tres veces a Bobby Shy —en la cara, en el cuello y en el pecho—. Doreen gritaba, golpeando la puerta para abrirla, y luego se revolvió para levantar el pestillo de seguridad. Alan le disparó dos tiros en la nuca, justo cuando la puerta se abría y ella empezaba a salir.

Miró detenidamente a Bobby, aplastado contra el asiento, se acercó y sacó el treinta y ocho Special sin tocarle. Dio la vuelta al coche para llegar hasta donde estaba Doreen, recorriendo el aparcamiento con la mirada, y luego la miró, encogida sobre el pavimento, y la empujó por las costillas con la punta de la bota.

Barbara, con el ceño fruncido, le miró cuando volvió al camión.

—He oído un ruido horroroso. Un ruido muy fuerte en algún sitio.

—Son fuegos artificiales —contestó Alan—. Alguien celebra algo.

Se metieron en un Holiday Inn, en la parte sur de Mount Clemens. Los movimientos de Barbara eran un tanto lentos, ya que estaba empezando a notar el bajón posterior a la euforia; pero no tuvo demasiados problemas para sacarla del camión y meterla en la bonita habitación de veinte pavos, con teléfono. Ella dijo que tenía dolor de cabeza. Él le dijo que se tumbase en la cama, la que estaba más lejos de la puerta, y que ya se encargaría él de su dolor de cabeza dentro de un rato. Antes llamó al servicio para que les trajesen hamburguesas, patatas fritas y una botella de vino rosado, diciéndole a Barbara al colgar que siempre le había gustado tomar vino cuando estaba en un motel con una señora. Alan imaginó que la comida tardaría media hora en llegar, así que cogió el teléfono y marcó el número de Ranco Manufacturing.

—¿Qué tal, colega? ¿Lo tiene? Esto está muy bien. Cabe en la caja, ¿no?… Bien. Ahora, escuche. A las once en punto quiero que salga y vaya hacia el norte por la Noventa y dos; dirección Port Huron. Pasará el desvío de la base aérea de Selfridge, ya verá el indicador. Siga adelante, un kilómetro y medio… Espere un momento… espere… espere… ¡Eh! Espérese, ¿quiere? ¿Cómo que no tiene coche? —Escuchó un momento—. A ver.

Alan tapó el auricular con la mano y miró a Barbara, que estaba tumbada en la cama con los ojos abiertos.

—Ayer, tu marido dijo algo de que no tenía coche.

—¿Qué?

—Cuando llamó para decir que no vendría por la noche. Dijo algo sobre su coche. ¿Qué era?

Barbara movió la cabeza.

—No me acuerdo.

—Dijo que había pedido otro. Se suponía que se lo darían hoy, pero no ha llegado, todavía no está preparado.

Barbara volvió a mover la cabeza.

—No sé de qué me está hablando.

Alan esperó.

Hijo de puta. Tenía que pensarlo, pero tenía que decirle algo a Mitchell. Al teléfono, dijo:

—Pida uno, volveré a llamarle. —Y colgó.

La dejó salir del baño cuando la chica del servicio ya se había ido. La bandeja, con sus platos metálicos cubiertos y una botella de vino en una cubitera de plástico, quedó encima de un tocador que había delante del espejo. Al salir, ella creyó que eran dos bandejas.

Barbara olió las patatas fritas y volvió a sentir náuseas. Negó con la cabeza cuando Alan le dijo que se sirviera ella misma. Él las cogía con los dedos, untándolas de catsup y llevándolas a la boca, al mismo tiempo que cogía la botella de vino y servía dos vasos. Barbara cogió uno porque estaba sedienta y parecía frío. La hizo acercarse para cogerlo. Al pasar junto al tocador, se vio en el espejo. Parecía enferma, como si hubiera estado en cama con la gripe. Debería haber llevado un albornoz, no un impermeable. Necesitaba maquillarse y peinarse. La parte baja del impermeable estaba parcialmente abierta. Se la abotonó con una mano y, entonces, se dio cuenta de que no llevaba nada debajo. Alan le dijo que se sentara y fuese buena chica. El vino estaba muy frío. Cuando empezó a beberlo y él le dejó fumar un cigarrillo, se sintió un poco mejor.

Alan estaba comiéndose la hamburguesa, de pie, devorándola, sin alejarse de las patatas, que seguían en la bandeja. Tenía hambre. Podía preocuparse por Mitchell, preguntarse si el hijo de puta estaría tramando algo, pero seguía teniendo hambre y tenía que comer. El vino estaba bueno; le ayudaba a relajarse. Pero deseaba haberse quedado un poco más ayer, otros veinte minutos, para que Richard le consiguiese un poco de maría. Con la maría podía concentrarse y verlo todo claro.

Dijo a Barbara:

—¿Ha tenido problemas con el coche?

—No, que yo sepa.

—¿Cómo pensaba volver a casa?

—Ha dicho que le iban a llevar otro, ¿no?

—Pero no ha llegado. Precisamente el día en que necesita un coche, dice que no le ha llegado.

—Eso suele ocurrir, ¿no?

Alan se quedó pensativo.

—No sé. Podría estar tramando algo, pero no tengo tiempo para darle vueltas.

Barbara le vio beberse el vino y volver a llenar el vaso.

—Si mi marido le ha dicho que va a pagar, lo hará.

—Te tomo la palabra.

—Esto ha sido idea suya —dijo Barbara—, no nuestra. Supongo que en su trabajo uno ha de ser optimista y creer que va a cobrar; si no, no se hubiera metido en esto.

Siguió mirándole mientras se movía hacia el fondo de la habitación y apartaba las cortinas para mirar fuera. Había oscurecido. Veía el brillo de un coche y unas luces de neón en la calle.

—¿Y para qué necesita un coche?

—Para ir a donde yo le diga.

—Quiero decir, ¿por qué no ir a la fábrica y recoger allí el dinero?

Alan se apartó de la ventana para mirarla, pero no dijo nada.

—Tiene miedo de la policía —dijo Barbara—. Pero sea donde sea el sitio al que quiere hacerle ir, podría llevar a la policía igualmente, ¿no? —Hizo una pausa—. Pero no lo hará. Si ha dicho que va a pagar, pagará.

—Túmbate —dijo Alan—. Si quiero hablar contigo te lo diré.

Se metió en el baño, dejando la puerta abierta. Salió y se sirvió otro vaso de vino. Luego, se sentó, apagando la lámpara que había junto a la cama, se bebió el vino y se fumó dos cigarrillos en la penumbra de la habitación. Fue al teléfono, se sentó en la cama de cara a Barbara y encendió otro cigarrillo antes de darle a la operadora el número de Mitchell.

Ella le oyó decir:

—¿Ha conseguido un coche?… De acuerdo, olvídelo, iré a verle, poco después del cambio de turno. Simplemente, esté allí solo. Ya sabe quién irá conmigo. Entraré en el aparcamiento. Si no me gusta, me largo y ahí se acaba todo para su esposa. Si me gusta, me da el dinero y se acabó el negocio… No, cuando lleguemos le diré lo que tiene que hacer. —Hizo una pausa, escuchando—. No, ella está bien. De hecho, no sabía que una mujer tan mayor pudiese hacerlo tan bien. ¡Cómo gime y se retuerce!

Alan se rio con fuerza y colgó el teléfono.

A las once y cuarto llenó de heroína una cuchara del Holiday Inn y la calentó sobre una vela que se había llevado de casa de Mitchell. Cuando le vio venir con la jeringuilla, Barbara le dijo:

—No, por favor. Ya estoy enferma.

Alan le dijo que así sería mejor, pinchó una vena, esta vez en el brazo, y la inyectó antes de que ella tuviera tiempo de patalear, gritar o dar las gracias. No usó toda la heroína de la cuchara para ella; aproximadamente la mitad, lo suficiente para cerca de una hora. Cogió una aguja nueva y se inyectó el resto del caballo en su propio brazo izquierdo. Sííííííííí. Tío, eso ayudaría a superar la parte más dura. La maría era más suave, pero un buen pico de caballo no le iba a ir nada mal.

A las doce menos diez, Alan sacó de la habitación un par de sábanas y una almohada e hizo una pequeña cama en la parte posterior del camión. Metió a Barbara sin que nadie les viera y tomó hacia el sur por la autopista. Barbara emitía pequeños gemidos, como si estuviera cantando. Alan se sentía estupendamente. Mierda, tenía que estarlo. Como que era día de cobro.