16

Al día siguiente, a Alan le entró el pánico.

Salió del servicio y allí estaban, uno de uniforme y el otro de paisano, junto a la puerta de su despacho. De modo que cruzó el vestíbulo y se sentó a ver los últimos quince minutos de Juerga en la granja, ahora en su segunda semana de éxito. Le había salvado su vejiga.

Tal vez el de paisano era de la brigada antivicio y estaban husmeando otra vez las películas porno. O tal vez estaban vendiendo boletos para el día de la Policía a los comerciantes locales. Sí, o tal vez iban a darle un premio por buen ciudadano. Y una mierda; Mitchell había cambiado de idea, influido por su mentalidad simple, y había dado el soplo. Tenía que ser eso. Tras pensar durante un par de minutos, Alan se convenció de que Mitchell había ido a la policía. Mientras terminaba la película y la gente empezaba a levantarse, Alan se dirigió por el pasillo hacia la salida de incendios y salió al exterior.

Se alejó en una camioneta de reparación de teléfonos de la Michigan Bell que estaba aparcada junto al descampado con la llave puesta. Condujo hacia North Woodward, por la simple razón de que era el camino más rápido para alejarse.

Pero a los pocos kilómetros empezó a calmarse y a pensar de nuevo. Tal vez los polis no habían ido a por él. Tal vez eran realmente de la brigada antivicio. Cada uno o dos años había una campaña contra las películas pomos. Nada de sexo explícito, ninguna toma haciéndolo de verdad a menos de tres metros de distancia. Nada de tomas frontales de hombres, aunque lo de los maricas tenía un pase. Alan odiaba la censura. Se odiaba a sí mismo un poco por haber huido. Tenía que haber hecho que alguien se enterase de lo que querían. Podía llamar y enterarse de si habían hablado con alguien. ¿Pero estaba realmente huyendo? ¿O estaba tomando aquel camino por alguna razón? Su instinto le decía lo que tenía que hacer incluso antes de que él mismo se diera cuenta. Como si todo estuviera claro y simple y hubiera sabido desde el primer momento qué dirección seguir. ¿Por qué no? Poner en marcha el plan que había estado pensando. Un poco de suerte no le iría mal; pero si se precipitaba, siempre podía improvisar o dejarlo para el día siguiente, o el otro. El plan en sí tendría que funcionar, de una forma u otra.

Abandonó Woodward y se dirigió hacia el centro de Royal Oak. Llevó la camioneta de la compañía telefónica hasta una zona de aparcamiento municipal y la dejó allí. Escogería otro vehículo por el camino, alguno un poco más deportivo.

En la cabina que había a la entrada, marcó el número de casa de Mitchell. Oyó a Barbara preguntar tres veces y colgó. Luego marcó un número local.

—Eh, Richard, ¿cómo te va? Alan. Oye, voy hacia donde estás tú. Bobby me pidió que le recogiera algo de caballo… No sé, tío. Eso es lo que dijo, caballo. A lo mejor está cambiando de hábitos, o será para un amigo, no sé… Sí… No, te lo pagará la próxima vez. Qué te juegas, ya conoces a Bobby… en el aparcamiento de la ciudad… tío, en ese maldito edificio, el grande, de cinco pisos, aparcamiento o como coño quieras llamarlo… Sí, estaré arriba.

Alan bajó por la calle hasta una farmacia y pagó un pavo por una bolsa de diez jeringuillas desechables.

Cuando llegó al piso superior del edificio del aparcamiento, Richard, el camello, ya estaba esperándole. Alan no le vio —un joven negro huesudo de amplia sonrisa que llevaba un periódico doblado bajo el brazo— hasta que salió del camión rojo, en uno de cuyos lados podía leerse la inscripción «Droguería el ritual», pintada con letras blancas.

—Joder —dijo Alan—. Nadie podrá decir que no tienes sentido del humor.

—Es un toque —dijo el camello, sonriendo—. Vi el camión en el establecimiento de coches usados y pensé «tiene que ser mío».

—¿A tu nombre?

—Y una mierda. A nombre de mi primo. Todavía está en el talego.

—Tiene que verla Bobby —dijo Alan—. Es demasiado, joder.

—Sí, Bobby tendría algo que decir. Hablando de Bobby… —le dio el periódico doblado—, el caballo nunca ha sido lo suyo, pero, como tú dices, a lo mejor es para algún colega suyo. ¿Quieres algo para ti?

Alan sacó el sobre del periódico y se lo metió en el bolsillo.

—¿Lo tienes en el camión?

—Qué va, tío, pero te lo puedo conseguir ya mismo.

—Tengo que ir a un sitio —dijo Alan—. De hecho, llego tarde. —Esperó un momento—. Oye, tú no me dejarías el camión, ¿verdad?

—Mi camión… ¿Cómo has venido?

—Me ha traído un tipo. Oye, es una historia muy larga. Tengo que visitar a un tipo que quiere comprarme unas películas. Me llevaría una media hora, como máximo.

El camello no estaba seguro y ya no sonreía. Dijo:

—¿Vive por aquí cerca?

—Por Southfield. Quiere comprar unas películas para su club, ¿sabes?, pero tiene un equipo muy viejo y no sabe si todavía funciona. Tengo que verlo. Sólo media hora, Richard. No llevas nada en el camión, ¿verdad?

—Limpio.

—¿Entonces qué te preocupa? Ni siquiera está a tu nombre.

—Dentro hay una pipa.

—Pues déjala allí —siguió Alan—. ¿Quieres quedarte en el piso superior de un garaje con una pipa en las manos?

—¿Y tú quieres que te paren llevándola?

—¿Que me paren por qué? Soy un conductor muy prudente, obedezco todas las normas de tráfico. No me preocupa la pipa. Ni siquiera sé dónde está, y no quiero saberlo. Sólo quiero ver a ese tipo.

—No me acaba de gustar —contestó el camello.

—¿Qué es lo que no te gusta? Eh, Richard, ve a tomarte una taza de café, o lo que sea. Volveré en media hora. No te estoy enrollando, palabra de boy scout.

De esta manera consiguió Alan el camión con el rótulo de la droguería «El Ritual». Y de la misma manera consiguió la pipa, otro golpe de suerte en la ruleta, digno de premio. No estaba en la guantera —que tuvo que forzar con un destornillador—, sino bajo el panel de mandos, colgada dentro de un calcetín de lana: una automática de un tipo que nunca había visto, un arma barata que parecía de juguete y no llevaba ninguna numeración ni denominación, pero tenía balas en la recámara y eso era lo importante.

De hecho, era el primer día de sol cálido desde hacía por lo menos un mes: por fin un cielo limpio, ahora que era ya mediados de mayo, con una temperatura cercana a los veinte grados. El viento era algo frío, pero la valla frenaba las rachas que venían del campo abierto y dentro del patio casi hacía calor.

Barbara estaba tumbada en una hamaca con el respaldo reclinado, con los ojos cerrados, la cara entregada al sol. El primer contacto agradable con el sol después de tres meses, desde México. Llevaba un bikini amarillo que había sido de su hija. Con su estómago liso, las piernas firmes y los restos de bronceado de las vacaciones invernales, su cuerpo parecía hecho a propósito para el bikini. Pero le daba reparo llevarlo y sólo se lo ponía para tomar el sol en el patio o cuando iba con Mitch a algún lugar donde fueran a estar solos.

Mientras estaba tumbada, pensó en Mitch. Pensó en la chica y trató de imaginar qué pinta tenía. No, no podía imaginárselo. Volvió a pensar en Mitch y deseó que estuviese en la fábrica y que contestase si le llamaba. Pero no se levantó para llamar. Mitchell llevaba las cosas a su manera. Tendría que ser paciente y saber esperar, sin protestar ni lloriquear ni pedirle que tuviera cuidado. Si le quieres, pensó, tienes que aceptarlo como es. Y le quería.

Pensó en la casa y en que tendría que hacer que quitasen los toldos y que limpiaran los cristales de las ventanas y que cortasen y abonasen el césped y que limpiaran la piscina. Intentó acordarse del nombre de la compañía de mantenimiento de piscinas que lo había hecho el año anterior. Aqua nosequé. Aqua Queen…

—Tienes un ombligo precioso.

Abrió los ojos de golpe. El sol quedaba por encima de sus hombros, como un halo detrás de él, y no pudo reconocerle hasta que entrecerró los ojos.

—Me encanta: un bello ombligo profundo en el centro de un tam-tam —dijo Alan—. Señora, no se mueva hasta que yo se lo diga, por favor.

Ella había empezado a levantarse de la tumbona, apartando las piernas de él, bruscamente. Se quedó quieta al ver que sacaba el periódico que llevaba debajo del brazo, apartaba una página y le enseñaba el revólver que había dentro.

—¿Lo ves? —Dobló el periódico y se lo volvió a poner bajo el brazo—. Pues ya no lo ves. Pero sabes dónde está.

Barbara le miró.

—¿Qué quiere?

—¿Se acuerda de mí? La agencia de contabilidad. —Alan sonrió—. ¿Cómo era el lema? Si nos equivocamos, nos lo tragamos, o algo así.

—Sé quién es —dijo Barbara—. Y sé qué es.

—Así no tengo que presentarme ante ti y darte referencias —contestó Alan—. Ahora quiero que te levantes, te pongas las pequeñas sandalias y entres en la casa. Estaré detrás de ti.

Cuando Barbara pasó sus piernas por delante de él para acercar las sandalias y ponérselas, Alan pudo ver claramente sus pechos.

—Joder, no sé para qué se enrollaba con aquella gallina escuálida.

Luego, dentro de la casa, tras haberse asegurado de que todas las puertas estuviesen cerradas, la siguió de cerca, atento al movimiento de sus caderas.

—Joder, apuesto a que cuando se pone en marcha necesitas toda la noche para agotarla. Uf, teniendo esto en casa…

La llevó a la cocina y le dijo que se subiera a la mesa y recogiera las piernas en posición india. Ella se quedó sentada mirándole, dudando qué iba a hacer hasta que sacó del bolsillo el paquete de las jeringuillas desechables y el sobre.

Alan usó un hervidor de huevos. Puso el agua a hervir, colocó la bandejita de aluminio sobre el pote y coció la heroína, diluida con un poco de agua, en una de las secciones cóncavas de la bandeja, donde debería ir un huevo. Sonrió y dijo:

—Mierda, tío, esto es alta cocina. Si lo viera Bobby, tendría que probarlo.

Aunque Bobby sólo esnifaba coca, como le explicó a ella. Bobby decía que el caballo le confundía y le ponía enfermo.

Ella vio que se inclinaba sobre el hervidor y traspasaba cuidadosamente el polvo blanco, convertido en líquido, a la jeringa, apretando luego para eliminar las burbujas de aire, y volvía a estirar lentamente, sacando casi hasta la última gota del líquido.

Al volverse hacia ella, sosteniendo la jeringa con la aguja hacia arriba, dijo:

—No te quemará. Sólo notarás un poco de calor.

—No quiero —dijo Barbara.

—Señora, sólo es caballo. Le llevará a dar un agradable viajecito por la ciudad, a ver las luces.

—No quiero.

—Joder, no te estoy prostituyendo. Sólo quiero que estés tranquila y seas manejable. Estira una pierna, cualquiera. —Alargó la mano libre hacia ella.

Cuando ella se apartó de él, agarrándose al borde de la mesa, la abofeteó con fuerza en la cara. Ella emitió un sonido, más de sorpresa que de dolor, y él la volvió a golpear.

—Y ahora estira la pierna.

La agarró por el tobillo y tiró. Barbara cayó hacia atrás, contra la cortina que cubría la parte baja de la ventana, perdiendo el equilibrio, apoyada sólo sobre los codos. Alan dio una vuelta, sosteniéndole la pierna bajo un brazo, forzando el ángulo, y pinchó con la jeringuilla la vena que sobresalía bajo la presión de su dedo pulgar. Notó que ella se ponía tensa e intentaba liberar la otra pierna, pero no a tiempo de golpearle o empujarle. Apretó la jeringa con el pulgar, la hundió lentamente y la señora empezó su viaje.

Recordaba aquella sensación de una ocasión anterior, echada en el hospital, cuando la enfermera le había puesto la inyección. Era lo mismo, pero la sensación era ahora más profunda, más completa. Su mente y su cuerpo envueltos por una confortable suavidad, flotando sin moverse en un agua cálida que carecía de humedad, flotando sin tener que moverse para mantenerse a flote, suspendida en aquella sensación placentera. Estaba consciente, pero no estaba segura de estar despierta. No era algo que le diera que pensar, porque no había nada, ninguna razón para pensar en nada. Era como si hubiera perdido el tacto: estaba echada en una cama, su cama, la cama de ellos, que siempre había sido dura pero ahora no tenía textura ninguna, como si no estuviera acostada sobre la cama sino dentro de ella, como si la cama misma fuera agua cálida inmóvil. Había alguien más en la habitación. El hombre flaco. Piernas y hombros flacos y pelo largo, un pelo que colgaba sobre la cara flaca que le miraba. Ahora estaba más cerca y sintió que le tocaba, su mano sobre su muslo, luego sobre su estómago.

—Estoy tan cansada… —dijo ella.

Su voz, la voz de alguien, contestó:

—Entonces, ¿por qué no te duermes? Cierra los ojos…

—¿Qué tal ha estado?

Tenía los ojos abiertos. Estaba mirando el techo blanco. Volvió a pensar en la habitación del hospital. No, estaba en casa, acostada en su cama. En la cama. Alguien le había dicho algo, un ruido de palabras, o un sueño. Había luz en la habitación; tal vez fuese la hora de levantarse, pero se sentía más dormida que despierta: la agradable sensación del dormilón a primera hora de la mañana; paz y quietud y un cálido lecho. Darse la vuelta y mirar el despertador de la mesita de noche. Junto al teléfono. Alguien había movido el teléfono y estaba en medio. Alzó la cabeza de la almohada. Sólo eran las seis. Parecía más tarde. Volvió a hundir la cabeza en la almohada y cerró los ojos. Unos minutos más. Tumbada de costado, recogió las piernas. Su cuerpo estaba cálido, pero notaba un frío, un golpe de aire que le entraba por la espalda, e intentó alcanzar las sábanas. Sólo encontró su cadera y sus muslos desnudos. Se dio la vuelta, alzando un brazo, todavía adormilada, pero ya con la conciencia y la memoria despertándose en su mente. Estaba desnuda, salvo por el sostén del bikini, que cubría sus pechos.

—Te he preguntado qué tal ha estado.

—¿Qué hora es?

—Las seis.

—¿Ha estado aquí toda la noche?

—Son las seis de la tarde, no de la mañana.

Ella se levantó demasiado rápido y casi se volvió a caer, al ver a Alan al pie de la cama. Tuvo que sostenerse con las manos por detrás, abriendo y cerrando los ojos con aquella sensación de ligera calidez en su cabeza, pero ya consciente de su desnudez frente a él, como en un cuadro; una modelo en un cuadro: La maja desnuda de… Rodó hasta el límite de la cama, intentando darse impulso con los pies para levantarse.

Alan se acercó desde el pie de la cama, sosteniendo la jeringa hacia arriba en una mano. Cuando los pies de ella tocaron el suelo, la empujó hacia atrás otra vez, sin el menor esfuerzo.

Alan sonrió.

—Te encuentras bien, ¿eh? Has estado de viaje casi tres horas. Puede ser que mañana estés un poco acatarrada, pero lo superarás.

Ella no tenía nada con que cubrirse, de modo que se quedó tumbada sin moverse, con las manos a los lados. Una paciente mirando al doctor.

—¿Qué me ha hecho?

—Adivínalo.

Barbara le miró, pero no dijo nada.

Alan sonrió.

—Te retorcías mucho. ¿No lo recuerdas? Gemías; dijiste un par de cosas. Nada sucio.

—¿Qué me ha hecho?

—Te daré una pista —dijo Alan—. Haciendo eso, no se puede golpear a nadie. —Sonrió de nuevo y le guiñó un ojo—. Y ahora tengo que pincharte otra vez. Estamos a punto de largarnos de aquí.

Al ver que Barbara se incorporaba para echarse sobre él o para intentar escapar, le dio un puñetazo, golpeando fuerte y rápido su cara.

—Sé buena.

Se puso la pierna de ella bajo el brazo y presionó el tobillo para que sobresaliera la vena.

Sonó el teléfono.

Leo empezó el día con un vodka con soda. No le sirvió de nada. Tomó dos más, inmediatamente después. Generalmente, el vodka le subía rápido y un par de copas le bastaban para ponerse contento: pero seguía sin causarle efecto. Pidió otro y le dijo al dueño del bar, que estaba detrás de la barra:

—Por casualidad no los habrás visto hoy, ¿no?

—No, desde ayer por la noche —contestó el camarero.

—Pero ayer estaban juntos, ¿verdad?

—No sé si vinieron juntos. Ya te lo he dicho antes, se fueron juntos.

—¿A qué hora?

—No sé qué hora era. Estaban sentados en la barra, se levantaron y se fueron.

—Ponme otra —dijo Leo.

El camarero le miró con sorpresa, porque sólo había bebido un trago de su cuarta copa; pero cuando volvió con otro vodka con soda, Leo ya estaba preparado para tragárselo. El camarero se apartó y Leo se quedó sentado solo. Había otro tipo en el otro extremo de la barra, con una Strohs.

No había podido localizar a ninguno de los dos el día anterior, para saber qué diablos estaba pasando. Alan no había estado ni en casa ni en el trabajo. Doreen dijo que no había visto a Bobby ni a Alan en todo el día. Bobby solía desaparecer, pero Alan no. Siempre sabía dónde estaba Alan; o Alan sabía dónde estaba él. Desde que se metieron en aquella historia, se habían visto cada día. Ahora, de repente, Alan no estaba en ningún sitio.

Mientras se bebía el vodka, Leo reflexionó detenidamente, recordando a Alan en su apartamento la última vez y repasando lo que había dicho. El tipo no podía pagar. Pero el tipo sabía quiénes eran. No podían correr el riesgo de confiar en que no fuese a la pasma. Luego, hacia el final, se había mostrado amistoso al decir que tenían que permanecer juntos y que tal vez, con un poco de suerte, encontrarían otro tipo al que trabajar. ¿Por qué parecía tan amistoso? Todo el negocio se hunde. Matan a la chica por nada. Ahora tienen que matar al tipo. Y Alan se muestra amistoso, en absoluto preocupado o nervioso. Si se suponía que debían permanecer juntos, ¿entonces dónde diablos estaba Alan? Era como si le estuviesen rehuyendo.

Algunos tipos con los que había tratado tiempo atrás solían hacerlo, rehuirle. A veces, simplemente echaban a correr y le dejaban plantado en medio de la calle, porque él no podía seguirles. O no aparecían cuando habían quedado con él. O se enteraba de que habían ido todos a algún espectáculo y nadie se había molestado en llamarle o irle a buscar. Una vez, cuando tenía dieciséis años, su madre le había dejado el coche, un Plymouth azul de seis cilindros, descapotable, y durante un tiempo le dejaron que les llevase a dar vueltas; no le rehuían. Ahora hacía mucho tiempo que no les había vuelto a ver. Desde que trabajó de portero de noche en aquel motel, un lugar de seis dólares la noche, en Telegraph. Habían descubierto que les podía colocar con tías jóvenes universitarias por quince dólares y, a veces, aparecían a las dos y media de la madrugada, cargados de cerveza.

Algo pasaba.

Se preguntó si a lo mejor Alan había vuelto a ver a Mitchell. O si lo había visto Bobby y había acabado con él. No había nada en el «Free Press» de la mañana, ni en la primera edición del «News». Tal vez era demasiado pronto. Podían haberse llevado al tío a algún lugar y haber enterrado el cuerpo para que no lo encontrasen. «¿Qué te pasa?», se preguntó a sí mismo.

Fue al teléfono público que había junto a la entrada. Tuvo que darle el número de la Ranco Manufacturing a la operadora, porque estaba fuera de la ciudad, en Fraser. Cuando hubo marcado el número y la voz de la chica preguntó de parte de quién era, contestó:

—Dígale que soy Alan Raimy.

Esperó. Cuando oyó la voz de Mitchell, la reconoció inmediatamente, colgó el teléfono y lo encajó con fuerza en la horquilla, hasta que estuvo seguro de que la línea se había cortado. Lo levantó de nuevo y marcó el número del apartamento de Alan. Seguía sin contestar. Llamó al cine. Alan no había llegado. ¿Esperaban que fuese? Nadie parecía saberlo. Volvió a marcar el número de Doreen. Nadie contestó.

Leo se tomó otros dos vodkas con soda en la barra. Estaba seguro de que pasaba algo. Empezaba a estar seguro de que no querían que se les viera con él. Porque le iba a pasar algo, y si le hubiesen visto con él antes de que eso ocurriera, podían detenerles e interrogarles. Así, si les detenían por cualquier razón, podían decir que no, que hacía días que no le veían. Y nadie podría probar lo contrario.

¿Qué diablos hacía allí sentado? Ponérselo fácil. Todo parecía fácil. Tirado, había dicho Alan. Tenían que ser unos jodidos idiotas para fallar. Era su oportunidad para dar el golpe de su vida. ¡Dios! Su vida estaba pasando muy rápido de repente. ¡Dios! ¿Qué había hecho, qué había conseguido? Había trabajado en algunos moteles. Chuleado a algunas tías. Les conseguía el trabajo, pero tenía que pagar cuando quería un poco él también. Hasta a las idiotas que nadie quería y duraban poco; también a ésas tenía que pagarles. Tres juicios por proxeneta: dos, suspendidos; culpable en el tercero. Noventa días en De-Hoco, el jodido Correccional de Detroit. Ésos eran los acontecimientos gloriosos de su vida. Al morir su madre, le había dejado una póliza de seguros de veinticinco mil dólares y un Thunderbird con un año de vida. A tope; sus problemas se habían acabado: lo invertiría en algún negocio. Alquiló el local e instaló el estudio de modelos: eso le costó cinco. Conoció a Alan, le dejó casi diez y se gastó el resto en menos de un año. Alan se había comprado un coche deportivo y había decorado su casa con un montón de locuras y no le había devuelto ni un céntimo de los diez que le había prestado. Lo único que Alan había hecho era presionarle, rehuirle, insultarle…

Leo fue hacia el teléfono y marcó el número de Ranco Manufacturing otra vez. Esta vez no colgó cuando contestó Mitchell. Dijo:

—Señor Mitchell, soy Leo Frank, del estudio de modelos. Sí, ¿qué tal está…? Oiga, me gustaría hablar con usted pronto, quiero decir, hoy mismo, si puede…

Mitchell podía haber ido andando —el Pine Top estaba al otro lado de la carretera y sólo un bloque más allá— pero hubiera parecido extraño. ¿Adónde iba el jefe a las dos de la tarde? Era un área industrial de fábricas pequeñas, almacenes y locales vacíos en alquiler. No había ningún sitio al que se pudiera ir andando, salvo al bar. Por eso Mitchell fue en coche y aparcó el Grand Prix en el espacio vacío que había junto al edificio de ladrillo pintado de verde, entre los camiones y los grandes coches con sombreros en la repisa de la ventana trasera.

Mitchell sólo había entrado un par de veces antes. No recordaba nada concreto del lugar: un bar que parecía como otros cientos de bares; una balada country en la máquina de música y cerca de una docena de trabajadores sentados bebiendo Strohs, la mayoría en la barra. El primero que Mitchell reconoció fue Ed Jazik, el agente local ciento noventa y nueve. Estaba solo en la barra. Mitchell pasó junto a él y Jazik no se dio la vuelta, ni pareció haberle visto. Vio a Leo Frank en una mesa pegada a la pared, jugando nerviosamente con una caña de plástico. Sobre la mesa había una bebida y otra caña.

Leo le sonrió al levantarse y saludarle. Mitchell le dio la mano con firmeza, apretando el fláccido montoncito de carne, y oyó que la voz de Leo se rompía antes de decir:

—Encantado de que haya podido venir. Siento queeeeeee… haya tenido que dejar el trabajo.

Su rostro reflejó una chispa de alivio cuando se acercó la camarera y Mitchell se sentó:

—¿Qué desea?

—Nada —contestó Mitchell.

—Bueno, yo me tomaría otro —dijo Leo a la camarera—, aprovechando que ha venido.

Al irse la camarera, bebió con moderación un trago corto de su vodka y miró hacia la barra y hacia la entrada, evitando la mirada de Mitchell.

—El sitio no está mal para las tardes —dijo Leo—. Apuesto a que si tuvieran tías bailando les iría mejor.

—Hacen su negocio a las tres y media y a las once y media —dijo Mitchell—, con el cambio de turno.

—Supongo que será sólo un poco de conversación y una cerveza, ¿no?

—Supongo —dijo Mitchell. Esperó, sin prisa, viendo cómo Leo iba dando tragos a su bebida y luego encendía un cigarrillo para calmar los nervios.

—Tengo entendido —dijo Leo— que al final se puso en contacto con Alan, aquel tipo al que buscaba.

—Le vi —contestó Mitchell—. Luego vino él a verme. ¿Se lo dijo?

—Lo mencionó. Ah, bien —dijo Leo a la camarera, cogiendo su bebida fresca y devolviéndole el vaso de la anterior. Agitó un poco el vaso—. Lo que me he estado preguntando es por qué le contó que yo le había dicho dónde encontrarlo.

—Yo no le dije que hubiese sido usted.

—Él dijo que sí. Dijo… —Leo sonrió— que sus palabras exactas habían sido «me lo dijo su amigo, Leo Frank».

—Aquí hay algún error —comentó Mitchell—. Yo no le conté nada.

—¿Y entonces por qué me lo dijo?

—Usted le conoce mejor que yo —respondió Mitchell—. ¿Por qué lo haría?

—No lo sé. Fue como si me estuviera echando a mí toda la culpa.

—¿Echándole la culpa de qué?

—Quiero decir, bueno, ya sabe. Eso de lo que él le habló, el trato. Falló, ¿no?

—¿Eso le dijo?

—Bueno, verá usted, en realidad yo no sé mucho de todo eso, ¿sabe? Sólo intenté ponerles en contacto, como un favor. Y luego va y dice que usted dijo que yo le había contado dónde encontrarle.

—Leo —dijo Mitchell—, le conozco, conozco a Alan y conozco al negro. Sé su nombre, Robert Shy, y el número de su carnet de conducir. Sé dónde viven o trabajan todos. Sé que los tres han matado a una chica llamada Cynthia Fisher y sé que es a los tres a quienes tengo que pagar para salirme de esto. Leo, ¿por qué no se toma otra copa?

Olía la loción de Leo. El hombre parecía temeroso de moverse, allí sentado, agarrado a su vaso y ahora mirando directamente a Mitchell. Bebió un trago, agitando la cabeza.

—Se equivoca si piensa que yo estoy en esto. ¿Se lo dijo Alan? —preguntó como si no pudiese creérselo.

—Leo —dijo Mitchell—, ¿por qué no vamos al grano? Hice un trato con Alan. Evidentemente, no se lo ha dicho todavía. Ni al negro. Vino a verme y tampoco sabía nada.

—Alan dijo que no puede pagar porque tiene deudas con el gobierno.

—Eso mismo me contó el negro.

—¿Bobby fue a verle?

—Hablemos de Alan, Leo. Le hice una oferta. Dije que pagaría cincuenta y dos mil pavos, porque eso es todo lo que puedo permitirme. Vio mis cuentas y dijo que de acuerdo, que le parecía bien. Le pregunté si lo iba a repartir con sus socios, porque no quería que se me echasen encima. Me contestó que sí, que por supuesto.

—A nosotros nos dijo que usted no tenía dinero. Que se lo debía al gobierno.

—Eso ya lo sé, Leo. Si quiere hablar de eso, vaya a hablar con Alan.

—El muy hijo de puta. Sabía que algo pasaba.

—¿Quiere otra copa? —Mitchell echó un vistazo a la barra y vio que Jazik ya no estaba—. Yo me tomaré otra.

Mitchell levantó un brazo e hizo una señal a la camarera, con dos dedos extendidos.

—Lo sabía —dijo Leo—. Por su manera de actuar, de hablar, sabía que estaba tramando algo.

—Si espera que me conmueva —dijo Mitchell—, es mucho pedir, ¿no? Dadas las circunstancias.

Estaba sorprendido por su propio tono de voz y por el hecho de que podía mantener la calma y no hacerle atravesar la pared de un puñetazo. Cuando la camarera trajo las bebidas, Mitchell alzó su copa.

—Siento no poder desearle suerte, amigo. Pero estoy seguro de que podrá entender que me importa una mierda lo que le ocurra. O a Alan, o al negro, Bobby.

Leo bebió un trago.

—Ya le he dicho que no estoy tan involucrado en esto como usted parece pensar.

—Bueno, digamos que está mezclado con ellos.

—Fue idea de Alan.

—Lo creo —dijo Mitchell.

—¿Lo que le hicieron a la chica? Le juro por Dios que les dije que yo no quería tener nada que ver.

—Pero estuvo allí, ¿no?

—Eso no lo puede probar.

—No estoy intentando probar nada —dijo Mitchell—. Estoy intentando arreglar esto, acabarlo de una vez. Incluso si para ello tengo que pagar cincuenta y dos mil. Eso está claro.

—Si paga, se acabó todo —dijo Leo—. También eso está previsto. En cuanto haya pagado le echará encima a Bobby. O lo hará él mismo. Joder, que yo sepa, están los dos metidos en eso. Ayer estuvieron juntos. Bobby sabe que Alan trama algo, pero siguen juntos por ahí.

—Parece que le están sacando de la foto —dijo Mitchell—. Divididos en dos bandos.

—No sé. Joder, nunca sé lo que piensa Alan. Le falta un tornillo.

—Yo tampoco lo sé —dijo Mitchell—, pero he de tomar su palabra y pagar. En caso contrario, me encontraría con una acusación de asesinato y muchas pruebas en mi contra.

Leo le estaba mirando fijamente, pensativo. Un momento después, se inclinó, acercándose más a la mesa.

—¿Y si fuera a la policía? A contarles toda la historia…

—Creo que tendría muchas posibilidades de acabar en la cárcel.

—No. Yo le respaldo. Hacemos un trato con la pasma. Yo testifico en contra de Alan y de Bobby. Subo al estrado, digo que ellos mataron a la chica… si la policía me permite que me declare culpable sólo de la parte del chantaje. Además, sería verdad. Nunca tuve nada que ver con el asesinato de la chica.

—No sé. Sería sólo su palabra. Seguirían teniendo muchas pruebas contra mí.

—¿Qué pruebas?

—El cadáver de la chica. Mi revólver, la película…

—¿Quiere saber una cosa? —dijo Leo—. No hay cadáver.

—¿Qué quiere decir?

—Está en el fondo del lago Erie, con toda la polución y la mierda.

—¿Desde cuándo?

—Desde que lo hicieron. Usted cree que está congelada en algún lugar, porque no puede correr el riesgo de pensar que no lo está, ¿verdad? Alan se lo imaginó. La ve muerta y ésa es la imagen que le queda. Permanece grabada en su mente. Se caga de miedo y acepta pagar. Sólo que ahora ya sabe que lo hicieron Alan y Bobby. Pague o no pague, le matarán de todos modos.

—O también a usted —dijo Mitchell. Durante unos instantes guardó silencio—. ¿Y las películas?

—En el lago, con la chica.

—¿Y mi revólver?

Leo dudó.

—Está en otra parte. Por si acaso lo vuelven a necesitar.

—Si no pueden probar nada contra mí —dijo Mitchell—, entonces puedo olvidarme, ¿no?

—Puede pensar así, si quiere —dijo Leo—. Pero igualmente van a matarle, tanto si paga como si no lo hace. Oiga, les resulta fácil.

Mitchell vio que Leo acababa su bebida. Cogió su propio vaso, intacto, y se lo puso delante.

—Para el camino.

—¿Se va?

—¿Por qué, tenemos algo más de qué hablar?

—Le estoy diciendo que lo van a matar. —Leo estaba tenso y volvía a mirarle fijamente—. No ha dicho lo que piensa hacer.

—Todavía no lo sé —respondió Mitchell—. Pensar, supongo. O esperar a ver qué le hacen a usted. Entonces sabré si van en serio o no.

Tal como estaba aparcado su coche, apartado del bar, en un aparcamiento vacío, Ed Jazik podía ver el Grand Prix de Mitchell por el retrovisor. Al salir, unos minutos antes, lo había mirado y había estado a punto de romperle la ventana y hacerle una buena faena. Pero, probablemente, Mitchell le había visto dentro. O podía salir demasiado pronto. Cuando salió, Jazik le vio recorrer el corto tramo de carretera que iba hasta la fábrica y se alegró de haber esperado. Hubiera sido más fácil romperle la ventana y hacerlo ahí mismo, pero hacerlo en el aparcamiento de la fábrica sería mejor, porque sus empleados saldrían corriendo para verlo. Faltaba media hora para el cambio de turno. Luego, otra media hora, más o menos, para dar tiempo a que el personal de oficinas se fuera a casa. Y entonces iría él. Entrar por el camino, dejar el coche encarado hacia afuera y con el motor en marcha. Le costaría medio minuto.

Jazik volvió a entrar en el Pine Top y pidió una Strohs en la barra. La cuarta de la tarde. Miró al tipo que había estado hablando con Mitchell: un payaso gordo con un traje a rayas que le quedaba estrecho en los hombros, recostado sobre la mesa con dos bebidas a la vez. El escarabajo era probablemente un cliente de Mitchell, debía de ser dueño de alguna empresa de fabricación. Vaya un gordo hijo de puta, ahí sentado, sin nada que hacer, ninguna preocupación. Todos los que tenían pasta tenían la misma pinta.

El paquete para el señor Harry Mitchell lo trajo un mensajero cuando Janet estaba ya recogiendo su mesa, preparada para acabar su jornada. La etiqueta llevaba el nombre de una tienda de maletas de Detroit, y, por el tamaño de la compacta caja, Janet estaba segura de que se trataba de algún tipo de maletín. Abrió la caja y vio el maletín, o lo que fuese, envuelto como regalo en un papel a rayas doradas y blancas, con una cinta y un sobre. No había ninguna tarjeta a la vista.

Mitchell levantó los ojos cuando Janet entró y lo dejó sobre su mesa.

—¿Qué es?

—No lo sé. No es su cumpleaños, ¿verdad?

—¿Quién lo envía?

—La tarjeta debe de estar dentro. ¿Quiere abrirlo usted, o lo hago yo misma?

—Hazlo tú.

Vio cómo Janet introducía un abrecartas por el extremo encolado y sacaba el maletín sin rasgar el papel: un maletín negro con cierres cromados. Era brillante y se veía barato, de plástico aunque fuese imitación de piel. Janet dio la vuelta al maletín para que lo viera Mitchell, recogió la cinta y empezó a enrollársela en una mano, viendo cómo él abría de golpe los cierres y levantaba la tapa. Ella no alcanzaba a ver el interior.

—¿No hay ninguna tarjeta?

Mitchell sacó un pequeño papel doblado e impreso.

«Es una Porta-Sec —leyó—. Su secretaria ejecutiva portátil de Travel-Rama… hecha de genuina polipiel».

Janet no sabía qué decir. Lo intentó:

—¿Le gusta?

—Es lo que siempre había deseado —dijo Mitchell.

Ella seguía dudando.

—¿No hay tarjeta?

—No veo ninguna.

—¿Sabe de quién es?

—No pone nada. A lo mejor se les olvidó.

—Si quiere llamo a la tienda.

—No, ya está bien.

—Bueno, si no me necesita para nada más…

—No creo —contestó Mitchell, y la miró con amabilidad—. Nos veremos mañana.

Esperó a que Janet hubiera salido del despacho y la puerta estuviese cerrada para coger el pequeño sobre que había dentro del maletín vacío y sacar la tarjeta. Escrito a lápiz, ponía:

«¡Felices 52, colega! Deseo ver otros muchos miles».

John Koliba, jefe de turno de tarde, salió de la sala de control de calidad y caminó por el pasillo que daba a la última Warner-Swasey, en la hilera de máquinas giratorias. Eran las seis menos cuarto, como recordaría más tarde. Se iba a acercar al operador para decirle que apagara la máquina y cambiase la torre de ajuste para una serie de topes de forro metálico plateado. No estaba seguro de si había mirado por casualidad hacia la puerta trasera o si primero había oído la explosión y luego había mirado, porque fue como si todo hubiera ocurrido al mismo tiempo.

La oyó y, a través de la cristalera de la puerta, vio alzarse las llamas dentro del coche que había aparcado a unos diez metros. No fue una explosión demasiado fuerte; un sonido apagado, casi sordo, pero fuerte. La mayoría de los empleados que trabajaban en ese extremo de la fábrica también lo oyeron y fueron detrás de Koliba en cuanto salió y vio que el coche que ardía en llamas era el del señor Mitchell. Koliba gritó a un par de tipos que cogiesen los extintores. Luego cruzó la fábrica corriendo para avisar a Mitchell. Pero, cuando llegó al despacho, la puerta estaba cerrada y, durante unos instantes, no supo qué hacer, por si interrumpía algo. «Por Dios», se dijo, y golpeó la puerta. La voz de dentro dijo «adelante». Koliba abrió la puerta, se quedó allí, mirando a Mitchell detrás de la mesa, y dijo:

—Perdone si le molesto, pero acaban de pegarle fuego a su coche con una bomba.

Cuando Mitchell y Koliba llegaron al coche, todos los hombres del turno de tarde que habían podido parar sus máquinas y abandonarlas estaban en el aparcamiento. Los dos hombres de los extintores estaban cubriendo el coche de montones de espuma blanca, pero no servía de mucho. Las llamas llenaban el interior y el humo se escapaba por una ventanilla parcialmente abierta. Finalmente, uno de ellos consiguió acercarse lo suficiente para abrir una puerta, meter la boca del extintor y soltar su carga dentro. El coche se llenó de espuma y las llamas parecieron apaciguarse. La gente apartaba los coches que había alrededor. Algún hombre miraba con atención concentrada hasta que se daba cuenta de que su coche estaba aparcado cerca del Grand Prix; entonces se despertaba y corría como alma que lleva el diablo a llevárselo. En medio del fuego y del denso humo, varios automóviles salieron y dieron vueltas al aparcamiento durante unos minutos.

Mitchell se quedó mirando, con la mano apoyada en el borde de una cesta metálica para desechos y le dijo a Koliba, que estaba a su lado:

—¿Por qué has dicho que había sido una bomba?

Los ojos de Koliba, entrecerrados, seguían concentrados en el coche.

—Lo he visto antes. —Mitchell no dijo nada y Koliba le miró—. ¿Qué otra cosa podría ser? ¿Se dejó una colilla en la alfombra?

Mitchell siguió sin hablar.

—¿Ha visto alguna vez que los cables se quemen dentro del coche? Debajo de la carrocería, tal vez; pero no dentro.

—A lo mejor ha sido el depósito de gasolina.

—El depósito no se ha quemado. Todavía no —dijo Koliba—. Empezó dentro, gasolina o algo. Pero no la han vertido, ya sabe, como cuando empapan la tapicería y luego tiran una cerilla. No, porque lo he oído. Eran hacia la seis y lo he visto explotar, como si el tipo hubiera encendido una mecha o una cuerda empapada en gasolina o en algo así y se hubiese largado antes de que estallara. De haber sido con una cerilla, lo hubiese visto.

Mitchell miraba el coche, cuyo interior estaba lleno de una espuma que parecía de gel de baño.

—¿Es imposible que haya sido accidental?

Koliba volvió a mirarle.

—Mierda, sabe tan bien como yo quién lo ha hecho —dijo.

Un maquinista que salía de la fábrica vio a Mitchell y se acercó a él.

—He llamado a los bomberos. Ahora llegan.

—Qué bomberos, si ya está apagado —dijo Koliba.

—Tú crees que lo está —dijo el maquinista—. Ellos se asegurarán.

—Destrozando el coche —puntualizó Koliba.

—Sí, bueno, pero si confías en que está apagado, de repente el hijo de puta te explota en la cara.

Mitchell no les escuchaba. Al principio —al salir y ver el coche en llamas— pensó en Alan Raimy, el hippie loco de Alan, y se preguntó por qué habría de hacer una cosa así. No pensó en Ed Jazik ni se acordó de haberlo visto en el bar del otro lado de la carretera hasta que Koliba le dijo que sabía tan bien como él quién lo había hecho. Koliba lo sabía: en su mente no cabía la menor duda. Era como si últimamente todo tuviera que ver con Alan Raimy y el tipo gordo y el negro, y como si el trato con ellos se hubiera convertido en única prioridad. Pero seguía dirigiendo una fábrica y tenía a un sindicalista radical sobre sus espaldas. Jazik parecía pertenecer a tiempos pasados. Sólo que estaba allí y entonces, tan real como el propio coche quemado. Algo más que arreglar. Bueno, llamaría al sindicato y le gritaría al presidente. O lo dejaría pasar. A lo mejor, Jazik se sentía mejor ahora. No podía concentrarse a la vez en Jazik y en Alan Raimy. Uno de los dos habría de esperar turno: Jazik. Aunque tendría que mantener los ojos bien abiertos. Tal vez otro boicot. Jazik da el espectáculo y a lo mejor se gana un par de nuevos amigos en el almacén. Así que era posible que las máquinas volviesen a estropearse. ¡Dios!

Miró la cesta metálica sobre la que estaba apoyado, los cientos de piezas que habían salido en mal estado de las máquinas durante las últimas dos semanas. Metió la mano en la cesta, sacó un conmutador y lo sostuvo sobre la palma de la mano. Era correcto, salvo que el diámetro interior se salía de la norma apenas por unos milímetros. Mitchell lo mantuvo en la mano mientras se acercaba al coche empapado, humeante, y echaba un vistazo al interior, que estaba destripado y abrasado y tenía el brillo negro propio de la materia chamuscada y olía a goma y vinilo quemados.

Alguien advirtió:

—Señor Mitchell, será mejor que se aparte. El depósito puede explotar.

Junto a él, Koliba dijo:

—Ya habría explotado. Mire, ¿ve los trozos de vidrio en el asiento? Apuesto lo que quiera a que son los restos de un cóctel molotov. —Koliba sonrió, con un brillo en sus ojos pequeños—. Espero que la gasolina no tuviera plomo. No quiero que polucionen el aire.

Inmediatamente, pensó que tal vez no debería haberlo dicho. Mitchell no sonrió ni dio muestras de encontrarlo gracioso. Estaba mirando algo que llevaba en la mano.

—¿Qué es? —preguntó Koliba—. ¿Algo que ha encontrado?

Mitchell abrió la mano para enseñarle la pieza metálica, el conmutador.

—Nada, una pieza de desecho.

—Pensé que a lo mejor era algo que había encontrado dentro del coche. —Vio que Mitchell se daba la vuelta y empezaba a alejarse—. ¿Va a llamar a la policía?

—No sé. Ya lo pensaré —contestó Mitchell.

Volvió hacia la fábrica. Koliba le vio lanzar la pieza de metal hacia arriba y cogerla con una mano, volverla a lanzar y cogerla de nuevo, jugando con ella. Su coche estaba quemado y no parecía importarle. «Joder, yo haría venir a la policía», pensó Koliba. No la pasma local, los hijoputas del FBI: se llevarían los trozos de cristal roto o alguna huella o algo, y descubrirían al hijo de puta. Koliba oyó entonces las sirenas, que se acercaban por la carretera. Miró hacia el camino de entrada con renovado interés, para ver que llegaban los camiones de bomberos.

A las seis en punto, sentado en su despacho con el maletín de polipiel frente a él, sobre la mesa, Mitchell llamó a casa.

El teléfono sonó siete, ocho, nueve veces. Estaba a punto de colgar, cuando oyó que la voz de su mujer saludaba.

—Hola. Por la voz parece que hayas estado durmiendo.

Hubo una larga pausa antes de que ella contestara que sí, que había echado una cabezada y se acababa de despertar.

—¿Cómo es que no has jugado hoy a tenis?

De nuevo, una pausa.

—No me apetecía. Creo que estaba demasiado cansada.

—¿De qué?

—No lo sé. De trabajar en la casa, supongo.

—¿Te encuentras mal?

—Estoy bien.

Tal vez lo estuviera, pero su voz sonaba extraña. Mitchell dijo:

—Llamaba porque… no iré a casa esta noche. Por dos razones: primero, tengo que trabajar en algo, un diseño, y no sé cuánto tiempo me va a costar. Quizá toda la noche, o más. Además, no tengo coche. No funciona y no podré conseguir uno de alquiler hasta mañana. Ya te lo contaré. Lo importante es que estaré en mi despacho o en la sección de ingeniería —tienes la extensión apuntada en tu agenda—, así que si me necesitas no dudes en llamarme.

Hubo un silencio al otro lado de la línea.

—¿Barbara?

—Sí, estoy aquí.

—¿Qué pasa? ¿No te encuentras bien?

—Estoy bien, de verdad. Espera un segundo.

Esperó unos instantes y volvió a oírse la voz.

—¿A qué hora llegarás mañana?

—Supongo que a la de siempre. Si aún no me han traído el coche, encontraré alguien que me lleve. Te veré entonces. —Hizo una pausa antes de decir—. Te echo de menos, Barbara.

La voz sin vida contestó:

—Yo también. Por Dios, yo también te echo de menos.

Y colgó.

Mitchell colocó el auricular en su sitio y se sentó, todavía con la mano apoyada en él, oyendo aún sus palabras y aquella voz casi irreconocible. No había dicho adiós, ni le había dado a él la oportunidad de decirlo. Pensó en ella, imaginándosela junto al teléfono de la cocina, aunque probablemente, si había estado haciendo la siesta, estaría en el de la cama. No podía imaginársela durmiendo a esas horas de la tarde.

Bueno, la vería mañana. O la llamaría más tarde. Ahora, era mejor que se pusiera el traje de trabajo y se dedicara a la faena. Cogió su maletín nuevo y el conmutador que había sacado de la cesta, se metió en la sala de dibujo de la sección de ingeniería y encendió la luz fluorescente que siempre parecía más fría y más brillante por la noche, cuando no había nadie en la habitación.

La policía de tráfico paró a Leo cuando iba por la carretera de Ten Mile. Estaba seguro de que el poli le iba a hacer salir y andar en línea recta e intentar recoger una moneda del suelo —luego, en la prueba del aliento, daría hasta veinte, tal como estaba, y tendría que pasar la noche a la sombra—. Pero el poli no le hizo salir. A lo mejor, su suerte estaba cambiando. El poli le pidió sus documentos de conducir y de identidad y le preguntó adónde iba. Leo dijo que iba a casa. Dijo que tenía una prisa horrorosa por ir al baño y que quizá por eso iba un poco más rápido de lo normal. Probablemente, resultaría verosímil. Había utilizado la excusa del lavabo, porque se la había oído a alguien y a veces funcionaba. Incluso los polis tenían necesidad de ir al lavabo y si no era un sádico lo entendería. Aquel poli no perdió mucho tiempo con discursitos sobre seguridad y sobre que sólo pretendían salvar vidas humanas ni ninguna mierda de ésas. Le puso una multa por sobrepasar en más de veinte kilómetros por hora la velocidad permitida y le dijo que se parase en la siguiente estación de servicio.

El plan: iba a llegar a casa, meter unas pocas cosas en una maleta, pasaría por el estudio, cogería la pasta que hubiese en la caja, cerraría el local y se mudaría a un motel, tal vez en Pontiac o por ahí. Se pondría en contacto con Mitchell al cabo de uno o dos días y volvería a proponerle lo de ir a la policía. Tal vez los policías no sonrieran nunca, pero podían ser comprensivos, y era sabido que hacían tratos. Le daban a un tipo un año, o algo así, por chantaje, y a cambio tenían pruebas contra otros dos por asesinato en primer grado. Ése era el plan.

Pero cuando llegó a su piso en Highland Park, empezó a preocuparse de nuevo; qué iba a hacer con todo lo de su madre: con todas sus ropas y sus asquerosas joyas. Tendría que haber vendido el piso y todo lo suyo hacía un año, inmediatamente después de su muerte. Ahora iba a tener que abandonarlo quién sabe durante cuánto tiempo. Estaba seguro de que entraría alguien, se lo llevaría todo y destrozaría el piso. El maldito barrio se estaba yendo al diablo, lleno de zorras y putas y fulanos, y de gente que los mantenía. Así que también se preocupó por eso durante un rato. Hasta que decidió que sería mejor tomarse un par de pastillas y dormir un poco la mona. Ahora no iba contento: tenía dolor de cabeza y una sensación de cansancio y pesadez.

Cuando se despertó ya había oscurecido. Y cuando llegó al estudio ya eran las diez.

Vació la hucha metálica de su despacho, treinta pavos, cogió algunas pastillas, laca para el pelo y loción para después del afeitado. Se lo embutió todo en los bolsillos, fue a la mesa del vestíbulo y examinó la caja que había allí. Estaba vacía y él lo sabía antes de mirarlo, pero lo miró igualmente. Se quedó sentado, pensando. Venga, no pierdas más tiempo, vete hacia el centro, o hacia Pontiac, pero hazlo ya.

Alzó la mirada y vio a Bobby Shy, junto al mueble del pasillo, de pie con las manos en los bolsillos, mirándole.

—¿Cómo has entrado? Tío, no he oído ningún ruido.

—He entrado por detrás —contestó Bobby.

—La puerta estaba cerrada. ¿Cómo has podido entrar?

—No lo sé —contestó Bobby—. Pero aquí estoy.

—¿Dónde te habías metido? Llevo dos días buscándote por todas partes.

—¿Que dónde he estado? Estaba donde estaba. ¿Qué quiere decir eso de que dónde me había metido?

—En dos días no os he visto a ninguno. Tío, estaba empezando a preocuparme.

—Estamos preparándolo todo para ocuparnos de ese tío —dijo Bobby—. Necesito su pipa.

—¿Vais a usar su propia arma contra él?

—Ésa es la idea.

—¿Esta noche?

—¿Todo eso quieres saber? —dijo Bobby—. ¿Por qué no me das la pipa y dejas de preocuparte?

Volvieron hacia el despacho. Leo abrió el armario superior de la fila de cabinas, tanteó y sacó el Smith & Wesson del treinta y ocho.

—Casi me había olvidado de que la tenía. No tengo balas —dijo Leo—. Se las quedó Alan.

—Ya arreglaré eso con él —dijo Bobby—. Cogió el revólver y se lo metió en el bolsillo derecho de la chaqueta.

De vuelta hacia el vestíbulo, Leo dijo:

—Si quieres que te diga la verdad, estaba empezando a ponerme nervioso. No sabía qué os había pasado, dónde podíais estar. Y entonces, ya sabes, uno empieza a imaginar cosas como que estabais montando algo y pensabais dejarme fuera.

—No te dejaríamos fuera de nada —contestó Bobby—. Eres parte del grupo.

—Ya sabes cómo empieza uno a imaginar cosas cuando no sabe lo que está pasando.

—Tío —dijo Bobby—, siéntate a la mesa y tómatelo con calma. Piensa en cosas agradables.

—Ya no estoy preocupado —dijo Leo—. Estaba un poco nervioso, pero ya estoy bien.

Bobby llevó a Leo a la mesa y le sentó suavemente, apoyando las manos sobre sus hombros.

—¿Qué haces? Eh, ¿qué pasa?

—No pasa nada —dijo Bobby—. Quiero que te sientes y descanses, tío, que te lo tomes con calma.

—Ya, pero no te entiendo.

—¿Qué hay que entender? Siéntate, tío, y no te muevas hasta dentro de un rato. Deja que tu cuerpo se relaje, que se sienta en paz. Eso es.

Bobby se alejó de la mesa contando uno, dos, tres, cuatro pasos y medio. Abrió la puerta, saludó a Leo con una pequeña sonrisa y salió.

El local contiguo al estudio de modelos —también cerrado, pero con una luz encendida— era una sucia librería, Bobby entró, dando la espalda a la calle y a las luces de los coches que pasaban. Sacó el Smith & Wesson y cinco cartuchos del treinta y ocho del bolsillo y lo cargó. Miró hacia la calle, los coches que pasaban, pero sin estudiarlos ni preocuparse por ellos. Volvió a andar hacia la puerta frontal del estudio de modelos, contó uno, dos, tres, cuatro pasos y medio a partir de la puerta, se paró, se encaró al cristal oscuro pintado, enfrente de la letra «D» del «modelos desnudas», elevó el revólver a la altura de la cintura y disparó contra el cristal, provocando un ruido enorme, seis metros cuadrados de cristales rotos y la desaparición de la D, todo a la vez. Allí estaba Leo, sentado tras la mesa, como si nada. Bobby no sabía si le había acertado. Extendió el treinta y ocho y le disparó cuatro tiros, dándole en el centro del pecho. La última bala entró justo a tiempo, antes de que Leo empezase a resbalar detrás de la mesa. Bobby no necesitaba entrar a comprobar los resultados. Sabía que Leo estaba muerto antes de llegar al suelo.