Leo Frank dijo:
—No sé, el asunto parece limpio y simple y de repente se complica. Tiene que haber algo. O sea, el tío tiene pasta, ¿no?
Bobby Shy miró a Alan. Los otros dos hablaban. Bobby estaba sentado sobre un cojín, con la espalda apoyada contra la pared. Se sentía incómodo, pero escuchaba, intentando aclararse. Había algo extraño en aquella conversación: alguien tomaba el pelo a alguien.
Alan estaba junto a una ventana sobre la que había un árbol pintado, una ancha línea marrón para el tronco y un círculo verde para las hojas. Alan estaba en su casa. Se estaba fumando un porro, y cuando expulsaba aire, apenas salía humo de su boca. Dijo:
—El hombre tiene dinero. Ya os he dicho que tiene dinero. Y puede conseguir más cuando recupere sus inversiones y bonos y toda esa mierda. Pero el gobierno le tiene cogido por las pelotas. Debe unos ciento cincuenta de los grandes por impuestos de los dos últimos años, y tiene que pagarlos. Si no, le hacen vender la casa, el negocio, todo.
Leo preguntó:
—¿Entonces por qué llevaba dinero el otro día, en el sobre?
—Porque tenía que frenarnos —contestó Alan—. Tenía miedo de que nos echásemos sobre él y llamáramos a la policía. Así que nos dejó oler la pasta, pensando que nosotros no haríamos nada de momento. Eso le daría tiempo a preparar el encuentro.
—No sé… —dijo Leo Frank.
—Ya sé que no sabes —atacó Alan—. Por Dios, estoy contento de que haya hablado conmigo y no contigo. Podrá estar jodido en sus negocios, pero todavía tiene algo de sentido común.
No, pensaba Bobby, algo no encajaba. No le gustaba aquella conversación. No le gustaba estar en el apartamento de Alan. El piso parecía desnudo, como si acabara de instalarse y nada estuviese todavía en su sitio: y, sin embargo, estaba lleno de chorradas de mierda en las paredes, en el suelo, incluso colgadas del techo. Había dibujos psicodélicos, y palabras y hombres pintados con aerosoles de colores brillantes sobre las paredes blancas o sobre las propias sombras, como en un antro, o en el metro de Nueva York. Aquel hombre tenía lámparas flexibles que se podían orientar en cualquier dirección; luces negras y luces de colores ambientales metidas en globos blancos; cinturones indios y mierdas así; pájaros y formas móviles que colgaban del techo; alfombras que parecían hechas de pelo de animal; cojines de la India revueltos por la habitación; sillas y un montón de cojines grandes, rojos, verdes, y de color púrpura, como si hubieran convertido el lavabo de hombres de un antro en un burdel turco.
—Quiero decir —insistió Leo—, si un tío gana tanta pasta, ¿cómo puede ser que no tenga lo suficiente para pagar al gobierno?
—Lo ha invertido —explicó Alan—. Mira, se supone que tiene que pagar al gobierno a plazos, trimestralmente. Si no lo hace, tiene que pagar una multa al acabar el año, sobre el seis por ciento. Pero él calcula que puede poner la pasta a trabajar y hacer que le rinda más de ese seis por ciento. Así que lo invierte. Sólo que el fondo en el cual invierte falla. El negocio en el que ha puesto la pasta se hunde. Y no sólo pierde la pasta que ha invertido, sino que sigue debiéndole al jodido gobierno los impuestos que no había pagado.
Leo asentía, intentando entender.
—¿No le dan tiempo para pagar?
—Le llaman —dijo Alan, preparado para contestar a esa pregunta—, habla con un burócrata de Hacienda. Le dice: «Mire, pagaré. Denme tiempo». El burócrata mira, revisa la declaración del tipo. Mierda, ve que el tío gasta en copas más de lo que él gana en un año y le devuelve la jodida declaración al tío. «A pagar; ya mismo».
—¿Estás seguro de eso?
—No, me lo estoy inventando —dijo Alan—. Leo, vi su correspondencia con la delegación de Hacienda, con el membrete impreso en la cabecera. Vi sus libros, vi su balance bancario. Si nos diera cinco pavos, ellos querrían saber adónde han ido a parar.
Alan estrujó el porro con las uñas y le sacó una última calada antes de dejar la colilla marrón en un cenicero. Siguió hablando:
—Si quieres saber una cosa, te lo diré. Tenía el jodido presentimiento de que el tipo era demasiado perfecto. Esperamos a alguien como él como si hubiésemos esperado a la tía más guapa del mundo. La tía aparece, tío, ahí está. Pero resulta que le canta el aliento, o algo parecido.
—Por Dios, hemos invertido un montón de tiempo —dijo Leo—. Y la chica…
—Eso nos lleva a otra cosa —dijo Alan—. La chica. En esa cuestión, no me gusta lo que tenemos que hacer. —Miró directamente a Leo Frank—. ¿Sabes por qué?
Leo Frank tenía una expresión de sorpresa.
—Ni siquiera sé de qué estás hablando.
—Leo, se lo pregunté. Me dijo que fuiste tú quien le contó dónde encontrarme.
—¡No fui yo! ¡Ni siquiera le dije tu apellido!
—Leo, se lo pregunté. Le dije: «Eh, ¿quién le dijo dónde trabajo?». Me contestó: «Su amigo Leo ¿Quién creía que había sido?». Ésas fueron sus palabras exactas.
—No fui yo, te lo juro por Dios.
—Leo —dijo Alan—, el espectáculo se ha terminado. O casi. Me la trae floja, de verdad, se acabó. Me has abandonado. Bueno, vivir para aprender.
Bobby seguía mirando a Alan, preguntándose por qué no había dicho eso antes, en cuanto entraron. También se preguntaba por qué Alan parecía tan tranquilo con respecto a eso. Debería estar apalizando a Leo con palabras, apabullándole: pero aparentemente le resbalaba, como si no tuviese ninguna importancia. Vivir para aprender, vaya mierda.
—Pero —seguía Alan— tenemos un problema. Ha habido un asesinato. Él lo ha visto. Entonces no sabía nada de nosotros, pero ahora sí sabe algo.
Bobby Shy habló por primera vez. Dijo:
—Sabe algo de vosotros dos; de mí no sabe nada.
Alan le miró.
—Efectivamente. Por eso vas a ser tú quien lo haga. Tú puedes acercarte a él, saludarle y volarle los sesos. El tío ni siquiera se enteraría de cómo ha sido.
—¿Para qué? —preguntó Bobby Shy—. ¿Qué gano yo con eso?
—Tranquilidad mental —contestó Alan.
—¿Acaso parezco nervioso?
—De acuerdo —dijo Alan—. ¿Quieres correr el riesgo? Él sabe que ella está muerta, ¿no? Sabe que lo hicimos entre tres. No sólo yo y Leo, sino también un negro que se cubre la cara con una media y lleva un treinta y ocho especial. Bobby, tú ya has estado en el penal de Jackson. Creo que estuviste diez años, ¿fue por robo a mano armada? ¿De verdad quieres correr el riesgo? Se le despierta la conciencia, se va a la policía y empiezan a levantar las piedras buscándonos. Eh, Bobby, ¿de verdad quieres que pase eso?
Bobby Shy sonrió.
—Escucha a este tío. Quiere que le limpie el corral.
—Creía que el profesional eras tú —dijo Alan—. Que te gustaba apretar el gatillo.
—Y ahora me está dorando la píldora.
—Mierda, sólo tienes que ir, llamas a la puerta, él abre y se acabó.
—Así lo harías tú, ¿eh?
—¿Por qué no?
Bobby Shy dudaba.
—Tal vez. Hacerlo en su propia casa…
Ahora era Alan el que sonreía.
—Eh, hay posibilidades, ¿no? ¿Te gusta?
—Me lo pensaré —contestó Bobby Shy.
Alan le tenía atrapado: podía notarlo. Dijo:
—Mientras te lo piensas estudiaré sus movimientos para poderte decir cuándo es el momento adecuado. De hecho, si quieres, iré contigo.
—¿Me llevarás de la manita? —dijo Bobby Shy—. Te lo agradezco.
—Simplemente tenemos que permanecer juntos —dijo Alan, y miró a Leo para incluirle—. Quiero decir que si empezamos algo tenemos que terminarlo. Luego… tenemos tiempo y no tenemos nada que hacer. Buscaremos otro tipo. ¿Por qué no?
Los echó de allí y se sentó en un cojín para fumarse otro porro y relajarse. Por Dios, tanto trabajo le agotaba. Dando vueltas y vueltas, mareando al negro y al gordo de Leo. Mierda, quitándoles su parte del botín. Pero todavía podía ser que el tío estuviese tramando algo, y Alan decidió que sería mejor pensárselo un rato.
Lo curioso fue que empezó a pensar otra vez en la mujer del tipo. En su casa, de pie en el cuarto de estar, contenta, con las piernas un poco separadas. Metiéndose en el coche, delante del cine, posando para él, abriendo otra vez un poco las piernas, dejando que se viera parte del muslo. Se dijo a sí mismo: «Vamos, hay un papel en esta obra para La Flaca. ¿Qué tal estaría?». Aspiró el porro y se la imaginó en casa, sola, y empezó a tramar algo.
Salieron del bloque de apartamentos y dieron la vuelta a la esquina, hacia el coche de Leo. Éste esperaba que Bobby dijera algo, que lo dijera y tal vez le golpease. Nunca sabía lo que iba a hacer Bobby Shy. Siempre se sentía incómodo con él, con aquel tipo negro callado, ágil, que podía llevar un revólver encima en aquel mismo momento.
—¿Vas a tu casa, o adónde? Te llevo —preguntó.
—Creo que a casa de Doreen —contestó Bobby Shy—. Tengo la mitad de mi ropa allí. No sé dónde vivo.
Parecía tranquilo. No sonaba nada agresivo. Leo dijo:
—Oye, te digo la verdad. Yo no le conté al tipo dónde encontrar a Alan.
—¿Y eso qué importa? —Bobby Shy no se tomó la molestia de mirarle.
—Sí que importa. Alan está intentando culparme —dijo Leo, empezando a excitarse—. Si el tipo le dijo que fui yo, es que miente.
—Sí, claro. —Bobby Shy no veía de qué iba aquello.
—Y si el tipo miente con respecto a mí, por alguna razón que desconozco, entonces también podría estar mintiendo en eso de que no tiene pasta.
—Alan le cree. Ha visto sus libros.
Bobby Shy seguía sin mirar a Leo, pero empezó a hacerse una idea de lo que pretendía decirle.
—¿Estás diciendo que Alan ha cometido una idiotez creyéndole?
—No estoy diciendo eso. Ya sabemos que Alan no es idiota. Tiene la cabeza llena de pájaros, pero no es idiota.
—Y estamos descubriendo que el hombre tampoco lo es —dijo Bobby Shy—. ¿Entonces qué quieres decir?
—Digo que o Alan o el hombre mienten.
Bobby Shy dio unos pasos más, pensando, y luego dijo:
—O ambos.
—O ambos —repitió Leo—. También he pensado eso.
—Qué vergüenza, ¿no? —dijo Bobby Shy—. Todo el mundo intentando liar a todo el mundo.
—Nos equivocamos de tío —dijo Leo Frank—. Eso es todo. Cometimos el jodido error de equivocarnos de tío.
A Bobby Shy le llevó el resto del día encontrar una dosis de marihuana colombiana. Era la preferida de Doreen. Se la llevó y le dijo que sentía haber dudado de su palabra. No, en verdad no había dudado, sólo que tenía que estar seguro. Resultaba, se lo dijo a Doreen, que había sido Leo. Porque eso era lo que el hombre le había dicho a Alan, y ¿por qué habría de mentir el hombre en eso?
Doreen le dedicó su mejor mirada, sentada en el fondo del sofá floreado, liando dos porros de profesional, y dijo:
—Nunca se sabe de quién te puedes fiar, ¿eh?
—El asunto que teníamos montado ha fallado —le dijo Bobby Shy.
Y Doreen le contestó, dándole un canuto encendido:
—Te admiro, amor, pero por favor no me lo cuentes. Hay cosas que no quiero saber.
—El tío nos iba a pagar ciento cinco de los grandes para que no contásemos nada de él —siguió Bobby—. Pero Alan fue a hablar con él y dice que resulta que el hombre no tiene nada de dinero. Se lo debe todo al Tío Sam.
—Eso te lo dijo Alan, ¿no?
—Es el único que ha hablado con él.
—¿Te lo crees?
—En eso estamos.
—Bueno, podrías hablar otra vez con Alan y ponerle una almohada en la cara.
—Sí, podría hacerlo.
—Pregúntale cómo puede ser que el tío esté arruinado, si lleva todo ese dinero en un sobre.
Bobby Shy se paró cuando estaba a punto de darle una calada al porro.
—¿Has visto ese sobre suyo?
—Lo sacó del bolsillo y lo volvió a guardar —dijo Doreen—. Era gordo.
—Leo dice que dentro hay diez de los grandes.
—Me lo creo.
—Lo que quisiera saber —dijo Bobby Shy— es por qué te lo enseñó.
Doreen se concentró en su canuto. Le calmaba y le daba confianza en sí misma.
—Dijo algo de que quería dárselo a Alan. Me olvidé de decírtelo cuando me lo preguntaste.
—Te olvidaste de decírmelo.
—Sólo mencionó que quería ver a Alan. No me pareció nada importante.
—¿Te enseñó el dinero?
—Un poco.
—¿Y te dio algo?
—Lo cogió y sacó uno de cien. Entonces fue cuando le dije que estaba ocupada.
—Eso es todo, ¿no? No le dijiste nada de Alan. Ni dónde vive, ni dónde trabaja.
—Eh, Bobby. ¿Por qué te preocupas por Alan? Te ha dicho que el asunto se ha acabado…, él no se preocupa por ti, ¿verdad?
—Eso también es cierto.
—¿Vio Alan el dinero de ese hombre, el del sobre?
—Creo que sí.
—¿Y va a dejarlo correr?
—Otra verdad.
—Está pasando algo, nene. Y Alan no te lo ha contado.
—Como dije hace un momento, en eso estamos.
—Y, como dije yo —insistió Doreen—, podrías ir a ver al hombre. Averiguar si todavía tiene ese sobre tirado por ahí. ¿Entiendes a qué me refiero?
—Podría hacerlo —contestó Bobby Shy.
—Quizá por la noche. Tarde.
—Cuando todo el mundo esté dormido.
—Tío, en ese pequeño sobre —dijo Doreen— hay más que en un autobús lleno de gente, ¿no?
Habían vuelto a donde lo dejaron después de veintidós años y era incluso mejor de lo que había sido durante mucho tiempo. Quería estar con ella. Se encontraba a gusto con ella. Ahora no había nada que esconder, no tenía que poner excusas.
Era domingo, la temperatura rondaba los quince grados y el cielo estaba despejado, y decidieron no pensar en nada ni en nadie que no fuese ellos mismos durante todo el día. Jugaron tres sets de tenis al aire libre, en el patio de un instituto situado cerca de su casa. Hacía algo de viento, pero no importaba. Era bueno salir juntos. Jugaron duro y sudaron, Mitchell más que Barbara, entregándose para ganar por 6-3, 6-3, y luego aflojar un poco y tener que volver a apretar para recuperarse y acabar ganando el tercero por 7-5. No tendría que haber aflojado. Cuando se juega es para ganar, incluso si es contra tu mujer. A Barbara le encantaba que Mitchell pensara así. Cuando ella le ganaba, de vez en cuando, sabía que se lo había ganado ella y no le habían regalado nada.
Varias veces, mientras se esforzaba para vencer a Barbara, había pensando en Cini. No sabía muy bien por qué. No podía imaginarse a Cini jugando al tenis. Ella se hubiera reído de la sola idea. Era una chica a la que entretener y con la que jugar a otras cosas. Era dulce y vulnerable, una niña pequeña. Barbara era también una niña pequeña —corriendo, cimbreándose, girando, golpeando la pelota, llamándose idiota a sí misma cuando la bola se iba fuera o se quedaba en la red—, pero lo era de otro modo. Podía dejar de ser una niña pequeña. Podía ser una dama o una mujer o incluso una abuela, y actuaría de modo espontáneo, con facilidad, en cualquiera de esos papeles. Aunque en casa, cuando se duchaban juntos y hacían el amor lentamente, solos en el silencio del hogar, era difícil imaginársela como una abuela.
Cuando estaban acostados en la cama, mirándose, Barbara dijo:
—Es mejor que aquella locura de película, ¿no?
—Mucho mejor. Hay que estar enamorado para saberlo.
—¿Y tú lo estás?
—Por supuesto.
—Dímelo.
—Te amo.
—No hay otra forma de decirlo, ¿verdad?
—No, que yo sepa.
—Es bueno oírlo. Es algo —siguió ella— que siempre es bueno oír. Siento algo dentro de mí cada vez que lo dices.
—¿Incluso después…?
—No sigas.
—Iba a decir… ¿Incluso después de tantos años?
—Es todavía mejor.
—Supongo que sí, si uno lo desea de verdad.
—¿Te acuerdas de cuando volvías a casa después de los viajes? Aunque sólo hubieras estado fuera uno o dos días, no podíamos esperar.
—El otro día estuve pensando en eso.
—¿De verdad?
—¿Por qué iba a mentir? Prefiero hacer el amor contigo que con… no sé, nombra alguna belleza del cine.
—Paul Newman.
—Que con Paul Newman.
Barbara sonrió.
—Me quieres de verdad, ¿no?
—¿Qué crees que he estado intentando decirte?
—Ahora es distinto, ¿no? ¿Tú lo notas?
—Como volver a empezar.
—Estar enamorado, más que amar.
—Hay cierta diferencia.
—En el tercer set, me estabas dejando ganar, ¿no?
—Me cansé un poco en la mitad.
—Mitch, te amo.
Y él dijo:
—Entonces no tenemos de qué preocuparnos.
Comieron en la cocina, de pie junto a la repisa, chile casero con pan francés y mantequilla —Barbara frotándose los ojos y Mitchell sonándose— y bebieron cerveza canadiense, fría como el hielo, en copas de cristal. El domingo por la tarde siempre comían chile o perritos calientes. Los sábados, Mitchell freía hamburguesas y cebollas. Hoy era el primer día que cumplían con uno de esos rituales desde hacía por lo menos tres meses. Era agradable estar de vuelta.
Era agradable sentarse en el sofá del estudio y ver una película vieja de Gary Cooper, y recordar que la habían visto juntos antes de casarse. No era tan agradable —al menos no al principio— que aparecieran los amigos, tres parejas de amigos íntimos, procedentes de una fiesta. Pero mejoraba en cuanto empezaba la conversación y aparecía la bebida y la comida que se hacían traer preparada. Luego, a eso de las diez, la casa volvía a quedar en silencio.
A las once y media, después de las últimas noticias, se fueron a dormir y, durante un rato más, todo fue como había sido durante tantos años, abrazándose mientras se dormían. En voz muy baja, ella dijo:
—¿Mitch?
—¿Qué?
—Hay alguien abajo.
—Ya lo sé.
Mitchell estaba acostado boca arriba, con los ojos abiertos, desde hacía varios minutos, en la oscuridad de la habitación. Estaba totalmente despierto —tenso, escuchando—, sabiendo que había alguien en la casa. Elevando la cabeza, veía el marco de las ventanas, un brillante haz de luz de luna que iluminaba la cama y las oscuras sombras de la puerta abierta y los armarios que había a ambos lados. Notó que las sábanas se tensaban al moverse Barbara, rodando lentamente hacia el lado contrario.
—Espera —dijo Mitchell.
—Voy a llamar a la operadora, que avise a la policía.
—No, todavía no. Espera.
Barbara se quedó inmóvil, escuchando.
—Está subiendo.
—Eso creo. ¿Está todavía la linterna en mi mesilla?
—En el estante superior.
—Cierra los ojos. No te muevas.
—Mitch…
—Shshshshs.
Pasó más de un minuto hasta que notó la figura junto a la puerta. Mitchell cerró los ojos y hundió la cabeza en la almohada. Respiró con la boca ligeramente abierta. No había ningún ruido en la habitación, pero notaba la presencia de alguien y, un momento después, oyó un golpe contra el pie de la cama. Esperó, respirando lentamente. Al oír un sonido metálico, un débil ruido que cruzaba la habitación, abrió los ojos otra vez y vio que la figura se hallaba junto al armario de su mujer. Un punto de luz se reflejó en la superficie del armario y desapareció. La figura pasó por delante de la puerta, hacia el otro armario. Mitchell volvió a oír el ruido metálico, su calderilla. Vio el sobre, brevemente, bajo el punto de luz. Vio que el sobre salía del armario, al tiempo que la luz desaparecía de nuevo y la figura se daba la vuelta. Mitchell cerró los ojos. Volvió a abrirlos casi en seguida, vio que la habitación estaba vacía y apartó las sábanas para salir de la cama. Barbara susurró su nombre, con urgencia, pero esta vez él no la miró. Mitchell fue hacia el armario y sacó la linterna del estante de encima de sus trajes. Tuvo cuidado de no hacer ruido, pero no tardó en salir al recibidor.
La figura estaba ya casi en la escalera, que se curvaba al bajar y daba al recibidor. Mitchell fue a por él. Dio un par de pasos con cuidado, y luego se movió con rapidez. Llegó hasta el hombre, vio que se daba la vuelta, alzó la linterna para dirigirle un rayo de luz a la cara, y luego le golpeó con la izquierda, directo y fuerte, le atizó con la linterna y vio cómo se caía y se apagaba, mientras el hombre gruñía y, entre ruidos, se desplomaba escaleras abajo. Mitchell fue hacia el interruptor. La luz del recibidor se encendió y le permitió ver que el hombre se golpeaba con la pared del rellano y seguía rodando por el tramo restante de escalera. Mitchell se movió otra vez, deslizándose con la mano sobre la barandilla. Llegó hasta el hombre y le plantó un pie sobre el brazo extendido. Se agachó para sacarle el Special treinta y ocho del cinturón y el sobre del bolsillo interior de la chaqueta. Junto al sobre salió una media.
Arriba, su mujer le llamaba.
Cuando apareció en el rellano, le dijo:
—Trae la cámara. Y un flash.
Ahora estaban en el estudio. Bobby estaba sentado, apretándose un lado de la cara con un pañuelo. Se apretaba el pómulo y luego contemplaba la mancha roja que quedaba en la tela.
Mitchell estaba descargando el treinta y ocho. Se metió las balas en el bolsillo del pijama y dejó el revólver descargado sobre la mesa de café. Al sentarse al otro lado de la mesa, enfrente de Bobby Shy, miró a su mujer.
—¿Por qué no vas a ver si encuentras una tirita?
Barbara estaba en la puerta, detrás de Bobby Shy, en camisón. Parecía querer decir algo, pero la mirada tranquila de Mitchell la hizo desistir. Él lo tenía todo controlado. Cuando ella se dio la vuelta, Mitchell volvió a mirar a Bobby Shy.
—Ustedes tienen fotografías mías —dijo— y ahora yo tengo fotos de usted y de Leo. Todos menos Alan. ¿Quiere un café o una copa o algo?
Bobby Shy alzó los ojos, manteniendo todavía el pañuelo contra su cara.
—¿Siempre que un hombre se cuela en su casa le ofrece una copa?
—Sólo en las ocasiones especiales.
—A lo mejor cree que soy quien no soy.
—Podemos perder mucho tiempo —dijo Mitchell—, o podemos ir al grano. Conozco su voz, puedo reconocerle.
—¿Y cómo es que no llama a la policía?
—Ahora habla como su amigo Alan —dijo Mitchell—. ¿Cree que me interesa meter a la policía en esto? Lo único que quisiera saber es por qué se toma el trabajo de robarme diez de los grandes cuando voy a darles más de cincuenta mil. En mano.
—¿Me va a dar cincuenta mil?
—Cincuenta y dos —contestó Mitchell—. Ésa es la cifra exacta. Alan se lo dijo, ¿no?
—¿Qué?
—Quizá todavía no se han visto. ¿Le ha visto hoy?
—¿Qué cincuenta y dos mil? —insistió Bobby Shy.
—O pensaba decírselo y se olvidó.
—Eh, le estoy preguntando qué cincuenta y dos mil.
—En esa cifra quedamos. Es lo que puedo permitirme pagar. ¿No se lo comentó?
—Dijo algo de que tenía deudas con el gobierno.
—Oh.
Mitchell movió la cabeza y permaneció en silencio, dándole tiempo para que reflexionara.
—¿No les debe nada?
—Todo el mundo le debe algo al gobierno. ¿Y eso qué tiene que ver?
Bobby Shy apartó el pañuelo de su mejilla, pero no lo miró.
—¿Ha hecho algún trato con Alan?
—Hablé con él —explicó Mitchell—, pero se supone que el pago es para ustedes tres, se lo repartan como se lo repartan.
—O como no nos lo repartamos —contestó Bobby Shy.
Mitchell se encogió de hombros.
—Bueno, eso no es problema mío, ¿no? Quién se lo quede…
—¿Cuándo va a hacer ese pago?
—Dentro de unos días. Cuando pueda reunirlo.
—¿Dónde?
—Mire —dijo Mitchell—, ¿por qué no habla con Alan? Yo le dije que pagaría. Si quiere saber algo más, puede hablar con él.
—Eso es lo que voy a hacer —contestó Bobby Shy—. Sí, iré a hablar con él.
Mitchell asintió:
—Yo lo haría. —Vio que Bobby Shy se levantaba, miraba el pañuelo, y se lo metía en el bolsillo—. ¿No quiere una tirita?
—No me hace falta. Gracias.
—Siéntese, si quiere, y descanse un poco más.
—No, estoy bien.
Cuando Bobby Shy se dio la vuelta y se encaminó hacia la salida, Mitchell dijo:
—Eh, se olvida algo.
Bobby Shy le miró.
—¿Qué?
—Su revólver —contestó Mitchell.
Normalmente, Alan no iba al cine hasta última hora de la tarde, o ya por la noche, a no ser que necesitase algo de dinero extraordinario. En esas ocasiones, se lo ganaba pasando el día en el cine. Por la tarde, pasaba un rato recogiendo entradas, se echaba un puñado al bolsillo y por la noche, las vendía y se quedaba con el dinero cuando se encargaba de la taquilla porque la chica libraba. Solía bastarle con veinte entradas. Veinte veces cinco eran cien dólares y el tipo de Deerfield Beach, Florida, el dueño del local, nunca se enteraba. El dinero servía para chocolate y cigarrillos… y, muy a menudo, para las dos chiquillas que vivían en el edificio. Laurie, de catorce, y Linda, de quince. Las dejaba ir a su apartamento al salir de la escuela, quitarse la ropa, oír música, fumar algo de marihuana y a veces tomar un poco de ácido. Pequeñas putillas de pálidos cuerpos escuálidos. Niñas modernas que emitían chillidos agudos y risas sofocadas cuando se excitaban y a las que encantaba lanzarse sobre Alan en los cojines indios y hacerle cualquier cosa para excitarle a él también. Alan lo llamaba «jugar con criaturas».
Laurie y Linda y la música rock estaban a toda marcha cuando Bobby Shy llamó a la puerta.
Alan, todavía vestido, la abrió hasta donde permitía la cadena de seguridad.
—Eh, Bobby —dijo con una sonrisa, aunque no le hacía ninguna gracia.
Cerró la puerta, quitó la cadena y le dejó entrar.
Bobby Shy miró a las chiquillas, desnudas sobre los cojines. Ellas le devolvieron la mirada, sin darse la vuelta o cubrirse. Lo miraron con sonrisas aviesas y brillo en los ojos.
—Echa a las zorrillas. Tenemos algo de qué hablar.
Alan advirtió la amenaza en el tono seco y cortado del hombre. Bobby estaba alterado, así que era mejor no jugar con él ni hacerle preguntas. Pero había que mantener la calma; sobre todo, no aparentar miedo. Dio una palmada y dijo:
—Niñas, de momento ya hay bastante —como si fuera un director de escena—. Vamos a descansar un rato.
Las niñas hicieron morritos y dijeron «oooooooohhh» y «qué mierda», pero Alan las hizo vestirse y las echó en un par de minutos. Cerró la puerta y vio que Bobby cogía una silla lejos de la mesa, en el comedor. La puso en la mitad de la habitación y se sentó. Alan se sentó sobre un cojín, contra la pared, al estilo de los yoguis, y empezó a liar un porro. Cuando acabó, levantó la vista de nuevo, acercándose a la mesita de café para coger una cerilla y vio que Bobby, sentado a unos cinco metros de distancia, de cara a él, estaba enroscando un silenciador en el cañón de su Special del treinta y ocho.
—Eh, venga —dijo Alan—. No juegues con armas aquí dentro, ¿vale? La maldita pipa es capaz de dispararse.
—Se disparará —respondió Bobby— a no ser que me contestes directamente cuando te haga una pregunta.
—Venga, ¿qué pregunta? —La extensión del cañón le señalaba; podía ver el pequeño agujero negro—. ¿Estás de broma, o qué?
—Esta pipa no bromea —contestó Bobby Shy—. ¿Estás preparado para la pregunta?
—Tío, ¿de qué vas?
Bobby Shy cruzó las piernas y apoyó la empuñadura del revólver sobre su rodilla elevada.
—La pregunta es: ¿cuánto te dijo el tío que te daría?
—¿Darme?
—Darte o darnos, tú sabrás.
Alan guardó silencio. Robó un poco de tiempo encendiéndose el canuto y volviendo a dejar las cerillas sobre la mesa.
—Has ido a verle, ¿no?
—¿Cuál es tu respuesta?
—Antes de que yo pudiera hablar contigo fuiste a verle por tu propia cuenta, ¿no es eso?
Bobby giró levemente el revólver sobre su rodilla, apenas unos centímetros, y disparó al cerdito que había sobre la mesa de café, una jarra azul de cerámica con forma de cerdito que pareció explotar desde dentro, porque no hubo ningún ruido que relacionara la explosión con el arma.
Alan se puso tieso, con la cabeza apoyada en la pared y los ojos abiertos. Dijo:
—Bobby, escúchame un momento, ¿vale?
—El tío que me quiera venir a mí con mierdas —dijo Bobby— tiene que ser muy valiente o estar pirado.
Bajó la mirada, apretó el gatillo y voló una figura que parecía un hada y que nunca le había gustado. Estalló y desapareció, dejando algún pedazo sobre el regazo de Alan.
—¿Tú qué eres, valiente o loco?
—Tengo la cabeza muy clara, tío —contestó Alan—. Piensa un momento. ¿Cómo te lo iba a decir estando Leo allí sentado? Te llamé después y te habías ido. Llamé a casa de Doreen y no contestó nadie.
—Ella estaba en casa.
Torciendo la muñeca, Bobby alzó el cañón del revólver y disparó a dos pájaros de un móvil que colgaba a la izquierda de Alan.
—De acuerdo, a lo mejor estaba en casa. Lo que digo es que no contestó nadie.
El cañón pasó por delante de Alan. Bobby apretó el gatillo e hizo añicos el globo de una luz ambiental que colgaba de la pared.
—Podrías disparar a la otra habitación. ¡Por el amor de Dios! —dijo Alan—, ¿y si le das a alguien?
Bobby abrió el cargador del treinta y ocho, y empezó a rellenarlo, sacando las balas del bolsillo de su chaqueta.
—Le daré a alguien, si no me dices cuánto ofreció darnos el hombre —dijo, cerrando el cargador de un golpe y apuntando directamente a Alan—. ¿Cuánto?
—Lo sabes tan bien como yo. Cincuenta y dos.
Bobby Shy sonrió.
—¿No te sientes mejor ahora?
—Oye —dijo Alan—, ¿cómo iba a decírtelo si no podía encontrarte?
—Dímelo ahora. Te estoy escuchando.
—De acuerdo. El hombre nos hizo una oferta. Cincuenta y dos mil, todo lo que puede pagar.
—¿Te lo crees?
—Vi sus cuentas —respondió Alan—. Sí, le creo. Tal como tiene atada la pasta, no puede tocarla. Ofrece cincuenta y dos. Pero —y de eso estamos hablando— ¿para qué necesitamos a Leo?
—No veo que nunca le hayamos necesitado.
—Leo descubrió al tipo. Eso es lo que hizo. Pero ahora está nervioso. Joder, nunca sabes qué va a hacer.
—Así que tú y yo —dijo Bobby Shy— nos repartiremos los cincuenta y dos.
—Veintiséis de los grandes por barba.
—Y vamos juntos a recogerlos.
—Y vamos juntos a cargarnos al tipo, tanto si lo hacemos ahora como más adelante.
—Y mientras tanto, ¿qué hace Leo, mirar?
—Leo estará muerto. No veo otra manera.
Bobby Shy reflexionó.
—Claro, podría darse cuenta, ¿verdad?
—No podemos correr ese riesgo.
—Tiene demasiado miedo, ¿no?
—Lo haremos con el revólver del tipo —dijo Alan—. ¿Qué te parece?
—Le podemos decir a Leo que lo queremos para matar al tipo.
—Exacto. Él te lo da…
—Supongo que, ya que es tu amigo —dijo Bobby Shy—, querrás que lo haga yo.
—No tanto por la amistad —contestó Alan— como porque tú eres el profesional. —Sonrió a Bobby—. No me digas cómo lo vas a hacer. Déjame leerlo en los periódicos y llevarme una sorpresa.