14

Alan dijo:

—¿Me estás escuchando? Si estás ocupado, puedo esperar, tío, si estás ocupado. No quiero interrumpirte, ni nada.

Bobby Shy le estaba escuchando. Podía esnifar coca y no perderse una palabra: eso no tenía truco. También ahora la sacaba de la bolsa con la cucharita de plata…, una amiga sin ojos ni pechos pero a la cual podía uno agarrarse y llevarla a la nariz y, sííííí, una y otra vez, diez dólares de coca pura mientras Alan hablaba por su boca cortada, contándole que el tipo había ido a verle.

Estaban en el apartamento de Doreen, porque Alan le había llamado y le había dicho que quería verle allí. Alan, Bobby y Leo. Doreen estaba durmiendo en la habitación contigua.

Bobby tuvo que poner mala cara al ver la boca de Alan, cortada, afeada. El hombre le había pegado bien. Era una mierda, ¿le estaba escuchando? Hablaba, pero intentaba no mover la boca. Como si la boca no existiese. Como si el hombre no le hubiera pegado. Parecía un tipo fácil, pero no se echaba atrás, ¿eh? Bobby estaba sentado en un extremo del sofá con los pies apoyados en la mesita de café, calzados con calcetines negros. Leo estaba sentado en el otro extremo del sofá floreado, pero, aun así, Bobby percibía su repugnante olor a colonia barata. Alan estaba de pie, moviéndose, elevando los hombros, con los dedos en los apretados bolsillos frontales, mirándole.

Bobby dejó la bolsa de coca sobre la mesa de café. Mejor guardar una raya para cuando Doreen se despertase. Si no, le mataría. Dijo:

—Te escucho. Estoy aquí sentado, ¿no?

—Es importante que primero aclaremos las cosas —dijo Alan—. El tipo no estaba allí porque sí. Alguien le dijo dónde encontrarme.

Leo estaba inclinado hacia adelante, hundido en el cojín, preparado para saltar:

—Yo no le dije nada. Ni siquiera le dije tu nombre, por el amor de Dios, nada.

Alan mantuvo la vista fija en Bobby.

—Leo dice que no fue él.

—Tío, ya es la décima vez que se lo oigo. Me lo creo, con tal que no lo repita más.

—De acuerdo —dijo Alan—. Si no fue Leo, entonces sólo nos queda una persona.

—¡Eh! ¿Yo? Sólo he hablado un par de veces con la nuca de ese tipo.

—No estoy hablando de ti —dijo Alan.

—Bueno, sólo somos tres.

Alan negó con la cabeza:

—Doreen. Si no ha sido Leo, entonces tiene que ser Doreen. Estaba en el bar cuando él vino a hablar conmigo.

Bobby reflexionó.

—No. No puede haber sido ella.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque somos amigos —dijo Bobby—. Sabe que si me enterase de algo así la echaría por la ventana.

—Hablemos con ella.

—No hace falta.

—Quiero estar seguro —dijo Alan.

—Oye, mira, ya hablaré yo luego con ella —respondió Bobby Shy—. ¿Entiendes? Se lo preguntaré y te haré saber algo.

—Mientras lo hagas… —dijo Alan.

Tenía que decir la última palabra. Al hijo de puta negro de ojos soñolientos había que manejarlo con guantes. Nunca interrumpir lo que estuviera pasando dentro de su cabecita loca llena de coca. Leo, a su manera, era tan malo como Bobby, o peor. Había que llevarle de la manita para que no se cagara. Vaya par de maravillas. Un cagón con la cabeza llena de serrín que era capaz de derretirse en cuanto la cosa se calentara y un pistolero que perdía el culo y se gastaba cincuenta pavos al día para su séptimo cielo. Joder, tal y como estaba resultando el tipo, aquellos dos no le servían de nada. De pronto, el tipo había demostrado ser fuerte, muy distinto del tipo simple y facilón que había parecido al principio.

—O sea que, como os he explicado —siguió Alan—, el tipo dice que quiere hablar de su situación económica. Eso es todo lo que dijo, salvo que tengo que ir solo. ¿Por qué?

—Ésa es la cuestión —dijo Bobby Shy—. Bueno, ¿y cuál es nuestra respuesta?

—De momento, creo que trama algo. Por ejemplo, que la policía esté allí, emboscada. Entro, me paga y me pillan. Pero, entonces, ¿por qué sólo yo? Si la pasma estuviera detrás de esto, nos querrían a los tres, ¿no?

—O a lo mejor —dijo Bobby— te pillan y esperan a que cantes sobre nosotros.

—Vamos —dijo Alan—. Es más fácil pescarnos a los tres. Estaría tirado. Los tres juntos con el jodido dinero en las manos.

—Eso no responde a nuestra pregunta, ¿verdad? ¿Por qué quiere que vayas tú solo?

—Creo que solamente hay una manera de saberlo —dijo Alan—. Que vaya a verle.

Bobby Shy fijó su mirada en Alan.

—No os llevaréis algo entre manos tú y él, ¿verdad?

—¿Quieres ir tú en mi lugar? —Alan le devolvió la mirada—. A mí no me importa, tío. Ve tú, y entérate de lo que quiere. Así serás tú quien se juegue el culo, tío, no yo. —Alan esperó. Con eso debería de bastar. Tampoco quería pasarse.

Bobby Shy sonrió desde el sofá floreado. Llevaba un ciego divino, todo claro y cálido, y no quería desperdiciarlo discutiendo con aquel tipo de la boca cortada y el pelo largo. Dijo:

—Eh, enróllate. Ve a ver al tío y dime lo que quiere. Te creo. ¿Por qué no iba a hacerlo? Todos estamos metidos en esto.

—Pregúntale quién se lo dijo —soltó Leo Frank—. Pregúntale si fui yo. Ya verás.

Alan se quedó mirándoles un rato. No había prisa. No hacía falta decir nada más.

—Vale —dijo—. Mañana, a la misma hora, en mi casa.

Fue hasta la puerta, se dio la vuelta y miró de nuevo a Bobby.

—Lo del atraco al autobús… Al final imaginé quién era el caco.

Los ojos de Bobby Shy estaban medio cerrados.

—¿Está bien?

—Según los periódicos, te llevaste unos cuatro mil.

—Y una mierda.

—No puedes dejar de ser un pistolero del Oeste, ¿eh?

—Pensé que te gustaría.

—No sé —dijo Alan—. Un poco loco, pero con estilo.

—¿Estás intentando decirme algo?

Alan le guiñó el ojo.

—Estoy diciendo que sé que fuiste tú, tío, eso es todo.

Bobby Shy se sentó en el borde de la cama de matrimonio mirando a Doreen: el suave rostro oscuro, algo hinchado por el sueño. Las largas pestañas negras que se pegaba de una en una, cerradas sobre sus ojos. Buena chica, respirando reposadamente, con la cara un tanto alzada, su cuerpo desnudo dibujando un medio giro bajo la sábana, haciéndole sentir la curva de su cadera sobre la pierna.

En voz baja, llamó:

—¿Doreen?

Repitió su nombre y esta vez le agitó suavemente el hombro desnudo.

—Eh, nena, venga. Es hora de despertarse y hacer algo de comida.

Su mano abandonó el hombro, estiró la almohada y se detuvo en el regazo. El movimiento le hizo abrir los ojos. Se posaron en él con calma, se movieron para contemplar un haz de luz del día que destacaba en la sombra de la ventana y volvieron a posarse en su cara.

—¿Qué hora es?

—Sobre las tres.

—A las siete de la mañana, el tío quería volver a empezar. Le digo: «Eh, nene, mueve el culo y vete al trabajo». Muy sorprendido, me contesta: «Lo pagaré».

—¿Quién era?

—A las siete de la mañana. Le he dicho: «Eh, nene, a las siete de la mañana no lo hago ni por placer».

—¿Se llamaba Mitchell? ¿Era un amigo de Cini?

Doreen no se movió; mantuvo la vista fija en el rostro de Bobby Shy y, un momento después, dijo:

—No, no era él. Era otro.

—¿Estuvo aquí ayer?

—¿Quién?

—Ese hombre, Mitchell.

—Ayer… Sí…, hacia las cuatro. Le dije que estaba esperando a alguien.

—¿Qué más le dijiste?

—Que volviese otro día.

—¿Qué más?

—¿Y qué podía decirle? Yo no sé nada.

Bobby Shy levantó la almohada. Vio sus ojos brevemente, antes de bajarla sobre su cara y apretarla fuertemente con las dos manos abiertas, los brazos rígidos. Apartó la cara hacia un lado cuando ella se puso a arañarle y a darle patadas y su cuerpo se arrastraba debajo de la almohada.

Al levantarla, volvió a ver sus ojos, como si hubieran estado todo el rato abiertos. Ella inhaló aire y, casi inmediatamente, repitió:

—No sé nada, ¿qué podía decirle?

—Me conoces —dijo Bobby Shy—. Y conoces a la gente que yo conozco.

Ella estaba rígida, temía moverse; temía decir algo que no debiera.

—¿Te preguntó algo?

—Estuvo aquí sólo cinco minutos. Le pregunté si quería beber algo, me dijo que sí, y le puse una copa.

—¿Había venido a comprar, o a hablar?

—Le dije que estaba ocupada, se bebió su copa y se fue.

—No estás contestando a mis preguntas —insistió Bobby Shy.

Volvió a levantar la almohada y tuvo que luchar para apretarla contra su cara, salvando la resistencia que ofrecían sus brazos. Volvía a verle los ojos, y podía ponerse en su lugar e imaginar lo que ella estaba viendo. Luego, veía la almohada y sentía que el cuerpo de ella se retorcía contra él, que levantaba las piernas y las estiraba y las volvía a levantar. Vio, cerca de sí, un rastro de polvo blanco en su antebrazo y pequeños agujeros negros en el hueco del codo. Era delgada y débil, pero era un buen gallo de pelea y seguiría moviéndose mientras estuviera con vida, tal vez incluso después. Sus piernas volvieron a estirarse y luego se ablandaron. Su brazo, levantado a la altura de la cara de Bobby, pareció volverse fláccido y descendió lentamente, abandonado.

Bobby Shy levantó la almohada y vio sus ojos, todavía abiertos. Parecían soñolientos. Ella inspiró, soltó el aire y empezó a respirar a golpes cortos y rápidos, como si hubiera estado corriendo. Sus ojos le miraban con expresión adormecida, como si les faltara algo. La chica buena se estaba durmiendo, demasiado cansada para hablar.

Bobby Shy dijo:

—Por última vez. ¿Le dijiste dónde vivo yo, o algún conocido mío?

La cabeza de Doreen se movió en la almohada, sólo un poco, de lado a lado.

—No. Por favor…

—Eh, ¿estás bien?

—¿Me crees? Por favor, no le dije nada.

—Te creo —contestó Bobby Shy.

—Le dije que estaba ocupada. Nada más.

Bobby Shy se agachó para darle un beso en la mejilla.

—¿Por qué no duermes un rato más, nena? Vas a dormir, eh, repítete a ti misma: «Nunca volveré a hablar con ese hombre, jamás le miraré a la cara. Si viene aquí, mierda, le cerraré la puerta en las narices». ¿Eh, Doreen? —siguió Bobby Shy—. Haz eso y todo irá bien.

Alan condujo el Thunderbird blanco hasta la Ranco Manufacturing. Su coche, un Datsun 240z amarillo, había desaparecido hacía al menos dos meses. Robado. Lo había dejado menos de diez minutos aparcado delante del cine, en una zona prohibida, mientras iba a llevarse unas cuantas entradas —era su día libre— y al salir ya no estaba. Había llamado a la policía cada día durante tres o cuatro semanas, recordándoles que era un Datsun 240z amarillo, por el amor de Dios, con un equipo Panasonic de ocho pistas, ruedas radiales y neumáticos Michelin X, preguntándoles cuántos Datsun 240z creían que había en Detroit o en Ohio del Norte o en Indiana o donde quiera que luego se vendieran esos coches. Le habían contestado, cada vez, que no se preocupara, que ya aparecería. Por supuesto, le habrían quitado el equipo Panasonic de ocho pistas, y necesitaría alguna reparación, pero aparecería. La pasma. Alan dejó de llamar a la policía justo cuando supo de un tal Harry Mitchell, de Ranco Manufacturing, y se dedicó a seguirle, controlarle y estudiar sus cuentas —había analizado todo menos su orina— y decidió que era el tipo a atacar. El hombre que él y Leo habían estado esperando.

Alan aparcó el Thunderbird al otro lado de la calle de la fábrica, media manzana más allá, y se quedó mirando cómo la hilera de luces piloto de los coches de los empleados del turno de tarde confluían en la salida del aparcamiento que había detrás de la fábrica y salían a la calle. Algunos coches se acercaron y se pararon en el Pine Top Bar. Alan veía el rótulo verde de neón por el retrovisor, unos doscientos metros detrás de él. Esperó a que se despejara el camino, y luego siguió esperando unos quince minutos más, para estar seguro. No le gustaba nada. Debería tener cuidado con lo que decía, por si había micrófonos ocultos en el despacho de Mitchell. No aceptaría dinero esa noche, ni siquiera si se le ofrecía todo de golpe, por si los policías le estaban esperando en la habitación de al lado o en el jodido lavabo. ¿Qué razón podrían tener para detenerle?

¿Asesinato? ¿Qué asesinato? ¿Qué chica?

Respuesta: Sí, conozco a algunas chicas que trabajaban allí. Pero hay muchos cambios: se van, y no las ves nunca más.

Había estado en casa de Mitchell, ¿no?

Respuesta: Sí, una vez estuve allí. Le expliqué a su mujer que estoy montando una empresa de contabilidad personalizada para amas de casa, gente que gasta unos cuantos miles al mes y no le gusta tener que preocuparse de las facturas y las cuentas del banco. Ésa es mi especialidad.

Pensar rápido siempre es mejor. Había estado a punto de decirle a la mujer de Mitchell que era un vendedor de inmuebles. Esto era mucho mejor. Podía referirse a su historial, y confiar en que no lo comprobasen demasiado.

De acuerdo. Mitchell le había dicho que fuera a mirar sus cuentas. Eran casi sus propias palabras. Eso era todo lo que sabía, y por eso estaba allí.

¿Qué más?

No se le ocurría nada más, ninguna otra posibilidad de que le arañasen y pudiesen pescarle. Pero seguía sin gustarle.

El Thunderbird trazó un círculo perezoso a través del aparcamiento, se acercó a la fábrica y paró no muy lejos del coche de Mitchell. Hubo un momento de silencio antes de que se oyera un portazo.

Mitchell estaba de pie bajo la luz que venía de la puerta trasera. Cuando vio la figura que se dirigía hacia él, empujó la puerta y la mantuvo abierta.

—¿Señor Mitchell?

No contestó.

—¿Señor Mitchell? —Alan se acercó a él, sin darse demasiada prisa—. Tengo entendido que le gustaría que le echara una hojeada a sus libros.

—No hay nadie —dijo Mitchell.

Entró él primero y dejó que Alan le siguiera.

—¡Vaya! Tiene mucha maquinaria, ¿no? ¿Qué fabrica usted exactamente, señor Mitchell?

Alan sonrió, empezando a relajarse, mirando a su alrededor a medida que avanzaba con Mitchell, a través de mesas metálicas ordenadas y cabinas con luces fluorescentes, hasta que llegaron a su despacho. Mitchell cerró la puerta y señaló la mesa.

—Ahí está. Eso representa todo lo que tengo y todo lo que debo, lo que valen mis propiedades. Sírvase usted mismo.

Alan dio la vuelta a la mesa, mirando los impresos, carpetas y libros bancarios.

—¿Qué quiere que haga, ver si todo está en orden?

—Ya le he dicho que no hay nadie —dijo Mitchell—. No hay ningún equipo de grabación escondido, ni nada parecido. Puede verlo si quiere.

Alan se sentó junto a la mesa de patas de cristal. Era más fácil no decir nada que husmear en busca de un micrófono. Empezó a estudiar los títulos de los papeles e impresos.

Mitchell se quedó al otro lado.

—Si sabe de qué va, le llevará tres o cuatro horas mirar todo eso. Si no sabe de qué va, podría llevarle toda la vida y seguiría sin saber nada.

Alan le sonrió.

—No se preocupe por mí, señor Mitchell. Apuesto a que puedo leer esto más rápido que su contable.

—Tenía el presentimiento de que así era —dijo Mitchell—. ¿Estudió para empresario en la escuela, o qué?

—Me pareció más rentable el negocio del cine —dijo Alan con amabilidad—. Pero me gusta seguir con la contabilidad, por así decirlo.

—La contabilidad de los demás.

—Sí, señor, para sacar algún extra de vez en cuando.

—¿Va a mirarlo todo?

—Lo suficiente como para tener una idea.

—El gobierno se queda un sesenta y cinco por ciento de mi salario.

—Ya lo veo.

—Vivimos del resto. El balance de mi patente ha ido cada año a bonos municipales u otras inversiones a largo plazo. Y los beneficios anteriores han pasado al fondo de inversión y no se pueden tocar. ¿Me entiende?

—Sí, señor. Como mucha gente que gana mucho dinero, usted parece no tener nada.

—Esa hoja que tiene delante contiene los datos clasificados por temas. Suma, resta y arroja un resultado final. ¿Lo ve?

Alan asintió:

—Cincuenta y dos mil.

—Eso es todo lo que puedo conseguir de momento —dijo Mitchell—. Ni un centavo más antes del próximo abril.

—¿Cuando acaba su año fiscal?

—No, cuando pagamos a Hacienda.

—¿Y el año que viene? —preguntó Alan—. La misma cantidad, ¿no? Salvo que pueda convertir alguno de sus excedentes.

—No me preocupa el año que viene —contestó Mitchell—. Algo en su estilo de vida me dice que probablemente ya no estará por aquí. Pienso sólo en el presente y pienso en mi familia. He trabajado mucho para dejarles algo y pretendo hacerlo sin tener que vender mi empresa ni mi casa ni cambiar mi forma de vida. Así que voy a negociar con usted ahora mismo, con una cifra que, como verá, va a ser la de partida. Cincuenta y dos mil dólares. Si insiste en recibir más, no le pagaré nada. Si sigue con su amenaza de informar a la policía, les diré todo lo que sé y se verá usted con el agua al cuello. Creo que tendría muchas posibilidades de librarme de la acusación. Incluso más que usted. Pero no quiero correr ese riesgo. Principalmente por lo que significaría para mi familia. —Mitchell hizo una pausa—. Así que, ¿quiere cincuenta y dos mil dólares o un montón de problemas y una razonable posibilidad de acabar en la cárcel?

Alan miró a Mitchell, pero no dijo nada.

Mitchell esperó. Luego siguió:

—Cómo se repartan, eso es su problema. Ciento cinco partido por tres hacen treinta y cinco mil cada uno. Cincuenta y dos hacen diecisiete… si lo dividen en tres partes. Pero eso es cosa suya. Mírelo así. Reciba lo que reciba, siempre es mejor que nada. Podría haberle enseñado un balance de deudas con toda clase de retenciones, incluyendo el IRPF. ¿Entiende lo que quiero decir? Usted me amenaza con una acusación de asesinato y con la cárcel, y, mientras tanto, el gobierno podría haberme dejado desnudo.

—Nunca se sabe, ¿verdad? —dijo Alan—. La vida está llena de sorpresas. —Volvió a quedarse pensativo—. ¿Cuánto tardaría en conseguir los cincuenta y dos?

—Cinco días, o algo así.

—Bueno, lo pensaremos.

—¿Quedamos aquí?

—Tal vez. Ya le diremos algo.

—Otra cosa —dijo Mitchell—. Mantenga a sus amiguitos apartados de esto. Págueles lo que quiera, pero yo sólo voy a negociar con usted, ¿de acuerdo? Si no, nada.

—De acuerdo. —Alan se quedó un momento pensando y se levantó—. Contésteme una pregunta. ¿Quién le dijo dónde encontrarme?

—Su amigo Leo. ¿Quién creía usted?

Observó el coche cuando salía del aparcamiento y luego volvió a su despacho cruzando la fábrica. Se sentó a la mesa, y escribió una nota para sí mismo.

«Llamar a O’Boyle por la mañana. A ver qué puede averiguar su amigo sobre Alan Raimy y Leo Frank».

Y se fue directamente a casa.