Cuando Mitchell entró en el vestíbulo, sólo quedaba Peggy. Llevaba el abrigo puesto, preparada para salir.
—¿Ya te vas? Sólo son las cinco y media.
—Me he quitado la ropa once veces —dijo la chica— para volvérmela a poner. Ya está bien por hoy.
—¿Dónde está la gente?
—¿Te refieres a Doreen?
—Bueno, ahora que lo dices…
—No lo sé. No la he visto.
—¿Y las demás chicas?
—Están enfermas. Leo nos deja estar enfermas una vez al mes.
—¿Está él?
—Ahí dentro. —Pasó por su lado, en dirección a la puerta—. Si le ves, dile que me he ido.
—Sí, quizá me asome a saludar.
Ella le miró un momento mientras abría la puerta.
—¿No tienes nada mejor que hacer?
—Si quieres que te diga la verdad —dijo Mitchell—, no se me ocurre nada mejor. —Se sentía idiota, allí esperando a que ella se fuera.
—Bueno… —La chica se encogió de hombros y se fue finalmente. La puerta se cerró detrás de ella.
Leo Frank estaba sentado junto a su mesa estudiando una lista de aspirantes a modelo. Casi todo eran saldos: por alguna razón, últimamente se presentaban muchas tías gordas. No podía imaginar de dónde salían tantas gordas, ni por qué creían que alguien pagaría por verlas desnudas. Muchas de ellas tendrían problemas para desnudarse gratis. Oyó que la puerta de entrada se cerraba. Peggy se iba. Una tía independiente. Las contratas, les das una buena pasta y ellas llaman diciendo que están enfermas o se van cuando les da la gana.
Oyó los pasos en el pasillo, acercándose, y volvió a pensar en Peggy. Pero, al tiempo que miraba hacia la puerta, supo que no era Peggy. Era un hombre. El tipo. Por alguna razón, estaba seguro de ello y tuvo tiempo de prepararse, de poner una cara agradable cuando Mitchell entró y se quedó de pie enfrente de su mesa.
—Bueno —dijo Leo—. Nuestro cliente favorito. Supongo que ha venido a devolverme esa foto que me sacó. No fue muy amable por su parte.
—No —dijo Mitchell—. He venido a traer el dinero. —Mientras hablaba, sacó la mano del bolsillo de la chaqueta con el sobre.
—¿De qué dinero está hablando?
—El que se suponía que tenía que dejar en el aeropuerto —dijo Mitchell—. Me preguntaba si podría dejarlo aquí.
Leo frunció el ceño y negó con la cabeza, deseando con toda su alma no haber estado solo.
—Tío, no sé de qué habla.
—Diez mil —dijo Mitchell—. El anticipo.
—¿Me quiere dar diez mil?
—Está todo aquí. —Mitchell mostró el sobre con los billetes de cien dólares y lo dejó al borde de la mesa.
—Un momento —dijo Leo Frank—. ¿Quiere darme diez mil pavos? ¿Por qué? O sea, quiero decir que los cogeré, pero… ¿por qué?
—Supongo que me habré equivocado —dijo Mitchell—. Pensaba que usted estaba metido en esto.
Leo miró el dinero. Tenía que dar un paso más.
—¿Metido en qué?
—Bueno, si usted no tiene nada que ver, no tiene sentido que sigamos hablando, ¿no?
—Cuando uno ve diez de los grandes así —dijo Leo— no puede evitar ser un poco curioso.
—Se los debo a tres tipos, pero no sé dónde encontrarlos.
—Una situación muy extraña —dijo Leo—. Nunca había oído nada parecido.
—Uno es un tipo flaco, de pelo largo; el otro es negro. Pensé que usted podría ser el tercero.
Leo se rio; emitió un sonido parecido a una risa.
—¿Y por qué pensó eso? Quiero decir, ¿por qué iba a ser yo uno de ellos?
—No lo sé, supongo que sólo es un presentimiento. Usted ve entrar y salir a muchos tipos.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—Bueno, había una chica involucrada en el caso. Había trabajado aquí.
—Hombre, hay cincuenta chicas que han trabajado aquí. Van y vienen. Supongo que a usted le pasa lo mismo en su trabajo, tíos que lo dejan, absentismo y esas cosas, pero, hombre, no le veo solución.
—En eso tiene razón —dijo Mitchell—. Supongo que en todo negocio hay problemas de ese tipo.
Leo no podía apartar la vista del paquete de billetes de cien dólares.
—Así que eso son diez mil pavos, ¿eh? No me había imaginado que fueran así.
—Todo en billetes de cien —contestó Mitchell.
—Estoy intentando encontrar una manera de ayudarle —dijo Leo—, pero no se me ocurre ninguna. Hombre, tres tipos… podrían no ser nadie.
—No, son alguien —dijo Mitchell—. El problema es que tengo que encontrarles para darles la pasta.
—Quiere pagarles personalmente. ¿Es eso?
—Verá, se suponía que debía dejarlos en una consigna del aeropuerto, pero olvidé en cuál.
—Todo un problema. —Leo movió la cabeza—. Quiero decir que no quisiera estar en su piel si esos tipos cuentan con el dinero.
—Lo tienen a su disposición —dijo Mitchell—. Sólo tienen que venir a cobrarlo.
—De verdad que me gustaría poder ayudarle.
—Y a mí me gustaría que pudiese —contestó Mitchell—. Bueno, será mejor que me vaya.
Cuando se dirigió a la puerta, Leo dijo:
—Oiga, ¿por casualidad no llevará encima la foto ésa? La que sacó el otro día.
Mitchell paró y le miró.
—¿Por qué?
—Siento curiosidad por saber cómo ha quedado.
—Sale usted —contestó Mitchell. Se dio la vuelta de nuevo y salió.
Leo esperó, escuchando sus pasos en el pasillo. Hubo un silencio antes de oír que se cerraba la puerta de entrada, y luego otra vez el silencio. Todavía estaba tenso y angustiado, pero también estaba orgulloso de sí mismo y de cómo se había desenvuelto ante Mitchell, y no sudaba demasiado. Cogió el teléfono y marcó el número de casa de Alan. No contestaba. Intentó localizarle en el cine y le dijeron que había salido. El muy hijo de puta nunca estaba cuando se le necesitaba. Decidió cruzar la calle. Necesitaba tomar un par de copas.
Leo vivía en un dúplex de una vieja calle umbría, con árboles y llena de pisos para familias de dos o cuatro miembros. Mitchell se quedó en el porche que daba a las dos puertas y llamó al timbre del piso inferior. Esperó. La puerta se abrió y Mitchell vio la cara sorprendida y boquiabierta de Leo antes de darse cuenta de que llevaba un pijama negro y rojo de seda, arrugado, y los pies descalzos.
—¿Qué tal? —preguntó Mitchell.
Leo se echó hacia atrás al entrar Mitchell. Su greñudo cabello estaba despeinado, aplastado contra la cabeza: en sus ojos había una expresión acuosa, congelada. Dijo:
—¿Cómo ha sabido dónde vivo?
—Lo he mirado en el listín —contestó Mitchell—. Señora Leo Frank Jr. ¿Es su mujer?
—Mi madre. Vivía aquí. O sea, vivíamos juntos hasta que murió.
Mitchell echó un vistazo a las paredes cubiertas de madera oscura y yeso verde pálido, la tapicería apagada, de terciopelo, y las sillas pesadas, con paños en los brazos y respaldos. Todo era oscuro y antiguo y le recordaba a otras habitaciones, algunas de lugares en los que había vivido, algunas de casas de amigos: oscuras, solemnes, invariables.
—Estaba calentando el agua para hacer café —dijo Leo—. ¿Quiere una taza? ¿Una cerveza, una copa?
—No, gracias. Pero no se preocupe por mí —contestó Mitchell.
Siguió a Leo por la oscura sala de estar hasta la cocina. Había cierto olor a viejo en aquel lugar. El papel pintado de la pared estaba húmedo. El suelo de linóleo estaba desgarrado, levantado por las esquinas. Miró a Leo que, junto a la cocina, ponía la cafetera sobre el fuego y abría el gas.
—Probablemente se estará preguntando qué hago aquí.
—Ha pasado por mi mente. —Leo abrió un armario y miró dentro.
—Es por algo que dijo anoche.
Leo cerró el armario y se volvió hacia el fregadero, que estaba lleno de platos. Preguntó a qué se refería y se puso a aclarar una taza de café.
Mitchell no dijo nada hasta que Leo le miró.
—Estuvimos hablando de relaciones con los empleados.
—¿Ah, sí?
—Anoche, en su despacho. Usted dijo: «Supongo que tiene los mismos problemas en su negocio, absentismo y etcétera».
—¿Sí?
—¿Cómo sabía que tengo un negocio?
Hubo una pausa, un silencio. Y Mitchell lo sintió, manteniendo su mirada fija en Leo, que no cesaba de rascarse y tocarse la entrepierna de su pijama rojo y negro de seda.
—No sé en qué trabaja. Simplemente, di por hecho que tenía su propio negocio. Por su forma de vestir y tal.
—Podría trabajar para alguien —dijo Mitchell—. O podría ser un vendedor, o un ingeniero, o lo que sea. ¿Cómo sabía que tengo mi propia empresa?
—Eh, oiga, ni siquiera estoy seguro de qué dije. Sólo comentaba que hoy en día es difícil mantener a los empleados, nada más. ¿Me equivoco? ¿No dije eso?
—No sé —dijo Mitchell—. Tuve el presentimiento, lo estuve pensando luego, en el coche, de que sabía exactamente lo que yo hacía, el nombre de la empresa, todo.
—Hombre, si ni siquiera sé su nombre.
—Me llamo Mitchell. Mi empresa es Ranco Manufacturing.
—Encantado de conocerle —dijo Leo—. Pero oiga, me parece que me entendió mal. Nunca dije que supiera en qué trabajaba. Ni siquiera habíamos hablado antes. ¿Cómo lo iba a saber?
Mitchell se lo quedó mirando unos instantes y luego se encogió de hombros.
—Sí, quizá tenga razón, supongo que le entendí mal.
—Bueno…, ¿está seguro de que no quiere café?
—Gracias, pero tengo que hacer una llamada. Pasaba por aquí, por eso me paré. Perdone si le he molestado.
—No, no me molesta en absoluto. Yo también he cometido esos errores.
Leo iba detrás de Mitchell, acompañándole a la puerta. La abrió cuando llegaron, al mismo tiempo que sonaba el teléfono desde el recibidor y la cafetera empezaba a silbar en la cocina.
—Todo a la vez —comentó Leo.
Mitchell quería esperar. Intentó inventar una excusa, pero Leo estaba dejando que el teléfono sonara mientras cerraba la puerta detrás de él.
—Ya nos veremos —dijo Leo.
Echó a Mitchell, le cerró la puerta en las narices y corrió a coger el teléfono, pero cuando lo alcanzó dejó de sonar. La cafetera seguía emitiendo un débil silbido. Leo la cogió, el café estaba saliéndose, y la apartó del fuego. Pero no se sirvió una taza de café. Se puso un vodka con soda. De hecho, se tomó tres mientras se vestía.
Mitchell se quedó sentado en su coche, tres manzanas más abajo del dúplex. Estaba vigilando la casa de Leo y el Thunderbird blanco aparcado en la curva. Recordaba que Barbara había dicho que el hombre que había estado en su casa, el tipo flaco de pelo largo, se había metido en un coche blanco. Al ver el coche —que antes, al llegar, le había pasado inadvertido— su presentimiento fue más fuerte que nunca. Treinta minutos después, cuando vio que Leo Frank salía de la casa y se metía en él, aquel presentimiento visceral se instaló en su mente, donde podía sentirlo y razonarlo y creer —no saber, como diría O’Boyle, pero sí creer— que Leo era uno de ellos. «Síguele», se dijo Mitchell.
—¿Qué te dije, Leo? En mi despacho, ¿no? Pero has tenido que venir aquí.
—Fui a tu despacho —dijo Leo—. Tío, habías salido a comer. Tengo que hablar contigo.
—Me dices que te está siguiendo y te presentas aquí. ¡Joder!
—No, hoy no le he visto en todo el día. Tal vez se haya cansado, no sé. Ayer volvió a venir al estudio. A decir «hola, ¿qué tal?», nada más. Luego, salgo a comer algo. Miro a mi alrededor y el tío está allí sentado, tomándose un café. Ayer me voy a casa por la noche y veo pasar su coche dos veces, quizá tres.
Alan estaba comiendo una hamburguesa con una botella de vino y gaseosa. No prestaba ninguna atención al baile que Doreen, desnuda, practicaba sobre el escenario, cimbreándose al ritmo de un rock lento para los del último turno de comidas. Estaba tenso, porque Leo iba medio ciego y sólo eran las tres. Pero tenía que aparentar tranquilidad y convencerle de que no pasaba nada, de que el tipo no sabía nada y sólo estaba tanteando, dando palos de ciego.
—Supongamos que, efectivamente, ha olvidado el número de la consigna —dijo Alan—. Bueno, pues le vuelvo a llamar y se lo digo. Ya he estado llamándole y el muy hijo de puta estaba por ahí, siguiéndote.
Leo estaba inclinado sobre la mesa con su bebida, dando la espalda a Doreen, cuando el rock terminó y ella empezó a bajar del escenario.
—Pero ¿por qué yo? ¿Por qué la ha tomado conmigo?
—Leo, para y piensa un poco, ¿quieres? Porque tú conocías a su amiga. Ella había trabajado para ti. —Alan alzó la mirada al ver que Doreen, todavía con los pechos al descubierto, se acercaba a ellos.
Ella tocó un hombro de Leo al pasar y le dijo:
—Eh, nene, quiero verte antes de irme. Todavía me debes la paga de la semana pasada.
Alan esperó a que ella se fuera hacia la barra.
—Mira, él juega a eso porque no tiene nada más… ¡Eh! ¿Me estás escuchando?
—Sí, te escucho.
—No tiene por dónde empezar. Pero pasa que no queremos correr ningún riesgo, ¿entiendes? Te vas a acabar esa bebida antes de que yo me acabe la hamburguesa. Así que, ¿por qué no lo haces de una vez y te largas de aquí?
Leo se bebió de un trago lo que quedaba de su vodka con soda. Quería otro, pero Alan diría algo y se pondría pesado. Se pararía en cualquier otro sitio, en la misma calle, antes de volver a entrar en el estudio.
—De acuerdo. Si vuelvo a verle, te avisaré.
—Por teléfono —insistió Alan—. Ni se te ocurra ir al cine ni a mi casa, salvo que yo te diga que puedes hacerlo. Y ahora, lárgate.
Leo pagó su cuenta en la barra y pasó junto a los taburetes por la parte oscura del local. Al apoyar la mano en la puerta para empujarla, se precipitó hacia adelante, perdiendo el equilibrio, porque ésta se abrió, aparentemente sola. Paró para evitar chocar con el tipo que entraba —el tipo— y se llevó una sorpresa al verlo de repente, como si apareciera del vacío.
Mitchell se echó hacia atrás, manteniendo la puerta abierta, y dijo:
—¿Qué tal?
—Vaya, hombre —dijo Leo, haciendo un esfuerzo por sonreír—. No hacemos más que encontrarnos por casualidad, ¿eh?
—Acabo de estar en el estudio. Me apetecía parar a tomarme una cerveza.
—¿Valió la pena?
—Ha estado muy bien. Mary Lou.
—Ya. Bueno, ya nos veremos —dijo Leo.
Mitchell asintió, con expresión placentera.
—Probablemente.
Se quedó junto a la puerta, en el teléfono público, y llamó a su oficina. Cuando se puso Janet, dijo:
—¿Alguna llamada? —y la oyó contestar, ligeramente agitada:
—¿Alguna llamada? No hay más que llamadas. Todo el día de ayer, y hoy.
—Dime las más importantes —dijo Mitchell—, las de los clientes. —Hizo una lista en su libreta de bolsillo a medida que Janet le iba diciendo los nombres—. ¿No ha llamado nadie más?
Janet le dijo que nada importante. Un hombre había llamado tres veces el día anterior y dos veces aquella mañana. Había reconocido la voz después de la primera llamada, pero no había querido identificarse. Mitchell le dio las gracias, le dijo que la vería más tarde y colgó.
Salió del área oscura y se acercó a la barra, pasando bajo los focos de luces rosas, y se sentó en un taburete cercano a la zona reservada para los camareros, llena de hileras de vasos y bandejas de aceitunas y guindas y tajos de limón. Cuando el camarero mayor, con el que ya había hablado una vez, tomó nota de su pedido, se dio la vuelta para mirar a una chica guapa de pelo negro que terminaba su danza y desaparecía entre las mesas, echándose una blusa sobre los pechos desnudos. La mayoría de las mesas estaban vacías. Ya había pasado la hora de la comida y sólo quedaban algunos hombres bebiendo cerveza, desperdigados por el local, uno de ellos comiéndose un bocadillo. Reinaba el silencio. Al darse la vuelta, vio entrar a Doreen por una puerta que había al final de la barra. Llevaba mallas y se estaba atando una camisa blanca, haciendo que resaltara su diafragma negro, suave. Doreen no le vio. Él la vio ir hacia las mesas y oyó que decía:
—Eh, Alan, ¿dónde se ha metido Leo? —Sus palabras sonaron altas en el momentáneo silencio que hubo antes de que la música rock empezase de nuevo, llenando el local con su sonido. Ahora era una chica rubia la que bailaba.
El nombre, Leo, fue como una señal. Y otro nombre: Alan. El tipo que comía un bocadillo en la mesa. Mitchell miró hacia atrás y vio que Doreen hablaba con él y luego se iba hacia la puerta.
De nuevo tuvo aquella sensación, aquel vuelco en el estómago que era de por sí un presentimiento, algo que le daba que pensar. Esperó aproximadamente un minuto, hasta que se dio cuenta de que podía perder su oportunidad si esperaba más. Cogió la cerveza y se acercó a la mesa en la que estaba sentado el tipo huesudo de pelo largo.
—Tengo entendido que ha estado intentando hablar conmigo.
Alan estaba dando un mordisco a su hamburguesa. Alzó los ojos, masticando, y dijo:
—¿Qué?
Mitchell tomó una silla y se sentó, dejando su cerveza sobre la mesa.
—Tengo entendido que me llamó tres veces ayer y un par esta mañana.
—¿Ah, sí? ¿Y para qué iba a llamarle?
—A lo mejor quería saber qué pasaba con el dinero, por qué no lo había entregado.
—Tío, esto es increíble. Estoy comiendo, aparece un tío al que no he visto nunca, se sienta y me dice que le he llamado.
—Sí que me ha visto antes.
—¿Está seguro?
—No al cien por cien —dijo Mitchell—, pero tengo claros motivos para creerlo. Digámoslo así.
Alan se pasó la lengua por los dientes.
—De acuerdo, me rindo. ¿A qué jugamos? ¿Es alguna broma?
—Todo lo contrario —contestó Mitchell—. Esto no es ningún juego. Eso mismo dijo usted una vez por teléfono. Dijo «esto no va en broma».
—Tengo una idea —dijo Alan—. ¿Por qué coño no se las pira? Si no lo hace, voy a llamar al jefe, le diré que me está molestando.
—¿No quiere el dinero?
—¿Qué dinero?
—Los diez de los grandes. Si no recuerdo el número de la consigna, ¿cómo quiere que se lo entregue?
—Está loco —dijo Alan—. No joda, ¿va ciego, o qué?
—¿Qué tal su agencia de contabilidad? ¿Todavía la tiene?
El rostro de Alan no se alteró, pero se quedó callado, dudoso, antes de decir:
—¿Le importa que me vaya? De cualquier forma, está usted hablando solo.
Mitchell le vio levantarse, meter la mano en el bolsillo, sacar un paquete de billetes arrugados y dejar dos encima de la mesa.
—¿Se va a casa? ¿Al trabajo?
—Me voy a donde no pueda seguir jodiéndome, eso es lo que voy a hacer. —Alan se alejó hacia la puerta.
—Eh, ¿dónde vive? —dijo Mitchell—. Por si tengo ganas de volver a hablar con usted.
Alan no contestó, ni se dio la vuelta. Siguió andando junto a la barra y se fue.
Mitchell se sentó a la mesa un par de minutos, se acabó la cerveza y se dirigió a la barra, donde el mismo camarero con el que ya había hablado estaba secando vasos.
—Ese tipo que se acaba de ir —preguntó Mitchell—, Alan nosequé, ¿sabe su apellido o a qué se dedica?
—Usted sabe su nombre, o sea que ya sabe más que yo —contestó el camarero.
—¿Y Doreen? ¿Volverá?
El camarero, que en cuarenta años había aprendido a dedicarse a su trabajo y a no meterse en los asuntos de los demás, preguntó:
—¿Quién es Doreen?
La tarjeta del buzón del número 204 decía «D. Martin». Mitchell leyó una vez más los demás nombres —incluyendo el del buzón que había correspondido a Cini, ocupado ahora por un hombre— y volvió al 204. D. Martin tenía que ser Doreen. Oprimió el botón y esperó en el estrecho portal embaldosado. Junto a él, sonó una voz por el interfono.
—Eh, amor. Sube.
Al oír el zumbido, empujó el picaporte y la puerta se abrió. Era prudente con respecto a su nombre en el buzón, pero en cambio le dejaba entrar sin preguntar quién era.
Supo la razón cuando ella le abrió la puerta del apartamento y pudo ver la sorpresa en su rostro.
—Eh, pensaba que eras otro. Espero a un tipo a las cuatro en punto.
—Bueno —dijo Mitchell—, entonces nos quedan diez minutos.
—¿Lo dices en serio? Se echó a un lado y le dejó entrar en la atmósfera débilmente iluminada de su apartamento. Aretha Franklin sonaba al fondo, se olía a incienso y Doreen llevaba unos pantalones anchos de color naranja y una blusa blanca estrecha, abierta hasta la cintura.
—De todos modos, siempre llega tarde —dijo Doreen—. Probablemente, te quedan unos veinticinco minutos y si estás ansioso, cariño, no necesitarás tanto. ¿Quieres una copa?
—Creo que sí. ¿Un whisky?
—Lo que quieras. ¿Con hielo?
—Y una gota de agua.
Abrió una puerta y se metió en la cocina. Mitchell se sentó en el sofá y encendió un cigarrillo. La oyó decir desde la cocina:
—¿Y qué pasó el otro día? Parecía que estabas preparado y luego te largaste.
No contestó, sino que esperó a que ella volviese a la habitación para darle la bebida.
—A Leo le volvió loco que le sacaras aquella foto.
—Ese tío debe de tener hemorroides, o algo así. Siempre está nervioso. —Se sentó en el sofá, siguiendo lentamente el ritmo del blues que sonaba.
Mitchell bebió un trago.
—¿Quién era el tipo que estaba contigo hoy en el bar? El flaco.
—¿Estabas allí? No te he visto.
—En la barra. Leo se ha ido y tú le has preguntado dónde estaba.
—¿Te refieres a Alan?
—Sí, Alan. Le conocía. ¿Cuál es su apellido?
—Alan Raimy.
—Eso es, Raimy. ¿Es un buen amigo de Leo?
—Supongo que sí.
—¿Sabes dónde puedo localizarle?
—Ya entramos en la cuestión —dijo Doreen—, ¿no? No me estás dando conversación; estás intentando averiguar algo.
—Sólo dónde puedo encontrarlo.
Ella se quedó pensativa, perdida en algún lugar de su mente o simplemente escuchando la música, y luego le preguntó bruscamente:
—Aquella foto no me la estabas sacando a mí, ¿verdad? Se la sacabas a Leo.
—Dio la casualidad de que él estaba allí, eso es todo.
—Venga, no creo que seas de la pasma —dijo Doreen—. Cini se hubiera enterado y me lo hubiera dicho. Pero, tío, tú andas detrás de algo.
—¿Dónde vive? No le diré cómo me he enterado.
—Pregúntaselo a Leo, si estás tan ansioso por saberlo.
—Ya lo hice. Dijo que no lo sabía.
—Si él tiene algún motivo para no decírtelo —contestó Doreen—, es suficiente motivo para mí. Es cierto que me gustas. Pero eso no significa que te conozca ni que quiera conocerte ni saber a qué te dedicas.
—¿Vive cerca de aquí?
—No lo sé.
—¿Dónde trabaja?
—No sé por qué —dijo Doreen—, pero me parece que no nos entendemos.
—No, la culpa es mía —dijo Mitchell—. Olvidaba que eres una mujer de negocios. —Sacó el sobre grande del bolsillo de su chaqueta y dejó un billete de cien sobre la mesa de café.
Doreen lo miró sin alterarse.
—Eso me lo saco yo en cinco minutos, colega. Con los mirones.
—De acuerdo; has dicho algo de veinticinco minutos. —Mitchell sacó cuatro billetes más de cien dólares y los dejó sobre la mesa—. Eso es lo que valen veinticinco minutos; y no tendrás que mover ni un dedo. ¿Dónde puedo encontrarle?
—¿Cuánto dinero te queda, cariño?
—Eso es todo lo que hay. Por el tiempo que nos queda.
Ella miró los cinco billetes de cien dólares y volvió a quedarse pensativa.
—Te haré una pregunta —dijo finalmente—. Nadie podrá decir que te he contado nada de él. Sólo te voy a hacer una pregunta, ¿vale?
Él la miró, decidido a dejar que lo hiciera a su manera, y asintió.
—Adelante.
Doreen volvió a alzar sus bellas cejas negras para Mitchell y dijo:
—¿Te gustan las películas verdes, amor?
Mitchell decidió que con una película pomo ya tendría bastante para toda su vida. Barbara no podía creer lo que estaba viendo. Exclamaba «¡Dios mío!» en suspiros de sorpresa y golpeaba el brazo de Mitchell con su codo. Estuvo golpeándole durante toda la proyección de Juerga en la granja hasta que, al final, el tipo desastrado y la chica de pelo grasiento se besaron. Después de todo lo que habían hecho en la pantalla durante sesenta minutos, en posiciones que Mitchell nunca hubiera imaginado, se besaron, vestidos sólo con un guardapolvo, sin nada debajo, y salieron andando del granero, hacia una carretilla. La imagen se fundió y se encendieron las luces. Mitchell cogió la mano de su mujer.
—Esperaremos unos minutos.
Sin moverse, Barbara dijo:
—Es increíble.
—Eso ya lo has dicho.
—Dios mío, hemos llevado una vida de monjes.
—Como dicen ellos, «lo más excitante».
Recorrió los laterales del cine con la mirada, moviendo ligeramente la cabeza para ver cómo se iban vaciando las filas, pero no llegó a darse la vuelta del todo.
—¿Has visto algo —dijo Barbara— que te… interesara?
—Bueno, no sé, hay un par de números que podríamos estudiar.
—¿Te has fijado? No se han besado hasta el final.
—Supongo que porque sus bocas nunca estaban lo suficientemente juntas.
—¿De dónde sacarán los actores?
En algún lugar detrás de ellos, una luz se encendió y volvió a apagarse. De nuevo volvió a encenderse y Mitchell oyó la voz familiar:
—Venga, papaítos, se acabó.
Siguió un silencio. Él estaba esperando, o se había ido. Mitchell no desvió su mirada. Le dijo a su esposa:
—Todavía no.
—Mitch, ahora estoy asustada.
—No puede hacernos nada.
En aquel momento, deseó haberse equivocado con Alan. Porque Barbara estaba con él, y todo sería más fácil si se hubiera equivocado. Pero seguía teniendo aquel presentimiento y sabía —no, todavía no estaba seguro, aunque hubiera apostado— que Alan era uno de ellos. Y, si lo era, había que enfrentarse a la siguiente conclusión: era capaz de matar. Podía llevar un arma. Bajo su chaqueta, en su despacho, en cualquier lugar. O sea que, si Alan era uno de ellos, tendría que sacar de en medio primero a su mujer y luego aproximarse a él prudentemente. Aguantarse y ser simpático. Hubiera deseado que Barbara no estuviera allí. Pero tenía que saber algo más sobre Alan —no sólo sentirlo— y no había otra forma de hacerlo. Barbara era la única persona que podía identificarlo.
—Bueno, vámonos —le dijo a su mujer.
Recorrieron el pasillo sin darse excesiva prisa. Mitchell la cogió del brazo. El cine ya estaba vacío. Al llegar al final del pasillo, vio a Alan en el vestíbulo, esperando a que salieran los últimos clientes.
—No le veo la cara —dijo Barbara.
Le vieron acercarse a un interruptor de la pared y accionarlo. Las luces del toldo, fuera del cine, se apagaron. Junto a él, en la pared, un cartel encerrado en un panel de cristal anunciaba el próximo éxito, La espada gay. Un dibujo en color de varios hombres jóvenes que, aparentemente, sólo vestían bragueros y alzaban sus espadas al cielo. Vio que Alan se daba la vuelta, daba unos pasos hacia ellos, miraba y se paraba instantáneamente.
Barbara le miró. En voz baja, dijo:
—Es él.
—Vete al coche —dijo Mitchell— y espérame allí.
Al ver que dudaba, insistió:
—Barbara, por favor, vete.
Caminó junto a ella y se paró al llegar a la altura de Alan, a unos pasos de distancia. Barbara continuó andando, seguida por la mirada atenta de Alan, hasta que salió por la puerta de cristal. Alan se dio la vuelta para mirar a Mitchell y le dijo:
—Le tengo visto. Ah, sí, es el tipo loco de esta tarde, en el bar.
—Ésa era la tercera vez.
—¿Qué tercera vez?
—¿Quiere jugar a las adivinanzas —preguntó entonces Mitchell— y perder un rato con toda esa mierda, o prefiere que le dé el dinero?
Alan dudó.
—¿Qué dinero?
—Pidió usted diez mil dólares, a entregar hoy.
—¿Ah, sí?
Mitchell se alejó de él, dando un par de pasos.
—Bueno, espere un momento —dijo Alan—. Repítame eso de los diez de los grandes.
Mitchell negó con la cabeza.
—Debo de haberme equivocado de persona.
—¿Por qué piensa que soy yo? —Alan vio que Mitchell volvía a darse la vuelta y se marchaba—. ¡No, un momento! —Luego, más tranquilo, dijo—: ¿Quién le ha dicho que me encontraría aquí? ¿Leo?
—Hablé con él —dijo Mitchell—. No quería el dinero, así que vine aquí. Y usted, ¿lo quiere, o no?
—Bueno, si me lo quiere dar…
—¿Hablo con la persona adecuada?
—Parece estar muy seguro.
—Quiero oírselo a usted.
Alan señaló por encima de Mitchell.
—Hay un tipo allí en la oficina. Y otro en la sala de proyección. Si cree que va a poder intentar algún truco, le diré algo más: llevo un revólver.
Mitchell sacó el sobre del bolsillo y lo sostuvo en la mano izquierda.
—¿Esto es para usted, o no?
—He dicho que si me lo quiere dar, si está seguro, lo haga.
—Y yo he dicho que quiero oírselo a usted.
—De acuerdo, por el amor de Dios. ¡Sí!, soy yo. Y ahora, démelo.
Mitchell le dio su mano derecha, cerrada en un puño fuerte. Se fue a por él y le pegó una y otra vez, fuerte, con la misma mano. Alan golpeó con la espalda el panel del anuncio y lo rompió en añicos. Intentó rodar para apartarse, gritando, y cayó postrado en cuatro patas. Mitchell se quedó junto a él, mirándole.
—Me vuelve a tocar y juro por Dios que… —Alan escupió sangre, con la cabeza hundida entre los hombros— gritaré para que venga alguien, lo juro.
—Ya lo ha hecho —contestó Mitchell—. Me parece que se han ido todos.
—Siempre hay un policía fuera cuando cerramos. Me toca y juro por Dios que gritaré para que me oiga.
Mitchell se agachó lentamente y se quedó en cuclillas junto a Alan. Dijo:
—No nos hace falta la policía. ¿Para qué quiere a la policía?
—Si me toca…
El pelo colgaba sobre su cara. A Mitchell le recordó a una fiera que ha sido golpeada y se halla aterrorizada.
—No voy a tocarle. Lo que quiero es hablar con usted.
—Joder, me ha rajado la boca.
—Me dejé llevar —dijo Mitchell—. Hay algo en usted que me hace sentir ganas de partirle esa jodida cara, pero ya me he calmado. Sólo quiero que hablemos. Enseñarle algo. Eso es todo.
—¿Qué?
—¿Hablo con la persona adecuada? Quiero decir, ¿es usted el jefe? Si no, no quiero perder el tiempo.
Esperó y oyó que Alan decía:
—No me venga con mierdas. Si vamos a la policía será usted quien saldrá perdiendo.
Mitchell movió la cabeza.
—¿Por qué insiste en hablar de la policía? ¿Tengo cara de idiota? No quiero que la policía se meta en esto. Pero tampoco me gusta tratar con más de una persona. Puedo hablar con uno y llegar a un acuerdo. Pero si interviene una multitud —y tres son multitud—, entonces nunca estoy seguro de que se vayan a entender entre ellos. ¿Me sigue?
—Quiere hablar, ¿no? Pues diga algo.
—Sí, quiero hablar con usted, pero también tengo que enseñarle algo. He de enseñarle mis cuentas.
—¿Qué cuentas?
—¿Sabe leer una hoja de balance?
—Venga, dígalo.
—Mire, —dijo Mitchell— sé que tengo que tratar con usted. No quiero perder todo lo que tengo, ir a cadena perpetua. Pero no puedo hacer lo que me pide, porque no puedo dar algo que no tengo.
»Venga a mi despacho de la fábrica mañana por la noche, a las once y media, después del segundo cambio de turno, y le enseñaré mis libros de cuentas, inversiones y ahorros. Le enseñaré dónde tengo la pasta y cuánto puedo pagar exactamente. Si es usted el que hablaba siempre, sabe algo de impuestos sobre la renta y todo eso. O sea que espero que podrá entenderlo y ojalá podamos tratar el asunto con más seriedad. ¿Me entiende? Pero tiene que venir solo. Si no, no hay trato. Quizá decida que no, que prefiere enviarme a la policía. Tendré que correr ese riesgo. Pero le prometo que no hay trato si usted y yo no nos sentamos y lo hablamos. Si no lo hacemos, habrá trabajado en balde.
Alan le miró.
—Podría estar metiéndome en una trampa.
—Amigo, también podría estar muriendo ahora mismo. Mañana por la noche, a las once y media. —Mitchell se levantó y volvió a meterse el sobre en el bolsillo.
—Los diez mil —dijo Alan. Se puso de rodillas y alargó una mano.
—No —dijo Mitchell—. Es usted muy convincente, pero todavía no estoy seguro de que sea la persona que busco.
Alan le vio marcharse. El muy hijo de puta, intentando algún truco; estaba seguro. Vio el coche en la esquina, el Grand Prix de color bronce, y —seguro, se hubiera apostado los huevos— su mujer de pie al lado del coche. La Flaca. Piernas delgadas y caderas de buen tamaño. Una buena combinación. Alan salió —el tipo ya no podía hacerle nada— y le dedicó una buena mirada cuando entraba en el coche, sin verle, enseñando el muslo. Joder, vaya piernas. Una fina línea muscular bordeaba la pantorrilla. Piernas delgadas y fuertes. Buenas para atenazar, para rodearte como unas tijeras.
Cuando el coche se fue y sus luces se empequeñecieron en la oscuridad. Alan se quedó pensativo: tendría que revisar eso. Tal vez habría un papel por ahí para La Flaca.