12

Janet entró en su oficina y dejó los dos libros mayores sobre su mesa. Salió y volvió a entrar con las carpetas de excedentes, pólizas de seguros, libros de cuentas de los bancos y fondos del fideicomiso de la empresa en carpetas de plástico.

—Martin quiere saber si se va a dar el piro —comentó Janet.

Mitchell la miró.

—Eso dijo, ¿eh? Darse el piro.

—Dijo: «¿Qué piensa hacer, coger la pasta y darse el piro?».

—Dile que me voy al hipódromo de Hazel —dijo Mitchell—. Voy a dejar de apostar a las piezas de maquinaria y voy a poner todo el dinero en los caballos.

—Me parece que no se lo creería.

—Martin no se cree nada que no esté escrito en una hoja de balance.

Janet sostenía una tira de papel de calculadora que se curvaba en su mano. Se acercó a la mesa para dársela a Mitchell.

—Eso es el total. Dice Martin que no hay ninguna posibilidad de sacar más hasta abril del año que viene.

Mitchell observó el total, al final de la tira.

—Eso es todo, ¿eh?

—Si quiere hablar con él, puedo decirle que venga.

—No, ya está bien. ¿Lo ha escrito todo en una hoja?

—Sí, está ahí encima. Dividido por temas.

—Muy bien.

Janet esperó.

—No será verdad que se va a las apuestas, ¿no?

—No —dijo Mitchell—. Me largo con una bailarina de diecisiete años. Oye, quiero que vayas al banco después de comer. —Sacó su talonario de cheques del montón de carpetas y portafolios—. Toma, me sacas diez mil dólares.

—¿Diez mil?

—En billetes de cien. Cabrán en un sobre de los grandes, ¿no?

—No lo sé —respondió Janet—. Nunca he metido diez mil dólares en un sobre.

—Pues inténtalo cuando vuelvas —dijo Mitchell—. Uno duro, de los grandes. —Y cuando ella salía, añadió—: Y ponme con mi mujer.

Esperó a que sonara el teléfono y lo cogió:

—Barbara… Sí, llega a cincuenta y dos mil. Eso hasta la primavera que viene… Sí, voy a hablar con él. Pero antes tengo que ir a ver al otro, Leo… No, tranquila. Me lo voy a pensar dos veces y después, probablemente, cuando pueda salir, iré a ver si lo encuentro. —Hizo una pausa—. Barbara, todavía te echo de menos… Por Dios, Barbara, nos va a costar más de una noche volver a donde lo dejamos, pero no veo otra forma mejor de hacerlo… Ya lo sé, es como volver a empezar. Me hace sentir bien. Oye, te llamaré más tarde y te avisaré si voy a hacer algo… De acuerdo, hasta luego.

Volvió a echarla de menos, o siguió haciéndolo, en aquel mismo momento. Eso era lo que le hacía sentirse bien, el querer estar con ella, querer tocarla. Le había dicho que era como volver a empezar. O como volver a casa después de un largo viaje. La noche anterior, al desnudarse juntos en la habitación, se había acordado de aquello; cuando volvía a casa, subían al dormitorio, a cualquier hora del día, y hacían el amor, sin demasiados preámbulos: llegar y hacerlo, con el sudor rompiéndoles los poros. Había otras ocasiones para dedicar más tiempo a los preliminares, para estar juntos desnudos y para hacer que durase. Aunque ella no tenía que desnudarse para excitarle. Bastaba que estuviera sentada en una silla, con la falda pegada a los muslos, o que estuviera cosiéndole un botón de la chaqueta y le mirase por encima de sus gafas de lectura, para que le entraran ganas de hacerle el amor: desnudarla en la quietud de las tardes dominicales, con el sol reflejado en las ventanas de la habitación y el teléfono desconectado, y hacerle el amor lentamente, sintiendo cómo pasaba de señora a mujer. Vestida, era una señora; en la cama, una mujer. Cini había sido una chica, tanto vestida como desnuda. Cini parecía pertenecer a un tiempo pasado. Y, si estuviera viva, habría podido olvidarla. Pero debía acordarse de ella, porque estaba muerta.

Tenía que volver a ver a Leo y hablar con él. Hablar con él tranquilamente, con sinceridad, y estudiar sus reacciones cuando le ofreciese la posibilidad de negociar. Había leído libros sobre relaciones entre cliente y empleado, sobre cómo ganar amigos, crear negocios, mejorar la personalidad y ganar un millón de dólares. La mayoría de ellos no había podido acabarlos. No era vendedor, ni carpintero, ni cómico. Era él mismo. Confiaba en el sentido común, pero no le asustaba apostar. Si daba su palabra, cumplía. Así que iría paso a paso y tal vez Leo —si era uno de ellos— se delataría; o tal vez no.

Sería fácil si supiera quiénes eran y tuviera una pistola. Entrar, disparar y salir. Misión cumplida; y luego, de vuelta al trabajo. Se veía a sí mismo haciéndolo: apuntando a los tres hombres en una oficina destartalada llena de fotografías de mujeres desnudas y apretando el gatillo. Era curioso que se lo imaginara en la oficina de Leo. Pero también podía imaginarse jugando al tenis con un servicio implacable y un revés impecable, o de jovencito de cuarenta y cinco años bateando en la pista central del Tiger Stadium. Imaginarlo y hacerlo eran cosas distintas. También matar a un hombre que volaba en un FW-190 o en un Messerschmitt, a trescientos metros de distancia, era distinto que mirar a un hombre cara a cara y apretar el gatillo. Se dijo a sí mismo que nunca sería capaz de matar de ese modo, fría, impersonalmente. Aun así, deseaba tener una pistola. Sólo por si se equivocaba.

Aquella tarde, cuando salió del despacho, hubiera deseado llevar su viejo y amplio abrigo. Llevaba un traje de punto, estrecho, y notaba que el sobre abultaba en el bolsillo del pecho. Metió los cigarrillos en un bolsillo lateral, se aseguró de que las llaves del coche seguían estando en el otro y le dijo a Janet que la vería al día siguiente.

Ella le dio las buenas tardes y le vio desaparecer por el pasillo: las tres y media de la tarde y diez mil dólares en el bolsillo de su chaqueta.

En la fábrica había cambio de turno. Mitchell saludó a sus empleados, llamando a algunos por su nombre, echó un vistazo alrededor y salió hacia la puerta trasera, comportándose como un jefe asequible y amistoso. Observó que, en la zona del bar, había unos cuantos hombres junto a las máquinas de bebidas y la Silex grande de café. Los hombres del turno de tarde estaban sentados tomando café junto a las dos mesas grandes: no le extrañó, ya que todavía les quedaba algo de tiempo libre. Pero había por ahí algunos del turno de mañana, de los que normalmente se daban prisa por salir corriendo e irse a casa o a cualquier bar.

En una de las mesas había un tipo vestido de gabardina, sentado de espaldas a Mitchell. Cuando se dio la vuelta para decirle algo a John Koliba y a un par de los otros que estaban al otro lado de la mesa, lo reconoció.

¡Jesús, lo que le faltaba!

Mitchell se acercó.

Ed Jazik, el agente número ciento noventa y nueve del sindicato, estaba diciendo:

—¿Y a él qué coño le importa? Cierra la fábrica y vive como un rey de lo que tiene en el banco: lo que ha estado metiendo en el banco mientras los gilipollas de sus currantes se rompen los huevos para poder pagar las letras del coche o de la lavadora, intentando ahorrar lo suficiente para comprarles un par de zapatos a sus niños o un vestido nuevo a su mujer de vez en cuando.

Mitchell permaneció unos instantes a la escucha. Estaba pensando de dónde habría salido aquel tipo y por qué le tenía que haber tocado a él. No había oído hablar así a un agente sindical desde hacía quince años.

—Perdón —dijo Mitchell.

Y cuando Jazik alzó la vista y los demás le vieron, sorprendidos, le dijo al agente:

—No quisiera interrumpir algo importante, pero da la casualidad de que está hablando a mis empleados en un tiempo que es mío, porque lo estoy pagando. Si lo que quiere es soltar un discurso, alquile un local por ahí e iremos todos a ver lo bien que lo hace.

—¿Habéis oído eso? —dijo Ed Jazik—. El tiempo es suyo. Su tiempo, su fábrica, sus beneficios. ¿Os creéis que le importan un pito vuestra dignidad y vuestras condiciones de trabajo?

Mitchell dijo:

—¿Dignidad y condiciones? ¿Qué está haciendo, leer el libro del sindicato? Dignidad y condiciones. Estos tipos trabajan para mí, les conozco. No podría hacer nada sin ellos, ¿de acuerdo? Y ellos no podrían hacer nada si yo no llevara el negocio. Así que será mejor que se vaya de aquí y nos deje trabajar un poco.

—Dice que no os concede tiempo para oír cuáles son vuestros derechos o para que penséis por vosotros mismos —dijo Jazik—. Es su fábrica. Suya. Él es el amo. Si no le seguís el juego, le da con su jodido bate de béisbol y se larga a casa.

—Al menos ha entendido eso —dijo Mitchell—. Yo soy el dueño. Bien. Entonces, entenderá también que tengo derecho a pedirle que se vaya. —Eso ya estaba mejor, un poco más tranquilo.

—Tenemos unos minutos —dijo Jazik—. Hablemos. Si usted escuchara, para variar, le explicaría cómo veo yo las condiciones de trabajo en esta fábrica. —Se alzó un poco para poder darle la vuelta a la silla, y volvió a sentarse, cruzando las piernas.

Mitchell era consciente de que los demás le miraban. El jefe. Contra la pared. El tipo del sindicato intentando presionarle y sacarle de sus casillas. Tenía que ignorar lo que el tipo decía y manejarlo suavemente —de alguna manera—, pero, sobre todo, no discutir con él delante de sus empleados.

«Dile que no tienes tiempo para discutir con él», pensó. No, eso no era manejarlo bien.

El tipo estaba esperando, en pose, sentado en la silla plegable con las piernas cruzadas y un codo sobre la mesa. Seguro de sí mismo. O sabedor de que no tenía nada que perder. No, decidió Mitchell, se sentía seguro. Le gustaba que la gente le mirase.

Mitchell preguntó:

—¿Qué le dije la última vez que estuvo aquí y quiso hablar conmigo?

Jazik se encogió de hombros:

—No me acuerdo. Algún rollo.

Mitchell mantuvo la mirada fija en él.

—Le dije que si quería que hablásemos esperara a que llegase el convenio. Para eso está, y entonces podremos hablar todo lo que quiera. Usted dijo que a lo mejor algunos no estaban dispuestos a esperar. Bueno, y yo hablé con algunos. —Mientras hablaba, Mitchell recorrió con la mirada los rostros solemnes de los hombres que rodeaban la mesa, la posó un momento sobre John Koliba y siguió mirando—. Les pregunté cómo iba todo. No se quejaron. Les dije «bueno, siempre que tengáis algún problema venid a verme y contádmelo. Intentaremos arreglarlo». —Miró de nuevo a Jazik—. Aquí hacemos las cosas así, como ya intenté explicarle.

Jazik escuchó detenidamente sin moverse. Luego, negó lentamente con la cabeza:

—No es eso lo que usted dijo.

—¿Ah, no? —Mitchell parecía sorprendido—. ¿Qué dije?

—Primero, se negó a hablar conmigo.

—Hasta que lleguen las negociaciones. Eso es cierto.

—Y luego dijo que si nos poníamos a discutir, eso dijo, que si nos poníamos a discutir era capaz de partirme el alma.

Mitchell negó con la cabeza.

—No. Dije que si nos poníamos a discutir era capaz de olvidarme de quién es usted y le rompería el alma. No es exactamente lo mismo.

Mirando a Jazik, se dio cuenta de que ya no se iba a detener. No iba a ser educado ni iba a perder el tiempo con él, con aquel idiota hijo de puta marrullero que se quedaba allí sentado, con el cuello del abrigo levantado y aquella mirada fría en la cara. Al ver aquel tipo, veía, por alguna razón, a aquel otro que se llamaba Leo sentado en su silla en el despacho del estudio de modelos. Una chispa cruzó su mente y desapareció tal como había llegado.

Dijo Mitchell:

—Y ahora se lo voy a decir otra vez. Salga de aquí inmediatamente o le partiré el alma y le echaré yo mismo. Como usted prefiera.

Jazik, mirando fijamente a Mitchell, tardó en levantarse. Era más corpulento que él, un poco más alto y tenía las espaldas más anchas.

—Habéis oído cómo me amenazaba —dijo.

—Lo ha oído usted —dijo Mitchell—. Y eso es lo que importa.

—Le podría llevar a juicio, ¿sabe? Amenaza de agresión física.

—Eh —dijo Mitchell—, déjese ya de sandeces. ¿Se va, o no?

—Me gustaría ver cómo intenta sacarme.

Mitchell le golpeó antes de que acabara la frase, cuando aún tenía la boca ligeramente abierta. Le golpeó fuerte con la mano derecha. Cuando Jazik se apartó de la mesa, volvió a darle con la misma mano, no tan fuerte como la primera vez. Jazik encajó el golpe y se encaró hacia él. Mitchell le engañó con la derecha y esta vez le dio con la izquierda, golpeando tan fuerte como jamás lo había hecho. Vio que los hombres que había a su alrededor se apartaban de un salto. Jazik cayó sobre la mesa y la desplazó, hasta que se desplomó y quedó sentado en el suelo.

Mitchell esperó por si Jazik volvía a levantarse o alguien decía algo. Los hombres del primer y segundo turno miraron alternativamente a Jazik y a su jefe, pero ninguno de ellos habló.

—Que alguien lo saque de aquí —dijo Mitchell finalmente. Se dio la vuelta y se marchó. Los demás le vieron volver a cruzar la fábrica, en dirección a su oficina.

Janet estaba ordenando su mesa. Miró, sorprendida, al verle entrar.

—Creía que se había ido.

—Ponme con… ¿cómo se llama? —dijo Mitchell—. El tipo ése, el presidente del sindicato.

—¿No es Donnelly?

—Eso, Charlie Donnelly. Ponme con él, ¿quieres?

Janet marcó el número, preguntó por el señor Donnelly, dijo de parte de quién era y le pasó la llamada a Mitchell. Éste no se sentó. Se quedó de pie junto a la mesa, esperando que Janet saliera de su despacho y cerrase la puerta.

—¿Charlie? Soy Harry Mitchell, de Ranco… Bien… Sí, ya lo sé, dentro de una semana o diez días. Tengo que verte, Charlie, pero a ti, porque te voy a decir una cosa: no pienso negociar con ese clavo que me has enviado… Jazik. El muy hijo de puta entra en la fábrica (donde hay un cartel que dice «Prohibida la entrada a toda persona ajena a la empresa»), entra y se pone a hablar con mis empleados. La semana pasada me cogió por los pasillos y me amenazó con un boicot… No sabía que vosotros… De acuerdo, ¿entonces por qué me ha de tocar a mí esa mierda? Charlie, ese tipo se cree que vive en los años treinta. ¿De dónde lo has sacado? —Mitchell esperó durante más o menos un minuto, escuchando—. Si has cogido a uno que va por libre, encárgate tú de enseñarle. No voy a ser yo quien le haga madurar. Antes le rompo el cuello al muy hijo de puta. Soy demasiado viejo para tragarme esa mierda. Ya he pasado por eso, Charlie, y tú también. No nos hace falta. Tú y yo podemos sentarnos y hablar, ¿no? En doce años nadie ha tenido que levantar la voz. Me das el contrato, cambiamos un par de líneas y lo firmamos. ¿Para qué tienes que enviarme a ese payaso? Si tú y yo podemos arreglarlo con una simple comida… —Volvió a esperar, escuchando, empezando a calmarse—. Sí, está bien. Oye, perdona si me he pasado. Tengo muchas cosas en la cabeza y sólo me faltaba ésa… —Esperó de nuevo, pacientemente, dejando que el presidente del sindicato le explicara que les gustaba mucho el entusiasmo del chico, pero que tal vez tendría que ayudarle a sentar la cabeza, o enviarle a una escuela de buenos modales. Todo iba a ir bien. Mitchell no vería al tipo en un año, y eso si todavía seguía y había aprendido algo. Eso estaba bien. Estuvieron un momento más con los adioses de rigor y Mitchell colgó el teléfono.

Al salir de su despacho, le dijo a Janet:

—Volveré a intentarlo. A ver si ahora puedo largarme de aquí.