11

Mitchell estaba en la cocina cuando oyó que se abría la puerta de entrada. No había comido. Llevaba allí más de dos horas, la mayor parte del tiempo sentado en el estudio, esperando que Barbara volviera de dondequiera que estuviese. Estaba en la cocina, decidiendo si debía hacerse un bocadillo, preguntándose si eso estaría bien. Era su casa, pero ahora ya no vivía allí. Eso le producía una sensación extraña. Al oír el ruido, se apartó del frigorífico. Mirando hacia la entrada, a través del comedor y del salón, vio a Barbara, con la mano apoyada en la puerta medio abierta. Oyó, una voz de hombre que decía: «Volveremos a hacerlo pronto, ¿de acuerdo?». Pero no asoció la voz a nadie hasta que Barbara cerró la puerta, se dio la vuelta y le vio. «Ross —se dijo—, por Dios bendito. Ross ya». Observó la mirada de ella. ¿Sorpresa? ¿Culpa? Con las manos en la masa. O momentáneamente sorprendida. Al entrar en la cocina, su expresión era tranquila, recompuesta.

—¿Hace mucho que estás aquí?

—Un rato. No mucho.

—He salido a cenar.

—Ya me lo había imaginado. ¿Adónde has ido?

—Al Inn. Me parece que se está degradando. Hay mucho ruido.

Mitchell asintió:

—Tengo entendido que se ha hecho famoso entre las mujeres solitarias.

—Yo no he ido sola.

—Ya lo sé.

Hubo un silencio. Estaban de pie, a tan sólo un paso el uno del otro, mirándose, esperando. Mitchell pretendía esperar y no decir nada hasta que ella hablara. Pero esa tozudez se desvaneció. Estaba guapa. De negro, con perlas. Estaba mejor que nunca. Había ido a cenar con Ross. Él lo sabía. Pero si ella no quería decírselo, si quería mantenerle sobre ascuas, tenía todo el derecho a darse la vuelta e irse sin decir nada. Se sentía idiota. Un marido celoso, un gran idiota, poniendo a su mujer en evidencia.

Dijo:

—Estaba pensando en hacerme un bocadillo. ¿Te parece bien?

Ella esperó un momento, todavía sosteniéndole la mirada.

—No lo sé. Tendría que consultarlo con mi abogado.

—¿Has contratado un abogado?

—Por Dios, si todavía no hemos hablado. —Dejó su bolso sobre la repisa y pasó junto a él para ir al frigorífico—. No tengo ni idea de lo que pasa por tu mente y tú me preguntas si he contratado a un abogado. —Abrió el frigorífico, volvió a mirarle y dijo—: ¿De qué quieres el bocadillo?

—Me da igual. De lo que sea.

—¿Un perrito caliente?

—Bueno.

—Dime sólo una cosa, ¿vale? ¿Estamos hablando de divorcio?

—Barbara…, no lo sé. Tampoco sé lo que piensas tú. Por lo poco que hemos hablado, no debes de haber entendido nada, ¿no?

—Pues no demasiado. ¿Quieres una cerveza?

—Está bien.

La miró mientras ella abría el frigorífico, apartaba una jarra de zumo de naranja para sacar la cerveza y le decía:

—¿Te vas a ir con la chica, o no?

—No.

—¿Qué significa eso? ¿Que no de momento o que no la vas a ver más?

—Barbara, ella ha muerto.

—¿Que ha muerto? ¿Que le ha pasado algo y se ha muerto?

Mitchell no estaba seguro de por qué se lo había dicho. Le había salido. Ella estaba muerta y él tenía que decir que lo estaba. No podía simular que era una chica de otros tiempos que se hubiera mudado o que hubiera desaparecido de vista. Estaba muerta.

Dejó la lata de cerveza sobre la repisa, sacó la fotografía del bolsillo de su chaqueta y se la enseñó a Barbara. Ella no dijo nada. Se la mostró y observó su reacción.

Barbara se dio la vuelta, dejando abierta la puerta de la nevera.

—¿Ésa es la chica?

—No, una amiga suya. Pero lo que me interesa es el hombre. ¿Lo has visto alguna vez?

Barbara cogió la fotografía para estudiarla y él sintió morir su esperanza. No había el menor rastro de reconocimiento en su rostro.

—No, creo que no.

—¿No es el hombre que estuvo aquí, el del servicio de contabilidad?

—Seguro que no. Era huesudo y llevaba el pelo más largo.

—Tenía esa esperanza —dijo Mitchell—. Bueno… —Cogió la fotografía y la dejó sobre la repisa.

—Mitch, ¿quiénes son?

—Trabajan en un estudio de modelos. Hoy he estado allí. He tenido un presentimiento y les he sacado la foto.

—¿Son amigos tuyos, o qué? —preguntó Barbara—. ¿Qué hacías tú en un estudio de modelos? —Había tantas cosas que quería saber con urgencia, tantas preguntas que quería hacerle, y él se quedaba allí mirando tranquilamente la fotografía, con aquella expresión apacible, la boca cerrada—. Mitch, por el amor de Dios, ¿quieres hacerme el favor de decirme lo que pasa?

Detrás de ella, el brillo de la luz interior del frigorífico iluminaba las cajas de leche, la jarra de zumo de naranja, latas de cerveza, paquetes envueltos en plástico y platos cubiertos con papel de aluminio.

—Quiero contártelo —dijo Mitchell—. Pero no tiene nada que ver contigo. Me está pasando a mí; no quiero verte involucrada en esto.

—Mitch, sea lo que sea, nos está pasando a los dos. Yo ya estoy involucrada. Mientras sea tu esposa, lo estaré.

La miró sin decir nada. Se acercó a ella y lentamente, con cuidado posó la mano sobre su hombro. Cuando ella le miró, se acercó a la puerta del frigorífico y la cerró.

—De acuerdo —dijo Mitchell—. Sentémonos.

Había cuatro colillas en el cenicero. Un vaso a medio beber, olvidado, con el hielo ya derretido. Barbara estaba sentada frente a él, al otro lado de la mesita de café, inclinada hacia adelante en la silla baja. Durante la última media hora no le había quitado los ojos de encima.

—Pero… ¿Y si no está muerta?

—Sé que lo está.

—En las películas ves que disparan a la gente. Pueden hacer que parezca real.

—Yo también pensé en eso —dijo Mitchell—. Está muerta. Vi su cara. Sus ojos estaban abiertos, con una mirada que nunca había visto antes. No respiraba. No fingía; estaba muerta.

—¿Y qué podrían hacer con ella? ¿Dónde se puede guardar un cadáver?

—No lo sé. Quizá la han enterrado en algún sitio.

—Con tu revólver y tú abrigo.

—En el revólver están mis huellas digitales. La licencia…

—Eso sí han guardado el cadáver —dijo Barbara—. Si todavía lo tienen o si saben dónde está.

—Ésa es toda su fuerza —dijo Mitchell—. O pago, o le dicen a la policía dónde pueden encontrarlo.

—Bueno, ¿y qué pasa si vas a la policía y se lo cuentas tú primero?

—¿Contarles qué?

—Todo —dijo Barbara—. Quiero decir… no irías a contárselo si realmente hubieras sido tú. Ellos se darían cuenta de eso.

—Pero yo no sé dónde está la chica. No puedo probar nada.

—Al menos podrías contarles exactamente lo que viste. Luego sería cuestión suya investigar y saber quién ha sido.

—¿Cómo?

—No lo sé. Eso es trabajo suyo.

Mitchell pensó unos instantes y enfocó el asunto desde otro ángulo:

—Supongamos que los detienen por sospechosos. Imaginemos que ya lo hubieran hecho. ¿Crees que se inculparían a sí mismos, que le dirían a la policía dónde encontrar el cadáver?

—Pues míralo de otra manera —dijo Barbara—. Si ellos hubieran visto esa posibilidad de que les explote todo en la cara, no hubieran guardado el cadáver.

—No necesariamente tienen que haberlo guardado. Probablemente estará escondido en algún lugar.

Barbara negó con la cabeza:

—Si existe la menor posibilidad de que les relacionen con el asesinato, no habrán querido que nadie pueda encontrar el cadáver, que lo descubran accidentalmente, y se les pueda acusar. Mitch, ¿por qué iban a arriesgarse?

—Estás diciendo que se han deshecho de ella. Que la han dejado en algún lugar donde nadie pueda verla.

—Eso creo —dijo Barbara—. Te dicen que si te niegas a pagar se lo dirán a la policía. Eso puede ser un farol. Te asustan para que pagues. Y si no pagas, no tienen nada que perder. Así que si no se han deshecho de ella lo harían en cuanto vieran que la policía empezaba a moverse.

—Y entonces no se podría probar nada.

—Ve a la policía y cuéntaselo. Deja que se preocupen ellos.

—Barbara, una vez lo has contado… no todo se acaba ahí. Les digo que se ha cometido un asesinato de una chica y todo sale a la luz, todo el mundo se entera. Sale toda la historia en los periódicos. He tenido un ligue con una chica y ha acabado muerta.

—¿No se puede hacer de manera confidencial, sin que se entere nadie?

—No sé cómo podría hacerse así. No cuando ha habido un asesinato.

Ella se quedó un momento mirándole.

—¿Te da miedo la publicidad? ¿Es eso lo que te preocupa?

—Barbara, la chica murió por mi culpa, porque yo la conocía. Eso es lo que más me preocupa. La publicidad no creo que eso, si saliera en los periódicos, fuera un problema de lo que pudiéramos llamar «publicidad negativa». Lo que me importa es que podría destrozar nuestras vidas, que afectaría a nuestros hijos, que arruinaría, barrería todo aquello por lo que he estado trabajando toda mi vida, todo lo que he construido. Mira, eso es algo que se siente y no se puede explicar. O sea, quiero hacer lo que es justo, quiero que les cojan. Pero también soy realista y pragmático en ese sentido.

—Le he dicho a Ross —comentó Barbara— que pensaba que a veces eras calculador. Pero ésa no es exactamente la palabra adecuada.

—Úsala si quieres —dijo Mitchell—. Lo que yo digo es que mi conciencia no me dice que tengo que ir a la policía, como si ésa fuera la única salida.

—¿Y qué otra salida te queda?

—¿Qué pasaría si…, no sé, si me las arreglara yo?

—Mitch, por favor, no digas eso. Ya se han cargado a una persona.

—Yo también. Con seis aparatos armados.

—Mitch, aquello era distinto. ¡Dios mío, no hace falta que te lo diga!

—No digo que lo vaya a hacer. Digo que qué pasaría si lo hiciese.

Barbara se levantó.

—Mira, Mitch, si no hay cadáver, puedes negarte a pagar. Si no pueden amenazarte con nada, con ir a la policía, entonces todo se acabó. No hay nada que puedan hacer.

—Pero seguirían sueltos —dijo Mitchell—. Han matado a esa chica de la manera más fría posible y seguirían libres. —Miró a su mujer—. Estoy metido en esto, Barbara. No voy a huir corriendo, no voy a intentar olvidarme y esperar que pase. Voy a hacer algo.

Eso era exactamente lo que ella temía.

Barbara le hizo una tortilla de queso con cebolla y pimienta verde. Se la tomó de pie, apoyado en la repisa, con pan francés y un aguacate y la cerveza que ella le había dado antes. Estaba cansado, pero no le apetecía sentarse. Pensando en Leo Frank, cogió de nuevo la fotografía. Se le ocurrió que podía coger el coche y acercarse a Detroit. Tardaría unos veinticinco minutos, nada más. Empezaría con Leo, porque seguía teniendo aquel presentimiento. Entraría en el estudio de modelos y esta vez hablaría con él. Le avasallaría a preguntas y observaría su reacción.

Barbara preguntó:

—¿Les has dicho que ibas a pagar?

—No.

—¿Creen que vas a hacerlo?

—No lo sé.

—Mitch, incluso si quisieras pagarles… ¿de dónde sacarías el dinero? ¡Más de cien mil dólares!

—Nunca he pensado en la posibilidad de pagar, o sea que no me lo he planteado.

—No tenemos tanto dinero. ¿Se habrán creído que lo tenemos todo en el banco?

—Barbara, no sé lo que piensan. Supongo que se imaginan que si lo necesito puedo conseguirlo, al menos de diez mil en diez mil pavos. El primer pago está previsto para mañana.

—Y otro una semana después —añadió Barbara—. Y otro la semana siguiente. ¿Puedes hacerte con treinta mil dólares tan rápidamente?

—Podría, si tuviera que hacerlo.

—Tendrías que vender algo, ¿no?

—O pedir un crédito.

—Pero, sin pedir al banco… no puedes tocar el fondo de la empresa, ¿verdad?

—No, ni los impuestos de depreciación. De hecho, acabo de vender la mayoría de nuestro excedente y lo había invertido en bonos del Ayuntamiento, con vencimiento a cinco años. Eso tampoco podemos tocarlo.

—O sea, si quisieras pagarles, ¿cuánto crees que podrías conseguir?

—¿Si lo necesitara? —Mitchell esperó—. No sé, tal vez cuarenta o cincuenta mil sin demasiados problemas.

—¿Crees que se conformarían con eso?

—¿Acaso pensamos en voz alta?

—Has dicho que parecía como si el tipo supiese tanto de ti como tu contable.

—Sabe lo de la patente. Eso le basta.

—¿Y si le enseñaras exactamente cuánto puedes pagar? —preguntó Barbara—. Sea cuanto sea, eso es lo que hay y nada más. ¿Crees que se conformarían?

Mitchell dejó el tenedor. Miró a su mujer, su expresión fija y concentrada, y supo que hablaba en serio.

—¿Crees que yo negociaría con ellos?

—Mitchell, han matado a esa chica. Si no vas a la policía, tendrás que pagarles. ¿Es que no lo ves? Si no, te matarán.

—¿Te crees que si les pago se acaba todo? ¿Que se irán y nunca volveré a saber nada más de ellos?

—Háblales cuando llamen —insistió Barbara—. Diles que les enseñarás tus cuentas para que vean cuánto puedes pagar. Si puedes convencerles de que eso es lo que tienes, ¿por qué no habrían de creerte?

—Haces que parezca fácil —dijo Mitchell—. Caro, pero fácil.

—¿Qué precio tiene tu vida? —Su voz era tranquila; la preocupación, el miedo, estaban en sus ojos.

—No sé. Si me acerco a ellos lo bastante como para hablarles —dijo Mitchell— soy capaz de partirles la cara.

Barbara cerró los ojos y volvió a abrirlos.

—Mitchell, ve a la policía, ¿quieres?

Él acabó de llenar el vaso de cerveza y lo dejó sobre la repisa.

—Hablaré con uno de ellos —dijo entonces—. No con todos; sólo con uno.

—¿Qué quieres decir?

—Podría funcionar —siguió Mitchell.

Asintió, pensándolo. Sí, seguro que podría. Coger a uno de ellos solo y hablar con él. Si antes pudiera saber quiénes eran.

—¿De qué estás hablando?

—De nada, realmente. Sólo una idea; no sé.

—¿Quieres un poco de café?

—No, gracias. Lo que más quiero es una cama. —La miró un momento, no vio respuesta alguna en sus ojos y empezó a darse la vuelta.

—Mitch…

Eso era; un sonido agradable. Suave, familiar. Volvió a mirarla.

—¿Qué?

—Por Dios, te echo de menos.

—Y yo a ti.

—Entonces no te vayas —dijo Barbara—. Quédate.

—Lo siento. —No estaba seguro de cómo iba a decirlo, pero sabía que lo intentaría—. Lo siento muchísimo. Te he hecho daño. No sé por qué… me he metido en una locura.

—Lo sé —Barbara asintió despacio—. No hablemos más de eso, ¿de acuerdo? Vamos a la cama.