Ross solía atacar al llegar las copas, después de la comida. Con su Stinger o su Harvey Wallbanger, se inclinaba un poco para acercarse y decía: «Cariño, ¿por qué no acabamos esto y nos vamos a un motel?». O, según la chica: «Cariño, ¿verdad que te gustaría ir a algún sitio y tumbarte?». Las respuestas a su aproximación directa iban desde «¡Vaya! No pierdes el tiempo, ¿eh?», hasta «No, pero no me importaría tener una historia contigo». De vez en cuando recibía un simple «Claro». Y rara vez un «No» definitivo. Ross tenía éxito porque era un buen vendedor y nunca temía exigir un pedido.
Aquella noche, sin embargo, era distinto. Barbara era una amiga. La esposa de un amigo. Y no quería tomar una copa después de cenar. Sólo un café.
Contaba con la ventaja del lugar. Habían cenado en el bar de un restaurante. Estaba empezando a llenarse, el ruido aumentaba y el hombre de mediana edad y pelo ahuecado que entretenía a la gente al piano estaba tocando cosas como Some Enchanted Evening.
Ross dijo:
—Me parece que este lugar se está degradando. Acabará convirtiéndose en un bar de barrio. Para los colgados de la vecindad.
—Un bar de barrio algo caro —dijo Barbara—. Me han comentado que ahora vienen putillas por aquí, de las profesionales. ¿Cómo pueden competir con las aficionadas?
—Eso es por la tarde —dijo Ross—, cuando vienen las amas de casa aburridas. Hoy en día, las mujeres o beben o juegan al tenis.
—Me gustaría creer que en este mismo momento hay en algún lugar alguna mujer sentada con un costurero sobre su regazo, zurciendo calcetines.
—¿De verdad? —preguntó Ross.
Barbara se encogió de hombros.
—Es igual. —Recorrió con la vista las caras y el movimiento de vasos que llenaban el salón—. Entre los treinta y cinco y los sesenta. Han salido a divertirse. ¿Cuántas de ellas dirías que están casadas? ¿O que se han casado dos veces? ¿O tres?
—Son cosas que pasan —contestó Ross.
Barbara le miró.
—Perdona. No quería decir lo que ha parecido.
Él vio el camino abierto y dijo:
—Barb, todavía no hemos hablado. Pero me parece que éste no es el lugar adecuado. —Parecía sincero.
—Es verdad. Va siendo hora de que me vaya a casa.
—No, no… Quiero decir que tendríamos que ir a otro sitio. Hablar tranquilamente. Sólo son poco más de las diez. —Se acercó más, empezando el ataque—. ¿Te gustaría ir a algún sitio especial? ¿A tomar una copa? ¿O tal vez dos? ¿Un sitio para estar relajados y poder hablar tranquilamente?
Ella negó con la cabeza.
—No, me da igual. A donde tú quieras.
—Está bien —dijo Ross.
Pagó la cuenta, recogió los abrigos y cruzaron el comedor y el pasillo, de cuyas paredes colgaban cuadros originales que estaban a la venta, hasta llegar al vestíbulo del motel contiguo al restaurante, que parecía una taberna. Barbara dudó.
—Ross…
La tomó del brazo.
—No digas nada todavía, ¿de acuerdo? —Y la siguió por el vestíbulo, alrededor de las plantas, hasta que llegaron a la suite ciento doce, cuya llave llevaba en el bolsillo.
En el salón, sobre la mesa de café —lo primero que vio Barbara al entrar— había una botella de champaña metida en una cubitera de plata, una botella de coñac y dos vasos. Tras cerrar la puerta, Ross explicó:
—La había alquilado para un cliente que ha estado aquí unos días. Se ha ido esta tarde y, como esta noche está pagada, he pensado: «¿Por qué no utilizarla?». Es tranquila y bonita.
—¿Y el champaña se lo ha dejado el cliente? —preguntó Barbara.
Ross rio.
—No, es para nosotros. —Hizo una pausa—. Barbara, de verdad, he pensado que esto sería más cómodo. Pero si te sientes… extraña, siempre podemos irnos.
—Está bien —respondió Barbara.
—Te prometo que no tengo segundas intenciones. Di una sola palabra, y nos largamos.
—No te pases —dijo Barbara—. De momento, te creo. —Se sentó en el sofá que había junto a la mesita de café.
—He de reconocer que siempre me has atraído —dijo Ross—. Incluso reconoceré que he alimentado ciertas fantasías contigo.
—¿Fantasías sexuales?
—¿De qué otro tipo podrían ser? Pero tú sabes que no te he traído aquí para llevarte a la cama.
—No sin mi consentimiento.
Ross sonrió.
—Bueno, tal vez la posibilidad haya cruzado por mi mente. Cualquier forma posible de consolarte será un placer para mí. No, de verdad —de nuevo serio—, no hay nada mejor en una situación como ésta que hablar con alguien, para saber lo que tú misma piensas y sientes sinceramente.
Ella observó cómo servía el champaña y luego abría la botella de coñac.
—¿Unas gotas de esto? Para hacernos la pareja francesa.
Barbara negó con la cabeza:
—No, gracias.
Ross vertió un poco de coñac en su copa y se sentó en el sofá, dejando poco espacio entre los dos.
—Bueno, ¿se lo has dicho a Sally y a Mike?
—No, de hecho no he hablado todavía con Mitch. No tengo ni idea de cuáles son sus planes.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Qué tiene que ver? Pues mucho.
—Quiero decir… ¿y si quiere divorciarse?
—En ese caso, nos divorciaríamos —dijo Barbara—. ¿Crees que le retendría en contra de su voluntad?
—¿No intentarás convencerle?
—No pretenderás que le persiga —dijo Barbara—. Él sabe cómo me siento y sabe lo que hemos compartido durante mucho tiempo. Por Dios, si es más sentimental que yo. El último cajón de su armario está lleno de fotografías de los niños cuando eran pequeños. Cumpleaños, Navidades, muchas de cuando íbamos a Florida. Todavía tenemos algunos muebles viejos en el sótano, de los que me dieron mis amigos cuando nos casamos. Están destrozados, pero no es capaz de deshacerse de ellos; ni siquiera los daría por caridad.
—Todo corazón —dijo Ross.
—No le tomes por idiota —contestó Barbara—. No lo es. Lo que digo es que si quiere echar a perder veintidós años para ponerse a jugar a papás y mamás con una tía joven, él sabrá lo que hace.
Ross alzó el brazo para apoyarlo en el respaldo del sofá. Sus dedos tocaban los hombros de Barbara.
—Yo no digo que sea idiota. Pero sí que debe de estar volviéndose loco.
—¿Por qué? ¿Por habérmelo explicado?
—No. Por haberse enrollado con otra. ¿Sabes si había tenido alguna historia antes?
—No sé de dónde habría sacado el tiempo. Creo que, de repente, le afecta su edad. Quisiera volver a tener veinticinco años.
—El problema es que después de la primera vez…
Barbara volvió la cabeza para mirarle.
—¿Ocurrió así contigo?
—No —dijo Ross—. Yo siempre he tenido mis historias. Busco algo, supongo. —Sus dedos se movieron distraídamente sobre los hombros de ella—. Lo que estaba diciendo, por qué digo que está loco, es que creo que si yo hubiera estado casado contigo nunca las habría tenido.
—¿No has sido feliz? ¿Ninguna de las dos veces?
—Realmente, no. Siempre tenía la sensación de estar perdiéndome algo. Supongo que porque en aquel momento creía que amaba a mi mujer, pero en verdad no me gustaba especialmente. —La miró, mientras ella bebía champaña—. ¿Qué tal está?
—Muy bien. Bueno y frío.
—Prueba esto.
Ella bebió un trago de su champaña con coñac, para que no insistiera.
—Me gusta, pero es demasiado fuerte.
Cuando él le cogió la copa de la mano, se dio cuenta de que estaba más cerca.
—No me preocupa demasiado Mitch, ni cómo se metió en esto. Pienso más en ti. Te miro y pienso «qué desperdicio».
—Ni que me hubieran convertido en chatarra.
—No, lo que quiero decir es que pienso que ahora estás más guapa, más atractiva que nunca desde que nos conocimos.
—Intento envejecer con dignidad. Como todo el mundo.
—No estás envejeciendo. —Sus dedos le tocaron la mejilla—. Ni una arruga. Piel clara, suave…, una figura perfecta. Por Dios… —Posó la mirada en su cara—, ¿desde cuándo no haces el amor?
—¿Quieres saber el día y la hora exactos?
—Barbara, si podemos relajarnos y disfrutar el uno del otro, ¿qué hay de malo en eso? ¿Acaso hacemos daño a alguien?
—Tal vez en otra ocasión, Ross. ¿De acuerdo?
—Barb, no pretendo presionarte. Me atraes terriblemente, quiero acostarme contigo, y no me da miedo admitirlo. —Hizo una pausa y siguió, incluso más calmado—: Barb, te haré el amor mejor que nunca en tu vida.
Barbara le estudió un instante, antes de contestar:
—¿Y cómo lo sabes?
—Te lo prometo.
—No, de verdad, ¿por qué crees que serías mejor que Mitch?
—Después de veintidós años, Barb, te lo prometo, cualquier mínimo cambio, el simple hecho de ser algo nuevo y distinto, no puede sino mejorar.
—¿Qué tienes pensado?
—Venga, no seas fría. Relájate y déjate llevar.
—Podría, ¿no? Nadie se enteraría.
—Desde luego, yo no lo diría —dijo Ross. Dejó su copa sobre la mesa. Atrajo a Barbara hacia sí suavemente, rodeándole los hombros con sus manos, y la besó, conteniéndose al principio y luego demostrándole lo serio y ferviente que era, intentando abrirse camino con la lengua entre sus labios.
Barbara separó la cabeza para apartar sus labios de los de Ross y éste le rodeó la espalda con las manos, abrazándola con firmeza.
Junto a su oído, ella dijo:
—Ross…
—Barb, no digas nada. Déjate llevar.
Lo raro era que podía, fácilmente, cerrar los ojos y dejarse llevar. Se sentía cálida y cómoda. Ligeramente tensa. Estaba con un hombre en la habitación de un hotel. Ross olía bien. Era bastante atractivo. Si se callara y no dijera nada, ella podría aceptar racionalmente que estaba allí e irse con él a la cama y tal vez, como había dicho él, sería mejor que nunca.
Pero Ross dijo:
—¡Joder, cómo me excitas!
Y luego inspiró con fuerza por la nariz… y era como en una película. Una película no muy buena. Ella se dio cuenta de que no formaba parte de lo que allí estaba ocurriendo. Era una observadora, asomada a algún lugar para verlos a los dos en el sofá.
Cuando la mano izquierda de Ross se cerró sobre su pecho, dijo:
—Estaba pensando…
—¿Qué? —susurró Ross.
—En lo que haría Mitchell si nos viera así.
Ross se apartó para mirarla, con una expresión seria.
—Eso no ayuda mucho a mejorar las cosas.
—De todos modos, ¿qué crees que haría?
—No creo que se encuentre en situación de hacer nada —dijo Ross—. ¿Quieres decir físicamente?
—Lo que sea —contestó Barbara—. El caso es que él es impredecible. Tú nunca lo habrías dicho, ¿verdad?
—Yo diría que es bastante estable. Si dice que te va a hacer una entrega, la cumple.
Barbara se recostó sobre el cojín.
—También puede llegar a ser… Iba a decir «calculador» y no se me ocurre ninguna otra expresión. No morboso, ni mal intencionado, pero…
—Barb, ¿por qué no hablamos de Mitch más tarde? Toma, bebe un poco más. —Ross alcanzó la botella de champaña, le llenó la copa y se la llevó a la boca, ayudándole a dar el primer trago—. No agüemos la fiesta.
Ella bebió otro trago mientras él llenaba rápidamente su copa. Ross bebió y se dio la vuelta para lanzarse de nuevo sobre Barbara, pero demasiado tarde.
—¿Sabías que Mitch estuvo en el ejército del aire durante la guerra?
—Barbara, vamos…
—Yo he dicho que era impredecible y tú que era estable. Y, de alguna manera, los dos tenemos razón.
Ross sacó un cigarrillo del paquete que había sobre la mesa, resignándose por unos instantes.
—¿Sabías lo del ejército?
—No, no lo sabía. ¿Qué era, mecánico?
—¿Lo ves? —dijo Barbara—. No, era piloto de guerra. Todo el mundo da por hecho que debía de ser un chapucero grasiento. Pero a los veinte años era teniente. Pilotaba un P-47.
—¡Qué interesante!
—¿Y sabes lo que es más interesante? —Barbara esperó un momento—. Derribó siete aviones alemanes en menos de tres meses.
—¿En serio? —Ahora Ross parecía estar interesado—. Nunca se lo había oído contar.
—También se cargó dos Spitfires.
—¿Spitfires? —Ross frunció el ceño—. Eso son aviones ingleses.
—Ya sé que lo son. Mitch volvía a su base, creo que en Francia. Los dos aviones se lanzaron en picado sobre él, disparando sus cañones, creyendo por alguna razón, que era alemán. Mitchell les encaró para protegerse. Disparó y, con sólo dos tiros, él dice que fue pura suerte, los derribó a los dos.
—¡Por Dios! ¿De verdad? —Ahora Ross estaba emocionado.
—Hubo un juicio —siguió Barbara—, una investigación oficial. Mitchell explicó la situación tal como él la había visto y, dada su experiencia y su expediente, le declararon inocente de «intención alevosa o culpa accidental», como decían ellos. El general, o quien fuese, declaró cerrada la sesión. Mitchell se levantó y dijo: «Señor, quisiera hacer una pregunta». El general contestó: «Adelante». Y Mitchell dijo: «¿Puedo anotar los Spitfires en mi cuenta de derribos?». Le retuvieron por desacato al juez y a la semana siguiente le enviaron a casa, destinado a una base de Texas.
—Me lo imagino —dijo Ross, asintiendo—. Joven y salvaje.
Barbara negó con la cabeza.
—Tranquilo y calculador. No ha cambiado tanto desde entonces. Siempre atemperado, buen tipo… hasta que alguien se pasa de la raya y le provoca.
—O liga con su mujer.
—Nunca ha tenido que preocuparse por eso.
—Todo ha empezado al preguntarte tú qué haría si entrase aquí.
—Exacto —contestó Barbara—. ¿Tú qué opinas?
—Barb —Ross hizo una pausa—, creo que no estás preparada para estas cosas. O me he precipitado, o algo así.
—Pensaba que íbamos a hablar.
—Ya hablaremos en otra ocasión —dijo Ross—. Se está haciendo tarde.