Leo Frank estaba harto de estar sentado y de leer el artículo sobre el tío de ciento treinta años que vivía en algún lugar de Florida. Vaya montón de mierda, todo aquello que se suponía que recordaba el tío, y estaba escrito en una jerga que era difícil de pronunciar y no tenía sentido. De modo que se levantó y salió a tomar un poco de aire fresco. Se quedó en la acera con las manos en los bolsillos y la espalda apoyada en el cristal donde estaba escrito lo de «modelos desnudas». El día era cálido, sobre los catorce grados, húmedo y encapotado, con un cielo de mierda —primavera en Detroit—, y los coches iban y venían sin cesar por la avenida Woodward, haciendo chirriar sus frenos sobre el pavimento mojado. Había un cliente dentro. Tres, en las últimas dos horas. No tenía nada que hacer. Se suponía que el tipo entregaría aquella noche el dinero e irían a buscarlo al aeropuerto. Pero, hasta entonces, no había ni una maldita cosa que hacer.
Cuando miró hacia adelante y vio a Mitchell al otro lado de la calle —el tipo, el tipo en persona, allí enfrente—, sintió que algo saltaba en su estómago y supo que tenía que moverse inmediatamente. Pensó en correr, pero optó por darse la vuelta y entrar. Las tres chicas alzaron la vista al oír el ruido de la puerta y vieron que Leo pasaba por delante de ellas.
—Me voy un momento —dijo—. Cualquiera de vosotras puede encargarse de esto, ¿vale? La caja está en el cajón de la derecha de la mesa.
Las tres chicas siguieron fumando, leyendo sus revistas y limpiándose las uñas, mientras él se iba por el fondo de la sala.
Leo Frank abrió la puerta trasera, que daba al callejón donde aparcaba su coche. Mirando hacia la sala por encima del hombro, dejó que la puerta volviera a cerrarse y se metió rápidamente en el último cubículo, el que utilizaba como oficina privada, cuyas paredes estaban prácticamente cubiertas de fotografías de chicas desnudas.
Cuando Alan contestó al teléfono —después de siete pitidos, el lento hijo de puta—, dijo:
—Ha venido otra vez. Te lo juro por Dios; le he visto cruzando la calle.
Alan le preguntó dónde estaba y Leo contestó que en su despacho. Eso era bueno. Alan Raimy, desde su propia oficina cerrada en el vestíbulo del Imperial Art Theater, se imaginaba a Leo rodeado de fotos de desnudos, sudando. Casi podía verle sudar, con aquella mezcla de su olor corporal y la colonia barata que se ponía constantemente.
Alan dijo:
—Leo, quédate donde estás, ¿vale? Espera un momento, por Dios. ¿Qué les has dicho a las chicas? Está bien, Leo. Veo que piensas. No hay ningún motivo para ponerse nervioso… No, quédate donde estás. Leo, escúchame. Siéntate, fúmate un porro, haz un solitario, o algo así, pero no te muevas. Voy para allá. Entraré por la puerta de atrás. Pero métete en la cabeza que no sabe quién eres. Repítete eso, Leo. No… sabe… quién… eres. —Alan colgó.
«Joder», se dijo a sí mismo.
Mitchell se acordaba de sus nombres, las tres mismas chicas esperando en el mismo orden, de izquierda a derecha, en las sillas: Peggy, Terry y Mary Lou. Alzaron la vista, le miraron y Peggy dijo:
—¿Llegaste a encontrarla? ¿Cómo se llamaba? ¿Cini?
Negó con la cabeza.
—Busco al jefe. El tipo que estaba antes en la mesa.
—Leo se ha ido. Ha dicho que salía un momento.
—¿Cuánto hace de eso?
—Sólo un par de minutos.
—¿Se llama Leo?
—Leo Frank —dijo la chica.
—Bueno… —Mitchell miró a su alrededor, deteniendo finalmente su mirada en la mesa y la silla vacía que había junto a ella—. Entonces será mejor que me siente, ¿no?
A nadie parecía importarle.
—A tu aire —dijo Peggy.
Un rato después, se levantó y cogió la revista que yacía abierta encima de la mesa y empezó a leer sobre un hombre negro, de ciento treinta años, que vivía en Florida y se pasaba el día sentado en el banco de una parada de autobús que había frente a su casa, de una sola habitación. Estaba leyendo que el hombre había vivido en el oeste y decía haber conocido a Jesse James y a Billy el niño, cuando Doreen apareció en la sala. La seguía un tipo joven que pasó rápidamente por su lado sin decir nada, le miró y se dirigió a la puerta.
—Estos oficinistas cada día son más fantasmas —dijo Doreen—. ¿Sabéis lo que quería que hiciese?
—Que te mearas encima de él —contestó Peggy.
—Encima de su cara —puntualizó Doreen.
—Ya lo sé, a mí también me ha tocado —dijo Peggy—. ¿Le gustó?
—Le dije que si quería un chorro metiera la cabeza debajo del grifo y lo abriese.
—Probablemente es lo que hace en casa —dijo Peggy—. A mí los raros ya no me preocupan. Al fin y al cabo, ¿qué es raro?
Mitchell bajó la vista hacia el rostro del hombre de ciento treinta años. Esperó todavía un momento antes de volver a mirar a la negra.
Dijo:
—¿Doreen?
El rostro de la chica se iluminó al encontrar su mirada.
—Sí, amor. ¿Quieres sacarme una foto?
Ya en el estudio, ella dijo:
—Sabes mi nombre; debes de haber estado aquí antes.
—Un par de veces —contestó Mitchell—. Y te había visto también en el topless. ¿Ya no trabajas allí?
—¿En el Kit Kat? Sí, trabajo allí y aquí y donde sea. —Se desabrochó la blusa, que llevaba anudada bajo los pechos, y la dejó caer—. Yo también te tengo visto, pero me cuesta situarte.
—Cuando venía aquí, pasaba antes por el topless.
—¿Para levantarte la moral?
—No. No veo que haya nada malo en venir aquí, mientras sea legal.
—Admiro tu actitud liberal —dijo Doreen. Sus manos se apoyaban en la cintura de sus ajustadas bragas blancas—. Bueno, ¿tú vas de mirón, o quieres el número completo?
Mitchell tomó la Polaroid que había cogido de la mesa de la entrada, enfocó a Doreen y sacó una fotografía.
—Empecemos y veamos qué ocurre. Como tú quieras.
—Como quieras tú. Haz lo que más te apetezca, mientras no vaya en contra de mi religión.
—Fue en el bar —dijo Mitchell—. Recuerdo que te conocí allí, hará unos meses.
—¿Me conociste?
—Nos presentaron. Había una chica que trabajaba aquí, creo que se llamaba Cini. Nos presentó ella.
Doreen dudó, aunque su expresión permaneció tranquila y no la traicionó. Dijo:
—Sí, Cini trabajaba aquí hace algún tiempo. Muy buena persona. ¿Solías verla?
—Sólo de vez en cuando.
—Supongo que debió de dejarlo para seguir estudiando.
—Probablemente —dijo Mitchell. Extrajo la fotografía de la cámara y separó la hoja del negativo—. Tengo entendido que muchas de las chicas que hacen esto se pagan así los estudios.
—Ésa es una historia tan buena como cualquier otra —dijo Doreen—. ¿Qué tal ha salido?
Mitchell estudió la fotografía.
—No está mal. Un poco oscura.
—Eso es por mí, nene.
—No, me refiero a la luz. Está baja de exposición.
—Entonces voy yo y digo: «Si quieres más exposición, espera a que me quite los pantalones».
Mitchell le sonrió amistosamente:
—Muy bueno.
—O el tío dice: «Eh, muñeca, qué apertura tienes».
—Seguro que hacéis algo con el enfoque —dijo Mitchell.
Doreen asintió:
—Si el tío está sacando una foto de dos de nosotras (para ello tiene que haber pagado doble) le digo: «Eh, ¿estás intentando enfocar o qué?».
—Te lo pasas bien trabajando, ¿eh? —Mitchell sacó otra fotografía y sonrió.
—Estás sacando fotos de verdad, ¿no?
—¿No es lo que hace todo el mundo? —Sonaba honesto, sincero.
Los reposados ojos de Doreen permanecieron fijos en Mitchell.
—¿Has ido alguna vez a casa de Cini?
—Me has preguntado si solía verla. Pues allí era donde nos encontrábamos.
—¿Dónde exactamente?
—En un apartamento en Merrill. Tú tienes uno en el mismo edificio —dijo Mitchell—. De vez en cuando, Cini te llevaba a casa.
Doreen alzó sus bellos ojos lánguidos.
—La conocías bien, ¿no?
—Diría que bastante bien.
—¿Cuánto te cobraba?
Mitchell estaba extrayendo la fotografía de la cámara. Miró bruscamente a Doreen y se encontró con su mirada tranquila.
—No me cobraba nada.
—¿Ni siquiera la primera vez?
—Nunca —contestó Mitchell.
—Bueno, supongo que es asunto tuyo —dijo Doreen—. O tal vez ella diría que no lo era —sonrió—. A no ser que te estés marcando un farol, que me estés contando una historia.
—¿Qué más da si te lo crees o no? —dijo Mitchell.
—Bueno, amor, estaba alimentando la esperanza de que tal vez dejáramos este local para los burócratas y nos fuésemos a mi casa. Lo único es que la gerencia no hace ningún regalo a nadie. —Esperó y preguntó—: ¿Y bien?
Veía a Cini en aquella misma habitación. La veía en el apartamento y la veía en la playa de las Bahamas; la chica espontánea y guapa que sonreía con facilidad y le hacía sentirse bien.
—¿Cuánto? —preguntó.
—Cien dólares. Por ese precio tienes un té, un canuto y la posibilidad de intentarlo por segunda vez.
—De acuerdo, hagámoslo —asintió Mitchell.
Doreen volvió a utilizar sus ojos.
—Oye, me gustas. No sé si es por mi encanto o sólo porque estás caliente, pero me gustas. Pero hay una cosa, amor. Tienes que pagar antes por esta pequeña sesión. Son veinte dólares, con la cámara, porque si no el patrón me corta el negocio.
Cuando Mitchell le dio un billete de cincuenta dólares, Doreen sonrió y añadió:
—Venías preparado, ¿eh?
Estaba dispuesto a ir con ella a su apartamento o adonde fuera, para intentar enterarse de algo sobre la chica llamada Cynthia Fisher y sobre cómo vivía y sobre la gente con la que trataba. Pero hubo un retraso.
Doreen sacó la caja del cajón de la mesa. No había cambio para el billete de Mitchell.
—Maldita sea —dijo Doreen—. ¿Dónde está Leo, en la oficina?
Peggy apartó los ojos de la revista.
—Creo que ha salido.
Doreen le dijo a Mitchell:
—Iré a ver. Si quieres puedes venir. Si no, espérame aquí.
Mitchell la siguió por la entrada hasta la zona de los estudios. Todavía cargaba con la Polaroid, pero en ese momento aún no se había dado cuenta. Quería volver a ver a aquel hombre llamado Leo y preguntarle algo sobre Cini. No estaba seguro de lo que le iba a preguntar; pero ésa fue la razón por la que siguió a Doreen por el pasillo hasta la última puerta y se quedó detrás de ella cuando la abrió. Vio a Leo detrás de su mesa, al tiempo que el gordo estiraba el cuello para verle a él. Doreen estaba diciendo:
—Leo, dame treinta dólares a cambio de este billete, ¿quieres?
Pero Leo no miraba a Doreen. Su mirada estaba fija, congelada durante un momento, y Mitchell habría de recordar aquella expresión durante mucho tiempo.
—Me alegro de volver a verle —dijo Leo, insinuando una sonrisa—. Parece que está convirtiéndose en cliente habitual.
Doreen insistió:
—Leo, toma esto y dame treinta, ¿vale? Ese hombre está esperando.
En ese momento, Mitchell supo lo que iba a hacer. Dijo:
—¿Doreen?
—¿Qué?
—¿Doreen? —volvió a llamar.
Esta vez se volvió a medias, mirándole, y él dijo:
—Otra.
Elevó la cámara y pegó el ojo al visor. Oyó que Leo decía: «No, aquí no». Pero era demasiado tarde. Apretó el disparador, bajó la cámara, y esperó a que terminase el proceso de revelado.
Leo dijo:
—Eh, va en serio. Voy a tener que pedirle que me entregue esa cámara. La ha alquilado para retratar a las modelos, pero su tiempo se ha acabado y no puede seguir usándola.
—Mi tiempo no se ha agotado —respondió Mitchell.
—Bueno, quiero decir que está bien tomar fotografías en los estudios, pero esto es propiedad privada. No puede hacer todas las fotos que quiera. ¿Me entiende? Alquiló la cámara para fotografiar a las modelos.
—Y ella lo es —dijo Mitchell. Vio la expresión de Doreen. No tenía ni idea de qué iba aquello.
—Sí, ella lo es —dijo Leo—, pero esto no es un estudio. Ésas son las normas. Tiene que ser en un estudio. Usted entenderá. Quiero decir, ¿acaso le gustaría que alguien entrase aquí y le hiciese una foto si usted no quisiera?
Mientras Mitchell elevaba la cámara, sacaba la fotografía y separaba la hoja de negativo, Leo Frank siguió diciendo:
—Insisto en que me dé esa foto.
Mitchell le miró un momento y se metió el retrato en el bolsillo del abrigo.
—Eh, hombre, que va en serio. —Leo Frank se levantó y, dando la vuelta a la mesa, se acercó a Mitchell con la mano extendida—. Deme esa fotografía.
—Si la quiere, tendrá que cogerla —le dijo Mitchell—. La cuestión es hasta qué punto la desea.
Mitchell esperó, dándole tiempo. Al ver que no decía ni hacía nada, se dio la vuelta y salió.
Leo estaba sentado junto a la mesa cuando entró Alan por la puerta trasera y se metió en su despacho.
—Me ha hecho una foto —dijo Leo.
—¿De qué estás hablando? ¿Quién te ha hecho una foto?
—El tipo. Entró con Doreen hace unos minutos, le dijo que se volviera y disparó la Polaroid.
—O sea que le sacó una foto a Doreen. —Alan se había sentado en la silla del despacho, inclinado hacia adelante, con las manos apoyadas en el borde de la mesa.
—No. Eso es lo que quería aparentar, diciéndole a ella que se diera la vuelta. Pero yo he salido en la foto, estoy seguro de que he salido.
—¿Te la enseñó?
—No. Dijo «si la quiere, intente cogérmela». Y se fue.
Alan miró fijamente a Leo y se repantigó en la silla.
—Vale, supongamos que te ha sacado una foto. ¿Y qué? Te ha visto alguna vez aquí, y ya sabe qué pinta tienes. ¿Y qué? Leo, piensa, ¿quieres? ¿De qué le sirve la fotografía?
—Anda detrás de algo —dijo Leo—. Estoy seguro.
Alan le miró con sorna y movió lentamente la cabeza.
—Leo, anda detrás de una mierda. No te conoce. No existe la menor posibilidad de que pueda relacionarte con nada. A no ser que se lo digas tú mismo.
—Decírselo… ¡Por Dios! ¿Tú crees que se lo diría?
—No lo sé —dijo Alan—, pero parece que te va a dar un ataque al corazón. —De nuevo se inclinó hacia adelante—. Leo, el tipo te ha sacado una foto. Pues muy bien. Podrías haberle dado una tú mismo, con tu autógrafo, para que la lleve en la cartera. Pero, escúchame, Leo, ¿de qué le va a servir?
Leo no dijo nada y Alan insistió otra vez con tono tranquilo, relajado:
—No tienes por qué preocuparte. Ve a casa, tómate unas pastillas y métete en la cama. Empieza a contar billetes de los grandes hasta cien, despacio. —Sonrió al gordo, que seguía detrás de la mesa—. Eh, Leo, te quedarás como un tronco antes de llegar a contar la parte que te toca.
Alan encontró a Bobby Shy justo a tiempo. Se iba a Royal Oak a ver a su camello y conseguir algo de chocolate. Alan le acompañó y le contó lo de Mitchell y la fotografía.
—¿Y qué puede hacer con ella? —le preguntó Bobby.
—Nada, hablo de Leo.
Mierda, lo que ahora le preocupaba de verdad era la forma de conducir de Bobby, entre el vertiginoso arroyo de tráfico de North Woodward. Salía disparado de los semáforos, sin preocuparse por las vallas protectoras o por los coches que trataban de salir de los aparcamientos e incorporarse al tráfico, pasando junto a los rótulos de neón de los moteles y los negocios de venta de coches usados.
—¿Qué le pasa a Leo?
—Está empezando a lloriquear. Creo que si vuelve a ver al tipo se pondrá a llorar.
—Habla con él —dijo Bobby—. Estrecha su pequeña mano regordeta.
—Mira, estoy dispuesto a cantarle nanas cada noche, si hiciera falta. Pero si eso no funciona… Entonces, amigo, tendremos un problema.
—Pero no un problema irresoluble, ¿verdad?
—No digo nada de eso —contestó Alan—. Todavía no. Pero de hoy en adelante tendremos que controlarle más de cerca. Sobre todo cuando se pone a beber.
—Puede dejarlo —dijo Bobby Shy—. Ya se lo he visto hacer otras veces.
—También puede caerse de la silla y abrirse la cabeza. Y no queremos que eso le ocurra.