8

Se obligó a sí mismo a esperar hasta la mañana siguiente antes de ir a su casa. Se obligó también a pasar la noche en el apartamento que había alquilado para Cini y, en su mayor parte, la pasó junto al ventanal del cuarto de estar, en la oscuridad, contemplando la difusa silueta de los árboles que surgían entre el césped. Sentarse y ponerse a pensar. Ésa era la idea. Pensar en qué hacer y pensar en la chica con la que había… —¿qué?— ido, ligado, tenido una historia, reído, hecho el amor, a la que había amado —tal vez sí la había amado— durante tres meses; y ahora estaba muerta. Sabía que lo estaba, pero no podía aceptarlo en su mente. Porque cuando pensaba en ella la veía viva. Pero se decía a sí mismo que estaba muerta. Había muerto por él. Aquella noche en el apartamento no bebió. Quería pensar en las cosas tal como eran. Pero lo único que podía pensar era que estaba muerta y que él no podía hacer nada para cambiar eso.

Cuando salió el sol, pensó en llamar a Jim O’Boyle, por si había averiguado algo y porque una vez ya le había llamado desde aquella misma habitación, seis días antes. Pero ahora no se acercó al teléfono: dudaba y no se decidía. Sabía que O’Boyle iba a decirle que tendría que ir a la policía. Tal vez no inmediatamente, pero sí en un momento u otro. Había muerto una chica. Asesinada. Ya no era un simple chantaje. Pero si iba a la policía, saldría todo en los periódicos. La historia, con su foto, en primera plana. ¿Sería capaz de soportar algo así? Sí, se dijo. La chica había muerto por su culpa. No podía huir ni esconderse; tendría que afrontarlo.

Pero… un momento. Ella no había muerto por Barbara. Ni por su hijo, o su hija. También tenía que pensar en ellos. En cómo aquello podía afectarles. Tenía una empresa que dirigir, y unas negociaciones sindicales a la vuelta de la esquina. No bastaba con tener en cuenta su propia opinión, sus sentimientos. La conciencia le decía que debía ir a la policía. La razón le mandaba esperar, calcular las posibles consecuencias. ¿Qué alternativa tenía? El mundo se le caía encima y podía gritar pidiendo auxilio, o bien podía intentar levantarlo él mismo.

¿Cómo?

No lo sabía. Sentado en el apartamento de la chica, a la primera luz del alba, no tenía ni la menor idea de lo que iba a hacer. Aunque ahora estaba seguro de que no iba a llamar a O’Boyle ni a la policía. Al menos todavía no.

Paso a paso. Andar, no correr. No asustarse ante las emergencias. Lo primero, averiguar quiénes eran. Si es que podía, si era posible…

Empezaba a sentir otra vez la agradable sensación de seguridad, la fuerza de saberse maniatado pero capaz de mantener la calma. «Eso es —se dijo—. Simple. Averiguar quiénes son. Y luego, partirles el alma».

Barbara llevaba la chaqueta puesta. Abrió la puerta y se lo quedó mirando unos instantes antes de dejarle entrar.

—También es tu casa —dijo—. No hace falta que llames.

—No quería entrar por detrás. Al no saber quién era, podrías haberte asustado.

—Creo que reconozco tus sonidos —dijo Barbara.

—Si estabas haciendo algo, no lo dejes. Sólo quiero recoger un par de cosas.

Pasó por su lado y subió por la escalera principal. Ella tardó en decidirse y, finalmente, le siguió escaleras arriba. Cuando llegó, él estaba junto al armario, buscando algo en el cajón superior, entre sus calcetines y pañuelos.

—Pensaba que vendrías anoche —dijo ella—. Te esperé hasta que acabó el programa de Johnny Carson.

—Fui a ver una película —dijo Mitchell.

—A ver una película. Eso está bien. ¿Con tu novia?

Mitchell se apartó del armario. La miró y estuvo a punto de decir algo, pero no lo hizo. En vez de eso, se dirigió al baño.

—¿Sabes lo que iba a hacer? Iba a tirar toda tu maldita ropa por la ventana. Yo también tengo mis neuras, amigo, pero me aguanto. Generalmente.

—Lo siento —dijo Mitchell, saliendo del baño.

—¿Que lo sientes? No sé, Mitchell. Puedes hablar con mucha calma y parecer muy sincero, pero eso no cambia el hecho de que eres un cabrón. Quien está sufriendo soy yo, por Dios, no tú.

—Barbara, ¿quién ha estado en casa estos últimos días? Aparte de ti, quiero decir.

—¿Quién ha estado en casa? —El cambio de tema la sorprendió—. ¿Qué quiere decir eso?

—¿Ha venido algún desconocido? —preguntó Mitchell con calma—. O alguien conocido, un albañil, o un pintor, o algo así.

—Lo único que necesitaba arreglo en esta casa es el triturador —dijo Barbara—. Y dijiste que lo arreglarías tú.

—De acuerdo, pero ¿has notado algo cambiado de sitio, como si alguien se hubiera colado mientras tú estabas fuera?

Ella movió lentamente la cabeza:

—El lechero suele entrar…

—O vendedores ambulantes.

—No.

Movió la cabeza de nuevo.

—Bueno, vino alguien. Un hombre de una agencia de contabilidad. De hecho, estaba aquí cuando regresé del tenis.

—¿Cuándo?

—Hace unos días. Estaba sentado en el cuarto de estar. ¿Te lo puedes creer? Allí sentado, esperándome.

—¿De qué compañía era?

—De ninguna, lo comprobé. Dijo que era de la agencia de contabilidad Silver no sé qué más, pero no existe tal compañía.

—¿Qué pinta tenía?

Barbara reflexionó.

—Parecía un poco hippie, y hablaba de una forma muy rara. Llevaba un traje oscuro y un maletín.

—¿Tenía coche?

—Un coche le recogió. Uno blanco. No me fijé en la marca ni en la matrícula.

—¿Hablaba… despacio?

Barbara asintió, pensativa:

—Como si le costara un gran esfuerzo.

—¿Estás segura de no haberle visto antes?

—Totalmente segura. Mitch, ¿qué pasa? ¿Se llevó algo?

—Unas cuantas cosas —dijo Mitchell, contestando pero viendo al mismo tiempo la película, su revólver en el torno apuntando a la chica y su viejo abrigo encima de la mesa. Vio cómo el mudo revólver disparaba y cómo aparecían los agujeros en el contrachapado, al tiempo que la cabeza de la chica retrocedía, y oyó la voz perezosa del tipo huesudo, el mismo que había estado en la casa, diciendo «bang, bang…, bang, bang, bang». Cinco veces. Cinco tiros. Para asegurarse, cuando con uno hubiera bastado para asesinarla.

Barbara, con una mirada tensa, preocupada, le estaba preguntando:

—¿Qué era, Mitch? ¿Qué era lo que se llevó?

Su mujer estaba guapa. Se la veía limpia. Le gustaba aquella chaqueta y su pelo y los trazos oscuros que se extendían aquella mañana bajo sus ojos. Sabía que si la abrazaba sentiría la sensación familiar de su cuerpo y sabía que olería bien. Ella había visto al hombre y tal vez pudiera identificarlo. Podría entrar a formar parte de aquel asunto. En aquel mismo momento, sin saberlo, podía verse involucrada —otra mujer implicada por su culpa— y él no quería que lo estuviera mientras pudiese evitarlo.

—El tipo se llevó mi revólver —dijo.

—¿Estás seguro?

—No está aquí. Se llevó mi revólver, mi abrigo viejo y tal vez alguna cosa más.

De todos modos ella miraría el cajón cuando él se fuera.

—Pero ¿por qué?

—Hay gente que roba y necesita armas. En cuanto al abrigo, no sé, tal vez le gustó.

Su mujer le miraba, escuchándole, analizando su manera de hablar. Manteniendo la tranquilidad, dijo:

—Mitchell, no se lo llevó por eso.

—No sé por qué. Sólo sé que ya no está.

—Creo que sí lo sabes.

Mitchell dudó, pero en ese mismo instante se dijo a sí mismo «¡No!».

—Tengo que ir a la fábrica —dijo, y salió de la habitación.

La voz de Barbara le siguió hasta el recibidor:

—Mitch, dime qué pasa, por favor.

Pero él ya había llegado a la escalera y bajó sin contestar.

O’Boyle dijo:

—Mitch, éste es Joe Paonessa. De la oficina del fiscal. —Notó el gesto de sorpresa en el rostro de Mitchell, les dio tiempo para que intercambiasen los saludos de rigor y dio una breve explicación—. Joe ha podido venir por los pelos, Mitch. Ha tenido la amabilidad de dedicarnos algo de su tiempo para hablar personalmente contigo y darte su punto de vista sobre tu situación.

El hombre de la oficina del fiscal era más joven que Mitchell. Era calvo y llevaba un bigote pequeño. Sus ojos oscuros parecían soñolientos y su expresión era apacible. Pero Mitchell observó que su expresión no cambiaba. El hombre no sonrió. Apenas se levantó de su silla cuando se dieron la mano. O’Boyle bebía whisky con soda. El hombre de la oficina del fiscal tenía delante una taza de café. Estaba ya comiéndose la ensalada, atacándola con el tenedor en una mano y una rebanada de pan francés, abundantemente untada de mantequilla, en la otra. Mitchell pidió una Bud.

—Nunca había estado aquí —dijo Paonessa—. No vengo muy a menudo a la zona cara de la ciudad.

—Yo tampoco había venido nunca —dijo Mitchell.

—Al mediodía tiene mucho éxito —comentó O’Boyle—. De hecho, creo que está más lleno ahora que por la noche.

Ahí acabaron los prolegómenos.

—La mayoría de las situaciones como la suya —dijo Paonessa— no llegan hasta nosotros. No nos enteramos porque sus protagonistas están demasiado avergonzados para contárselo a nadie. Normalmente es como el juego de Murphy. Pillan al individuo con una puta y él paga para que no le corten las pelotas. Naturalmente, no va a ir a la policía a contarles que estaba con una puta y a arriesgarse a que se entere su mujer.

—Yo no estaba con ninguna puta.

—En su caso —siguió Paonessa—, lo importante es la cantidad de dinero que se maneja. No es un simple caso de Murphy. Usted está cargado, y ellos lo saben. O paga o le joden. Tal vez puedan hacerlo, no lo sé. Al menos pueden decirle a su mujer que ha estado usted viendo a esa puta, y eso podría bastar para amargarle la vida hasta cierto punto. Tampoco sé si eso es así, ni si usted puede permitirse el lujo de pagar para mantener alejada a esa gente. Dice Jim que es un respetable hombre de negocios y que no había tenido líos antes. Bueno, le tomo la palabra. Aunque sé de muchos respetables hombres de negocios que sí son unos pendones. —Acabó la ensalada y empezó a rebañar el plato con el pan—. Lógicamente, usted no quiere pagarles. Vale, pero ellos no van a dejarle escapar, ¿no? Delo por hecho. Le han cogido en algo sucio. Le pescaron metiendo su cosa en un agujero que no le corresponde. Usted quiere que su secreto lo siga siendo. Así que digamos que está seguro de que va a salir de ésta. De hecho, ellos deben de sentirse igual. Tiene que conseguir que piensen que han hecho un negocio con usted; si no, nunca podremos cogerlos, la policía nunca sabrá quiénes son. Ellos le dicen: «Quedamos en tal sitio a tal hora con el dinero». O le dicen que deje el dinero en tal y cual sitio. La policía puede seguirle, o instalar un micrófono oculto para registrar sus voces o cualquier otra información que pueda ser útil, o esperar en el lugar y pillarles cuando vayan a recoger el dinero. En otras palabras, la única forma de cogerlos es que usted pague o haga como que paga, echarles el anzuelo para que salgan a la vista. Veamos qué vamos a comer. —Abrió la carta grande de color rojo, sujeta a la funda por una borla granate.

—O no les pago —dijo Mitchell.

—Eso depende de usted —contestó Paonessa. Sus ojos recorrieron el menú.

O’Boyle miró a Mitchell antes de dirigirse al hombre de la oficina del fiscal:

—Joe, lo que Mitch pregunta es si, en caso de que no les pague, y ha considerado esa posibilidad, pueden hacer algo contra él. Ya le ha explicado a su mujer lo de la chica.

Paonessa alzó la mirada, sin alterar su expresión apacible.

—¿Ah, sí? ¿Se lo contó? ¿Y ella qué dijo?

—No creo que eso tenga nada que ver con los tipos que me están chantajeando —dijo Mitchell—. Se lo he dicho a mi mujer, vale, pero aun así me gustaría que los pescaran.

La mirada de Paonessa estaba de nuevo concentrada en la carta.

—En ese caso tendrá que pagarles, o hacer como que paga.

—Es la única manera, ¿no?

—Salvo que pueda identificarlos —dijo Paonessa—. Rellene la ficha y veremos qué podemos hacer. No sé, Jim, me parece que voy a pedir el solomillo a la New York. ¿Qué tal lo hacen, bien?

Antes de que O’Boyle pudiera contestar, Mitchell preguntó:

—¿Y si volvieran a ponerse en contacto conmigo? Quiero decir, si salen con algo nuevo.

Paonessa mantuvo la mirada fija en la carta. O’Boyle inquirió:

—¿Qué quieres decir, Mitchell?

—Por ejemplo, que me amenazasen con matar a la chica si no pago.

—Eso se llama extorsión —dijo Paonessa—. Eso ya es otra cosa.

O’Boyle siguió mirando a Mitchell.

—¿Has vuelto a hablar con ellos?

—He dicho «si me amenazasen». ¿Qué pasaría?

Paonessa frunció el ceño:

—La situación es la misma. Extorsión o secuestro: preparan un encuentro o un lugar en el que efectuar el pago, y la policía tiene que basarse en eso.

Mitchell esperó y bebió un trago de su cerveza.

—¿Y si ya la hubiesen matado?

—¿Y si? —dijo Paonessa—. Aun así intentarían negociar con usted. No irían a matar a la chica por nada.

—Pero ¿y si se las arreglan para que pague? Lo consiguen de alguna manera y luego nadie vuelve a verlos y se las piran con el dinero.

Paonessa le volvió a mirar con su expresión muerta.

—Le voy a decir una cosa. Tengo encima de la mesa casos, casos de verdad, sobre los que trabajar durante los próximos dos años: en los archivos, por todo el maldito despacho. De momento, no me hace falta ningún caso de los «¿qué pasaría si?». Por lo que sé, alguien está intentado jugar con usted. Eso sería posible, con tanto jodido loco como corre por ahí. Así que como no me diga que todo esto es auténtico, que está dispuesto a colaborar con la policía…, ¿de qué estamos hablando?

—Pero, si es real… —empezó a decir Mitchell.

—¿Si es real qué? ¿Chantaje o extorsión? ¿De qué estamos hablando?

—De cualquiera de los dos —dijo Mitchell—, o de ambos.

Era una comida gratis, si es que la traían de una vez. Pero a Joe Paonessa no le pagaban nada por estar allí sentado. Dijo:

—Mire, ha de aportar pruebas. Tiene que demostrarnos que se ha cometido un crimen. Si no, sólo es una historia, y conozco algunas mejores, si lo que quiere es oír historias de crímenes auténticos, ¿vale?

Mitchell dijo:

—Joe… —Estuvo a punto de añadir «anda y que te jodan», pero no lo hizo—. Joe, estoy tratando de ver las distintas posibilidades, eso es todo. Quiero saber qué alternativas tengo, si es que las tengo, según como vayan saliendo las cosas. Lo que no necesito es que me suelten ningún rollo de mierda. Le estoy muy agradecido por haber venido. Muchas gracias. —Empujó su silla hacia atrás y se levantó—. Jim, gracias. Esta vez te toca a ti. A mí me tocará la próxima.

Le vieron cruzar el salón del restaurante en dirección a la salida. Paonessa dijo:

—Por Dios, ¿qué le pasa?

O’Boyle no contestó. Un rato después, dijo:

—Sí, el solomillo lo hacen muy bueno aquí.

Barbara salió sudada de la pista de tenis. Se encontraba bien: la pesadez de sus piernas y de su brazo derecho le resultaba agradable. Había estado una hora jugando con uno de los monitores —que ni siquiera se había quitado el jersey— y había perdido los dos sets: 6-2 y 6-3. No había pretendido ganar; pero sí esperaba que al menos aquel guapo hijo de puta de pelo largo se hubiera quitado el jersey, como mínimo después del primer set. Hoy habría ganado a cualquiera de las chicas que conocía. Probablemente, incluso al propio Mitchell. Él era un jugador heterodoxo, que golpeaba la pelota en vez de acompañarla, pero, joder, le daba fuerte y ocupaba todo el campo. Tenían previsto, desde hacía quince días, un partido de dobles para el fin de semana, con Ross y una joven de muslos bien torneados. Ya habían jugado una vez con ellos y les habían ganado. Se preguntó quién anularía el partido: si Mitch se acordaría, o si tendría que ser ella… o si Mitch le pediría a su amiga que hiciera de pareja con él. No, la chica no debía de jugar al tenis. Barbara no sabía nada de ella, pero estaba segura de que no tenía raqueta y ni siquiera había jugado en su vida. Se dijo a sí misma que era una snob. Se sentó, mirando las pistas cubiertas, que quedaban a un metro y medio del salón, y vio salir a Ross de la número cuatro con el primer monitor.

Apagó el cigarrillo, justo a tiempo para alcanzar el vestuario. Pero esperó, preguntándose si él sabría algo. La cara que puso Ross al aparecer en el salón y verla respondió a su pregunta.

—Barb. —Se acercó a ella con la mano extendida, la mirada triste, compasiva. Era la única persona que ella conocía que la llamaba Barb.

Ross sacó dos latas de Tab de la máquina, la llevó a un sofá —donde estarían más cómodos y apartados del movimiento de la gente— y empezaron los prolegómenos: «Lo siento mucho». «Muchas gracias». «Por Dios, cuando Mitchell me lo dijo no podía creérmelo, de veras que lo siento muchísimo». «Bueno, son cosas que pasan». «¿Crees que va en serio? Quiero decir, ¿tan serio es?». «Eso mismo te iba a preguntar yo».

—Tengo una idea —dijo Ross—. ¿Por qué no cenamos juntos esta noche?

—Gracias, pero creo que no.

—Un momento, espera. ¿Has hablado de esto con alguien?

—No, todavía no.

—Quiero decir, ¿tienes alguien con quién hablar?

—¿Un hombro en el que llorar? —preguntó ella.

Ross le dirigió una sonrisa triste.

—Quizá a veces llores, Barb, pero supongo que no muy a menudo. Te lo dejas dentro, y eso no es bueno.

—Lloro —contestó ella—. Probablemente tanto como cualquier otro.

—Barb, lo siento, de verdad. Me gustaría mucho ayudarte en lo posible. No soy un consejero profesional, soy un amigo, y os conozco muy bien a los dos. He hablado con Mitch y ahora, si me dejas, quisiera hablar contigo. O cerraré la boca y te escucharé, si lo prefieres. O podemos hablar de lo que quieras, para que se te vaya de la cabeza. Barb —hizo una pausa—, creo que una cena tranquila te iría muy bien. De hecho, podría irnos muy bien a los dos.

Ella no necesitaba a Ross: su falsa compasión o su ayuda, lo que tuviera en la cabeza. Le conocía muy bien. Pero, evidentemente, él había hablado con Mitch y quizá sabía algo más que ella de lo que pasaba por la mente de su marido. Incluso podía ser que conociera a la chica.

Barbara tardó en decidirse y asintió, mirándole:

—De acuerdo —dijo—. Probémoslo, a ver qué pasa.