7

A las nueve y diez, Mitchell llamó a su esposa. Todavía estaba en la fábrica y no había hablado con ella ni la había visto en cuatro días.

—Quería asegurarme de que estabas en casa —dijo—, o de que ibas a estar esta noche. Quiero pasar a recoger algo de ropa.

—¿Te vas a mudar? —preguntó ella.

—Bueno, he pensado que, dadas las circunstancias, sería mejor. Te daría tiempo para pensar.

—¿Sobre qué se supone que he de pensar?

—Está bien, nos daría a los dos tiempo para aclararnos. ¿Vas a estar en casa?

—Estaré aquí.

—Estaba pensando —hizo una pausa—… ¿no has recibido nada por correo? ¿Unas fotos?

—¿Fotos? ¿De qué?

—Es igual. Saldré dentro de unos minutos —dijo Mitchell—. Te veré a eso de las diez.

—Me muero de ganas —dijo Barbara. Y colgó.

Mierda. Durante los últimos días se había sentido bastante bien, pero ahora volvía a encontrarse cansado y se preguntaba si debía ir a casa. Tal vez sería mejor esperar un poco. Entonces se dijo a sí mismo: «Has empezado tú. Ahora le toca a ella».

Al salir de la fábrica, Mitchell cruzó la hilera de máquinas y vio a Koliba en la sala de control de calidad. Se paró, fue hacia allí y asomó la cabeza.

—¿Te va bien en el segundo turno?

—Sí, no me importa trabajar por la noche.

—Aquí es donde te necesitamos, John. Para que este maldito negocio no se deshaga. ¿Algún problema?

—Ninguno. —Koliba le mostró una pequeña pieza de metal que cabía en la palma de su mano—. Estamos sacando cubiertas de conexiones desde las tres y media. Todas salen como tiene que ser.

—Eso es tener vista, John. —Y siguió su camino a través de la fábrica hacia la puerta trasera.

Había dos focos encima de la puerta, en la pared, y luces encendidas al final del terreno, junto a la reja que marcaba el límite de la fábrica: débiles luces que proyectaban un reflejo suave sobre la hilera de coches en el aparcamiento. Mitchell metió la llave en la cerradura y abrió la puerta. Estaba ya poniéndose al volante cuando se dio cuenta de que la luz interior no se había encendido, a pesar de que el maldito zumbido había sonado y siguió haciéndolo hasta que cerró la puerta de golpe.

Al hacer marcha atrás, volvió el rostro para mirar por encima del hombro. La cara, cubierta con la media, le estaba mirando, apenas a unos palmos de distancia. Al sacar el treinta y ocho especial, la cara enfundada se acercó todavía más y el cañón del revólver rozó su hombro derecho.

Bobby Shy dijo:

—Mire hacia adelante, tío, y todo irá bien. Vaya hacia el oeste, hasta la Setenta y cinco. Vamos al centro.

Al llegar al Metropolitan Parkway, Mitchell levantó la mano para ajustar el retrovisor. Bobby Shy dijo:

—Está bien. Mire todo lo que quiera. Sabe que todavía estoy aquí, con mis ojos clavados en su nuca. Y nada de fumar, tío. No se busque entre la ropa ni para rascarse. ¿Me oye?

Pero Mitchell no contestó ni dijo nada hasta que tomaron la Setenta y cinco y se dirigieron hacia el sur entre el tráfico ligero de la autopista.

—Mi mujer no ha recibido todavía las fotografías.

—No le hemos enviado ninguna —dijo Bobby Shy—. Era una idea, ¿sabe? Yo les dije «mierda, estos tíos son todos unos fulanos. Hombres que salen en los periódicos. El tío ya puede ser presidente de los Estados Unidos o lo que coño sea, a nadie le importa. Así que el tío tiene un rollo con una tía y la gente dice que probablemente lo necesita porque no tiene bastante en casa». No, era sólo una idea. Así que lo dejamos y le hacemos otra oferta.

—¿Quieren hacerse un favor a sí mismos? —preguntó Mitchell—. Cambien de negocio. No le venderían agua a un tío en un incendio.

Bobby Shy se rio:

—Vuelva a intentarlo. Creo que esta vez se va a enterar.

—Dígame de qué va.

—Tiene que verlo.

—¿Otra película?

—Sólo que ésta es mejor. Más excitante.

—Tendría que haber traído a mis amigos —dijo Mitchell—. O a unos cuantos de la fábrica. Si no nos gustaba la película, se la hacíamos comer.

Bobby Shy rio de nuevo:

—Ah, sé que no le va a gustar. Por eso no va a querer que haya nadie con usted. O sea, no deseará que nadie en el mundo la vea, tío, y le doy mi palabra de honor de que no le estoy soltando un rollo.

Giraron hacia el este, en dirección a Jefferson y, nueve minutos después, tras haber pasado por la fábrica de Uniroyal, por el puente de Belle Isle y por la Naval Armory, Bobby Shy se incorporó para estudiar la calle, una fila ininterrumpida de locales.

—Vale, déjelo por aquí, en este bloque.

—Aquí no se puede aparcar —dijo Mitchell.

—Tío, pare el coche de una puta vez, ¿quiere? Déjelo en esa gasolinera. Está cerrada.

«Ahora estaría bien una multa», pensó Mitchell. «¿Qué hace usted aquí?». «Bueno, verá usted, el tipo ése de la pistola me está llevando a ver una película». «¿Ah, van a ver una película? Ya, claro. ¿Y dónde es eso?».

—Cruce la calle —dijo Bobby Shy.

Al cruzar la calle Jefferson en dirección al toldo de un cine, Mitchell iba pensando en la policía y luego en su abogado, Jim O’Boyle: «Vi otra película, Jim. Esta vez en un cine. En un cine cerrado». «Un cine cerrado, ¿eh?». «Eso parecía, a la vista del toldo desnudo de aquel recibidor oscuro que era como el túnel de entrada de una mina».

Pasó un coche por la calle Jefferson, un débil sonido a sus espaldas que se acalló suavemente.

—Entre —dijo Bobby Shy.

Mitchell trató de abrir una de las puertas —los pomos estaban entre las tablas de contrachapado que las protegían—, luego la otra, y pasó al interior, donde reinaba una oscuridad aún más profunda.

—Por aquí —se oyó una voz. No era una voz que hubiese oído anteriormente, o a la que pudiera asociar algún rostro conocido. Sólo una linterna brilló a la altura de las rodillas, iluminando el suelo.

—Venga por aquí. —Y la luz empezó a moverse.

Mitchell anduvo tras ella hacia el interior de la sala, pasando por delante de un mostrador de venta de caramelos vacío que se hallaba a la derecha del pasillo. La voz le mandó esperar, de cara a los asientos.

Entonces, el negro de la media debió de tomar la linterna, porque, cuando ésta volvió a proyectar un pequeño cuadrado de luz delante de él, en el pasillo, fue su voz la que le dijo desde detrás:

—¿Dónde prefiere sentarse el señor? Siéntese.

Mitchell se preguntó si habría un sitio mejor que otro. Si habría alguna diferencia sustancial. Recorrió un tercio del pasillo, escogió una fila y se sentó en la segunda butaca. A su espalda, tal vez dos filas más atrás, oyó que alguien bajaba de golpe el asiento de una butaca.

—Estoy aquí, chaval, por si te da miedo la oscuridad.

Entonces sonó una voz desde arriba, una voz que sí era familiar, que procedía de la sala de proyección:

—¿Se me oye bien?

—Se te oye —contestó el negro.

Mitchell miró alrededor. El negro estaba sentado, los hombros y la cabeza apenas silueteados. En lo alto de la pared posterior, dos cuadrados de luz delataban la situación de la sala de proyección.

—¡Date la vuelta, joder! —dijo el negro—. Me pones nervioso.

Durante varios minutos hubo un silencio mortal en la sala. Mitchell estaba sentado en una oscuridad informe que no llevaba a nada, preguntándose qué hacía allí, qué ocurriría si se levantaba y se iba. «No te dispararán —se dijo—, no ganarían nada matándote». Pero estaba allí y sabía que allí le encerrarían si intentaba irse. Probablemente. A no ser que él fuese el primero en pegar. El negro. Si pudiera alcanzarlo y maniatarlo…

Pero no se movió. En el momento en que podría haberlo hecho, si es que realmente estaba dispuesto a intentarlo, apareció una luz en la pantalla y pudo ver las filas de butacas vacías delante de él y las pálidas paredes altas del teatro.

—Aquí entrarían los titulares —dijo la perezosa voz familiar—. Y los créditos. «Producciones El Astuto presenta… La gallina de los huevos de oro. “Cómo Harry Mitchell aceptó pagar ciento cinco mil dólares al año y encontró la felicidad”». Nótese que he dicho «ciento cinco mil al año». No sólo el primer año, ni el segundo. No; todos los años de su vida. Pero esperemos… He aquí la estrella de la película, la pequeña Cynthia Fisher, que no tiene ni puta idea de lo que está ocurriendo.

El rostro de la chica, a todo color, llenó la pantalla con su expresión sorprendida, cambiante, fruncida, casi oscureciendo el temor que había en sus ojos.

Sus labios se movieron y el narrador, elevando ligeramente la voz y prácticamente sincronizándola con el movimiento en la pantalla, dijo:

—¿Qué pasa? Venga. ¿Qué estáis haciendo, tíos? Ya os lo he dicho, no quiero salir en ninguna película.

La cámara empezó a retroceder, abandonando el primer plano de la chica.

—A algunas personas —dijo el narrador, de nuevo en su tono habitual, perezoso— hay que atarlas para convencerlas de que saben actuar. Le dije a Cini que tenía talento natural, pero, como puede ver, es muy modesta.

Mitchell la veía ahora de cuerpo entero. Estaba sentada en una silla estrecha, apoyada contra una tubería vertical; una pared de cemento inmediatamente detrás de ella. Era un sótano brillantemente iluminado. Vio que tenía las manos atadas a la espalda. Una cuerda le rodeaba la cintura y parecía dar la vuelta por la silla y la tubería. Llevaba una blusa estampada que él reconoció y unos téjanos deslucidos.

—Ahora —dijo el narrador—, para mantener su interés despierto, un poco de carne.

La chica alzó la mirada, angustiada, ante la cámara, que volvía a acercarse al primer plano. Miró hacia un lado de la cámara y sus labios dijeron en silencio: «¿Qué vais a hacer?».

La cámara se mantuvo enfocada en su cara. La imagen se movió un poco en la pantalla, y la cámara descendió hasta su blusa. Aparecieron dos manos por un lado —los brazos enfundados en una camisa negra—, agarraron la parte frontal de la blusa y la abrieron hasta la cintura de un desgarrón. Después, la estiraron sobre sus hombros. Una de las manos liberó un pecho y lo dejó caer.

—No hay mucho que ver —prosiguió el narrador—, ya que es un rodaje de bajo presupuesto, hecho de cualquier manera. En la escena siguiente…

Mitchell vio algo cuadrado que parecía ser una placa de contrachapado de un par de centímetros de anchura, del tamaño de un periódico doblado por la mitad. Unas manos, las mismas de antes, apartaron la placa de donde estaba, apoyada contra la pared de cemento, y le dieron la vuelta.

—No está marcada por ningún lado, ¿verdad?

Las manos levantaron la pieza de madera. Otra toma de los pechos de la chica y de nuevo apareció la superficie marrón granulada de la madera, llenando la pantalla. La cámara se echó hacia atrás, inestable, y Mitchell vio de nuevo a la chica desde unos tres metros de distancia. La pieza de madera estaba ahora apoyada en su regazo, tapándola de la cintura a los hombros, con el borde superior encajado bajo su barbilla.

—¿Y esto qué es? —preguntó la voz perezosa.

La cámara fue aproximándose lentamente hacia una mesa que se hallaba a unos cuatro metros.

—Exacto. Un revólver.

El arma estaba montada en un torno que a su vez estaba fijado al borde de la mesa.

—¿Lo reconoce?

Mitchell lo reconoció.

—Veámoslo de lado. Así. Un Smith & Wesson del treinta y ocho. Debería reconocerlo, colega. Es suyo. ¿La caja de munición que hay en la mesa? Suya. ¿La hoja de papel? Es su licencia.

Mientras Mitchell miraba, una mano extendió un abrigo ante la cámara y lo dejó sobre la mesa.

—Y el abrigo. Creo que lo llevaba en nuestra primera sesión de cine amateur. Bastante asqueroso, si no le importa que se lo diga. Lo que me gusta es que lleva su nombre dentro. Y ahora… ¡Oh! ¿Qué es eso que hay atado al gatillo?

La cámara enfocó el revólver.

—Vaya, parece un cable. Tiene gracia, el cable llega hasta algún lugar desde donde alguien puede estirarlo y disparar el arma. Bastante inteligente, ¿no? Se puede disparar sin borrar las huellas que hay en el gatillo. Le dejaremos que lo piense un rato. Mientras tanto, aquí está otra vez nuestra estrella.

El rostro de la chica, sobre la placa de contrachapado, mostraba una expresión aterrorizada e incrédula.

—Parece como si estuviera sacando la cabeza de una caja, ¿verdad? Tranquila, muñeca, no te preocupes. Te va a salir una escena perfecta.

Mitchell lo veía venir. O pagaba o la mataban. Y lo harían de esa forma.

Así que, ¿qué podía hacer?

Estaba mirando su cara. Aquella cara que conocía y que podía imaginar con precisión absoluta cuando no estaba con ella; pero ahora casi no la reconocía. Aquella expresión horrorosa… Veía deslizarse las lágrimas por sus mejillas. No entendía el cometido de la placa de contrachapado. Estaba sentado en la oscuridad, mirando hacia la pantalla, y no sabía qué hacer.

—Esta toma nos costó un poco —dijo el narrador—. Para conseguir todo el efecto. Hacia atrás y un poco hacia un lado. Así se puede ver a la vez la estrella y el revólver. Bueno, se acabó la intriga.

La imagen mostraba el revólver y el cable, que se extendía hasta salir del campo de visión. Mitchell no se movió. Más allá del cañón del revólver, Cini parecía estar mirándole directamente.

—Carguen —dijo el narrador— apunten…, fuego.

El cable se tensó una y otra vez, mientras la voz del narrador decía:

—Bang, bang…, bang, bang, bang —a medida que los cinco agujeros astillados fueron apareciendo en la placa de contrachapado y los ojos y la boca de la chica se abrieron, y su cabeza golpeó la tubería y cayó hacia adelante cuando se oía el último «bang».

En silencio, oyendo sólo el sordo sonido del proyector, Mitchell se quedó sentado, mirando a la pantalla. «No —se dijo—. En las películas no paran de matar gente, pero en verdad no se mueren». Había tenido esa misma reacción antes en otras películas, algo que le saltaba por dentro, su credulidad golpeándole el estómago. Y en ningún caso la muerte había sido real. No podía serlo, porque en las películas la gente no mataba.

El narrador dijo:

—¡Eh! ¿Estás ahí todavía? —Una pausa—. Lo bueno de Cini, lo que la convierte en una estrella, es que no sólo vive su papel, sino que también lo muere. Y si no me cree, mire esto.

La cámara siguió a la placa de contrachapado cuando la apartaron y le dieron la vuelta.

—Fíjese en que los agujeros son de entrada y salida.

La cámara volvió a Cini. Mitchell miró y cerró los ojos.

—Le doy mi palabra, tío. Esto no es tomate, es sangre de verdad. Y ahora mire esto.

La mano estiró la cabeza de la chica por el pelo y la apoyó contra la tubería. Sus ojos, muy abiertos, miraban desde la pantalla, y siguieron mirando la luz caliente. Volvió a aparecer una mano, colocada sobre la boca de Cini. Unos instantes después, la mano giró para mostrar el espejo que sostenía.

—Observe que el espejo está limpio. No está empañado por el aliento. De hecho, no nos hacía falta el espejo —siguió el narrador—. Mire los ojos. Siga mirando. No se cierran, ¿verdad? Es porque no ven nada. —El narrador hizo algo de ruido al aclararse la garganta—. Y ahora, lo que queremos que vea, colega, es que la tiene metida en el exprimidor y no tiene ninguna posibilidad de sacarla. No, porque tenemos un paquete escondido en algún lado: el cuerpo de la tía, su abrigo manchado con su sangre, el treinta y ocho con sus huellas digitales, la licencia, un par de fotos suyas con ella en la playa…, todo junto en un paquete que nadie puede encontrar. A no ser que nosotros lo digamos. O sea, como si llamáramos a la policía y dijésemos: «Eh, ¿quieren saber dónde hay un cadáver de una tía, y tal?». Se lo decimos y colgamos. En seguida, unos dieciocho jodidos coches de la pasma ante la puerta de su casa y los vecinos mirando: «¿Qué coño pasa?». Lo leerían en los periódicos. «Por Dios, si parecía tan buen hombre, ¿no? Valiente buen hombre. Le quita la ropa a la chica y le dispara cinco tiros en el pecho izquierdo. Seguro que después la violó. El muy pervertido. Tendrían que electrocutarlo. Total…, ¿qué le van a hacer? Cinco años en una prisión de seguridad. Y el tío volverá a estar por ahí fabricando las malditas matrículas que nosotros hemos de poner en nuestros coches». —El narrador hizo una pausa—. Si no, lo que le decía. Nos paga los ciento cinco mil durante el resto de su vida, o hasta que decidamos que ya tenemos bastante. Escuche, colega. Ya basta de joder. Diez de los grandes mañana, diez una semana después, y diez la semana siguiente. Eso hace treinta, y le damos tiempo para reunirlos. Luego se lo planifica y viene cada mes con el dinero en efectivo. ¿Se entera? Mañana por la noche, va usted mismo al aeropuerto con diez de los grandes. A las once y media en punto los mete en el número doscientos cincuenta y ocho de la consigna y deja la llave dentro. Si se queda luego por ahí, o si no aparece, o si intenta alguna putada, la pasma recibirá una llamada telefónica.

»Y ahora quédese ahí sentado y relajado, que verá otra película. Cuando se acabe, si quiere puede venir a coger el rollo de película y el proyector. Lo hemos alquilado a su nombre en la Film Outlet.

Sentado en la oscuridad, Mitchell vio unos dibujos animados en los que tres ratones aporreaban, aplastaban, volaban, pegaban fuego y electrocutaban a un gato, y el condenado felino idiota ni siquiera lograba acercarse a ellos. Cuando acabó, Mitchell salió a la calle y entró en su coche. No estaba del todo seguro de adónde iba.