6

Mitchell esperó.

La mano de Ross estaba ahora bajo la falda corta de la camarera, apoyada en su muslo. Estaban en la mesa de Ross, la de la esquina, donde él creía que nadie veía lo que hacía.

—¿Todavía me quieres?

La chica sonrió, aguantando con ambas manos la libreta en la que apuntaba los pedidos.

—Por supuesto.

—¿Entonces cuándo diablos vamos a consumarlo?

—¿Tomáis lo de siempre?

—¿Por qué no este fin de semana? —dijo Ross—. Nos iremos al norte. Si te portas bien, te llevaré a esquiar el invierno que viene.

La chica apuntó algo en la libreta.

—Tendré que pedirle permiso a mi madre.

—¿Tu madre esquía?

—Un Martini con Vodka y una Bud —dijo la chica, y desapareció entre el decorado del Motor City Mediterranean, entre el comedor lleno de ejecutivos que pedían los platos propios de los ejecutivos, con mesas y lámparas marrones y manteles marrones a cuadros.

—Irene tiene veinte años —dijo Ross— pero tiene la mentalidad de una niña de quince. Perdona, ¿qué estabas diciendo? Algo del problema de la fábrica.

—No —contestó Mitchell pacientemente—. Ya te he dicho que eso lo arreglaríamos.

—Cierto. ¿Te he dicho ya que estamos preparando algunas mejoras en las pistas de esquí? Pero de las buenas —siguió Ross—. Vamos a volar alguna de las colinas para alargar las pistas, y pondremos algún telesilla nuevo. Tú no esquías, ¿verdad?

—No, nunca lo he intentado. —Mitchell quería decir algo, pero esperó demasiado y Ross ya se volvió a disparar.

—Estoy buscando un dinamitero para ese trabajo. Tengo que ir hasta Colorado a ver a un tipo que sabe lo que se hace.

—Quería preguntarte una cosa —dijo Mitchell.

—¿Qué?

—¿Te acuerdas de aquel día que fuimos a todos los topless, hará unos tres meses?

—Vagamente.

—Conocimos a una chica en el último, sentada en la barra.

—¿Sí?

—Tú ibas detrás de la tía negra que trabajaba allí. Doreen. Muy guapa.

Ross asintió, mientras encendía un cigarrillo.

—Es verdad. Ojos grandes. Una nariz pequeña, muy mona.

—La otra chica, aquélla con la que estuviste hablando primero… —dijo Mitchell, y luego se calló un momento—… nos hemos estado viendo durante los últimos tres meses.

Ross lo miró, sin sonreír, conteniéndose, pero con una expresión relajada, cómoda, una mirada de contenida satisfacción, al tiempo que se incorporaba en la silla.

—¡Serás cabrón! Así que, en el fondo, eres normal. Un americanito sano y con sangre en las venas. —Se apoyó en la mesa—. ¿Cómo está ella?

—Ross, Barbara lo sabe.

—¡Atiza! ¿Cómo se enteró?

Mitchell alzó la mirada al ver que la camarera se acercaba con las bebidas.

Ross se dirigió a ella, muy seriamente:

—¿Sabes una cosa, Irene? Me estás volviendo absolutamente loco. ¿Cuándo te fugas conmigo?

—¿Qué te parece el lunes? —dijo la camarera—. Es mi día libre.

Ross asintió.

—El lunes, a las cinco. Te recogeré aquí mismo.

La camarera desapareció y Ross dedicó nuevamente su atención a Mitchell, con preocupación.

—¿Cómo coño llegó a enterarse?

—Se lo dije yo.

—¿Se lo dijiste tú? ¡Joder! ¿Por qué?

—Es una historia muy larga. Sólo quería preguntarte, a ti que tienes tantos ligues…

—Mitch, yo no tengo ligues. Yo me enamoro. Como todo el mundo.

—De acuerdo. Entonces, tanta experiencia. Lo que te quería preguntar es si Pat no se dio cuenta nunca cuando todavía estabais casados.

Ross reflexionó, mientras bebía un trago.

—Supongo que sí. Una o dos veces.

—¿Y qué pasó? ¿Qué hizo ella?

—Nada. Nunca salió el tema.

—Venga…

—De verdad —dijo Ross—. ¿Por qué querría ella sacar el tema y provocar una situación embarazosa? Y, por supuesto, no iba a ser yo quien lo hiciera. Mitch, debes de haberte vuelto loco. ¿Por qué se lo dijiste?

—No lo sé. Simplemente lo hice.

—Mitch, ellas no quieren saber estas cosas. Sólo quieren que todo vaya bien. No seas aguafiestas. No quieras joder un matrimonio que a todo el mundo le parece perfecto. —Ross cogió la aceituna que había en el fondo de su Martini—. Me suena como si la conciencia te hubiera atenazado las pelotas.

—Quizá sea eso —dijo Mitchell—. El caso es que lo sabe.

—Bueno, ¿cómo se lo tomó cuando se lo dijiste?

—Se quedó bastante tranquila. Apenas dijo nada.

—¿De veras? —Ross parecía sorprendido.

—Me preguntó un par de veces por qué se lo había dicho.

—¿Lo ves? ¿Y nada más?

—No sé. Dijo que nunca se lo hubiera imaginado.

—¿Y no estaba cabreada?

—Sí, mucho, se quejó bastante. Pero, mirándome, ¿sabes?, con esa mirada…, eso es lo peor.

—¿Y cómo acabó?

—No lo sé. Eso es lo que te estoy preguntando. ¿Ahora qué?

—¿Te echó de casa?

—No, dormí en la habitación de Mike.

Ross se quedó pensativo de nuevo. Bebió un trago y encendió un cigarrillo.

—Creo que deberías mudarte, Mitch. De verdad. Si quieres mi consejo, creo que deberías desaparecer y dejarla recapacitar. ¿Entiendes lo que quiero decir? Ella se queda sola y la casa no le parece la misma. Está demasiado silenciosa. Se siente sola. Empieza a pensar que tal vez ha sido demasiado dura. Total, él sólo ha tenido un pequeño ligue con una tía. Cosas que pasan. Pero el mundo no se acaba ahí.

—Bueno, no sé si será tan sencillo —dijo Mitchell—. Ella no está segura de que se haya acabado. Quiero decir, yo no fui a pedirle perdón, simplemente se lo expliqué.

Ross alzó las cejas.

—¿De veras? ¿Todavía no se ha acabado?

—No sé qué va a hacer ella, así que puede decirse que aún está en el aire.

—¿Y la chica?

—Eso se acabará. Si no se ha acabado ya.

Ross asintió, acercándose más.

—Mira, Mitch, a mí no me haría ninguna gracia tener a Barbara cabreada conmigo. Es encantadora, probablemente la mujer más lista que conozco, pero, si no te importa que lo diga, con todo lo simpática que es, también es una mujer muy dura.

—Ross, he vivido con ella veintidós años.

—Tú ya me entiendes. No pretendo insultarla, Mitch. Barbara me encanta.

Mitchell asintió:

—Ya lo sé.

—Lo que te aconsejo es que te mudes y dejes pasar un tiempo. Deja que las cosas se enfríen.

—¿Lo crees así?

—Yo lo haría así, Mitch. Si estuviera casado con Barbara, me quitaría de su camino e intentaría enfriar las cosas durante un tiempo, un par de semanas por lo menos.

—Tal vez tengas razón —dijo Mitchell—. En vez de rondar por ahí y estar todo el día discutiendo, dejar que la cosa muera por sí misma.

—Eso es lo que yo te aconsejaría —dijo Ross, reclinándose en su silla con el vaso de Martini en la mano—. Y, como tú mismo has dicho, he tenido algo de experiencia con las mujeres. Vaya que sí.

Su secretaria, Janet, dijo:

—Ha llamado el señor O’Boyle. Apenas hace unos minutos. —Siguió a Mitchell dentro de la oficina—. Le dije que todavía estaba comiendo. —Y añadió—: Llega usted pronto.

Mitchell la miró.

—¿Ha llamado mi esposa?

—No. El correo está encima de su mesa. No hay nada importante. Tal vez el sobre de encima. No lo he abierto.

Desde detrás de la mesa, Mitchell cogió el sobre. Su nombre y la dirección de la empresa estaban escritos a máquina, con trazo débil. En mayúsculas, y con tinta roja, ponía: «PERSONAL Y CONFIDENCIAL». No había ningún dato del remitente. Janet esperó, pero él no lo abrió ni hizo ningún comentario.

—También Vic ha dicho que quería verle lo más pronto posible.

—Dile que venga —dijo Mitchell—. Y localízame a O’Boyle.

Luego se sentó en su sillón, mirando el sobre, palpando algo duro y pequeño que había en su interior. Sabía que era una llave y sabía quién se la enviaba. Desgarró la parte superior del sobre y dejó que la llave cayera encima de su bloc de notas: una llave corta de metal deslustrado, con el número doscientos cincuenta y ocho grabado en su parte plana. Sonó el teléfono.

—Jim… Muy bien… Sí, bueno, oye, antes de que sigas con eso, Jim, se lo dije a Barbara. —Esperó un momento—. No le dije lo del chantaje, pero le expliqué lo de la chica y ya me lo he quitado de encima. Ahora le pueden enseñar la película o metérsela por el culo, me tiene sin cuidado, ahora ya está.

Escuchó durante unos instantes.

—Tengo otras cosas en la cabeza, Jim. He de dirigir esta maldita fábrica.

Mitchell alzó la vista, escuchando a O’Boyle, cuando vio entrar a su jefe de fabricación por la puerta.

—Jim —dijo Mitchell—, ¿cómo quieres que confisquen la película? ¿Te crees que la llevan encima? Ni siquiera sé quiénes son. ¿Cómo quieres que los identifique? —Esperó un momento, escuchando, y luego dijo—: Ya me pondré en contacto contigo, Jim. Vic está aquí y tenemos cosas de qué hablar, ¿vale? De acuerdo. No, tranquilo. Nos vemos luego.

Después de colgar, Mitchell miró a su jefe de fabricación:

—¿Qué hay?

—Todos los problemas que hemos tenido… —dijo Vic—. No sé cómo no me di cuenta antes. ¿Sabe lo que pasa?

—¿Cómo que si sé lo que pasa? Que las malditas máquinas se estropean.

Vic negó con la cabeza:

—Pero no se estropean solas, señor Mitchell. No sé por qué no lo vi antes. Supongo que porque confío en la gente, o porque espero demasiado de ellos, no lo sé.

—Así que es un sabotaje.

—Tiene que serlo.

—¿Y quién está detrás de eso? ¿Lo sabes?

—Un tipo que era el jefe del turno de tarde, John Koliba —dijo Vic—. Tal vez otros tres o cuatro. Si se acuerda, todos los problemas empezaban siempre en el turno de tarde. Hace unas semanas, Koliba vino a decirme que quería trabajar de día porque se había apuntado a un campeonato de bolos. Le dije que estaba de acuerdo, pero que en el turno de mañana ya tenía jefe, por lo que iba a ponerle en una Warner-Swasey. Dijo que le parecía bien. Inmediatamente, empezamos a tener problemas en el turno de mañana. Le dije a John: «Has estado diez o doce años llevando una de estas jodidas máquinas, ¿qué te pasa?». Y me contestó: «No sé qué ocurre, esa mierda de trasto se congela». Haciéndose el tonto. Pero sabe que yo lo sé. Ese jodido polaco puede estar loco, eso está fuera de dudas, pero no tanto.

—Pues despídelo.

—No puedo demostrar que está detrás de esto —dijo Vic—. Lo sé, pero no puedo probarlo. Si lo despido, se va a encontrar con una demanda.

Con las negociaciones a la vuelta de la esquina, pensó Mitchell. Vaya mierda. Veía al tipo del sindicato, el encargado de las negociaciones, ¿cómo se llamaba?, Ed Jazik, siguiéndole por el recibidor, intentando presionarle o asustarle, casi diciéndole que le iba a traer problemas —algo en qué pensar, con las negociaciones a punto de llegar—, casi escribiéndolo en la pared para que él lo entendiera: «Boicot».

Pero había estado demasiado ocupado pensando en otras cosas.

—Mierda —dijo Mitchell. Un instante después, se levantó y añadió—: Bueno, ha llegado el momento de mover el culo.

En un espacio de casi ocho mil metros cuadrados, la Ranco Manufacturing fresaba, taladraba, diseñaba y creaba herramientas y accesorios para la industria del automóvil. Abrazaderas impulsadas por energía, cilindros adaptadores de aluminio, conexiones de ensamblajes impulsores, guías de transferencia, topes forrados de placa metálica, bloques de posición y localización, abrazaderas para herramientas, unidades para ajuste de tornillos, grapas, almohadillas cilíndricas conversoras de neopreno, sustentadores de vacío y sistemas de mantenimiento, silenciadores de escapes de aire y pivotes de ensamblaje. Mitchell había diseñado una tercera parte de los artículos. Generalmente se trataba de mejorar artículos que ya existían en el mercado.

Era un proyecto apropiado para Detroit. Una casa especializada. Un enorme volumen de producción que salía constantemente de un bloque grisáceo que parecía un hangar. Hileras de luces fluorescentes y de generadores, un par de grúas que podían elevar hasta cinco toneladas por encima de montones de piezas y material, llenos hasta arriba de materia prima o semielaborada y piezas tratadas a alta temperatura que luego servirían para alimentar las fresadoras, las taladradoras o las grandes Warner-Swasey y saldrían integradas en un ensamblaje cuyas partes y materiales mucha gente —incluso en Detroit— desconocía por completo.

Si alguien se le acercaba en una fiesta y le preguntaba en qué y con quién trabajaba, Mitchell contestaba «Ranco Manufacturing», y la gente asentía y decía «Ah, sí». Estaba en el negocio de las máquinas de accesorios y conocía el paño. Y, si querían detalles, él podía darlos, de otro modo…

Él no solía hablar del trabajo. Pero ahora estaba allí, en la sala acristalada de pruebas —control de calidad— mirando la maquinaria y los montones de material, escuchando el interminable ruido del recinto, al que ya se había acostumbrado: y ahí sólo hablaba de cosas de trabajo.

Vic tenía cerca de una docena de abrazaderas giratorias sobre la mesa: pequeños cilindros de metal mate huecos, rayados por fuera.

—Como éstos —decía Vic—. Empiezas a verificarlos y ninguno está dentro de lo tolerable, todos cortados a un tamaño demasiado pequeño. Joder. Hay que rehacer la mitad del trabajo. Así es como sale casi todo lo que ese hijo de puta estaba encargado de controlar. Y hay una serie de roturas de herramientas que sé que podemos adjudicarle a él. Veo óxido en su máquina, lo juro por Dios, óxido, en la columna del huso. Y luego me doy cuenta de que está echando demasiada agua en la refrigeración. Por Dios, claro que luego se congela, o se rasga.

Mitchell se apartó de la ventana, con las manos en los bolsillos.

—¿Dónde trabaja ahora?

Vic le observó, con la mirada inquieta.

—Debe de estar descansando.

—Me parece que será mejor hacerlo en mi despacho —dijo Mitchell—. No hace falta que tengamos público.

—Sí, eso no sería conveniente.

—Bien, dile que venga a verme.

Janet dijo:

—El señor Mitchell vendrá en un momento. Entra.

John Koliba daba la impresión de no saber qué pasaba. Nunca había estado en el despacho del señor Mitchell. Entró frotándose las manos en sus pantalones de trabajo, mirando los paneles oscuros y los grabados de perros de caza, la tapicería a rayas verdes y blancas, la moqueta Verde, el equipo de televisión en un mueble oscuro de madera, la mesa grande, de más de dos metros, y las sillas blancas y negras de nogal. Janet no le había dicho que se sentara, por lo que se quedó de pie hasta que entró el señor Mitchell, procedente de la contigua sala de reuniones. Iba estudiando unos papeles y no levantó la vista hasta que los hubo dejado sobre la mesa.

—Siéntate.

—Me ha dicho Vic que quería verme.

—John, siéntate, ¿quieres?

Mitchell esperó hasta que Koliba le miró con expresión seria y concentrada, sentado con los codos apoyados en los brazos de la silla, los hombros curvados y las manos apoyadas sobre la tripa que, hinchada de tanta cerveza, amenazaba con salírsele de la camiseta.

—¿Cómo va, John?

Koliba se encogió de hombros.

—Bastante bien. No tengo de qué quejarme.

—Yo sí —dijo Mitchell—. Tengo un problema.

—¿Ah, sí? ¿Cuál?

—Te voy a hacer una pregunta simple y directa, John. ¿Estás preparado?

—Claro, adelante.

—¿Me estás saboteando?

—¿Sabotaje…? Que yo sepa, aquí no hay ningún sabotaje. Tenemos averías de máquinas y hemos tenido algunos problemas, pero si usted cree que es a propósito, no, señor. Y si lo es, yo no tengo nada que ver.

Mitchell se tomó su tiempo. Dijo, con calma:

—De acuerdo, John. Ahora, los dos sabemos dónde estamos. Tú sabes que yo ya me he dado cuenta de lo que estás haciendo. Y yo sé que te vas a quedar ahí sentado intentando que me trague esa mierda.

Koliba se puso rígido, echando los hombros hacia atrás:

—Le estoy diciendo que nunca he jugado sucio con las máquinas. Usted no se cree lo que le digo, o sea, que me está llamando mentiroso. ¿No es así?

—Así es, John —dijo Mitchell—. Eres un jodido mentiroso. ¿Quieres beber algo?

—Oiga, a mí nadie me llama mentiroso.

—Pues yo acabo de hacerlo, John. ¿Quieres beber algo, o no?

—Empieza usted a acusarme y luego me llama mentiroso. A ver qué puede usted probar.

Mitchell se acercó al mueble oscuro de madera, sacó dos vasos y una botella de Jack Daniel’s y se la mostró a Koliba.

—No me gusta que nadie me llame mentiroso. Da igual quién sea.

Mitchell vertió el whisky en los dos vasos, se acercó a Koliba y le dio uno. Éste lo aceptó, pero se quedó mirando a Mitchell. Le vio andar lentamente alrededor de la mesa. Le vio sentarse, reclinarse en la silla y beber.

Un momento después, Koliba levantó su vaso y bebió un trago de whisky.

—John —dijo Mitchell—, no me hace falta ningún boicot. —Tomó una hoja de papel y se la dio a Koliba—. ¿Quieres ver el balance de esta semana? Esto es el análisis de las ventas. El listado del ordenador indica que los costes de trabajo de las dos últimas semanas han subido hasta un dieciocho por ciento de nuestro volumen de ventas. Para obtener beneficios hemos de mantener esta cifra por debajo del doce por ciento. John, esos seis puntos de más implican una pérdida del uno por ciento. Vendemos, pero perdemos dinero. Esto es el informe del departamento de ventas. Ha aparecido un competidor con un precio inferior al nuestro y nos ha hecho perder un mercado que teníamos desde hace tres años. Pero nosotros no podemos bajar nuestros precios, porque ya hemos llegado al tope. Y esto…, las tasas de compensación, que han vuelto a subir. El gobierno ha subido los impuestos. Y yo tengo que hacer que todo esto parezca bueno en una página de balance. John, te digo que no me hace falta un jodido boicot.

Mitchell hizo una pausa, mirando a Koliba.

—Llevas aquí dos años y medio, John. ¿Cuánto tiempo estuviste en Ford Rouge?

—Seis años —contestó Koliba—. Y luego tres en Timken.

Mitchell asintió.

—¿Sabías que yo estuve doce años trabajando en Dodge?

—No, no lo sabía.

—Doce años. He tenido algo de suerte, John, pero también me he dejado el culo para conseguirlo. Y cuanto más trabajo, más suerte tengo. No espero regalos ni favores de nadie. Nadie da nada por nada. Pero tampoco espero que nadie me venga con mierdas. No, lo retiro. Sí lo espero. Lo que quiero decir es que cuando eso llega no me coge por sorpresa. Miro por dónde voy y no piso la mierda si puedo evitarlo. ¿Por qué va uno a tragar mierda si puede evitarlo? ¿Estás de acuerdo conmigo, John?

—Sí, yo no lo haría.

—¿Y quién sí? —preguntó Mitchell.

—Si alguien me viene a mí con mierdas —dijo Koliba— se lo hago saber.

—¿Por qué aguantar algo que uno no desea? —dijo Mitchell—. Por ejemplo, esta fábrica. Si veo que pierdo dinero, la cierro y vendo toda la maquinaria. Y luego me doy un baño. Pero John, te aseguro que prefiero venderla rápido y olvidarla que joderme mientras veo que se va a pique. ¿Entiendes lo que quiero decir? El negocio es mío, así que puedo hacer con él lo que quiera, ¿no?

—Claro —dijo Koliba—. Supongo.

—Si me da la gana puedo cerrar mañana, ¿verdad?

—Sí. Joder, siendo el dueño.

—Oye, John —dijo Mitchell—, eso es exactamente lo que voy a hacer si vuelve a estropearse alguna máquina. Cerrar la fábrica.

—Oiga, ya le he dicho antes que yo no tengo nada que ver con ningún boicot.

—Te creo, John, porque veo que se puede hablar contigo. Eras jefe de turno y para eso hay que tener sentido de la responsabilidad.

—Claro. Siempre me ha gustado asegurarme de que el trabajo se hace bien.

—Entiende mi situación —dijo Mitchell—. No puedo convocar a todo el mundo y soltar un discurso. Tengo que confiar en gente imprescindible como tú, gente que busca un futuro aquí y algún ascenso…, más dinero.

Koliba esperó, pensativo.

—Bueno, tal vez podríamos vigilar un poco más estrictamente. Ya sabe, estar más encima.

—Eso creo yo, John —dijo Mitchell—. He aprendido que es mejor estar encima que caerse y romperse el culo.

Mitchell hizo girar su silla para poder poner los pies en la esquina de la mesa. El sobre con las palabras «personal y confidencial», la hoja con las instrucciones y la llave estaban apoyados en el secante, junto a su pierna. Miró por la ventana la tristeza de la tarde gris, tomándose un descanso, un respiro. Se sentía bien. Notaba que estaba recuperando la confianza en sí mismo y, con ella, empezaba también a sentir una urgente necesidad de levantarse y hacer algo. Ésa era la esencia de su bienestar: sentirse capaz de permanecer tranquilo y relajado a la vez que se veía potente y seguro. No aterrorizarse nunca. No correr. Afrontar cualquier problema que hubiera que afrontar. Ser práctico, responsable, hasta cierto punto. Y si la razón no funciona, darle una patada en los dientes. Sea cual sea el problema.

Encendió un cigarrillo sin prisa, olvidando el triste atardecer que ahora no le preocupaba en absoluto.

Cuando acabó el cigarrillo, sacó un papel de cartas y un sobre de un cajón de la mesa y llamó a su secretaria por el teléfono interior.

Janet esperó mientras él escribía de modo deliberadamente lento en la hoja, la doblaba y la metía en el sobre, que era grande y parecía hinchado por algo que llevaba dentro.

—Dale esto a Dick o a cualquier otro —dijo Mitchell—. Y esta llave. Dile que lo lleve corriendo al aeropuerto y lo meta en la consigna. El número es el doscientos cincuenta y ocho. Ah, y dile que se asegure de meter la llave dentro.

—Si la llave queda dentro, ¿cómo lo van a abrir después?

—Yo sólo hago lo que me dicen —dijo Mitchell.

Ella le miró con gesto divertido:

—¿Qué?

—No es problema nuestro, Janet, así que no nos preocupemos por ello.

Su secretaria cogió el sobre y salió sin decir nada.

Bobby Shy estuvo jugando a billar en el entresuelo del aeropuerto Metropolitan de Detroit hasta que cerraron el local. Fue al baño, pagó por un reservado y esnifó un par de líneas, sacando la coca de una bolsa con una cuchara de plata. Casi inmediatamente entraba en un mundo mejor, más brillante. Compró el último número de una revista dedicada «a los hombres sofisticados de la ciudad», estuvo media hora viendo las fotos de pechos y felpudos y leyó un artículo destinado a comprobar la capacidad sexual, pero no se molestó en rellenar las respuestas para ver cuál era el resultado. A la una y diez del mediodía se dirigió a la consigna número doscientos cincuenta y ocho, a través del mostrador de la compañía Delta, que estaba vacío. La abrió con la copia de la llave que le había dado Alan y sacó el sobre.

No había nadie junto a él. Tampoco se veía a nadie hasta el mostrador de la compañía Eastern. Nadie podía pillarle mientras cruzaba la arcada central y se metía en el lavabo de hombres.

—Ha llegado el correo —dijo Bobby Shy. Tiró el sobre con un movimiento leve de su mano y vio cómo golpeaba los azulejos y se colaba por detrás de la puerta del tercer reservado. Se dio la vuelta y se marchó. Leo Frank, sentado en el lavabo, recogió el sobre. El abrecartas estaba ya preparado en su mano, dispuesto a cortar el sobre y lo que contuviera en añicos si alguien golpeaba la puerta y se empeñaba en entrar en su reservado o si le daban la orden de salir. Eran buenos retretes, con cisternas muy potentes. Podía hacerse correr el agua sin necesidad de esperar a que la cisterna volviera a llenarse.

Leo miró el reloj. Diez minutos más tarde, se levantó, se metió el sobre debajo de su chaqueta a cuadros y salió.

El Thunderbird blanco estaba donde se suponía que debía estar, en la rampa de llegada, junto a la American.

Alan se movió cuando Leo se puso al volante y le pasó el sobre.

—Te presento diez de los grandes —dijo Leo—. Los de veinte y de cincuenta ocupan mucho espacio, ¿eh?

Los dedos de Alan palpaban el sobre mientras el Thunderbird tomaba la curva de la rampa y enfilaba la avenida de William Rogell.

Leo dijo:

—Ábrelo, tío. ¿A qué estás esperando?

Alan no dijo nada. Sus dedos recorrieron los extremos del sobre y la solapa. Sus dedos le decían que algo no iba bien. Decían que alguien estaba intentando hacerle tragar mierda y que a él no le apetecía en absoluto.

El Thunderbird giró a la derecha después del paso subterráneo y se mezcló con las luces que descendían hacia Detroit. Alan abrió el sobre de golpe. Bajo el foco cuadrado de luz, inclinándose, sacó del sobre un ejemplar del «Wall Street Journal». Con el periódico encima de él, estaba el papel de carta. Alan desdobló la hoja y leyó el escueto mensaje escrito en letras mayúsculas con rotulador:

«Que os den por el culo».

Dijo, muy calmado, moviendo la cabeza:

—Leo, te lo juro por Dios, no sé adónde va este cochino mundo. Le explicas al tío honesta y sinceramente de qué va la cosa y el mamón no se lo cree.