Barbara dijo:
—¿Quieres una copa?
—Bueno.
Le miró como si fuera a decir algo. Mitchell esperó y lo dejó pasar. Ella sacó del armario una botella de Jack Daniels y dos vasos anchos y los puso sobre la repisa que separaba la cocina del comedor. Mitchell se quedó al otro lado de la cocina, apoyado en la repisa. Vio a Barbara echar en los vasos los cubitos que acababa de sacar de la nevera. Se olía a algo que se cocinaba en el horno: estofado; con patatas y zanahorias.
—Creía que íbamos a cenar fuera.
—He pensado que en realidad no te apetecería. —Barbara vertió dos dedos de whisky en cada vaso y añadió un chorro de agua del grifo—. Esta mañana parecías muy cansado —dijo Barbara, alzando la vista con expresión muy tranquila.
—Debo de estarlo un poco. Estos últimos días no he dormido mucho.
—Esta noche tendrías que acostarte pronto.
—Eso pretendo. A no ser que me llame Victor, o cualquier otro.
—¿Todavía no han arreglado… lo que sea, eso que no funciona?
—Aún hay algún problema con las máquinas. Y encima tengo a un borde del sindicato dándome la paliza para demostrarme lo duro que es. —Vio que ella le miraba y añadió—: No me estoy excusando, son hechos.
—Yo no he dicho nada.
—Ya lo sé.
Hubo un momento de silencio mientras tomaban un trago. Mitchell encendió un cigarrillo y se lo pasó a Barbara. Luego se encendió otro para él.
—Esta mañana no has leído la carta de Mike —dijo su esposa—, y ahora no sé dónde la he metido.
—Es verdad, me había olvidado. ¿Algo nuevo que deba saber?
—Sigue sin explicar cómo le van las clases. Habla sobre todo de fiestas. Está reparando su motocicleta en el apartamento y no le queda sitio ni para sentarse. Tiene otra receta de arroz con setas que nos quiere enseñar cuando venga.
—¿Todavía no sabe si va a ser cocinero o mecánico?
—Ha llamado Marión. Cenamos en su casa el sábado.
—Bien. ¿Quién más va?
—No se lo he preguntado. Seguro que conoceremos a todo el mundo.
—Sí, claro, como siempre.
—El triturador vuelve a ir mal. A ratos funciona y a ratos se atasca.
—¿Por qué no llamas a alguien para que te lo arregle?
—Dijiste que lo harías tú.
—Es verdad, lo dije.
—Hace un mes —dijo Barbara—. La primera vez que se atascó, o lo que sea.
—Sí, siempre me olvido. —Mitchell miró hacia el fregadero—. Este fin de semana lo abriré, a ver de qué se trata.
—No estaría mal.
—Probablemente las cuchillas se han salido de sitio. —Miró a Barbara, que bebía otro trago y posaba de nuevo el vaso en la repisa.
—He tenido una historia con una chica —dijo.
Barbara mantuvo la vista fija en el vaso, todavía en su mano. Él sabía que estaba esperando que siguiese, pero no sabía qué decir.
—La conocí hará unos tres meses. —Volvió a hacer una pausa, mientras ella tomaba otro trago, aún sin levantar la vista.
—Sigue.
—No sé cómo explicarlo.
—Inténtalo —dijo Barbara. Entonces le miró directamente. Parecía tranquila—. ¿La conozco?
—No. La conocí en un bar. Hemos estado viéndonos dos o tres veces por semana.
—¿Te acuestas con ella tan a menudo?
—No se trata de eso.
—Entonces, ¿para qué os veis?
—Estoy intentando decirte que empezamos a vernos… y no era sólo una cuestión de sexo.
—¿Es buena en la cama?
—¿Por qué lo preguntas?
—¿Qué pasa? ¿Acaso ofende tu sentido de la moral?
—La conocí y nos gustamos mutuamente. Así de simple. No sé por qué. Yo no andaba buscando nada.
—¿Qué edad tiene?
—Veintidós.
—Uno más que Sally.
—Ya lo sé. Pero no parece tan joven.
—Sally está casada.
—Ella también lo estuvo. Se divorció.
—¿Cómo se llama?
—Cini.
—¡Qué mono!
—Cynthia. En verdad se llama Cynthia.
—Es joven —dijo Barbara—. Es distinta. La conociste en un bar, pero en realidad es muy buena chica. Está enamorada de ti y está dispuesta a casarse de nuevo. ¿Qué más?
—No va por ahí. —Intentando aparentar tranquilidad, alzó lentamente el vaso para terminarse la bebida.
Barbara esperó, mirándole:
—Si no va por ahí, ¿entonces por qué me lo cuentas? Si has tenido una historia a escondidas, ¿por qué coño vienes ahora a contármela?
—¿Quieres otro? —Volvía a llenar su vaso.
—A mí tampoco me iría mal —contestó ella.
El vaso le era útil, porque podía tocarlo, darle vueltas y mirarlo mientras pensaba. No podía quedarse mirando el papel pintado de las paredes o los armarios durante mucho rato. Sólo podía mirar a Mitchell de vez en cuando. No quería presionarle con su mirada y hacer que se sintiera incómodo. El muy hijo de puta. Tomó la palabra otra vez:
—De acuerdo. Dos personas supuestamente inteligentes que han vivido juntas durante veintidós años están manteniendo una pequeña conversación. Si no piensas casarte con la chica… ¿puedo asumir eso?
—Sí. No pretendo casarme con ella.
—¿Entonces para qué me lo explicas? ¿No podrías tener un poco de sentido común y guardártelo para ti? ¿O es que te estás haciendo el macho?
—No sé. Me tenía preocupado. —Miró a su mujer y se obligó a sostenerle la mirada—. Barbara, yo no sirvo para estas cosas. No me puedo acostumbrar a fingir de este modo. Me siento como si fuera otro.
—Te tenía preocupado —contestó Barbara—. Pobrecito.
—¿Quieres escucharme, o no?
—No lo sé. Tal vez no quiera.
—De acuerdo. Será mejor olvidarlo.
—¡Olvidarlo!
—Quiero decir que será mejor que lo hablemos otro día. Tal vez no debería haber sacado el tema.
—Lo tuyo es demasiado. Tal vez no deberías haber sacado el tema.
—Mira, no es tan fácil de explicar.
—Supongo que no, cuando puede destrozar un matrimonio perfecto que ha durado veintidós años. —Hizo una pausa—. ¿O no era tan perfecto? Por Dios, de repente no estoy segura de conocerte. Y mucho menos a ella. ¿Es guapa, o inteligente, o qué? ¿Tiene los pechos grandes?
—Barbara, ella no es lo que tú te imaginas. Tiene una pinta de lo más normal.
—Bueno, pues dime dónde está su gran atractivo. ¿Domina un montón de trucos de cama?
Mitchell negó con la cabeza.
—Nos llevábamos bien, eso es todo. Reíamos mucho y nos lo pasábamos bien.
—También nosotros nos llevamos bien —dijo Barbara—. Y reímos. Al menos, solíamos hacerlo.
—Lo sé. No tiene ningún sentido. Es simplemente algo que sentía.
Barbara frunció el ceño:
—Un momento. ¿Por qué hablas en pasado? ¿Es que no la vas a ver más?
—No lo sé. En este momento, ni siquiera sé dónde está.
—O sea, que te ha dejado, pero tú sigues interesado en ella.
—Es un poco más complicado que eso.
—¿Y pues…?
—Si te contara toda la historia…, no sé, supongo que me lo he montado mal. Parecería que viniese a ti en busca de compasión.
—Chico, para que tuviera compasión de ti, tendría que ser una historia terriblemente triste.
—Bueno, no es algo que ocurra todos los días.
—Pero no me lo vas a contar.
—Todavía no.
—Así que sólo sé que has tenido un ligue.
Mitchell no hizo caso y bebió un trago. Ella dijo:
—Nunca pensé que nos pudiera pasar esto. Ni siquiera me lo había imaginado. Jamás.
—Yo tampoco —dijo Mitchell—. Pensándolo bien…, se hubiese acabado y tú no te habrías enterado.
—Sí que había notado algo —dijo Barbara—. Al menos desde hace un mes. Pero, por Dios, ojalá no me lo hubieras dicho.
Aquella mañana, de diez a doce, Barbara jugó su partida de dobles, con su grupo habitual de los miércoles, en el Squire Lake Racquet Club. Cuando llegó a casa eran las doce y veinticinco. No salió del coche. Se quedó sentada en el Mercedes y encendió un cigarrillo. Estaba sola. Oía el zumbido del motor y, débilmente, la voz de Roberta Flack en la radio. El coche era cálido y razonablemente cómodo. Llevaba una bufanda y una chaqueta por encima de su conjunto blanco de tenis. No se había puesto pantalones largos; todavía tenía las piernas morenas de las dos semanas que habían pasado en México en febrero. Podía entrar en casa, ponerse unos pantalones e ir a casa de Marión a comer y a charlar con las chicas, riendo, como si nada hubiera pasado. O podía volver hacia atrás, tomar la autopista y dirigirse hacia el norte, o el sur, o cualquier otra dirección, qué más daba, y no parar: sentir la velocidad del coche —comprobar qué velocidad podía alcanzar— y ver cómo los árboles y las indicaciones de la carretera iban quedando atrás y… ¿qué más?
O podía acercarse a la Ranco Manufacturing, entrar en la oficina de Mitch y darle en las pelotas al gran amante. Al cabrón. Al desgraciado hijo de puta. Veintidós años. Y había tenido que ir a contárselo a ella.
Se preguntó si habría tenido antes otra amante. No, ella se hubiera enterado de alguna manera. O él, agobiado por su conciencia, se lo hubiera contado. No creía que le hubiese mentido nunca. Pepe Inocentón, el buen chico.
Pero, por Dios, estaba loco. Enamorarse de una calientabraguetas, de una niñita mona sin dos dedos de frente que probablemente no llevaba bragas, decía cosas como «enrollado» y «legal» y fumaba chocolate.
Se imaginaba a Mitchell probándolo, sosteniendo delicadamente el retorcido cigarrillo en su mano de camionero, intentado evitar que el humo se le escapara por la nariz. El muy imbécil. La droga es para los imbéciles. Lo había dicho Bob Hope en una película. Recordaba la frase, pero no sabía por qué. Ni siquiera recordaba el nombre de la película, sólo que la habían visto juntos antes de casarse. Cuando Mitch trabajaba en Dodge Main y estudiaba ingeniería por la noche; ella estaba entonces preparando su doctorado en literatura inglesa, aunque luego no llegó a obtenerlo. Cada sábado o domingo salían a ver algún espectáculo o algo de deporte, los Tigers o los Lions, según la temporada.
Veintidós años gastados, desaparecidos. Fotografías olvidadas en un cajón. Recordó el día en que, sentados los dos en el suelo —hacía un año, justo después de casarse Sally—, habían estado repasando el montón de retratos que un día iban a ordenar y clasificar en álbumes, cronológicamente, con fechas: una memoria fotográfica de la familia. Sally y Mike de pequeños en la playa, Sally y Mike junto al coche. Barbara, más joven, con una melena lisa y falda larga. Junto al coche. Mitch, más gordo, con el pelo al rape. Junto al coche. ¿Por qué se retrataban siempre junto al coche? Mitchell decía que iba muy bien porque era una buena manera de poder identificar luego el año. Los coches cambian y las personas también. Escenas que ahora veían y no podían asociar a ningún suceso concreto. Había algunas fotos de una fiesta celebrada al menos dieciocho o veinte años antes. Qué jóvenes parecían todos. Buenos amigos de entonces que, en muchos casos, seguían siéndolo. Todos riendo. Todos los fines de semana. Cada uno llevaba algo, una caja de cervezas o una botella de Imperial. No tenían dinero, pero hablaban y se reían y apenas tenían preocupaciones.
Recordó también que una vez le había preguntado a Mitchell, tal vez hacía un mes:
—¿Por qué ya no nos divertimos?
Él había contestado:
—Sí que nos divertimos. Vamos a Florida y a México, hemos estado en Europa, jugamos al tenis, salimos a cenar fuera todas las semanas, vamos a ver espectáculos…
Y recordó que había insistido:
—No has contestado a mi pregunta.
Aquel otro día, cuando repasaban las fotografías, ella le había preguntado:
—¿No tienes muchísimas ganas de que Sally tenga un hijo?
—No sé, pero cuando llegue ese día estaré casado con una abuela, ¿no? —había respondido él divertido, pero insinuando algo al mismo tiempo.
Subir y echar su ropa por la ventana. Sus camisas almidonadas y sus pantalones de montar y su abrigo negro y el conjunto azul que usaba cada mañana para salir a correr. Que venga y se encuentre todas sus cosas amontonadas en el césped de la entrada y tenga que cargarlas en su maravilloso Grand Prix color bronce.
«Espabílate —se dijo a sí misma— y vete a comer».
Barbara salió del coche y llegó a la entrada caminando por el césped. Estaba a punto de abrir cuando se dio cuenta de que la puerta estaba ligeramente abierta. El cierre de cobre estaba ajustado al marco, pero no del todo cerrado. Aquella mañana, ella había salido por la puerta de atrás, la que daba al garaje. ¿Había abierto la puerta frontal? Sí, para coger el periódico. Y luego la había cerrado de golpe. Probablemente no la había cerrado con llave —habían perdido una copia y, generalmente, sólo cerraban con llave antes de acostarse—. Pero estaba segura de que no se la había dejado abierta.
Al llegar al recibidor, se quitó el abrigo y lo dejó sobre una silla. Entonces, al quedarse quieta, escuchando, supo que había alguien en la casa. No fue porque oyera ningún ruido; lo percibían sus sentidos. Había alguien.
Alan Raimy estaba sentado en una silla grande, junto al hogar, con las piernas cruzadas y un maletín a sus pies, en el suelo.
Vio entrar a Barbara en el cuarto de estar: piernas bonitas y morenas en pantalón corto. Una tía guapa y bien conservada. Bonitas caderas: se movía bien.
Dijo:
—Le diré lo que voy a hacer, Flaca.
Barbara se dio la vuelta bruscamente y lo vio a unos tres metros de distancia, sentado en la cómoda silla: un joven huesudo y pálido, con el pelo largo y un traje azul de oficinista, sentado en la silla de Mitchell. Se fijó en las botas y en el maletín.
—Le voy a ofrecer un servicio de contabilidad mensual personalizada —dijo Alan—. Me encargaré de sus facturas y de sus gastos por el módico porcentaje del tres y medio por ciento. Si no queda satisfecha, le devolvemos el dinero.
—¿Quién es usted?
—De hecho, ése es nuestro lema. «Silver Lining Accounting Service»: si no cumplimos, devolvemos.
—¿Cómo ha entrado aquí?
—Andando, Flaca. He llamado y no ha contestado nadie. La puerta estaba abierta, así que entré.
Barbara mantuvo la voz fría y tranquila:
—Pues haga el favor de levantarse y salir de aquí.
—Por ejemplo —continuó Alan—, imagino que tendrá usted un pago amortizable de ochocientos o novecientos dólares. Tiene todas las tarjetas de crédito habidas y por haber y con ellas gasta cuatrocientos dólares de más cada mes en gastos corrientes. —Barbara se lo quedó mirando y Alan se encogió de hombros—. De acuerdo, digamos que cuatrocientos es una cifra aproximada.
—Por última vez, le pido…
Alan levantó una mano:
—Otros doscientos en restaurantes. Firmar es más fácil, ¿verdad?
—O llamaré a la policía.
—¿Para qué?
—¿Para qué? Entra en mi casa, se niega a salir y…
—Yo no me he negado a salir. No me ha dado usted ocasión.
—Está bien, se la estoy dando ahora. Váyase.
Alan se dispuso lentamente a recoger el maletín y levantarse.
—Cuatro mil doscientas veces tres y medio son aproximadamente redondeando… cuatro por cinco son veinte, tres por cuatro son doce… cerca de unos ciento cuarenta pavos al mes a cambio de no tener que repasar sus cuentas nunca más. ¿Qué le parece?
—¿Cómo se llama la compañía?
—Silver Lining Accounting, ya se lo he dicho.
—¿Cuál es el teléfono de la oficina?
Alan empezó a retirarse:
—No se preocupe, ya volveré. No molestar nunca al cliente, no crearle problemas.
—Deme el número —dijo Barbara—. O una tarjeta.
Alan se golpeó los bolsillos.
—Se me han acabado las tarjetas. —Miró a Barbara sonriendo—. No se preocupe, Flaca, estaremos en contacto. —Atravesó el recibidor y salió por la puerta principal.
Barbara se acercó a la puerta y la abrió a medias para verle cruzar el césped de la entrada. Al llegar al pavimento, Alan se quedó parado. Unos instantes después llegó un Thunderbird blanco y se paró. El joven huesudo y pálido se metió en el coche con su maletín y desapareció.
Barbara volvió al cuarto de estar. Miró alrededor desde la entrada arqueada. Todo parecía estar en su sitio. Subió corriendo al piso de arriba, fue directamente al armario y sacó la caja donde guardaba sus joyas. No faltaba nada. Miró alrededor. No parecía que hubieran revuelto la habitación.
Sabía que tenía que llamar a la policía. Pero tendría que esperar a que vinieran y contestar una serie de preguntas a las que, en verdad, ¿qué respuesta concreta podía dar? Realmente, aquello no parecía digno de preocupación, en comparación con todo lo que últimamente le estaba ocurriendo. El hijoputa. Empezó a cambiarse, quitándose el equipo de tenis. Tendría algo de qué hablar en la comida y no tendría que quedarse allí sentada, pensando.
—Veo que llega el coche —dijo Leo Frank— y pienso, por Dios, ¿qué estará haciendo?
—Estaba arriba —dijo Alan—. Nunca han de pillarte arriba. Si te pillan allí, no se creen ni una palabra. Pero ella se quedó en el coche, creo que fumándose un cigarrillo. Así que, cuando llegó, yo estaba sentado en el cuarto de estar con mi traje gris.
Leo conducía despacio, controlando la velocidad, y el Thunderbird siguió por la carretera de Long Lake hacia el este, cruzando la zona ajardinada de casas grandes que se alineaban lejos de la calle. Estaba ansioso por llegar a Woodward y girar hacia el sur, hacia el nebuloso horizonte de la ciudad.
—Me salí con lo de la agencia de contabilidad —explicó Alan—. Si no queda satisfecha, le devolvemos su dinero.
—Agencia de charlatanería —dijo Leo—. Mira que eres canalla.
—La tía no está mal —comentó Alan—. No me importaría hacerle un favor.
—Me sorprende que no le hayas hecho ninguna proposición.
—¿Quién dice que no lo he hecho? —Alan se sentó con el maletín en su regazo, apoyando las palmas sobre la superficie de piel, marcando el ritmo con sus dedos flacos, despacio, casi en silencio.
—Bueno —dijo Leo—, ¿vas a decirme lo que había allí dentro, o no?
—No te lo creerías.
—Dímelo, a ver si me lo creo o no.
Alan abrió los cierres del maletín.
—¿Estás preparado? ¡Ta-chaaaan!
—Venga, por Dios.
Lo abrió del todo.
—Tengo un abrigo.
—Ya. —Leo echó un vistazo. El abrigo estaba doblado cuidadosamente en el maletín y parecía llenarlo por completo.
—Y tengo una camisa. Debajo.
—Ya.
—Tengo una corbata. Por si acaso.
—¿Una corbata bonita?
—De ésas no tiene. Y tengo… ¿Estás preparado para esto? El premio de la suerte más cojonudo de la vida. —Alan sacó del maletín el abrigo, todavía doblado, y Leo miró de nuevo.
—¡Por Dios!
—Un auténtico Smith & Wesson del treinta y ocho de los cojones, tío. ¿Cómo se te ha quedado el cuerpo? La pipa, el papelito correspondiente y una cajita llena de balas del treinta y ocho.
—Por Dios —repitió Leo—, si lo llegas a buscar no lo encuentras ni en un millón de años.
—Limpieza —dijo Alan, cerrando el maletín—. Siempre funciona.