Tiempo atrás, había sido una tienda de artículos deportivos. Mitchell se acordaba porque una vez había robado un guante de béisbol cuando estaba en séptimo curso y su padre trabajaba en la fábrica de la Ford Highland Park. Estaba en Woodward, a unos cinco kilómetros del centro de la ciudad, en un bloque de viejos y sucios locales. Los antiguos escaparates de la tienda estaban ahora pintados de negro y, en letras blancas de un metro y medio de altura, podía leerse: «Modelos desnudas».
Las chicas estaban sentadas alrededor de una sala decorada con sofás de aluminio, llenos de almohadones verdes y amarillos. No eran feas, pero tampoco especialmente guapas. Eran chicas de unos veinte años, que igual podrían haber sido camareras que dependientas de una tintorería. En las paredes había una serie de retratos de mujeres desnudas, pero ninguno correspondía a las que estaban esperando en la sala. El cliente llegaba, se dirigía a una mesa vieja, le pagaba quince pavos al tipo de la silla giratoria, y cinco más por el alquiler de una Polaroid, si la quería, o si había alguna disponible, o si había película; entonces, elegía a una de las chicas y se encaminaba por el salón hacia uno de los cubículos de ocho por diez. O estudios, como los llamaban ellas.
La primera vez que Mitchell fue, alquiló una cámara y escogió a Cini sin dudarlo, aunque no dio muestras de conocerla. Recordaba que se había sentido muy incómodo al entrar allí y pagar los quince dólares. Cini sonrió, pero no dijo su nombre hasta que llegaron a la habitación y empezó a quitarse el suéter y los téjanos. No llevaba nada debajo. Era la primera vez que la veía desnuda. Ella sonrió de nuevo y le preguntó si pensaba realmente hacerle fotos. Mitchell dijo que le parecía que eso era lo que se esperaba de él. Ella comentó que la mayoría de los tipos se quedaban sentados, simplemente mirándole las tetas y el vientre. A veces le pedían que se tumbara y se abriese de piernas, pero muy pocos alquilaban una cámara o llevaban la suya. Mitchell le preguntó si los tipos nunca intentaban nada. Ella dijo que sí, que a veces; pero la mayoría eran horribles, se ponían nerviosos y sólo podían mirar. Un cartel en la pared advertía:
ESTÁ PERMITIDO MIRAR Y SACAR FOTOGRAFÍAS, PERO NO TOCAR.
Mitchell preguntó si era cierto, si realmente ninguna de las chicas lo permitía. Cini contestó que era probable, pero que no lo sabía, nunca lo comentaba con ellas. Era una manera fácil de sacar ciento cincuenta a la semana, por media jornada, y sin tener que preocuparse por la posibilidad de que la arrestaran. Era más de lo que necesitaba para pagarse los estudios y poder vivir. Decía que estaba contenta de haber podido abandonar las drogas y de no tener que trabajar cada día. Aquel día, ella empezó en seguida a coquetear, adoptando poses exageradas. Él sacó media docena de fotografías, que salieron nítidas y claras gracias a la brillante iluminación de la habitación, pero luego no se las llevó. Aquella noche fueron al motel Caravan por primera vez. Tres semanas después, él alquilaba el apartamento y ella abandonaba su empleo de modelo.
Ahora, la segunda vez que Mitchell entraba en aquel local, se sintió también incómodo al entrar y ver cómo las tres chicas y el tipo de detrás de la mesa le miraban. Sabía que le estaban juzgando; un tipo de mediana edad, caliente, que tiene que pagar para ver a una chica desnuda; un viejo verde tratando de aparentar naturalidad.
El tipo de detrás de la mesa era pesado, aunque de apariencia fofa, con las patillas esculpidas y el pelo lacio, peinado hacia un lado con la intención de disimular su calvicie; un tipo de unos treinta años, con unos quince kilos de más, embutidos en una apretada camisa deportiva. Olía a loción para después del afeitado. Se quedó mirando a Mitchell, sin moverse, mientras éste se acercaba a la mesa.
—Había una chica que se llamaba Cini, Cynthia, que trabajaba aquí. ¿Está todavía? —dijo Mitchell.
El gordo, que se llamaba Leo Frank y era el dueño del negocio, siguió mirando a Mitchell durante unos instantes, antes de contestar:
—Tenemos una Peggy, una Terry, una Mary Lou, pero ninguna Cini.
—Bastante guapa, de metro sesenta y cinco, aproximadamente —dijo Mitchell—. Estudiaba algo.
—Todas estudian —contestó Leo Frank—. Éstas son probablemente las chicas más educadas que ha visto usted en su vida. Escoja la que quiera.
—La que busco se llama Cynthia Fisher —dijo Mitchell.
El gordo desvió la mirada con gesto pensativo. Finalmente dijo:
—Sí, estuvo una temporada trabajando aquí. Pero lo dejó hace tiempo. Hace por lo menos dos meses.
—¿Y no la ha vuelto a ver desde entonces?
—Siento no poder ayudarle. Tal como vienen, se van. —Leo Frank señaló con la cabeza hacia las tres chicas, bajando la voz—. Ésa de ahí es Terry, la que está en medio, si le interesa ver algo realmente bueno.
Mitchell echó un vistazo a las chicas, pero no quería quedárselas mirando.
—¿Cuánto tiempo hace que trabaja aquí?
—No más de una semana. Ella y Mary Lou acaban de empezar.
—¿Y la otra? —preguntó Mitchell.
—¿Peggy? Bueno, Peggy lleva más o menos un par de meses.
—Me quedo con ella.
—Está bien —dijo Leo Frank—. Con Peggy podría tener algún extra, ya sabe a qué me refiero.
Mitchell pagó los quince dólares y caminó hacia la chica, sin mirar a las otras dos. Las tres le estaban mirando.
—¿Peggy?
Se levantó sin darse ninguna prisa. Mitchell esperó. Ella empezó a andar delante de él hacia el pasillo. Mitchell la siguió, consciente de su edad y de que las otras dos chicas le miraban.
Leo Frank dio la vuelta a su silla giratoria, dando la espalda a las dos chicas. Cogió el teléfono y marcó un número. Cuando contestaron, dijo:
—Está aquí… ¿Quién coño quieres que sea? El tipo. Está aquí.
La chica miró directamente a Mitchell mientras se desabrochaba la blusa y se la quitaba. Durante un momento se quedó de pie, desnuda hasta la cintura, antes de decir:
—No serás policía, ¿verdad?
—Pensaba que esto era legal —contestó Mitchell.
—Lo es —dijo la chica—. Sólo que tenía mis dudas.
—¿Acaso tengo pinta de poli? —Mitchell pensaba que probablemente sí la tenía. Treinta años en el cuerpo. Brigada del vicio.
—Nunca se sabe —dijo ella, bajando la cremallera de sus pantalones y quitándoselos. Llevaba bragas—. Algunos, los de vicio y los de narcóticos, llevan el pelo largo, bigote, y a veces hasta barba. Tendría que haber una ley que les obligara a llevar uniforme en todo momento.
—No soy de la poli —dijo Mitchell—. Simplemente, me gusta mirar señoras desnudas.
—¿Es eso todo lo que haces, sólo mirar?
—Eso es lo que dice el cartel.
—¿Te interesaría algo más? —Metió los pulgares en las bragas, como un cowboy, en una pose destinada a realzar sus caderas—. ¿Sí o no? No voy a decirlo exactamente, porque eso sería prostitución, pero supongo que te haces una idea.
—Y las demás chicas que trabajan aquí, ¿son todas… putas?
—Hostia, tú no eres de la pasma, tú debes de ser periodista. «¿Cómo te metiste en esto?, ¿cuánto ganas?, ¿sabe tu madre que te dedicas a esto?». Con la pasma, sabes de qué va. Con un periodista es peor; tienen la mente sucia, quieren oírte decir guarradas que luego ni siquiera pueden publicar. No, lo siento. No pienso contestar ninguna pregunta sobre nada.
—Ni soy policía —dijo Mitchell— ni soy periodista. Sólo quiero preguntarte si conoces a una persona. Una chica que trabajaba aquí. Se llama Cini, Cynthia. ¿La conoces? Es una cuestión personal. Quisiera ponerme en contacto con ella, pero ya no sé dónde vive. Se ha mudado.
La chica seguía dudando.
—¿Sabes dónde vivía antes?
—En un apartamento por Palmer Park. En Merrill.
—Se fue de allí hace unos meses.
—Eso ya lo sabía —dijo Mitchell.
—Estudiaba algo —dijo la chica—. Creo que en Wayne.
—Lo ha dejado —dijo Mitchell—. Llamé y me dijeron que hacía una semana que no iba a clase.
—Bueno, pareces saber más de ella que yo —dijo la chica—. Yo apenas la conocí. Ni siquiera sabía que había dejado la escuela.
Mitchell permaneció callado, pensativo, antes de decir:
—Bueno, gracias de todas formas. —Y se encaminó hacia la puerta.
La chica, sorprendida, dijo:
—¡Eh! ¿No quieres verme la cosa?
Leo Frank esperó a que Mitchell hubiera salido para dar la espalda a las chicas por segunda vez y coger de nuevo el teléfono. Cuando contestaron, dijo:
—Se acaba de ir… No, preguntaba por Cini… ¿Y qué crees que le dije, por Dios?… Sí, se ha metido en un estudio, pero la tía no tenía ni puta idea… Vale, hasta luego… Ya dirás algo.
Alan Raimy colgó el teléfono y salió del estrecho y desordenado despacho que tenía en el vestíbulo del Imperial Art Theater. «No apto para menores. Continua de 10 a 22 horas». Volvió a revisar con la mirada el local, contando: uno, dos, seis, nueve, tal vez un par más en la parte oscura, en alguna de las filas de butacas prácticamente vacías. Oyó el proyector que enviaba a la pantalla imágenes confusas, desenfocadas, en blanco y negro. La escena de la sauna. El tipo está ahí sentado. La tía entra. «Oh —dice— ¿no es esto el lavabo de señoras?». El tipo se levanta. Los ojos de ella se dilatan y baja la mirada, en primer plano para que se note su reacción. Vaya mierda. Los veintipico tíos que habían pagado cinco dólares por barba verían la escena de la mesa de masajes, unos cuatro minutos después, y luego la historia del grupo en la sauna. La misma mierda de siempre. Un poco más lento de lo normal y lo suficientemente desenfocado como para que resultara molesto. Alan Raimy decidió que si la película no funcionaba bien en un par de días la vendería y compraría Juerga en la granja, que según decían estaba arrasando en Chicago y en Los Ángeles.
Alan Raimy no era el dueño del cine; era el gerente. El dueño vivía en Deerfield Beach, en Florida, y permanecía allí de noviembre a mayo. De modo que era Alan quien registraba los ingresos de taquilla y se las ingeniaba para obtener el justo beneficio de ese trabajo extra. Si hoy han venido cien, sólo se registra la entrada de la mitad de ellos. Era fácil pegársela a un mamón que pasaba en Deerfield Beach siete meses al año. Lo bueno era que Alan podía ver el estreno de todas las películas. Le encantaba el cine. Algún día, él mismo haría una película; una buena película pomo, pero bien hecha, con estilo; no sólo una historia verde, una película realmente fuerte.
Cruzó el vestíbulo en dirección a la calle y echó a andar hacia el sur por la avenida Woodward, con las manos en los bolsillos, los hombros encogidos por aquel maldito frío. Los rizos de su cabellera oscura se amontonaban sobre el cuello de su chaqueta: un tipo joven que camina sin rumbo fijo, sin prisa, mirando los escaparates y los coches que pasan… hasta que apareció Mitchell.
Cuando el semáforo se puso verde, Mitchell se dirigió hacia Woodward. Había cruzado ya cuando Alan, detrás de él, llegó a la esquina. El semáforo de peatones se puso rojo. Alan se lo quedó mirando pero cruzó igualmente. Cuando se hallaba en medio de la calzada, de seis carriles de circulación, el semáforo dio paso a los coches, pero él siguió andando. Un claxon sonó a su derecha. Alan no miró hasta que oyó gritar al conductor:
—¡Idiota! ¿Quieres que te maten?
Tres filas de coches habían quedado detenidas, en espera de que él acabara de pasar. Miró al tipo que había gritado, que ahora se asomaba a la ventanilla.
Alan le dijo, tranquilamente:
—¡Eh, colega, jódete!
Y siguió andando, seguro de que el tipo no saldría del coche, con todo aquel tráfico detrás de él. Pasó entre los coches y llegó a la acera a tiempo para ver que Mitchell entraba en el Kit Kat Bar.
Ahí era donde la había conocido y había hablado con ella por primera vez, después de que Ross se diera cuenta de que no tenía nada que hacer con Cini y se dedicara a su amiga Donna. No, Doreen.
Había tres hombres en la barra y una media docena, incluyendo a dos mujeres, en las mesas cercanas al escenario oval, sobre el cual una chica huesuda de pechos pequeños se movía al son de un rock lento, cerrando los ojos para demostrar que realmente sentía lo que estaba haciendo; o que estaba dormida y lo hacía de memoria. Mitchell vio a otra chica, vestida con una blusa y pantalones de lentejuelas, que estaba de pie al otro extremo de la barra con una lata en la mano.
Pidió una Bud al camarero. Cuando éste volvió para servírsela y cobrarle el dólar veinticinco, Mitchell preguntó:
—¿Trabaja aquí todavía Doreen?
—¿Qué Doreen? —dijo el camarero. Había empezado a trabajar en el bar en 1932 y parecía haber conocido a todas las Doreen del mundo.
—Una chica negra —dijo Mitchell—. ¿Tenéis más de una?
—Un momento.
Se fue hacia el otro extremo de la barra, donde estaba la chica de la blusa y los pantalones de lentejuelas. Ella lo miró mientras volvía el camarero.
—Doreen no trabaja hoy —le dijo—. Es su día libre.
Mitchell asintió. Miró el reloj. Eran las cuatro menos veinte. Bebió un trago de cerveza y se quedó encantado de lo bien que sabía y de la facilidad con que pasaba. Pensó que tal vez debería tomarse otra antes de volver a casa. Echó un vistazo a la chica huesuda de los pechos pequeños, que seguía bailando, todavía con los ojos cerrados. Al cabo de un rato volvió a su cerveza, se la acabó y se fue.
Alan Raimy, en el extremo de la barra que quedaba junto a la puerta, llamó al camarero.
—¿Quieres otra Fresca? —preguntó éste.
Alan negó con la cabeza.
—Eddie, ese tipo que acaba de irse, ¿qué quería, buscaba algo?
—No sé qué buscaba. Preguntó si Doreen trabajaba hoy.
Alan sonrió:
—No jodas, así que le gustan las negras. Nunca se sabe, ¿eh?
El camarero no contestó y Alan dijo:
—¿Has visto a Bobby? ¿Ha venido?
—No —contestó, recogiendo la lata de Fresca—. No le he visto en todo el día.
El autocar turístico de la Gray Line estaba llegando al pie de la avenida Woodward, cuando Bobby Shy empezó a caminar por el pasillo con su traje claro y sus gafas de sol, pasando junto a las treinta y seis cabezas que había contado desde su asiento en la parte trasera. Se trataba, en la mayoría de los casos, de parejas: hombres de fuera que habían venido con sus mujeres a alguna convención; de mediana edad o ya mayores, casi todos llevaban gafas e insignias con sus datos personales.
—Esa bella estructura a la izquierda es el edificio del Ayuntamiento —iba diciendo el conductor a través del micrófono que llevaba enganchado en la solapa—. Y esa estatua de enfrente es la mundialmente famosa Spirit of Detroit. Ese hombre sentado allí está a unos cinco metros de altura y pesa unos siete mil kilos. Ahí delante está el río Detroit.
Al girar el autocar hacia la izquierda, las cabezas se movieron y las miradas se desviaron para contemplar el río y la línea gris del horizonte.
—Al otro lado, la bella ciudad de Windsor, Ontario —siguió el conductor—. Se puede pasar a Canadá por el puente o por un túnel. Antes había un transbordador, pero creo que dejó de funcionar hace tiempo. Lo curioso es que, desde este lugar en concreto, Canadá queda al sur de los Estados Unidos.
Ya en la parte delantera del autocar, Bobby Shy alzó la cabeza para mirar hacia afuera. Encogiéndose de nuevo, metió la mano en la chaqueta de su traje gris, extrajo un Colt Special del treinta y ocho y apoyó suavemente el cañón en la oreja del conductor.
—Dame ese micro, tío —dijo Bobby Shy.
El conductor volvió la cabeza, alzó la mirada y el autocar invadió bruscamente el carril contrario. Sonó el claxon del coche que les seguía. Bobby Shy miró a los rostros atónitos de los pasajeros y de nuevo al conductor. Luego dijo:
—Tranqui, tío. Todo saldrá bien. Gira a la izquierda después del semáforo. Después, la tercera a la derecha y luego la primera a la derecha. ¿Te enteras? ¿Sí o no?
Arrancó el micrófono de la solapa del traje del conductor y se volvió de nuevo hacia los pasajeros, hacia la fila de gafas de sol e insignias con nombres. Dijo:
—Señoras y señores, ya ven lo que es esto. Estoy seguro de que todos ustedes desean tanto como yo que todo vaya bien. Porque si no es así, si algún hijo de puta quiere hacerse el valiente, le vuelo la cabeza. —Hizo una pausa y señaló al otro extremo del autocar—. Mientras continuamos este viaje por la dinámica Ciudad de los Coches, mi ayudante pasará por el pasillo para recoger sus contribuciones.
Doreen llevaba gafas de sol y una peluca rubia, adornada con un divertido rizo donde el pelo se apoyaba en sus hombros delgados. Se levantó de su asiento y empezó a recorrer el pasillo con una bolsa de plástico doblada por la parte superior para que se mantuviera abierta.
Cuando el autocar llegó a la esquina, Bobby Shy siguió hablando:
—Siéntanse libres para darle a mi ayudante sus monederos, carteras, relojes y joyas. O sea, no se repriman, porque estamos robando el autocar, amigos, nos llevamos todo lo que tengan.
Doreen ofrecía la bolsa a uno y otro lado del pasillo, sin olvidar a nadie, diciendo:
—Gracias, amor…, gracias, Dios la bendiga, señora…, me encantan esos pendientes. ¿Son diamantes auténticos?… Señor, nos llevaremos también su reloj, si no le importa. Gracias, cariño. Dios le bendiga.
Cuando el autocar giró hacia el norte y tomó una calle ancha del área del gueto negro de la ciudad, Bobby Shy dijo:
—A la izquierda, un poco más arriba, junto a la casa de empeño y el centro de apuestas, está el mundialmente famoso Barbacoa K. O, del que tanto habrán oído ustedes hablar. Ahí podrán beber hasta emborracharse. Encontrarán todo lo que les guste, en lata. —Hizo una pausa, mirando hacia el pasillo—. Señor, meta su cartera en la bolsa, si es tan amable. Muchas gracias.
Volvió a alzar la cabeza para mirar por la ventanilla.
—Y ustedes, caballeros, ¿ven ese bar que hay en la esquina? Es una casa de putas. Un establecimiento limpio y agradable. ¿Ven esa zona inundada? Restos de la riada que tuvimos hace algunos años. Me voy a comprar una buena cadena de alta fidelidad, un cepillo de dientes eléctrico…, una televisión en color para mi mamá. —Y, dirigiéndose al conductor, añadió—: Después de la esquina, a la derecha. Hasta el final de la calle.
Doreen había llegado ya a la parte frontal del autocar, acabada su tarea.
—¿Qué tal?
—Parece que está bien —contestó ella—. Algunas chorradas y talones nominativos, pero no tiene mala pinta.
Al llegar al final de la calle, el autocar paró frente a una valla pintada a rayas blancas y negras.
Bobby Shy sonrió a la fila de rostros tensos y pálidos que le miraban, y dijo:
—Detroit es una gran ciudad, enorme y entretenida. Diviértanse; y gracias.
El conductor y los turistas vieron cómo Bobby Shy y Doreen se largaban por el terraplén de la autopista de Chrysler, cruzaban entre el tráfico, corrían junto al seto de separación, esperaban a que pasasen los coches y después acababan de cruzar, hasta llegar al terraplén del lado contrario. Un coche les esperaba en la estación de servicio. Pudieron verlo alejarse, porque circulaba por una zona que había sido arrasada para su reconstrucción, pero luego alcanzó una fila triple de viejos bloques de pisos y se perdió de vista.
El John esperó en el recibidor. No se movió hasta que Doreen hubo encendido la luz. Entonces entró, algo bebido, echando un vistazo al apartamento y ladeando la cabeza.
—No está mal este sitio —dijo El John—. Muy sexy. Te lo debes de montar bien.
Cuando miró de nuevo a Doreen, la peluca estaba apoyada en un candelabro en el centro de la mesita de café y ella estaba junto al tocadiscos, poniéndolo en marcha. Su peinado era natural, ligeramente ahuecado.
—¿Quieres una copa o algo antes? —preguntó Doreen.
—¿Tienes… chocolate?
—Creo que sí, voy a mirarlo. Siéntate y quítate el abrigo, si quieres. —Mientras ella hablaba, llegó, suave, la voz de Aretha Franklin.
El John vio que cogía un libro de la estantería, lo abría y sacaba un sobre blanco de los grandes. Se acomodó en el sofá.
—Ah, no me has dicho cómo te llamas.
—Te lo he dicho, pero te has olvidado, Doreen.
—Tampoco me has dicho cuánto.
—Quítate los zapatos, cariño. Luego hablaremos de negocios.
Encendió un porro, se lo pasó y miró cómo lo fumaba. Mientras lo hacía, los ojos del hombre se abrieron, atentos a algo, y tosió, sacando el humo.
—Tío, se supone que te lo tienes que tragar. —Le siguió la mirada para ver qué había visto.
Bobby Shy estaba en la puerta, en calzoncillos, con un cigarrillo apagado entre los labios.
—¿Qué hora es? —preguntó.
—Las once menos cuarto —contestó Doreen, mirando su reloj—. Pensaba que estabas durmiendo.
Se acercó a la mesita de café y cogió el encendedor. El John no se movió. Se quedó mirando a Bobby Shy, su vientre delgado, los hombros caídos y las venas marcadas como cuerdas en los brazos. Encendiendo el cigarrillo, Bobby Shy dijo:
—¿Cuánto vas a tardar?
—Toda la noche, si él está dispuesto.
—Tengo que salir un rato —dijo, dirigiéndose al extremo de la habitación—. Ven un momento.
El John vio que Doreen se levantaba y seguía al negro hasta la puerta. Cuando éste le miró, El John desvió la vista rápidamente y la fijó en un grabado de unos galeones españoles en una puesta de sol de tonos anaranjados.
—¿Te suena de algo? —le preguntó Bobby Shy a Doreen.
—Le estás buscando tres pies al gato —contestó ésta—. Lleva un mes ahorrando su dinero y su polla para esta ocasión.
—Bueno, hasta luego —dijo Bobby.
Se metió en la habitación contigua y, al cerrar la puerta, oyó que Doreen decía:
—Sólo es un amigo. A él no le importa.
Bobby Shy llegó al Kit Kat Bar hacia las once y media. Le gustó el espectáculo y se sentía muy bien en aquel momento, con veinte dólares de coca pura rondándole la cabeza. Había bastante gente para ser una noche entre semana: tuvo que dar un par de vueltas para localizar a Alan y Leo, sentados en una mesa hacia el fondo del local.
Alan le miró. Leo estaba nervioso y le preguntó directamente:
—¿Dónde has estado todo el día?
—Haciendo turismo —dijo Bobby Shy. Se sentó, echó un vistazo a la gallina blanca y flaca, que seguía en el escenario oval, y se la quedó mirando un rato: una nueva, no demasiado mala; tal vez tendría que mirarla mejor.
—Hemos estado intentando localizarte —dijo Leo.
Bobby Shy asintió:
—Me han dado el recado. Aquí estoy, ¿no?
—¿Quieres beber algo? —Leo se había tomado seis vodkas con soda en las últimas horas; Alan, una Fresca.
Alan se quedó mirando a Bobby Shy.
—¿Cómo te va?
—Estoy bien. Alucino.
—Ya lo veo. Llegando a los cinco mil metros.
—Llegando no, tío; manteniéndome ahí arriba.
—Será mejor que aterrices —dijo entonces Alan—. El tipo ha estado moviéndose. Anda buscando a Cini.
—¿Y qué esperabais?
—Se está echando atrás —dijo Leo—. Quiere escaquearse.
—¿Y qué queréis que haga, atropellarle?
—Hablé con él por teléfono —explicó Alan con calma—. Quiere más tiempo. Está intentando encontrar una salida.
—Yo haría lo mismo —comentó Bobby Shy—. Buscaría salidas como un loco.
Alan era paciente. Le gustaba la idea de no levantar nunca la voz.
—Es algo más que eso —dijo—. Hemos de vigilarle más de cerca. Todavía no está asustado. Está nervioso, pero no asustado. No se queda en casa sentado, mordiéndose las uñas; pide más tiempo, y luego sale a buscar a Cini. A lo mejor todavía no se lo cree. A lo mejor piensa que es una broma. ¿Entiendes? Quiero decir que me parece que tenemos que cavar el agujero un poco más hondo y meter al tipo dentro para que vea que no hay salida posible. ¿Me sigues?
—Quieres cavar un agujero —dijo Bobby Shy. Miró de nuevo a la bailarina.
—Por si acaso —dijo Alan—. Sólo por si acaso. —Y sonrió—. Te voy a decir una cosa, tío, una forma de hacerlo que es acojonante, increíble. De verdad, te lo cuento y no te lo crees, por cojones.
Lentamente, Bobby Shy apartó su mirada de la bailarina.
—Bueno, cuéntamelo. A ver si me gusta.
Alan estaba de nuevo al mando.
—Hay tiempo —dijo—. Primero veamos si paga el anticipo.