O’Boyle se quedó mirándole. Jim O’Boyle, su abogado y amigo, sentado al otro lado de la mesa, en la oficina revestida de madera.
—No sabía que tuvieras ligues —dijo O’Boyle—. Realmente me sorprendes, Mitch, no te imaginaba así.
—No tengo ligues. —Mitchell se inclinó hacia adelante, enfatizando lo que estaba diciendo, mostrándose abierto y honesto—. Nunca en mi vida los he tenido.
—Entonces… ¿cómo le llamas a eso?
—Quiero decir hasta ahora. Nunca había hecho algo parecido antes.
O’Boyle se quedó mirándole y Mitchell añadió, elevando el tono de voz:
—Nunca consideré que eso fuera ligar. Quiero decir que no sabía, honestamente, lo que estaba haciendo.
—¿Entonces cómo lo considerabas? ¿Cuántos años tiene la chica, uno más que tu hija?
—No lo consideraba de ninguna manera. No le puse ninguna etiqueta.
No estaba muy seguro de qué decir a continuación, pero le salvó el sonido del teléfono. Lo cogió:
—¿Sí?… De acuerdo, dile que iré dentro de un par de minutos.
Después de colgar, dijo:
—Victor me necesita.
Sacó de un cajón de su mesa una cinta grabada y la sostuvo con ambas manos, como si se tratase de un objeto frágil o de valor especial.
—Anoche, después de hablar contigo por teléfono, volví aquí cuando aún lo tenía todo fresco en la cabeza. Jim, lo grabé todo en esta cinta, todo lo que pude recordar de cuanto había ocurrido. Lo que dijo el tipo, cómo sonaba, lo que se veía en la película, todo aquello que recordaba y me parecía que podía tener algún significado.
—Pero no los habías visto nunca, de eso estás seguro.
—Jim, no lo sé. Apenas los vi anoche, sólo medio segundo… ¿cómo puedo saberlo? Ahí tienes el aparato. Escúchalo, Jim, yo volveré tan pronto como pueda.
Mientras andaba alrededor de la mesa, añadió:
—Tengo a un jefe de fabricación rompiéndose la cabeza porque las jodidas máquinas no paran de estropearse o los cojinetes se hielan. Estamos más tiempo parados que produciendo, y ahora vienen esos payasos a venderme una película por ciento cinco mil dólares. ¿Habías visto alguna vez algo parecido?
—Ve y arregla tus máquinas —dijo O’Boyle.
Y Mitchell contestó:
—Sí.
En la oficina exterior, Janet, que era muy eficiente y siempre lo controlaba todo, le dirigió una mirada extraña, rápida, como si quisiera advertirle de algo.
El hombre que se hallaba junto a la mesa preguntó:
—¿Es usted Mitchell?
«Es un policía», pensó Mitchell. Ésa fue la primera impresión que tuvo al verle. Pero también había en él algo familiar. Le había visto antes en algún sitio.
Janet dijo:
—He intentado explicarle a este caballero que usted no puede ver a nadie. Pero entró y dijo que esperaría.
—Lo siento —dijo Mitchell—, pero tengo un día muy ocupado. —Y pasó caminando por el lado del hombre, dirigiéndose a la entrada.
—Me llamo Ed Jazik, soy el agente local ciento noventa y nueve del sindicato.
Iba un paso detrás de Mitchell, extendiéndole su tarjeta mientras le seguía por el pasillo, más allá del panel de cristal que daba paso a las secciones de contabilidad e ingeniería.
De modo que se trataba de eso. Mitchell le había visto en el garaje la semana anterior, hablando con algunos de sus empleados. Se sintió más relajado, cogió la tarjeta y la metió en el bolsillo sin mirarla siquiera.
—No nos hemos visto antes, ¿verdad?
—No. He sido designado para negociar el convenio de este año.
—Bueno, eso no será hasta dentro de un par de semanas.
—Pensé que podríamos hablar un poco antes, para saber qué terreno pisamos.
—Para eso ya están las negociaciones —dijo Mitchell.
—Sólo quiero que sepa que no me voy a tragar ninguna de esas mierdas que suelen ofrecer. Si no llegamos a un acuerdo rápido, se encontrará con una retirada por mi parte.
Llegaron al final del pasillo, junto a una puerta de seguridad en la que había un cartel que decía: «No pasar, sólo personal autorizado».
Mitchell se paró y se quedó mirando al hombre.
—Pensaba que todo el mundo estaba contento.
—Desde su punto de vista —dijo Jazik—, en su despacho revestido de madera, sí. Pero da la casualidad de que usted no se pasa todo el día trabajando con una jodida máquina.
Mitchell estaba cansado y no quería perder la calma. Dijo:
—¿Por qué me presiona? No tiene usted ningún motivo de queja. Esperemos un poco, ¿de acuerdo? Cuando llegue el momento de negociar, hablaremos de todo lo que usted quiera.
—Puede que no todos estén dispuestos a esperar —contestó Jazik—. Quieren que sepa que las condiciones de trabajo han de mejorar mucho.
—Oiga —dijo Mitchell—: si nos ponemos a discutir ahora, soy capaz de olvidarme de quién es usted y darle una patada en el culo. Así que, de momento, ¿por qué no permanecer como amigos?
Empujó la pesada puerta y se coló el sonido de alta vibración de la fábrica. Entró y dejó que la puerta se cerrará en las narices del agente.
O’Boyle dijo:
—Creía que habías dejado de fumar.
Mitchell se inclinó sobre su mesa para encender el cigarrillo con el fuego que le ofrecía su abogado.
—He vuelto a empezar. ¿Has escuchado la cinta?
—Dos veces.
—¿Y…?
—Creo que te están haciendo chantaje.
—¿Cuánto te debo por eso?
—Mitch, estás metido en un problema muy serio.
—Enormemente serio… En el fondo, ¿qué es realmente serio?
—Explícame cómo conociste a la chica y cómo empezaste a verte con ella. Cuéntamelo todo.
—La conocí en un bar…
—Espera un momento, que quiero grabarlo —dijo O’Boyle, al tiempo que acercaba la grabadora a Mitchell y la ponía en marcha—. Sigue.
—La conocí en un bar, hará unos tres meses.
—¿En qué bar?
—No recuerdo cómo se llamaba. Era uno de esos topless que hay en Woodward.
—¿Qué andabas buscando, un poco de acción?
—Jim, ¿de verdad tengo que decírtelo? Había salido con Ross. Me lo llevo a comer fuera una vez por semana. Y siempre procuro que no caiga en viernes, porque es cuando él empieza el fin de semana con su Martini. Pero era viernes. Pago la cuenta, estamos saliendo y sólo son las dos. Pienso «gracias a Dios, lo conseguí», y él dice «no me apetece volver a casa. Paremos en algún sitio y tomemos un tentempié».
—Y parasteis en un topless.
—Fuimos a cuatro. Era una tarde agradable de sol, e hicimos el recorrido completo de topless. En el último, ella estaba sentada en la barra. Ross la ve, le da una palmada en el culo creyendo que es una de las camareras, e intenta enrollarse.
—¿En qué estado te encontrabas tú?
—No estaba mal. Sólo había tomado una cerveza.
—Así que te sentaste con ella…
—Ross lo hizo, yo me senté al lado de él. Empieza con esa mierda de siempre sobre su yate de trece metros y su casa en Canadá. En seguida pasa a decir que es el presidente de las caravanas Wright-Way y que si le gustaría irse con él hacia el norte un fin de semana. Ya sabes, esas pistas de esquí en las que tiene algunos intereses. Y ella le dice: «Uf, ir hacia el norte en una caravana». Ross contesta: «No, una auténtica casa sobre ruedas, con su bar, con diseño exclusivo y equipada, incluso con chófer». Y ella contesta, con mucha inocencia: «Eh, no sé, colega. No sé si sería capaz de adaptarme, ¡una casa sobre ruedas, con diseño exclusivo!». Ya sabes, burlándose un poquito de él. Ross sigue: «Tengo unas pistas de esquí allí arriba, cerca de Gaylord. Soy el dueño». Ella contesta: «Eso suena bien. ¿Sobre qué esquiáis en esta época del año, sobre hierba?».
O’Boyle, que había mantenido la mirada fija en la grabadora, la alzó de repente:
—Ella usó la palabra «colega». Así es como te llamó un par de veces el tipo de ayer, ¿no es cierto?
Mitchell hizo una pausa, asintiendo:
—Tienes razón.
—Sigue. Espera un momento —dijo entonces O’Boyle—. Si ella no trabajaba allí, y doy por hecho que no es una buscona, ¿qué hacía en aquel bar?
—Una amiga suya trabajaba allí. Ella solía pasar a recogerla para llevarla a casa.
—¿Dónde trabajaba Cini?
—Ya llegaré a eso —dijo Mitchell—. No empecé a hablar con ella hasta que su amiga se unió a nosotros. De hecho, fui un momento al lavabo y, cuando volví, la amiga ya había llegado y Ross le estaba pegando el rollo. Así que me senté junto a Cini.
—¿Recuerdas cómo se llamaba la amiga?
—Lo he olvidado. Donna. No, Doreen o algo parecido. Negra, la negra más guapa que he visto jamás. Por eso Ross se dedicó a ella en seguida. Era realmente muy guapa. —Mitchell hizo una pausa.
—Sigue —dijo O’Boyle.
—No recuerdo cómo empezamos a hablar Cini y yo, quiero decir, de qué iba la conversación. Pero era agradable. Conmigo no ponía los ojos de inocentona que ponía con Ross. Simplemente empezamos a hablar, creo que sobre la forma de relacionarse de la gente, ¿sabes? Sobre cómo la gente se conoce un día y entonces empieza a citarse y a veces acaba casándose. Me dijo que se había casado a los dieciocho y se había divorciado dos años después. Entonces estaba haciendo un curso de secretariado en Wayne, en el turno de noche, y de día trabajaba como modelo.
—¿Qué clase de modelo? ¿Publicidad, moda?
—Déjame llegar a eso. Empezamos a hablar y, Jim, seré todo lo cabrón que quieras, pero la invité a cenar.
O’Boyle le miró sin decir nada.
—Quiero decir que empezamos a hablar y me gustó. Era espontánea. No decía tonterías, no se hacía la niña mona.
—Espontánea.
—Era muy honesta y sincera, profundamente. De vez en cuando soltaba algún taco, como «mierda», pero era espontáneo. Era fácil hablar con ella y empezamos a reírnos cada uno de lo que el otro decía.
—Entonces te la llevaste a cenar.
—Sí. Oye, intenta pensar en algún lugar adonde ir sin tropezarte con nadie conocido. Es casi imposible.
—Nunca me he enfrentado a ese problema —dijo O’Boyle.
—Bueno, mejor para ti. Acabamos en algún lugar de la ciudad. Yo me pasé todo el rato mirando, esperando que entrara alguien. Estás en un sitio del que no has oído hablar en tu vida y de repente empiezas a imaginarte a todos tus amigos y vecinos entrando.
—Sentimiento de culpabilidad.
—¿Acaso te pago para eso, eh?
—¿Te la tiraste esa noche?
—Jim, estábamos pasando un rato agradable, nada más. Ni siquiera pensé en ello.
—Bueno, ¿cuándo empezaste a pensar en ello?
—Supongo que cuando la vi desnuda.
—Es normal.
—¿Te he dicho que era modelo? Bueno, la primera vez que nos citamos, ella trabajaba en un sitio de esos donde uno entra y puede fotografiar a chicas desnudas; quince pavos media hora.
O’Boyle se quedó mirando sin decir nada.
—Por treinta pavos puedes pintarlas.
—¿Cuánto por un simple polvo al viejo estilo?
—Ella no lo hacía. Tal vez alguna de las otras sí…
—Sólo se quitaba la ropa para cualquier tipo que entrara.
—Jim, ella no veía nada malo en eso. Decía que un cuerpo es un cuerpo, cada uno tiene el suyo, ¿qué importancia tiene? Ya te he dicho que era… espontánea, honesta.
—Toda una señora.
—Era diferente, Jim. No soy muy bueno describiendo a la gente, pero te digo que la chica me gustó. De hecho, si quieres saber la verdad, me enamoré de ella. ¿Te cuesta oírme decir eso? Me enamoré. Me sentí como si volviera a tener veinte años. Lo pasamos bien juntos, nos caímos bien el uno al otro y ni siquiera hicimos nada. Quiero decir, nada excitante. No nos fuimos por ahí a drogamos. Yo iba a su apartamento y pasábamos casi todo el tiempo hablando. Un poco de vino, algo de música y conversación. ¿Entiendes lo que quiero decir?
—Estás menopáusico y creías que te habías enamorado.
—Lo estaba. Por Dios, conozco esa sensación. Cuando no estaba con ella no hacía más que recordarla. Sentía dolor dentro de mí.
—¿Dónde, en la entrepierna?
—En el vientre, Jim. Te estoy diciendo que es un sentimiento absolutamente honesto, que no tiene nada que ver con el sexo. Nos acostamos juntos, claro, por supuesto. Pero eso no era lo más importante. Nos gustaba estar juntos. Solíamos sentarnos y preguntarnos cosas como «¿cuál es tu color favorito?», o «¿cuál es tu película preferida?».
—Encuentro fugaz.
—No te sigo.
—¿Y Barbara?
—¿Qué pasa con ella?
—Quiero decir que, si estabas tan enamorado, ¿por qué no dejaste a Barbara y te casaste con la chica?
—Hombre, Jim.
—Va en serio. Dices que piensas en ella continuamente, que estás enamorado, ¿por qué no te divorciaste para casarte con ella?
—Jim; anoche, cuando fui a su apartamento, ¿sabes para qué era? Para decirle que no iba a volver más.
—¿Por qué?
—Intenta engañar a tu mujer durante tres meses. Tanto si engañas a una como a la otra, nunca te sentirás bien.
—Culpabilidad.
—Eso ya lo has dicho antes. —Mitchell guardó silencio durante un momento, pensativo—. Sin embargo, te diré algo curioso. Llevo veintidós años casado y de repente me enamoro de una chiquilla simpática y muy guapa. Pero… ¿quieres saber una cosa, Jim? Barbara es mejor en la cama.
O’Boyle estaba todavía en su despacho cuando llamaron. Mitchell reconoció la voz. Indicando con un gesto el teléfono supletorio, dijo:
—Sí, le conozco.
O’Boyle se acercó al otro teléfono y lo cogió cuidadosamente.
—¿Ya se lo ha pensado? —preguntó la voz.
—Todavía no he tomado ninguna decisión —dijo Mitchell—. Ciento cinco mil dólares dan mucho que pensar, ¿no le parece?
—Para usted no, colega. Un poco de calderilla.
—Entonces, todo lo que tengo es calderilla. Trabajo mucho para ganármelo. Y me pregunto por qué habría de dárselo a cualquier gilipollas que me venga con bromas de mal gusto.
Hubo un momento de silencio y O’Boyle gesticuló, cerrando los ojos. Finalmente, la voz dijo:
—Esto no es ninguna broma. Si no accede, se va a encontrar metido en la mierda hasta el cuello, tío, se lo digo de verdad.
—Pero es una decisión mía —dijo Mitchell—. Si quiero que me llegue al cuello o no es mi problema, ¿no?
De nuevo hubo un momento de silencio.
—Haga lo que le dé la gana —dijo la voz.
—De acuerdo, entonces denme un par de días más para pensármelo. —Mitchell miró a su abogado—. Seguro que han estado mucho tiempo preparando esto. Qué más da un par de días. No pueden pasarme la pelota así de repente, necesito más tiempo para reflexionar.
—Le damos tiempo hasta mañana. Primer pago: diez de los grandes, para demostrar su buena voluntad.
—¿Adónde los envío?
—Le llamaré mañana y se lo haré saber.
—¿A qué hora?
Pero la voz ya se había esfumado.
Mitchell colgó.
—¿Y ahora qué?
—¿Estás seguro —preguntó O’Boyle— de que no habías oído nunca esa voz?
—Nunca antes de anoche.
—¿Podría tratarse de alguien que hubiera trabajado aquí?
—No lo sé, supongo que sí. El tipo sabe más de mí que mi contable. Bueno, ¿qué hacemos?
—De momento —dijo O’Boyle—, supongo que tendremos que recurrir a la policía.
—Estás de broma.
—¿Quieres darles los cien mil dólares?
—Lo que quiero es darles con una tubería en la cabeza.
—Déjame trabajarlo —dijo O’Boyle—. Hablaré con un tipo que conozco en la oficina del fiscal y me enteraré de cómo funcionan estas cosas.
—No es lo mismo que firmar un contrato, ¿eh?
—Tengo que admitir que ha llovido mucho desde que trabajé por última vez como criminalista.
—Supongamos —dijo Mitchell— que les doy el dinero y nos olvidamos de esto.
—Sabes de sobras que no funcionaría. Si pagas, nunca podrás olvidarte de nada. Tendrás que seguir pagando eternamente.
—Pero si no pago… todo el mundo se entera.
Mitchell imaginó a su esposa, en el jardín, con su abrigo. Siempre estaba guapa. Sobre todo bajo la fría luz de la mañana.
—Esperemos, a ver qué pasa.
—Supongo que tendría que decírselo a Barbara.
O’Boyle, que sacaba cincuenta dólares a la hora por sus consejos, reflexionó un momento.
—Mitchell, yo de ti no diría nada que no quisiera decir. Al menos, no todavía. Estos tipos podrían volar cualquier día y desaparecer por cualquier razón. A lo mejor se asustan o cambian de idea. Toda esta historia podría desvanecerse como si no hubiera ocurrido nunca.
—Las nubes se abren y aparece el cielo azul.
—Mitch, nadie ha tenido nunca ningún problema por mantener la boca cerrada.
Eso era todo el consejo que podía recibir por un día. Algo de ánimo, pero no demasiado. Tal vez él podría hacer algo por sí mismo. No iba a quedarse sentado sólo pensando.