Desde la ventana de la habitación, Barbara Mitchell observó a su marido durante unos minutos. A veces, en verano, mientras ella permanecía en la cama, le oía hacer sus veinticinco largos en la piscina. Aquella mañana hacía frío y no se oía ruido alguno.
Él estaba directamente debajo de ella, con el abrigo desabrochado y las manos en los bolsillos de los pantalones. Nunca llevaba guantes y sólo en los meses más fríos se ponía la gabardina. Ella ignoraba qué estaba mirando o cuánto tiempo llevaba allí. Cuando al fin se movió, fue caminando por el borde de la piscina, mirando hacia abajo, como si estuviera inspeccionando la pálida cubierta de plástico que se curvaba bajo el peso de las hojas muertas y la suciedad de todo un invierno y una primavera. Cuando ella salió, con un abrigo encima de la bata, permanecía aún junto a la piscina.
—¿Pensando en darte un baño?
Una sonrisa se insinuó en su rostro al darse la vuelta.
—Ya falta poco. Hay que limpiarla y tenerla lista para el Memorial Day.
Barbara mantenía sus manos en los bolsillos del abrigo, los hombros encogidos por el frío.
—¿Has dormido?
—Un poquito, en el sofá. Un par de máquinas nos han traído problemas. Después de que las arreglaran, he tenido que esperar a que las volvieran a poner en marcha y comprobar luego las piezas, unas varas cilíndricas. Por algún motivo, su diámetro exterior era un poco menor del debido y tuvimos que desechar un treinta por ciento de la partida. Eso cuesta dinero.
Sabía que las explicaciones de él no significaban nada, sólo hablaba por hablar, por llenar un vacío. Le conocía bien. Tenía la mente ocupada en algo y podía tratarse tanto de varas cilíndricas como de cualquier otra cosa.
—Me voy a cambiar y luego tendré que volver. Tengo que estar allí hasta que todo esto acabe. Parece que he de ir a Pontiac esta tarde.
—¿Ahora te encargas también de las entregas?
—A veces me parece que acabaré haciendo incluso eso.
—¿Qué tal un desayuno antes?
—No estarían mal un par de huevos pasados por agua. Cuatro minutos.
—Ya lo sé.
Ella le esperaba en la habitación. Oyó que dejaba de correr el agua en la ducha. Ahora estaría secándose. En un par de minutos abriría la puerta para que se disipara el vapor y así poder afeitarse, con la toalla atada a la cintura, lisa en la zona del estómago, musculosa, pero un tanto curvada encima de las caderas y hacia la espalda. «No hay manera de acabar con esto —solía decir él—. Podría hacer cientos de flexiones al día y seguiría sin perder estas tiras de carne». «Las tiras del amor», diría Barbara. O tal vez se debía a que llevaba los pantalones siempre tan caídos, sobre la cadera. Una manía que arrastraba desde la juventud. Y él diría que nunca llevaría los pantalones altos, como los viejos. ¿De dónde sacaban aquellos pantalones? La maldita cremallera tenía que medir dos palmos.
Cuando salió con la toalla a la cintura y se dirigió al armario, Barbara dijo:
—Esperaré a que bajes para prepararte los huevos.
—Bueno —contestó él, mientras sacaba unos pantalones del armario. Nunca llevaba camiseta.
Al mirarle, la expresión de Barbara era tranquila, su cabellera oscura bien peinada, su piel clara y limpia, sin maquillaje. Tenía cuarenta y dos años; cuarenta y dos años muy atractivos. Confiaba en sí misma y en su marido, pero estaba preocupada por él y no sabía por qué.
Se quitó el abrigo y luego, controlando el ritmo, esperó a que él se diera la vuelta para quitarse la bata.
—He dormido sólo unas dos horas —dijo Mitchell—, tal vez necesite un sofá más grande.
—Generalmente es la mujer quien se excusa.
La miró, observando su figura, las líneas que separaban su cuerpo moreno de los pechos pálidos.
—¿Qué?
—Es la mujer quien dice que tiene jaqueca cuando el hombre se acerca a ella.
—No me estoy excusando. No sólo estoy cansado, sino que he de volver al trabajo.
—Te he visto otras veces en que los pies no te aguantaban, pero siempre podías mover otras partes del cuerpo.
—Barbara…, ¿discute la gente sobre hacer el amor?
—No sé lo que hacen los demás.
—¿No te parece que es mejor cuando sucede de forma espontánea, cuando los dos queremos hacerlo?
—Cuando vuelvas a sentirte espontáneo, házmelo saber —dijo ella, y se puso de nuevo la bata mientras bajaba las escaleras.
Más tarde, ella estaba sentada junto a la mesa con su «Detroit Free Press», junto a su taza de café ya vacía. Él entró en la cocina con una camisa limpia, pero con la misma chaqueta que llevaba antes, la que había sido su favorita al menos durante ocho años. Cogió la sección de deportes del periódico y empezó a hojearla mientras ella le servía los huevos, pastel inglés y café. Cuando lo hubo hecho, Barbara volvió a sentarse.
—Anoche llamó Sally.
—¿Ah, sí? ¿Qué pasa?
—Nada. Sólo quería hablar.
—¿Todavía le gusta Cleveland? ¿Y el vendedor de baterías?
—Está contenta, eso se nota. Pero nos echa de menos.
—¿Se ha quedado embarazada ya?
Sus ojos recorrían la página de deportes mientras empezaba a comer, saltándose un reportaje sobre los entrenamientos de primavera de los Tigers que ya había leído el día anterior.
—No, no está embarazada. Van a esperar un tiempo.
Barbara hizo una pausa, mirándole.
—¿Has visto el correo?
Él levantó la mirada, interesado por un instante, o aparentando estarlo.
—No. ¿Algo bueno?
—Una carta de Mike.
—¿Otra? No, no la he visto.
—Está en el recibidor.
Esperó de nuevo mientras él volvía su atención al desayuno, comiendo despacio, apartando el plato sin haberse acabado los huevos.
—¿No te parece extraño? Ha escrito un promedio de una carta cada dos semanas desde que está en el colegio.
—Cada vez que necesita dinero.
—Creo que escribe bien. Te cuenta lo que pasa. ¿Cuántos saben hacerlo?
—No sé. Supongo que no muchos.
Mitchell miró el reloj grande de la pared de la cocina.
—Tengo que irme —dijo, pero se tomó el tiempo necesario para acabarse el café antes de levantarse. Volvió a mirar el reloj y luego se inclinó para besar a su mujer en la mejilla.
—¿Mitch?
—¿Qué?
—Si tanto te fastidia, ¿por qué no vendes el negocio? ¿Vale la pena estar siempre tenso?
—No estoy tenso.
—Llámalo como quieras. Estás preocupado, algo te ocurre, últimamente no hablas. Sólo piensas en tus negocios o en tus cosas del comité. Estás tan ocupado que ya ni siquiera vienes a cenar a casa.
—Vamos, tal vez un par de noches por semana me quedo en la oficina o tengo alguna cita o algo.
—Mitch, es casi cada noche, salvo los fines de semana.
—De acuerdo, últimamente he estado ocupado. ¿Qué quieres que le haga? Tengo máquinas que se rompen sin ningún motivo, vamos atrasados en los pedidos. Tengo que mantener contentos a los clientes, llevármelos a comer por ahí. Y están a punto de llegar las negociaciones del convenio. He de aguantar todas esas pelotas en el aire al mismo tiempo.
—Pobre de mí.
—¿Por qué dices eso?
Ella ladeó la cabeza.
—Perdona, ha sido una tontería. Supongo que lo que pretendo decir es que últimamente estás diferente. No sé, no sabría decir exactamente en qué.
—Mira, tengo que irme —dijo, y después volvió a besarla, esta vez en la boca, suavemente, y le palmeó la espalda—. Intentaré volver pronto y nos iremos a cenar fuera, ¿vale? Iremos al Charlie’s Crab, a tomarnos un buen pescado.
Cuando él estaba ya fuera del camino frontal, saliendo a la calle, Barbara alcanzó la puerta y la abrió. Allí se quedó, con la carta de su hijo en la mano.