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Nunca se acostumbraría a ir al apartamento de la chica. Se sentía tenso al entrar en su coche y tomar la carretera que serpenteaba entre el grupo de casas del vecindario. Incluso en la oscuridad se sentía tenso. Pero, cuando llegaba al garaje y abría con su mando a distancia la puerta de doble hoja, se tranquilizaba.

Tuvo frío en el garaje, de pie entre su coche y el de Cini, rebuscando en la oscuridad entre el montón de llaves que llevaba sujetas por un aro. No le gustaban las llaves y habría deseado que hubiese otra forma de hacerlo. Habría deseado no tener tantas puertas que cerrar.

En la cocina la temperatura era agradable, gracias al calor que la luz proyectaba sobre la cocina metálica. Limpia y brillante, sin restos en el fregadero ni en la encimera. Estaba limpia y en orden, lo cual, por alguna razón, le sorprendió.

El resto del apartamento estaba a oscuras, pese a que la pálida luz del atardecer se reflejaba en la puerta corredera de cristal que cruzaba la sala de estar. A la derecha quedaban la entrada principal y un tramo de escalera que acababa en un recibidor y dos habitaciones. Detrás de la escalera, la puerta del estudio estaba cerrada.

—¿Cini? —llamó.

Normalmente se oía música y, en aquel silencio, el lugar parecía vacío. Pero ella tenía que estar allí, porque su coche estaba en el garaje. Probablemente estaría en la ducha. Siguió escuchando un rato antes de dirigirse al teléfono de la cocina.

El sonido de la fábrica se superponía a la voz de la persona que contestó al teléfono cuando él dijo:

—Soy el señor Mitchell, ¿puedes localizarme a Vic, por favor?

La cubitera no estaba en la encimera. Normalmente estaba preparada, junto a dos vasos. Tal vez en alguna otra ocasión tampoco habían estado, pero sólo hoy se había percatado de ello.

—Vic, soy el señor Mitchell. Hoy ya no volveré… No, estoy cansado. El hijo de puta se toma cuatro vodkas con Martini, un Shish Kebab, café y tres puros. Volvemos a su oficina y todavía tengo que aguantar toda esa mierda sobre las fechas de entrega.

Esperó durante casi un minuto, apoyado en la encimera, asintiendo a veces con la cabeza, mirando hacia la ventana que había sobre el fregadero, en la que, colgado de la cuerda de la persiana, había un mochuelo de cristal de colores.

—¿Sabes qué te digo, Vic? Llama tú a los clientes y trágate esas comidas; yo me encargaré de la fábrica… Victor… De acuerdo, tienes un problema, pero sabemos con semanas de antelación cuándo hemos de entregar algo, ¿no? Tenemos en cuenta la posibilidad de fallos, roturas o casualidades divinas. Pero cumplimos Victor. Cumplimos con las entregas, pagamos las facturas y nos llevamos siempre nuestro dos por ciento a los diez días. Así ha sido siempre, desde que estoy en este negocio. Si tienes problemas con una máquina, arregla esa hija de puta porque, te diré una cosa, no pienso aguantar una comida de esas cada día y además dirigir la fábrica. ¿Me entiendes?

Escuchó de nuevo, dándole a su jefe de fabricación el mismo tiempo que él se había tomado.

—De acuerdo, hablaremos mañana a primera hora… Sí… De acuerdo, Vic. Oye, si alguien llama preguntando por mí dices que estoy ahí y que ya devolveré la llamada.

Colgó, se concedió el tiempo de encender un cigarrillo y llamó a su casa. Mientras esperaba, iba pensando que podía haber manejado mejor el asunto de Vic, no haber sido tan duro.

—¿Barbara? ¿Qué tal?… No, vuelvo a estar en la fábrica. Por fin. He pasado toda la tarde en el Tech Center… No, mejor que vayas a tu aire, probablemente llegaré tarde. Vic tiene un problema y he de ver si… Lo sé, eso mismo le dije. Pero contratar a alguien no es algo que se haga en dos días. Oye, si me necesitas y en mi despacho no contestan estoy en el almacén o por ahí. Deja el recado. Te llamaré… Vale, hasta luego.

No había acabado el cigarrillo, pero no lo necesitaba, así que lo apagó al colgar.

Encendió la luz del cuarto de estar. Le gustaban aquellos muebles, los adornos naranjas y blancos, y los cuadros abstractos y aquellas plantas que parecían árboles. Había pagado a un decorador para que lo montara, y era suyo. Con el tiempo había empezado a acostumbrarse a aquel lugar, pese a que conservaba aún la sensación, casi siempre, de encontrarse en la suite de algún hotel o en una casa ajena. Al pie de la escalera, alzó la vista y llamó de nuevo a la chica.

—¿Cini?

Esperó.

—¡Eh, señora, estoy en casa!

Le sonaba extraño. Lo estaba diciendo, y se oía a sí mismo, pero le sonaba extraño, como si no fuera él quien lo dijera. Permaneció quieto a la escucha. Pero el sonido que finalmente oyó no procedía del piso superior. Venía del estudio, el débil zumbido de un motor. Miró hacia la puerta cerrada.

Identificó el sonido al abrir la puerta y ver el proyector de películas en marcha, con la bombilla encendida, iluminando un cuadrado blanco al otro lado de la habitación: la pantalla, preparada, a la espera. El sonido y el resplandor de la luz. Nada más, hasta que una figura salió de la oscuridad para ponerse delante de la pantalla: un hombre al que en seguida identificó como negro, a pesar de que cubría su rostro con una media de nylon que desdibujaba sus facciones. Al mismo tiempo, supo que el revólver que empuñaba aquel hombre era un Colt Special del treinta y ocho.

Pese a la media que cubría su cara, las palabras del hombre eran claras. Con calma, dijo:

—Siéntate, cabrón. Es la hora del cine familiar.

Después, recordaría haber dicho «¿qué queréis?» y «¿dónde está ella?» y luego haberse dado la vuelta al oír un ruido a su espalda. Después, intentaría concentrarse en lo que vio en aquel momento, antes de que se apagara la luz del cuarto de estar: dos hombres, a los que recordaba como un tipo fornido y otro escuálido con el pelo largo. Aunque no había podido ver sus rostros, ni siquiera sus ropas, recordaba una impresión, el contraste entre el tipo delgado de hombros huesudos y el otro, musculoso, inclinado sobre el proyector. Eso es todo lo que vio de ellos. El negro le encañonó, empujándole hacia una silla, y Mitchell dijo:

—¿Le importaría decirme qué pasa?

El tipo huesudo, ahora junto al proyector, contestó:

—No se habla durante la proyección.

El negro le sentó en la silla de un empujón y permaneció detrás de él. Mitchell quedó sentado de cara a la pantalla. Se recostó y sintió en su nuca la presión del cañón del revólver. Un momento después, vio la cuenta atrás de los números, a medida que la película iba entrando en el proyector.

—Ya habías visto algo de esto antes —dijo el huesudo—. Quiero que sepas todo lo que sabemos nosotros para que te entre bien en la cabeza, ¿te enteras?

Mitchell se vio a sí mismo a todo color en la pantalla, con su traje de baño verde y el brillo del bronceador en su brazo. Estaba echado en una tumbona, leyendo el «Wall Street Journal». El proyector susurraba en la habitación oscura. Instantes después, se vio a sí mismo apartar el periódico, alzar la vista, mover la cabeza y sonreír pacientemente. Recordaba aquel momento. Recordaba que estuvo a punto de decirle «no, por Dios». Pero no había dicho nada porque sólo ellos dos iban a ver la película.

Mientras él se contemplaba en la pantalla, la voz del tipo huesudo dijo:

—Playa de Lucayán. Gran Bahama, del diecisiete al veintiuno de marzo, mientras tu mujer creía que estabas en una convención en Miami. Tramposo. La tía te está filmando. Ahora eres tú quien filma a la tía.

Apareció Cini, resplandeciente entre el oleaje, con aquel bikini de color canela que él recordaba tan bien, y, con la distancia, parecía, por un momento, que estuviera desnuda. Ahora se la veía más cerca, sonriendo, retirando su cabello rubio mojado.

La voz dijo:

—Un cuerpo bonito, pero un poco débil de pulmones, ¿no crees?

Recordó a Cini acercarse a un hombre calvo, hablar con él y darle la cámara.

—Ahora tú y la tía juntos. He aquí al señor. Limpio. Miembro del Comité de renovación urbana, del Ayuntamiento de Bloomfield Village, de la Fundación para niños necesitados y del Centro guía de Northwest. Si no te importa que lo diga, para un triunfador hombre de negocios que se mueve en toda esa mierda de los actos de sociedad, debes de tener piedras en el cerebro, tío, para dejarte filmar de esa manera. Vamos que, como puedes ver, has hecho el imbécil. Ahora vemos unas tomas de la piscina… y esa panda de mamones tumbados alrededor con sus ropas veraniegas. ¿Caliente, eh? Setenta y cinco pavos al día, unos cientos de pavos por la ropa marchosa… Y ahora llega el colega con un ron para la tía y una Heineken. Hasta cuando vas cargado, bebes cerveza. En eso se te nota la clase, tío. Once años y medio enrollado en Dodge Main. Un par de clavos y una cerveza cada día después del trabajo, ¿no?

Once años y medio, pensaba Mitchell mientras se veía con aquel bañador verde que le iba enorme porque había perdido siete kilos desde que, un mes antes, conoció a Cini. Exactamente, once años y siete meses. Doscientos ochenta a la hora, cuando él lo dejó.

Vio de nuevo la playa, ahora desierta en el temprano amanecer. Su último día. Él se había quedado en la habitación para echar una cabezada y ella había salido a pasear.

—Y, mientras el sol se hunde lentamente por el oeste… abandonamos las bellas Bahamas, islas de intriga y llenas de juerga extraoficial, y volvemos a la vida real.

Vio su coche en la calle, circulando: el Grand Prix de color bronce.

—Hemos unido esto con lo anterior —explicó la voz—, para no echar a perder tu valioso tiempo cambiando de película. ¿Lo reconoces, colega? Y ése eres tú. Ahora verás adónde ibas.

Mitchell sabía adónde iba el coche. Recordaba el día y la hora y el motel Caravan.

Ahí estaba.

Un movimiento del zoom le captó saliendo del recibidor del motel y dirigiéndose al bloque diecisiete. Era buena la toma de él recorriendo la calle con la vista hasta que abrió la puerta y entraron los dos.

Quince pavos. No era mal sitio. Fue la tercera vez. Se ducharon juntos y luego se bebieron una botella de champaña en la cama —antes, durante y después— con muchos besos y revolcones, besándose como él no lo había hecho en veinte años. Ella le había dicho:

—Creo que me estoy enamorando de ti. Si no me he enamorado ya.

Pero él no habló de amor en aquella ocasión.

Sobre la imagen de ellos dos saliendo y metiéndose en el coche, la voz del narrador comentó:

—Ésta me gusta; la expresión. El señor Casual. Pasamos a… la zona residencial.

Ahora, Mitchell veía su casa en Bloomfield Hills y se veía a sí mismo vestido con su equipo de tenis, corriendo por el camino hacia la calle, por delante del edificio colonial de ladrillos rojizos.

—Manteniéndote en forma —dijo la voz—. Cuando empiezas a tener rollos con tías de veintiuno, tienes que mantenerte en forma. Dos kilómetros de jogging cada día antes de ir a… la fábrica. Ahí está. Ranco Manufacturing, cerca del Clemens Mount. Ventas aproximadas el año pasado, casi tres millones de dólares. Cuarenta y pico trabajadores, en dos turnos. Ingresas en Manufacturers Bank, pagas tus facturas a tiempo y tienes una limpísima balanza de pagos. Eso me gusta. También me gustan los ciento cincuenta de los grandes que te sacas cada año por esa patente que tienes. ¿Qué es, una cerradura de seguridad? No cuesta ni dos mordiscos destrozarla, pero todos los coches tienen que tenerla y, tío, tú eres el dueño del invento.

Mitchell no había visto nunca su fábrica en una película. No estaba mal: el alerón frontal de piedra y ladrillos romanos y el rótulo de aluminio que decía «RANCO».

—Uno de tus camiones saliendo a hacer una entrega. ¿O está haciendo un viajecito al banco? Nos gusta tu estilo, colega, así que vamos a hacer un trato contigo.

La película quedó detenida, mostrando la fábrica, que aparecía ahora un poco desenfocada.

—El trato es el siguiente: podrás comprar esta película por sólo ciento cinco de los grandes. No ciento cincuenta, no. No somos avariciosos y sabemos que tienes que pagar impuestos por lo que sacas de esa patente. Así que te dejaremos que los pagues y nos des aproximadamente el resto. Eso es todo. Un cheque por tus derechos de un año. Ni siquiera lo echarás en falta, y tendrás esta curiosa película sólo para ti. Bellas imágenes en color de lo que debe de ser el culo más caro que has tenido en la vida.

Hubo un silencio antes de que Mitchell hablara.

—¿Forma ella parte de esto?

El narrador hizo una pausa:

—Bueno, yo no diría que es pura al cien por cien. Tuvimos una charla, y la gallina no es tonta. Decidió mudarse, figurándose que los juegos y la diversión se habían acabado.

Mitchell permaneció en la silla sin moverse, dándose cuenta de que estaba calmado y controlado, lo cual le sorprendió.

—¿Qué pasa si no pago?

—Sacamos fotografías de ti con la tía, en la playa, en el motel, y las hacemos circular. Una copia, a tu mujer. Otra, a tus clientes de la General Motors. Quizá, a algún periódico. No sé, ya pensaríamos cómo meterte en algún lío. Quizá no sea gran cosa, pero no pareces ser la clase de tío al que le gusta que le molesten. Estás en el Comité de «Mantenga bella Michigan», vas a la iglesia cada domingo y todas esas zarandajas.

Mitchell se lo pensó.

—¿Te crees que puedo ir a un banco y sacar ciento cinco mil dólares como si nada?

—No. Puede que te cueste algo de tiempo. Pero queremos diez de los grandes mañana. Como un anticipo. Para demostrarnos que tienes buena voluntad. ¿Te enteras?

—¿Dónde os lo doy, aquí?

—Te llamaré al trabajo y te lo haré saber. —La voz hizo una pausa—. ¿Más preguntas?

—Tendré que pensármelo.

—Tienes toda la noche, colega. Recogeremos lo nuestro y te dejaremos solo.

—¿Cuándo me daréis la película?

—Después del último pago. ¿Cuándo creías tú?

Se quedó sentado en la oscura habitación quizá hasta media hora después de que ellos se hubieran ido. Finalmente, fue a la cocina y se sirvió un Jack Daniels con hielo, bebió un trago y pensó algo. Abrió la puerta que daba al garaje y vio que el coche de Cini ya no estaba. Entonces llamó a su abogado.