CAPÍTULO 20

Long Rooms estaba lleno de gente esa tarde. En la primera sala se jugaba a juegos serios en casi todas las mesas, mientras que en la sala situada detrás de la cortina, un murmullo indicaba que allí se jugaba a juegos excitantes y divertidos. Bush estaba de pie junto a la chimenea y hablaba con quienes se acercaban allí de vez en cuando, pero apenas les prestaba atención, pues la tenía puesta casi toda en una sola cosa, en la mesa próxima a la pared e iluminada por las velas en la que Hornblower jugaba con hombres distinguidos. Sus compañeros de juego eran los dos almirantes y un coronel de infantería, un hombre corpulento y con la cara tan roja como su chaqueta a quien el almirante Parry había traído junto con el almirante Lambert. El teniente que antes jugaba con Parry ahora era un mero observador y estaba junto a Bush, ocasionalmente haciendo incomprensibles comentarios sobre el juego. El marqués se asomaba de vez en cuando, y Bush notó que hizo un gesto de aprobación cuando miró hacia aquella mesa. Parecía pensar que un grupo de jugadores en que estaban incluidos dos oficiales de la Armada y uno del Ejército podía hacer lo que quisiera, a pesar de que hubiera otros hombres esperando para jugar y de que, según las reglas de la sala, los visitantes tuvieran derecho a sentarse en una mesa cuando terminaba la partida que se jugaba en ella.

Bush vio con alivio que Hornblower había ganado la primera fase, aunque no se percató de ello hasta que se recogieron las bazas, se hicieron los pagos y el joven se metió cierta cantidad de dinero en el bolsillo, ya que no pudo ver todos los detalles de las jugadas ni sumar todos los tantos.

—Sería estupendo que nuestra antigua moneda volviera a estar vigente, ¿verdad? —preguntó Parry—. Sería estupendo que el país pudiera deshacerse de estos sucios billetes y volviera a usar nuestras viejas guineas de oro.

—¡Ya lo creo! —exclamó el coronel.

—Los tiburones de la costa salen al encuentro de todos los barcos que llegan del extranjero y pagan veintitrés chelines y seis peniques por cada guinea, así que, indudablemente, valen más.

Parry se sacó algo del bolsillo y lo puso sobre la mesa.

—Como ven, Boney ha vuelto a poner vigente la antigua moneda francesa —dijo—. A esta moneda de oro de veinte francos la llaman napoleón ahora, porque él es primer cónsul vitalicio. Es la moneda que antes llamaban luís.

—Napoleón, primer cónsul —dijo el coronel, mirando con curiosidad la moneda, y luego, al darle la vuelta, añadió—: República Francesa.

—Aquí la palabra «república» es una hipocresía, desde luego —dijo Parry—. No ha habido una tiranía peor desde los tiempos de Nerón.

—Nosotros le derrotaremos —dijo Lambert.

—Amén —dijo Parry y volvió a guardar la moneda—. Pero estamos retrasando la partida de la tarde por culpa mía. Hay que cortar la baraja de nuevo. Y esta vez usted será mi compañero, coronel. ¿Le importaría sentarse frente a mí? ¡Ah, señor Hornblower, me olvidaba de darle las gracias por haber sido un magnífico compañero de juego!

—Es usted muy amable, milord —dijo Hornblower, sentándose a la derecha del almirante.

Enseguida empezó la siguiente partida, y fue silenciosa desde el principio hasta el final.

—Me alegra que la baraja le haya tratado bien por fin, señor Hornblower, aunque, por otro lado, nuestros triunfos hayan reducido sus ganancias —dijo Parry—. Son quince chelines, ¿verdad?

—Gracias, señor —dijo Hornblower, cogiendo el dinero.

Bush recordó que Hornblower había dicho que no importaba que perdiera tres fases si ganaba las dos primeras.

—Me parece que la apuesta es muy pequeña, milord —dijo el coronel—. ¿Tenemos que seguir jugando así?

—Eso tienen que decidirlo los demás compañeros de juego —respondió Parry—. Pero yo no tengo ningún inconveniente en cambiar. Podríamos apostar media corona en vez de un chelín. ¿Qué le parece, señor Hornblower?

Bush volvió la cabeza hacia Hornblower y le miró con ansiedad.

—Como usted quiera, milord —respondió Hornblower fingiendo indiferencia a la perfección.

—¿Sir Richard?

—Me da igual —contestó Lambert.

—Entonces media corona por baza —dijo Parry—. Camarero, traiga otra baraja, por favor.

Bush volvió a calcular rápidamente cuánto dinero podría permitirse el lujo de perder Hornblower. Ahora la cantidad apostada era casi el triple de la anterior, y a Hornblower le perjudicaría perder siquiera una fase.

—Usted y yo seremos compañeros otra vez, señor Hornblower —dijo Parry, mirando cómo el joven cortaba la baraja—. ¿Quiere quedarse en el mismo asiento?

—Me es indiferente, milord.

—A mí no —dijo Parry—. Además, aún no estoy tan viejo como para no cambiarme de asiento, y en el sentido en que se dan las cartas. Los filósofos todavía no han determinado si eso es una simple superstición.

Parry se puso de pie y se sentó frente a Hornblower. La partida comenzó y Bush observó a los jugadores con más ansiedad que antes. Vio a cada uno de ellos ganar una baza y luego a Hornblower ganar tres seguidas y amontonarlas frente a él. No pudo seguir llevando la cuenta en las dos manos siguientes, pero cuando terminó la fase, vio con alivio que el coronel sólo tenía delante las cartas de dos bazas.

—Excelente —dijo Parry—. Ha sido una fase provechosa, señor Hornblower. Me alegro que decidiera jugar un triunfo cuando eché la jota de corazones. Debe de haberle costado mucho tomar esa decisión, pero, sin duda, fue acertada.

—Me quitó un triunfo que podía haber usado mejor —dijo Lambert—. La oposición era formidable, coronel.

—Sí —asintió el coronel, en tono malhumorado—. Y en dos manos seguidas no tuve ni un as ni un rey, lo que contribuyó a que la oposición fuera formidable. ¿Tiene cambio, señor Hornblower?

El coronel entregó a Hornblower un montón de dinero en el que había un billete de cinco libras, y el joven se lo metió en el bolsillo de la parte superior de la chaqueta.

—Al menos el señor Hornblower será su compañero esta vez, coronel —dijo Parry cuando volvía a cortar.

Comenzó una nueva fase, y Bush notó que el teniente del buque insignia, que estaba a su lado, miraba a los jugadores cada vez con más interés.

—¡Dios mío, otra baza más! —exclamó cuando los jugadores echaron las últimas cartas.

—¡Esa jugada fue excelente, compañero! —exclamó el coronel, en un tono que denotaba que había recuperado el buen humor—. Tenía la esperanza de que tuviera esa reina, pero no estaba seguro.

—Tuvimos suerte, señor —dijo Hornblower.

El teniente miró a Bush como si sospechara que el coronel sabía perfectamente que Hornblower tenía esa reina. Entonces Bush reflexionó sobre ello y llegó a la conclusión de que la ligera inflexión de la voz de Hornblower indicaba que el joven pensaba lo mismo, aunque no lo había dicho porque no le pareció prudente.

—He perdido cinco libras y diez chelines en una fase y he ganado quince chelines en otra —dijo el coronel, cuando Lambert le entregaba lo que había ganado—. ¿A quién le gustaría aumentar la apuesta?

Los dos almirantes, por cortesía, miraron a Hornblower antes de contestar.

—Como quieran, caballeros —dijo Hornblower.

—En ese caso, acepto con mucho gusto —dijo Parry.

—Entonces cinco chelines por baza —dijo el coronel—. Así merece la pena jugar a este juego.

—Creo que siempre merece la pena jugar a este juego —dijo Parry.

—Naturalmente, milord —dijo el coronel, pero no sugirió que la apuesta volviera a ser como antes.

Ahora la cantidad apostada era realmente grande. Bush hizo una serie de cálculos y concluyó que Hornblower podría perder veinte libras en una fase en que tuviera muy mala suerte y que tenía poco más de veinte libras en el bolsillo; por eso sintió alivio cuando vio que él y Lambert ganaban fácilmente la primera fase.

—¡Qué tarde más agradable! —exclamó Lambert, mirando sonriente el montón de dinero que el coronel acababa de darle—. Y no lo digo solamente por las ganancias que he tenido.

—Éste es un juego instructivo y entretenido a la vez —dijo Parry, pagándole a Hornblower.

La partida continuó, tan silenciosa como siempre, aunque el silencio se rompía de vez en cuando entre una fase y otra. Afortunadamente, Hornblower perdió una fase, aunque no mucho dinero, cuando ya podía permitirse el lujo de perderla, e inmediatamente ganó otra en la que consiguió mucho dinero. Sus ganancias aumentaban casi constantemente y apenas perdía dinero. Ya la noche estaba avanzada y Bush estaba fatigado, pero los jugadores no daban muestras de cansancio. El teniente del buque insignia parecía tener una ilimitada paciencia, que probablemente había adquirido en su puesto actual, y estar resignado a la imposibilidad de influir en el almirante a quien servía para que decidiera irse a dormir más pronto. Los demás jugadores de la sala se marcharon, y algún tiempo después se abrieron las cortinas de la puerta de la otra sala y salieron de ella poco a poco otros jugadores, unos hablando y otros en silencio. Por último salió de allí el marqués, silencioso y tranquilo, y se puso a observar discretamente cómo jugaba el grupo las fases finales y mandó traer velas nuevas porque algunas se habían consumido y, además, otra baraja, por si el grupo la pedía. Parry fue el primero en mirar el reloj.

—Son las tres y media —dijo—. Tal vez ustedes, caballeros…

—Es demasiado tarde para que sir Richard y yo nos echemos a dormir, milord —dijo el coronel—, pues tenemos que levantarnos muy temprano, como sabe.

—Ya he dado todas las órdenes —dijo Lambert.

—Yo también —dijo el coronel.

Bush tenía la mente embotada después de pasar largas horas en un ambiente cargado, pero se percató de que Parry lanzaba una mirada de reproche a los dos hombres que acababan de hablar. Se preguntaba qué órdenes serían las que Lambert y el coronel habían dado y por qué Parry no quería que hablaran de ellas. Por el tono en que Parry habló después, le pareció que tenía ganas de cambiar de tema.

—Muy bien. Entonces podemos jugar otra fase, si el señor Hornblower no tiene inconveniente.

—Ninguno, milord.

Hornblower estaba impasible, y, por tanto, por su gesto no podía saberse si había advertido algo raro en lo que acababa de ocurrir. Bush pensó que probablemente también estaba cansado, y que eso contribuyó a su impasibilidad. Le conocía tan bien que sabía que se esforzaba tanto por ocultar sus debilidades como otros hombres por ocultar su origen humilde.

Ahora Hornblower tenía al coronel como compañero de juego. Todos los que se encontraban en la sala se habían percatado de que en esa fase, la última, la lucha por ganar era más reñida que en las anteriores. Nadie hablaba entre una mano y otra; se anotaban los tantos; se recogían las bazas; las cartas se barajaban y se cortaban en silencio. Las manos se sucedían con desesperante rapidez. Las parejas ganaban las bazas alternativamente, por lo que la fase iba alargándose poco a poco. En ese momento, en medio de una gran tensión, terminó una mano. El teniente del buque insignia y el marqués, que llevaban la cuenta de los tantos, dieron audibles suspiros cuando Lambert recogió la última baza. El coronel estaba tan emocionado que rompió por fin el silencio.

—Estamos empatados —dijo—. Esta fase decidirá la partida.

Pero todos censuraron su conducta guardando silencio al oír los comentarios. Parry se limitó a coger la baraja cuando el coronel se la entregó y a dársela después a Hornblower para que la cortara. Luego la repartió, y enseguida que dio vuelta a la última carta, al triunfo, que era el rey de diamantes, el coronel empezó la fase. Entonces se sucedieron las manos. Después de perder la primera baza, Lambert y Perry ganaron varias seguidas. Ahora estaban delante de Parry las cartas de seis bazas, y delante de Hornblower, sólo las de una. Bush recordaba claramente el comentario del coronel: estamos empatados. Si los almirantes ganaban una de las seis manos siguientes, ganarían la fase. Puesto que tenían cinco bazas más que Hornblower, Bush se había hecho a la idea de que su amigo perdería esa fase. Entonces el coronel ganó una baza y el juego se animó. Hornblower ganó la baza siguiente, así que aún había esperanzas de que ganara. Hornblower echó el as de diamantes y enseguida, antes que los demás pudieran jugar, puso sobre la mesa las tres cartas que le quedaban, entre ellas la reina y la jota de diamantes, afirmando que era el ganador de las restantes bazas.

—¡Hemos ganado esta fase, compañero! —exclamó el coronel—. ¡Pensé que la teníamos perdida!

Parry miraba con pena el rey que acababa de perder.

—Comprendo que tenía que echar el as, señor Hornblower —dijo—, pero me encantaría saber por qué estaba tan seguro de que el rey estaba desprotegido, ya que faltaban por salir dos diamantes. ¿Sería pedirle demasiado que me revelara su secreto?

Hornblower enarcó las cejas, pensando que la respuesta era obvia.

—Usted tenía el rey, milord —respondió—, pero más importante que eso era que de las cuatro cartas que le quedaban, tres eran tréboles, y, por tanto, su rey no estaba protegido.

—Una explicación perfecta —dijo Parry—. Una explicación que confirma mi idea de que es usted un excelente jugador de whist, señor Hornblower.

—Gracias, milord.

En el rostro sonriente de Parry se reflejaba un sentimiento amistoso hacia Hornblower. Si el comportamiento del joven no le había hecho ganarse la estima de Parry hasta ahora, su comportamiento actual sí lo hizo.

—Tendré presente su nombre, señor Hornblower —dijo—. Sir Richard me recordó por qué su nombre me era familiar. Es una lástima que el Almirantazgo, por orden del consejo de ministros, haya tenido que seguir una política de economizar en todos sus sectores y que, en consecuencia, no haya confirmado el nombramiento de capitán que le habían dado.

—Creía que yo era el único que lo lamentaba, milord.

Bush hizo de nuevo un gesto preocupado cuando oyó esas palabras y pensó que aquél era un momento propicio para que Hornblower tratara de ganarse la simpatía de sus superiores, no de molestarles expresando abiertamente su amargura. Cualquier oficial de marina consideraría que echar una partida con Parry era un regalo de la suerte y daría un brazo por recibirlo. Pero Bush se tranquilizó al volver a mirar a los jugadores, pues Hornblower miraba a Parry sonriendo alegremente y Parry le sonreía, y pensó que la amargura o bien le había pasado inadvertida al almirante, o bien sólo había existido en su propia mente.

—Olvidaba que le debo otros treinta y cinco chelines —dijo Parry, acordándose de repente de eso—. Discúlpeme. Bueno, creo que con esto saldo la deuda monetaria que tengo con usted, pero no la que tengo por la enorme experiencia que he adquirido a su lado.

Hornblower se metió en el bolsillo una gran cantidad de dinero.

—Espero que tendrá cuidado con los ladrones al regresar a su casa, Hornblower —dijo Parry.

—El señor Bush irá conmigo, milord, y sólo un ladrón muy valiente se atrevería a enfrentarse con él.

—No debe preocuparse por los ladrones esta noche —dijo el coronel—. No esta noche.

El coronel sonrió y le lanzó una mirada significativa. Los demás mostraron con gestos que desaprobaban su indiscreción, pero esos gestos desaparecieron cuando el coronel indicó el reloj.

—Nuestras órdenes se tenían que cumplir a las cuatro, milord —dijo Lambert.

—Y ahora son las cuatro y media. Excelente.

El teniente del buque insignia, que salió cuando jugaban la última mano, regresó en ese momento.

—El coche espera en la puerta, milord —dijo.

—Gracias. Les deseo buenas noches, caballeros.

Todos fueron juntos hasta la puerta, frente a la cual se encontraba el coche, y los almirantes, el coronel y el teniente subieron a él. Hornblower y Bush miraron el coche unos momentos mientras se alejaba.

—¿Qué órdenes serían esas que se tenían que cumplir a las cuatro? —preguntó Bush.

Las primeras luces ya se veían por encima de los tejados.

—¡Sabe Dios! —exclamó Hornblower.

Se dirigieron a la calle Highbury.

—¿Cuánto ganó?

—Más de cuarenta libras, probablemente cuarenta y cinco —respondió Hornblower.

—Su trabajo ha sido provechoso esta noche.

—Sí, y creo que las posibilidades de que lo sea aumentan con el tiempo —dijo Hornblower en tono indiferente y, después de dar algunos pasos, habló en un tono enfático, que contrastaba con el anterior—. ¡Quisiera que esto hubiera ocurrido la semana pasada o ayer mismo!

—Pero, ¿por qué?

—Esa joven… Esa pobre joven…

—¡Dios santo! —exclamó Bush, que había olvidado que María había metido media corona en el bolsillo de la chaqueta de Hornblower y se sorprendió de que el joven no lo hubiera olvidado también—. ¿Por qué se preocupa por ella?

—No sé —respondió Hornblower y dio dos pasos más antes de continuar—. Pero me preocupo.

Bush no tuvo tiempo de reflexionar sobre esta extraña confesión, porque oyó un ruido que le hizo ponerse muy nervioso y agarrar a Hornblower por el codo.

—¡Escuche!

Delante de ellos, en la silenciosa calle, se oían las fuertes pisadas características de los soldados. Se oían cada vez más cerca. A la débil luz pronto pudieron verse blancas bandoleras y botones dorados. Era un grupo de soldados con los mosquetes al hombro, y junto a ellos marchaba un sargento, cuyo grado ponían de manifiesto sus galones y la pica corta que llevaba.

—Pero, ¿qué diablos…? —empezó a preguntar Bush.

—¡Alto! —ordenó el sargento a sus hombres y después se dirigió a los dos tenientes—: ¿Les importaría decirme quiénes son ustedes, caballeros?

—Somos oficiales de marina —respondió Bush.

El sargento lo comprobó sin necesidad de usar el farol que llevaba y se puso en posición de atención.

—Gracias, señor —dijo.

—¿Qué está haciendo con esta patrulla, sargento? —preguntó Bush.

—Cumplo órdenes, señor —respondió el sargento—. Disculpe, señor. ¡Izquierda! ¡Marchen!

La patrulla siguió adelante, y cuando el sargento pasó por el lado de los tenientes, les saludó poniendo la mano en la pica corta.

—¿Qué diablos pasa? —preguntó Bush—. No es posible que Boney haya hecho un desembarco sorpresa. Si así fuera, estarían sonando todas las campanas. Cualquiera diría que han salido a la calle las brigadas reclutadoras. Pero no puede ser.

—¡Mire! —gritó Hornblower.

Otro grupo de hombres marchaba por la calle, pero no llevaban chaquetas rojas ni estaban erguidos como los militares. Vestían camisas de cuadros y pantalones azules, y al frente de ellos marchaba un guardiamarina con una camisa con parches blancos en el cuello y una daga en la cintura.

—¡Es una brigada reclutadora! —exclamó Bush—. ¡No hay duda! ¡Mire las porras!

Todos los marineros tenían una porra en la mano.

—¡Guardiamarina! —gritó Hornblower—. ¿Qué están haciendo?

El guardiamarina se detuvo al oír el grito en tono imperativo y ver los uniformes de los tenientes.

—Cumplimos órdenes, señor… —empezó a decir, pero al darse cuenta de que había mucha luz y no era necesario ocultar la verdad, especialmente a oficiales de marina, continuó—: Formamos una brigada reclutadora, señor. Tenemos orden de reclutar forzosamente a todos los marineros que encontremos. Hay brigadas en todas las calles.

—Eso me parecía. Pero, ¿para qué se hace este reclutamiento?

—No sabemos, señor. Cumplimos órdenes, señor.

Esa respuesta era bastante satisfactoria.

—Muy bien. Sigan adelante.

—¡Brigadas reclutadoras! —exclamó Bush—. Algo está pasando.

—Ojalá tenga razón —dijo Hornblower.

Llegaron a la calle Highbury, doblaron la esquina y se dirigieron a la casa de la señora Mason.

—Éstos son los primeros resultados —dijo Hornblower.

Se quedaron de pie en la escalera de la casa y vieron pasar a numerosos hombres, al menos cien, escoltados por una veintena de marineros armados con palos y dirigidos por un guardiamarina. Algunos de los hombres reclutados estaban desconcertados y silenciosos; otros hablaban sin contención, y el ruido que hacían despertaba a los que vivían en esa calle. Todos tenían las manos en los bolsillos del pantalón, unos una sola y otros, los que no gesticulaban, las dos.

—Es como en los viejos tiempos —dijo Bush con una sonrisa—. Les han cortado los cinturones.

Como a los hombres reclutados les cortaban los cinturones, debían tener al menos una mano en el bolsillo del pantalón para evitar que se les cayera. Ninguno podía huir en esas condiciones.

—Me parece que muchos son marineros de primera —dijo Bush, después de juzgarles según su experiencia profesional.

—¡Qué desafortunados! —dijo Hornblower.

—¿Desafortunados? —preguntó Bush sorprendido.

Bush pensó que no sentía más lástima por los hombres reclutados forzosamente que por la noche cuando iba a ser reemplazada por el día. ¿Acaso era desafortunado el buey cuando lo convertían en trozos de carne? ¿O la guinea cuando pasaba de una mano a otra? Eso formaba parte de la vida. Era tan natural que los marineros de barcos mercantes se convirtieran en marineros de barcos del rey como que tuvieran canas si vivían muchos años, y el único modo de atraparles era cogerles desprevenidos durante la noche mientras dormían o cuando estaban en las tabernas o en los burdeles. Así les hacían pasar, en un segundo, de hombres libres que se ganaban la vida con su trabajo a hombres reclutados forzosamente, que no podían caminar por su tierra cuando lo deseaban sin correr el riesgo de ser azotados delante de todos los navíos de la Armada.

Hornblower seguía mirando a la brigada reclutadora y a los hombres reclutados.

—Es posible que haya guerra —aventuró despacio.

—¿Guerra? —preguntó Bush.

—Lo sabremos cuando llegue el correo —dijo Hornblower—. Parry nos lo podía haber dicho anoche…

—Pero… ¿Guerra? —preguntó Bush.

La multitud siguió caminando calle abajo en dirección al astillero, y el ruido que hacía se oía menos a medida que se alejaba. Hornblower se volvió hacia la puerta de la casa y se sacó la pesada llave del bolsillo. Cuando ambos entraron vieron al pie de la escalera a María, que tenía en la mano un candelabro con una vela apagada. Llevaba un largo abrigo sobre el camisón y una cofia, que aparentemente se había puesto deprisa, pues por fuera había dos mechones de pelo enrollados en papeles.

—¡Están a salvo! —exclamó.

—Por supuesto que estamos a salvo, María —dijo Hornblower—. ¿Qué pensaba que nos había sucedido?

—Había tanto alboroto en la calle que miré para ver qué pasaba —dijo María—. ¿Era ésa la brigada reclutadora?

—Sí, lo era —respondió Bush.

—¿Hay guerra?

—Es posible.

—¡Oh! —dijo María con ostensible tristeza—. ¡Oh!

Les miró inquisitivamente a los dos.

—No se preocupe, señorita María —dijo Bush—. Pasarán muy largos años antes que Boney traiga sus barcos a Spithead.

—No es eso —dijo María.

Entonces miró a Hornblower y aparentemente se olvidó de que Bush existía.

—Usted se irá —dijo.

—Tendré que ir a cumplir con mi deber cuando me llamen, María —dijo Hornblower.

En ese momento una espantosa figura subió la escalera que iba al sótano. Era la señora Mason, a quien se le veían todos los mechones de pelo enrollados en papeles porque no se había puesto la cofia.

—Van a molestar a los otros huéspedes con este ruido —dijo.

—Mamá, ellos piensan que habrá guerra —dijo María.

—Y no sería malo que la hubiera si permitiera a muchas personas pagar lo que deben.

—Eso es lo que voy a hacer ahora mismo —dijo Hornblower con rabia—. ¿Cuánto le debo, señora Mason?

—¡Oh, por favor! —dijo María—. ¡Por favor!

—Usted se calla, señorita —dijo la señora Mason—. Si permito que este joven continúe viviendo aquí es por ti.

—¡Mamá!

—Dice «le pagaré lo que le debo», como si fuera un lord, y no tiene ni una camisa en su baúl. También el baúl estaría en la casa de empeño si yo no se lo hubiera quitado.

—Cuando dije que le pagaría lo que le debo hablaba en serio, señora Mason —dijo Hornblower dignamente.

—Entonces veamos su dinero —dijo la señora Mason, aunque no creía lo que decía—. Veintisiete libras y seis chelines.

Hornblower se sacó un puñado de monedas de plata de un bolsillo del pantalón; sin embargo, esa cantidad no era suficiente, así que tuvo que sacarse un billete del bolsillo de la chaqueta, y cuando se lo sacó, todos pudieron ver que tenía muchos más.

—¡Oh! —exclamó la señora Mason, mirando el dinero que tenía en la mano como si fuera oro, y en su rostro se reflejaron sentimientos contradictorios.

—Además le comunico que me marcharé dentro de una semana.

—¡Oh, no! —exclamó María.

—La habitación que ocupa es muy buena —dijo la señora Mason—. No abandonará mi casa sólo por unas cuantas palabras, ¿verdad?

—No abandone nuestra casa, señor Hornblower —rogó María.

Si existía entonces algún hombre que estuviera hecho un lío, ese era Hornblower. Bush le miró y le costó mucho no sonreír al ver que él, el hombre que jugó con los almirantes con grandes apuestas, que disparó la batería del Renown para desencallarlo del banco de cieno mientras caía sobre el navío una lluvia de balas rojas, no sabía qué decir ni qué hacer cuando estaba frente a dos mujeres. Era un gesto digno pagar lo que debía, y si era necesario, pagar por adelantado la última semana que iba a estar allí, y marcharse después. Sin embargo, allí le permitieron quedarse sin pagar, y era una ingratitud irse cuando podía hacerlo. Por otro lado, permanecer en una casa donde conocían sus secretos no era agradable. El orgulloso Hornblower, que siempre se avergonzaba de parecer humano, no podría sentirse a gusto entre personas que le habían visto cargado de deudas como cualquier ser humano. Bush sabía que ésas eran las cuestiones que Hornblower tenía que resolver y también que experimentaba una mezcla de sentimientos nobles y hostiles. Seguía estimando a Hornblower aunque se reía de él, y seguía respetándole aunque conocía sus debilidades.

—¿Cuándo cenaron, caballeros? —preguntó la señora Mason.

—No cenamos —respondió Hornblower, mirando de reojo a Bush.

—Entonces deben de estar hambrientos, sobre todo después de pasar la noche en vela. Les prepararé un buen desayuno, un par de gruesas chuletas de cordero para cada uno. ¿Qué les parece?

—¡Muy bien! —exclamó Hornblower.

—Suban ustedes y yo ordenaré a la sirvienta que les lleve agua caliente para que se afeiten —dijo la señora Mason—. Cuando bajen, ya les tendré preparado un buen desayuno. María, corre a encender el fuego.

Cuando llegaron al ático, Hornblower miró a Bush de un modo raro.

—La cama por la que usted pagó un chelín está sin usar —dijo—. No ha dormido en toda la noche por mi culpa. Le ruego que me perdone.

—No es ésta la única noche que he pasado sin dormir —respondió Bush.

La noche en que habían atacado Samaná no durmió, y en muchas ocasiones, cuando su barco era azotado por un temporal, había pasado veinticuatro horas de guardia en la cubierta. Por otro lado, después de pasar un mes con sus hermanas en su casa de Chichester, donde no tenía nada que hacer salvo quitar las malas hierbas del jardín y, por esa razón, procuraba dormir doce horas diarias, estaba satisfecho de haber pasado por diversas situaciones muy excitantes. Se sentó en la cama y Hornblower se puso a caminar de un lado a otro de la habitación.

—Pasará muchas más si hay guerra —dijo Hornblower, mirando a Bush, que le respondió encogiéndose de hombros.

Unos golpes en la puerta anunciaron la llegada de la sirvienta, que traía un bidón de agua en cada mano. Estaba desgreñada y llevaba un vestido roto y demasiado grande para ella, que probablemente le habían regalado la señora Mason o María, y, como ella, volvió hacia Hornblower sus grandes ojos cuando entró con el agua. Con sus grandes ojos, tan grandes que apenas cabían en su delgada cara, siguió a Hornblower mientras el joven caminaba por la habitación, pero ni una sola vez los volvió hacia Bush. Era evidente que Hornblower era tan admirado por esa joven de catorce años como por María.

—Gracias Susie —dijo Hornblower.

Susie hizo una reverencia y se dispuso a marcharse, pero antes de salir, se volvió en la puerta para mirar por última vez a Hornblower.

Hornblower señaló el palanganero y el agua caliente con la mano.

—Usted primero —dijo Bush.

Hornblower se quitó la chaqueta y la camisa y empezó a afeitarse. La navaja le raspaba las mejillas, que estaban cubiertas por una barba abundante, y giró la cabeza hacia un lado y hacia otro para que cortara mejor. Ninguno de los dos sentía necesidad de conversar, y Hornblower se lavó casi en silencio. Luego tiró el agua sucia en un cubo y se echó a un lado para que Bush se afeitara.

—Aproveche la ocasión —dijo Hornblower—. Si su deseo se cumple, sólo tendrá una pinta de agua dos veces por semana para afeitarse.

—¿A quién le importa?

Bush se afeitó y después volvió a afilar cuidadosamente la navaja y la guardó con las demás cosas que usaba para su aseo. Las cicatrices que cubrían sus costillas tomaban un color más claro y brillante cuando se movía. Cuando acabó de vestirse, miró a Hornblower.

—¡Chuletas! —exclamó Hornblower—. ¡Gruesas chuletas! Vamos.

En el comedor que daba al vestíbulo había varios cubiertos puestos en la mesa, pero no había nadie. Aparentemente, esa no era la hora del desayuno de los otros huéspedes de la señora Mason.

—Sólo falta un minuto, señor —dijo Susie, asomándose por la puerta, y luego regresó corriendo a la cocina.

Luego vino con una bandeja tan pesada que la hacía tambalearse al caminar. Hornblower echó hacia atrás su silla con la intención de ayudarla, pero ella, horrorizada, dio un grito para impedírselo y, sin ningún percance, logró poner la bandeja en la mesa lateral.

—Yo le serviré, señor —dijo.

Ella fue de una mesa a otra una y otra vez, como los grumetes cuando corrían con las badernas cuando se recogía el cable del ancla. Les llevó café y tostadas, pan y mantequilla, leche y azúcar, las vinagreras y los platos calientes, y, finalmente, una gran fuente, que colocó delante de Hornblower. Entonces quitó la tapadera que cubría la fuente y descubrió unas gruesas chuletas cuyo olor, hasta ahora encerrado, llenó el comedor.

—¡Ah! —exclamó Hornblower, cogiendo una cuchara y un tenedor para servir—. ¿Has desayunado ya, Susie?

—¿Yo, señor? No, señor. Todavía no, señor.

Hornblower se detuvo, con la cuchara y el tenedor en la mano, y miró las chuletas, luego a Susie y después las chuletas otra vez. Entonces puso la cuchara en la mesa y se metió la mano en el bolsillo del pantalón.

—¿No puedes comer una de estas chuletas? —preguntó.

—¿Yo, señor? ¡Por supuesto que no, señor!

—Aquí tengo media corona.

—¡Media corona, señor!

El valor de esa moneda era superior al jornal de un obrero.

—Quiero que me prometas una cosa, Susie.

—Señor…

Susie tenía las manos tras la espalda.

—Coge esta moneda y prométeme que en la primera ocasión que se presente hoy, en cuanto la señora Mason te diga que puedes irte, te comprarás algo que comer. Llena ese pequeño estómago. Cómprate pudín de guisantes, manos de cerdo y todo lo que quieras. Prométemelo.

—Pero, señor…

Media corona y tener gran cantidad de comida no parecían cosas reales.

—Cógela —insistió Hornblower.

—Sí, señor.

Susie cogió la moneda y cerró fuertemente su huesuda mano.

—No olvides lo que me prometiste.

—Sí, señor. Gracias, señor.

—Ahora guárdala y vete.

—Sí, señor.

Susie salió del comedor y Hornblower empezó a servir las chuletas.

—Ahora podré disfrutar de mi desayuno —dijo Hornblower.

—Sin duda —confirmó Bush, untando una tostada con mantequilla.

Entonces se echó mostaza en el plato. El hecho de que comiera mostaza con el cordero ponía de manifiesto que era un marino, pero él lo hizo sin pensar en ello. Creía que cuando uno tenía buena comida delante, no era necesario pensar, y comió en silencio. Hornblower volvió a hablar poco después, y entonces él se percató de que había interpretado aquel silencio como un reproche.

—Media corona puede significar mucho para mucha gente —dijo Hornblower, como si quisiera defenderse—. Ayer…

—Tiene razón —dijo Bush, llenando la pausa, como exigían las normas de cortesía, pero luego, al levantar la vista, comprendió que si Hornblower no había terminado la frase no era porque no tuviera nada más que decir.

María estaba de pie en la puerta del comedor. Tenía puestos los guantes, el chal y el sombrero, lo que denotaba que iba a salir, probablemente a comprar en el mercado, ya que la escuela donde daba clases estaba cerrada temporalmente.

—He venido a ver si tenía todo lo que quería —dijo.

El temblor de su voz parecía indicar que oyó las últimas palabras de Hornblower, aunque no era seguro.

—Gracias —dijo Hornblower—. Estoy encantado.

—Por favor, no se levanten —les pidió María con los ojos húmedos y en tono irritado cuando Hornblower y Bush intentaron levantarse.

Unos golpes en la puerta de la casa relajaron la tensión, y María corrió a abrir. Oyeron desde el comedor la voz de un hombre, y enseguida vieron aparecer a María seguida de un cabo de Infantería de marina, cuyo cuerpo alto y delgado sobresalía por encima de su figura achaparrada.

—¿El teniente Hornblower?

—Soy yo.

—Del almirante, señor.

El cabo le entregó una carta y un periódico doblado. Pasaron unos minutos terribles en los que buscaron un lápiz para que Hornblower firmara el comprobante que justificaba que los había recibido. Entonces el cabo juntó los talones con estrépito y se fue, y Hornblower se quedó con la carta en una mano y el periódico en la otra.

—¡Ábrala! —rogó María—. ¡Por favor, ábrala!

Hornblower rompió el sobre, desdobló la carta y la leyó. Luego volvió a leerla, asintiendo con la cabeza, como si la carta confirmara una teoría.

—Como ve, a veces jugar al whist produce beneficios, y de muchos tipos —dijo.

Le dio la carta a Bush, sonriendo.

Bush leyó:

Es un placer tener la oportunidad de informarle antes que reciba una notificación oficial que ha sido confirmado su nombramiento de capitán y que dentro de poco se le dará el mando de una corbeta.

—¡Oh, señor! —exclamó Bush—. Felicidades por segunda vez, señor. Eso es lo que usted se merecía, como ya dije antes.

—Gracias —dijo Hornblower—. Termine de leerla.

El segundo párrafo decía:

La llegada en este momento del coche correo con los periódicos de Londres me permite enviarle información sobre el cambio de situación que se ha producido, sin necesidad de ser prolijo en esta carta. En el ejemplar del Sun adjunto podrá encontrar las razones por las que era preciso mantener en secreto las acciones militares durante la agradable tarde que pasamos juntos, así que no necesito disculparme por no haberle informado de ellas.

Queda de usted, su seguro servidor,

PARRY

Cuando Bush terminó de leer la carta, Hornblower ya había abierto el periódico y había encontrado el párrafo más importante, que indicó a Bush enseguida.

Mensaje de Su Majestad

Cámara de los Comunes.

8 de Marzo 1803

El ministro de Hacienda trajo el siguiente mensaje de Su Majestad:

Su Majestad considera necesario informar a la Cámara de los Comunes de que, en vista de que en los puertos de Francia y Holanda se están agrupando fuerzas militares, ha estimado conveniente tomar medidas de precaución adicionales para proteger sus dominios.

George R.

Eso era lo único que Bush necesitaba leer. La flota de Boney y las tropas preparadas para llevar a cabo una invasión estaban situadas a lo largo de la orilla del canal, y ahora sus enemigos iban a realizar los correspondientes movimientos. El reclutamiento forzoso realizado la noche anterior, cuyo plan se había mantenido en secreto, lo que Bush aprobaba (había dirigido demasiadas brigadas reclutadoras para saber que los marineros se escondían en cuanto oían hablar de ellas), proporcionaría a la Armada los hombres necesarios para tripular sus barcos y garantizar la seguridad de Inglaterra. Había muchos barcos en Inglaterra, en todos sus puertos, y oficiales (él sabía mejor que nadie cuántos oficiales había disponibles). Si los barcos de la Armada se hacían a la mar con suficientes tripulantes, Inglaterra podría repeler el ataque que Boney planeaba.

—¡Por una vez han hecho lo correcto! —exclamó Bush, cerrando el periódico.

—¿Qué pasa? —preguntó María.

María permanecía allí de pie y en silencio mirando a los dos hombres alternativamente para ver si su expresión traslucía algo. Bush recordó que ella frunció el entrecejo cuando él felicitó a su amigo.

—La guerra empezará la semana que viene —dijo Hornblower—. Boney no soportará una respuesta tan enérgica.

—¡Oh! —exclamó María—. Pero, ¿qué le ocurrirá a usted?

—Me han nombrado capitán —dijo Hornblower—. Me darán el mando de una corbeta.

—¡Oh! —repitió María.

Durante uno o dos terribles segundos María hizo un gran esfuerzo por controlarse, pero no pudo conseguirlo. Bajó la cabeza poco a poco, se cubrió la cara con las manos y se volvió. Los dos hombres vieron cómo sus hombros, medio cubiertos por el chal, se movían a causa de los sollozos.

—María —dijo Hornblower con voz dulce—. Por favor, María, no llore.

María, con el sombrero de medio lado, volvió su cara cubierta de lágrimas hacia él.

—No volveré a verle —dijo, sollozando—. ¡Era tan feliz porque habían cerrado la escuela por las paperas! Pensé que podría hacerle la cama y recoger su habitación, y ahora pasa esto.

—Pero, María —dijo Hornblower, agitando las manos inútilmente—. Yo tengo que cumplir con mi deber.

—¡Quisiera estar muerta! —gritó María—. ¡Quisiera estar muerta!

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas otra vez y cayeron en el chal. Sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, y su boca, deforme.

Bush no podía soportar eso. Le gustaban las mujeres hermosas y descaradas. Lo que presenciaba ahora le resultaba intolerable, tal vez porque no encajaba con su sentido de la estética, aunque era improbable que lo tuviera. Quizá lo que le irritaba eran las muestras de histeria incontrolada, y si eso era cierto, ahora tenía una irritación mayor de la que podía soportar. Le parecía que si tenía que aguantar un minuto más el llanto de María se le rompería un vaso sanguíneo.

—Vámonos de aquí —dijo Hornblower.

En respuesta, Bush le miró con sorpresa. Hornblower no pensó nunca que podría huir de una situación de la cual, por su propio carácter, se hacía responsable. Bush sabía perfectamente bien que María se recuperaría con el tiempo y que una mujer que decía que quería estar muerta, cualquier día llegaba a tener tanta vitalidad como un saltamontes en cuanto otro hombre le pellizcaba la barbilla. Por otro lado, no entendía por qué él y Hornblower tenían que preocuparse por algo cuya única responsable era María.

—¡Oh! —exclamó María, tambaleándose, y se apoyó en la mesa, donde estaba la cafetera con el café frío y la fuente medio llena de chuletas heladas.

Entonces levantó la cabeza y volvió a gemir.

—¡Por amor de Dios! —gritó Bush, en tono irritado y miró a Hornblower—. Vamos.

Cuando Bush llegó a la escalera, se dio cuenta de que Hornblower no le había seguido, y no volvió atrás a buscarle. A pesar de que no era un hombre que abandonaba a un camarada en peligro, de que ocupaba gustoso un lugar en una lancha que fuera a rescatar a hombres en peligro en medio de una horrible marejada, y de que permanecería junto a Hornblower aunque un terrible enemigo amenazara con despedazarles, no volvería atrás para salvarle. Pensaba que si Hornblower quería hacer el tonto, él no podría impedírselo. Y para no tener cargo de conciencia, se dijo que quizá Hornblower no iba a hacer el tonto.

Cuando Bush llegó al ático, se puso a enrollar las cosas que usaba para su aseo en la camisa de dormir. La metódica revisión de todas esas cosas, la navaja, el peine y los cepillos, para asegurarse de que no las dejaba olvidadas, le hizo atemperar su ira. La idea de que inmediatamente tendría un empleo y realizaría acciones de guerra le causó una gran satisfacción que finalmente desplazó a su ira. Mientras tarareaba una canción, pensó que sería conveniente volver al astillero y entrar en Keppel’s Head para hablar de las asombrosas noticias de la mañana, pues ambas cosas contribuirían a que pronto consiguiera un nuevo nombramiento. Se metió el rollo que formaba su equipaje bajo el brazo, echó una última mirada a su alrededor para asegurarse de que no se dejaba nada y salió cerrando la puerta, todavía tarareando. Cuando llegó al final de la escalera y ya iba a avanzar por el vestíbulo, se quedó con el pie en el aire un momento, no porque dudara si debía ir al comedor o no, sino porque estaba pensando qué decir cuando entrara allí.

María ya se había enjugado las lágrimas. Estaba allí de pie, sonriente, aunque todavía tenía el sombrero de medio lado. Hornblower también estaba sonriente, quizá debido a que sentía alivio porque María había dejado de llorar. Se volvió cuando Bush entró e hizo un gesto de asombro al verle con el sombrero y su petate.

—Me marcho —dijo Bush—. Tengo que agradecerle su hospitalidad, señor.

—Pero… —dijo Hornblower—. Todavía no tiene que irse.

De nuevo Bush le trataba de señor. Habían pasado muchas dificultades juntos y sabían muchas cosas el uno del otro, pero la guerra volvería a comenzar y ahora Hornblower era un oficial de grado superior al de Bush. Bush le dijo lo que pensaba hacer hasta que cogiera el coche que iba a Chichester y Hornblower asintió con la cabeza.

—Prepare su baúl —dijo—. No tardará en necesitarlo. Bush carraspeó antes de pronunciar las solemnes palabras que quería decir.

—No le felicité adecuadamente, señor —dijo en tono grave—. Quería decirle que no creo que el Almirantazgo hubiera podido hacer una elección más acertada entre todos los hombres que figuran en la lista de tenientes que al escogerle a usted para darle un ascenso, señor.

—Es usted demasiado generoso —dijo Hornblower.

—Estoy segura de que el señor Bush tiene razón.

María miró a Hornblower con ostensible admiración y Hornblower la miró a ella con infinita ternura. Yen la admiración había un atisbo de posesión, y en la ternura, un atisbo de melancolía.