Una mujer baja con el entrecejo fruncido abrió la puerta cuando Bush llamó a ella golpeando con los nudillos, y arrugó aún más el entrecejo cuando él preguntó por el teniente Hornblower.
—En el ático —dijo por fin y dejó pasar a Bush para que subiera.
No había duda de que Hornblower se alegraba de ver a Bush, pues en su rostro apareció una amplia sonrisa. Enseguida le estrechó la mano y le hizo pasar a su habitación, una habitación con el techo inclinado en la que el teniente, al echarle una rápida mirada, solamente vio una cama, una mesilla de noche y una silla de madera.
—¿Cómo está? —preguntó Bush, sentándose en la silla que le había indicado Hornblower mientras él se sentaba en la cama.
—Bastante bien —contestó Hornblower después de una breve pausa que a Bush le pareció una prueba de que tenía remordimientos, aunque el joven intentó que la pausa pasara desapercibida haciendo rápidamente otra pregunta—: ¿Y usted?
—Regular —respondió Bush.
Hablaron tranquilamente durante un rato y Hornblower hizo muchas preguntas a Bush sobre la casa de Chichester donde vivía con sus hermanas.
—Tenemos que pedir que le preparen una cama para esta noche —dijo Hornblower en la primera pausa que hicieron—. Bajaré a hablar con la señora Mason.
—Es mejor que vaya con usted —dijo Bush.
Era obvio que la señora Mason vivía en un mundo lleno de confusión, pues estuvo pensativa durante unos segundos antes de acceder a la petición.
—Un chelín por la cama —dijo—. No puedo lavar las sábanas por menos de eso, al precio que está el jabón.
—Muy bien —dijo Bush.
Vio que la señora Mason adelantaba la mano abierta y puso en ella el chelín. Nadie podía dudar de que la señora Mason estaba decidida a hacer pagar a los amigos del señor Hornblower por anticipado. Hornblower se estaba registrando los bolsillos cuando vio a la señora hacer ese gesto, pero Bush fue más rápido que él.
—No se queden hablando hasta las tantas porque molestarán a los otros caballeros —dijo la señora Mason—. Y mantengan la llama del quinqué muy baja, porque si no, gastarán sebo por valor de un chelín.
—¡Por supuesto! —dijo Hornblower.
—¡María! —gritó la señora Mason—. ¡María!
Una mujer joven (pero no muy joven) subió hasta allí desde el sótano cuando oyó la llamada.
—¿Qué, mamá?
María escuchó las instrucciones que la señora Mason le dio para llevar una cama con ruedas a la habitación del señor Hornblower.
—Sí, mamá —dijo.
—¿No da clase hoy, María? —preguntó Hornblower amablemente.
—No, señor.
La sonrisa que apareció en su cara de facciones vulgares demostraba la satisfacción que le producía que Hornblower se dirigiera a ella.
—No sé qué fiesta es hoy. Todavía no es el cumpleaños del rey. ¿Por qué tiene el día libre?
—Por las paperas —respondió María—. Todos tienen paperas, salvo Johnnie Bristow.
—Eso concuerda con todo lo que he oído contar de Johnnie Bristow —dijo Hornblower.
—Sí, señor —dijo María volviendo a sonreír.
Era evidente que no sólo estaba satisfecha de que Hornblower bromeara con ella, sino también de que recordara lo que ella le había dicho acerca del colegio.
Cuando Hornblower y Bush regresaron al ático, siguieron conversando, pero esta vez hablaron de un asunto más serio, de la situación de Europa.
—Bonaparte es un tipo ambicioso —dijo Bush.
—Ésa es la definición perfecta de él —asintió Hornblower.
—¿No está satisfecho ya? En 1776, cuando yo estaba en el Superb en el Mediterráneo, poco después de ser nombrado teniente, él era un simple general. Recuerdo que oí su nombre por primera vez cuando hacíamos el bloqueo a Tolón. Algún tiempo después se fue a Egipto. Y ahora es primer cónsul… ¿No es así como se llama a sí mismo?
—Sí. Pero ahora es Napoleón, ya no es Bonaparte, y tiene el cargo de primer cónsul vitalicio.
—Es un nombre muy extraño. Nunca lo habría escogido para mí.
—Teniente Napoleón Bush —dijo Hornblower—. No suena bien.
Los dos se rieron de la ridícula combinación.
—La Morning Chronicle dice que llegará aún más lejos —continuó Hornblower—. Hay rumores de que se va nombrar a sí mismo emperador.
—¡Emperador!
Bush sabía lo que llevaba aparejado ese título, que era un símbolo de superioridad universal.
—Yo creo que está loco —dijo Bush.
—Si lo está, es el loco más peligroso de Europa.
—No me fío de lo que ha dicho de Malta —dijo Bush—. No me fío lo más mínimo —dijo con énfasis—. Acuérdese de mis palabras: al final tendremos que volver a luchar contra él. Más tarde o más temprano ese día llegará, porque no podemos continuar así. Y le daremos una lección.
—Creo que tiene razón —dijo Hornblower—. Y me parece que llegará más temprano que tarde.
—Entonces… —dijo Bush.
No podía hablar y pensar al mismo tiempo, especialmente cuando tenía en mente un torbellino de ideas como el que había provocado la conclusión anterior. La guerra con Francia significaba la ampliación de la Armada otra vez, pues el peligro de invasión y la necesidad de escoltar mercantes requerirían utilizar hasta los más pequeños barcos que pudieran llevar al menos un cañón. También significaba que él dejaría de recibir media paga, que podría volver a caminar por el alcázar de un barco y gobernarlo, que tendría que soportar de nuevo la angustia y el aburrimiento provocados por la guerra y enfrentarse a los peligros que entrañaba. Estas ideas pasaban por su mente tan rápido y a intervalos tan cortos que formaban un torbellino en que se sucedían lo bueno y lo malo, ambos tratando de captar toda su atención.
—Pero la guerra es horrible —dijo Hornblower en tono grave—. Recuerde lo que ha visto.
—Sí, tiene razón —dijo Bush, pensando que no era necesario que explicara su respuesta y desconcertado por los inesperados comentarios.
Hornblower sonrió para que se relajara la tensión.
—Bueno, Boney puede nombrarse a sí mismo emperador si quiere, pero yo tengo que ganarme media guinea en Long Rooms.
Bush iba a aprovechar la ocasión para preguntar a Hornblower si le iba bien allí, pero en ese momento se oyó un estruendo seguido de unos golpes en la puerta.
—Aquí llega su cama —dijo Hornblower, dirigiéndose a la puerta para abrirla.
María entró en la habitación empujando la cama y les sonrió.
—¿La pongo aquí o allí? —preguntó.
Hornblower miró a Bush.
—Da lo mismo —dijo Bush.
—Entonces la pondré junto a la pared.
—Permítame que la ayude —dijo Hornblower.
—¡Oh, no, señor! —exclamó, turbada por la amabilidad de Hornblower—. Puedo hacerlo yo sola.
Bush advirtió que era tan robusta que, en efecto, no necesitaba ayuda. Ella trató de ocultar su confusión dando golpes al colchón y poniendo las fundas a las almohadas.
—Espero que ya haya tenido paperas, María —dijo Hornblower.
—¡Oh, sí, señor! Las tuve cuando era niña, y en los dos lados.
Extendía la sábana con sus gruesas y hábiles manos mientras el ejercicio y el nerviosismo daban cada vez más color a sus mejillas. Pero se detuvo de repente, cuando se le ocurrió algo que era una posible implicación de la pregunta de Hornblower.
—No debe preocuparse si no las ha tenido, señor, porque yo no se las puedo contagiar.
—No estaba pensando en eso —dijo Hornblower.
—¡Oh! —exclamó María, y alisó de manera perfecta la sábana dando un tirón matemáticamente calculado y luego extendió la colcha sobre ella—. ¿Va a marcharse ahora, señor?
—Sí. La verdad es que tenía que haberme ido ya.
—Permítame llevarme su chaqueta un momento para limpiarla con una esponja.
—No quiero causarle ninguna molestia, María.
—No es una molestia, señor. Naturalmente que no lo es. Por favor, señor, permítame llevármela. Parece…
—Parece tan vieja que no debería usarla —dijo Hornblower, mirándose la chaqueta—. Todavía no se ha descubierto nada que cure la vejez.
—Por favor, permítame llevármela, señor. Mejorará su aspecto con el amoníaco que hay abajo. Realmente mejorará su aspecto.
—Pero…
—Por favor, señor.
Hornblower desabrochó un botón con desgana.
—Sólo tardaré un minuto —dijo María, aproximándose a él rápidamente.
Extendió el brazo para desabrochar los otros botones, pero Hornblower, moviendo nerviosamente los dedos, se le anticipó. Luego Hornblower se quitó la chaqueta y ella se la quitó de las manos.
—Ha remendado esta camisa usted mismo —dijo, en tono de reproche.
—Sí.
Hornblower estaba avergonzado porque se notaba que llevaba una camisa remendada. María miró atentamente el remiendo.
—Se la habría remendado yo si me lo hubiera pedido, señor.
—Y, sin duda, mucho mejor.
—¡Oh, yo no quería decir eso, señor! Pero no está bien que remiende sus propias camisas.
—Entonces, ¿cuáles debería remendar?
María se rió tontamente.
—Tiene usted tanta agudeza que no puedo responderle enseguida —dijo—. Espere aquí y hable con el teniente mientras limpio la chaqueta.
María salió de la habitación y ellos oyeron sus rápidos pasos en la escalera. Entonces Hornblower miró a Bush con tristeza.
—Indudablemente, uno siente satisfacción cuando ve que otro ser humano se preocupa por si uno está vivo o muerto —dijo Hornblower—. Pero las razones por las cuales uno la siente tendrán que encontrarlas los filósofos.
—Así es —dijo Bush.
A Bush le atendían sus dos hermanas siempre que podían, y estaba tan acostumbrado a ello que sus atenciones le parecían lo más normal del mundo. En ese momento oyó el reloj de la iglesia marcar la media hora y recordó lo que tenía que hacer durante el día.
—¿Va a ir a Long Rooms ahora? —inquirió.
—Sí. Y supongo que usted irá a ver al encargado de los pagos del Almirantazgo.
—Sí.
—Podemos ir juntos hasta Long Rooms, si quiere. Nos iremos en cuanto María me traiga la chaqueta.
—Eso es lo que estaba pensando —dijo.
Poco después María llamó a la puerta.
—Ya está lista —dijo, extendiendo la chaqueta delante de ella—. Está como nueva.
Pero María había cambiado de actitud y parecía asustada.
—¿Qué le ocurre, María? —preguntó Hornblower al notar el cambio de actitud.
—Nada. No me ocurre nada —respondió María, como si intentara defenderse, y cambió de tema—: Póngase la chaqueta ahora o se le hará tarde.
Cuando caminaban por la calle Highbury, Bush preguntó lo que quería preguntar hacía tiempo: si Hornblower había tenido buena suerte en Long Rooms últimamente. Hornblower le miró con asombro.
—No tan buena como quisiera —contestó.
—¿Mala?
—Muy mala. Los ases de mis contrincantes siempre están preparados para atacar a mis reyes y cometer un regicidio, y generalmente sus reyes están preparados para atacar a mis ases, de modo que cuando se aventuran a salir de sus manos superan todos los peligros y ganan la baza. A la larga tenemos exactamente las mismas posibilidades de ganar, pero los períodos en que hay una gran diferencia a su favor son angustiosos.
—Entiendo —dijo Bush, aunque no estaba seguro de ello.
Pero sí estaba seguro de una cosa, de que Hornblower había perdido últimamente, y le conocía lo suficientemente bien para saber que cuando hablaba de las cosas con aparente frivolidad, como ahora, estaba más ansioso de lo que él mismo creía.
Cuando llegaron a Long Rooms se detuvieron ante la puerta.
—¿Vendrá a recogerme cuando termine? —preguntó Hornblower—. En la calle Broad hay una casa de comidas donde el plato del día cuesta cuatro peniques o, si incluye postre, seis peniques. ¿Le gustaría ir?
—¡Por supuesto! —exclamó Bush—. Muchas gracias y buena suerte —añadió y, tras una breve pausa, dijo—: Tenga cuidado.
—Lo tendré —afirmó Hornblower antes de atravesar la puerta.
El tiempo contrastaba con el que había la última vez que Bush visitó la ciudad. Aquella vez todo estaba cubierto de hielo y soplaba el viento del este, mientras que hoy el viento era primaveral. Cuando Bush avanzaba por la calle Hard vio a la izquierda la entrada del puerto, cuyas turbias aguas brillaban al sol. Una corbeta de cubierta corrida salía del puerto con la bajamar, mientras las moderadas ráfagas de viento le hacían mantener la velocidad suficiente para maniobrar. Quizá iba a llevar despachos a Halifax o dinero a Gibraltar para pagar a la guarnición, o quizá iba a reforzar la flota de cúteres al servicio del Tesoro Público, ya que tenían dificultades para atajar el contrabando, que había proliferado en tiempo de paz. Fuera adonde fuera, a bordo había afortunados oficiales que habían conseguido un empleo en el que permanecerían tres años, que tenían un alcázar bajo los pies y una cámara de oficiales donde podían comer. Eran oficiales realmente afortunados. Bush respondió al saludo del portero en la puerta del astillero y entró inmediatamente.
Salió bastante tarde y regresó a Long Rooms. Hornblower estaba sentado en una mesa situada en un rincón y le miró sonriente un instante, con el rostro iluminado por la luz de una vela. Bush encontró el último número de la Naval Chronicle y se puso a leerlo. A su lado un grupo de oficiales del Ejército y de la Armada hablaban en voz baja sobre lo difícil que era vivir en el mismo mundo que Bonaparte, y en ocasiones aludieron a Malta, Génova y Santo Domingo.
—Recuerden mis palabras: pronto estaremos en guerra con él otra vez —dijo uno de ellos golpeándose una mano abierta con el puño.
Hubo un murmullo de aprobación.
—Será una lucha encarnizada —dijo otro—. Si Napoleón Bonaparte nos lleva al límite, no descansaremos hasta verle colgado de un árbol.
Los otros asintieron bramando como fieras.
—Caballeros, ¿les importaría continuar la conversación en el otro extremo de la sala? —preguntó uno de los jugadores que estaba en la mesa de Hornblower—. Este extremo está destinado para el juego más cercano a la ciencia y más difícil de todos.
El jugador dijo esas palabras con agradable voz de tenor y en un tono amable, pero era evidente que esperaba que le obedecieran inmediatamente.
—No, milord —respondió uno de los oficiales de la Armada.
Eso hizo a Bush mirar más atentamente al jugador que había hablado. Le reconoció enseguida, aunque hacía seis años que no le veía. Era el almirante Parry, que recibió el título de lord después de la batalla de Camperdown, y ahora era uno de los altos cargos del Almirantazgo. Los rizos blancos como la nieve que rodeaban su calva, su cara de viejo bonachón y la lentitud con que hablaba parecían contradecir el apodo que le habían puesto los marineros en la guerra contra Norteamérica: El Sangriento. Era obvio que Hornblower se codeaba con hombres de alta posición social. Bush observó cómo lord Parry extendía su blanca y huesuda mano y cortaba las cartas después que Hornblower las había barajado, y por el color de su tez, que era el mismo que el de la tez de Hornblower, supo que hacía tiempo que no navegaba. Hornblower repartió las cartas, y entonces empezó el lento juego que casi se paralizaba a veces. Las cartas apenas hacían ruido al caer sobre el tapete verde, y cuando los jugadores recogían las bazas y las dejaban a un lado se oía un tenue clic. Frente a Parry las bazas formaron una fila larga como una serpiente y luego pequeñas curvas y filas paralelas, como una serpiente deslizándose por una roca, y se juntaron cuando terminaron todas las manos.
—¡Pequeño slam! —exclamó Parry cuando los otros jugadores anotaban sus tantos en las tablillas.
Eso fue lo único que se dijo en el grupo. Las dos cortas palabras se oyeron tan claramente en el silencio como dos campanadas en la guardia de media. Hornblower cortó la baraja y otro jugador volvió a repartir las cartas en medio del sepulcral silencio. Bush no entendía las razones de la fascinación de ese juego. A él le gustaba más un juego en el que pudiera gruñir cuando perdía y expresar su alegría cuando ganaba, y en el que, además, una sola carta, no las cincuenta y dos, decidiera quién ganaba y quién perdía. Pero, aunque no entendiera las razones, no tenía duda de que ejercía fascinación, una peligrosa fascinación. No era como el opio ni como una lucha con alfanjes, sino, en realidad, como un silencioso duelo con espadas, y tan dañino como él. Cuando se introducía una espada en los pulmones de un hombre, había tantas o más probabilidades de que muriera que si se le asestaba un golpe con un alfanje.
—Una partida corta, ¿eh? —dijo Parry.
El silencio se rompió y las cartas quedaron sobre la mesa en desorden.
—Sí, milord —dijo Hornblower.
Bush, que les miraba con atención, sintió angustia al ver que Hornblower metía la mano en el bolsillo interior de la chaqueta (donde tenía su reserva) y extraía un fajo de billetes de una libra. Luego notó que Hornblower, después de pagar, se guardaba en el bolsillo un solo billete.
—Ha tenido muy mala suerte —dijo Parry, guardándose sus ganancias—. Las dos veces que ha repartido las cartas, la carta que viró era el único triunfo que tenía. No recuerdo haber visto nunca que la persona que repartiera las cartas tuviera un solo triunfo en dos partidas seguidas.
—Cuando se juega durante un largo período, puede aparecer cualquiera de las posibles combinaciones de cartas.
Hornblower hablaba en tono cortés y con indiferencia, y por eso Bush llegó a pensar que no había perdido mucho, pero de repente recordó que se había guardado en el bolsillo un solo billete.
—Pero es raro ver que a alguien le persiga tanto tiempo la mala suerte —dijo Parry—. No obstante eso, juega usted muy bien, señor… señor… Discúlpeme por no recordar su nombre, pero no lo oí bien cuando nos presentaron.
—Hornblower.
—¡Ah, sí! Su nombre me es familiar por algún motivo.
Bush miró a Hornblower pensando que nunca se le iba a presentar una ocasión mejor para recordar a un alto cargo del Almirantazgo que no habían confirmado su nombramiento.
—Cuando era guardiamarina y embarqué en el Justinian, me mareé durante los días en que el barco estuvo anclado en Spithead, y creo que aún cuentan esa historia.
—No es eso lo que había oído relacionado con su nombre —dijo Parry—. Pero nos hemos apartado del tema. Quería decirle que, lamentablemente, no puedo darle la oportunidad de tomar la revancha de inmediato, aunque me gustaría volver a tener la ocasión de analizar sus jugadas.
—Es usted muy amable, milord —dijo Hornblower.
Bush se retorció en el asiento una vez más, como hacía desde que Hornblower desperdició aquella ocasión de oro. Había notado que el joven dijo las últimas palabras con amarga ironía y temía que el almirante se hubiera dado cuenta, pero, afortunadamente, el almirante no le conocía tan bien como él.
—No puedo, lamentablemente, porque tengo que comer con el almirante Lambert —dijo Parry.
La coincidencia sorprendió tanto a Hornblower que se convirtió de nuevo en un ser humano.
—¿El almirante Lambert, milord?
—Sí. ¿Le conoce?
—Tuve el honor de estar bajo sus órdenes en la base naval de Jamaica. Éste es el señor Bush, el teniente del Renown que dirigió el destacamento de desembarco que derrotó a la guarnición de Santo Domingo.
—Me alegro de conocerle, señor Bush —dijo Parry.
Aunque realmente se hubiera alegrado, era evidente que no estaba muy contento, quizá porque, como le hubiera ocurrido a cualquier alto cargo del Almirantazgo, le avergonzaba ver que un teniente con una excelente hoja de servicios estaba desempleado. No tardó en volverse hacia Hornblower de nuevo.
—Estaba pensando en convencer al almirante Lambert de que viniera aquí conmigo después de la comida para darle a usted la oportunidad de tomar la revancha. ¿Podríamos encontrarle aquí todavía, si viniéramos?
—Sería un placer esperarles, milord —respondió Hornblower.
Sin embargo, Bush observó que se tocaba maquinalmente el bolsillo casi vacío.
—Entonces, ¿tendrá la amabilidad de aceptar este semicompromiso? No puedo responder por el almirante Lambert, pero haré lo posible por convencerle.
—Voy a comer con el señor Bush, milord, pero sería el último en dificultar nuestra reunión.
—Entonces podemos comprometernos a reunirnos con esa condición.
—Sí, milord.
Parry salió, seguido de un teniente del buque insignia que había jugado al whist en su mesa, con la majestuosidad propia de alguien que era un almirante, un par y un alto cargo del Almirantazgo. Entonces Hornblower miró sonriente a Bush.
—¿Cree que es hora de ir a comer? —preguntó.
—Sí —respondió Bush.
La casa de comidas de la calle Broad, como era de esperar, estaba dirigida por un marinero, un marinero con pata de palo. Le ayudaba un hijo suyo, un muchacho vivaracho que se acercó a ellos cuando se sentaron en un banco de roble frente a una mesa también de roble y muy limpia, con los pies sobre el serrín, para pedir la comida.
—¿Cerveza? —preguntó el muchacho.
—No —respondió Hornblower—. Cerveza no.
El muchacho hizo un gesto que denotaba lo que pensaba de los oficiales de marina que pedían el plato del día, el plato de cuatro peniques, y no bebían nada para acompañarlo. Poco después puso de golpe frente a ellos dos bandejas: una con cordero hervido (no muy joven) y otra con patatas, zanahorias, chirivías, cebada y un pedazo de pudín de guisantes, todo ello cubierto por una salsa hecha con el jugo de la carne.
—Esto sacia el hambre —dijo Hornblower.
Era probable que sí, aunque, aparentemente, hacía tiempo que Hornblower no la saciaba. Empezó a comer con moderación, pero cada vez que cogía un bocado tenía más apetito y se contenía menos. Vació el plato en un tiempo extraordinariamente breve, luego cogió un pedazo de pan y lo rebañó, y finalmente se comió el pedazo de pan. Bush no solía comer despacio, pero se sorprendió cuando alzó los ojos y vio que Hornblower ya había acabado cuando él tenía aún la mitad de la comida en el plato. Hornblower rió nerviosamente.
—Cuando uno come solo adquiere malas costumbres —dijo.
La mejor prueba de su vergüenza era que su excusa era poco convincente. Se había percatado de eso en cuanto terminó de hablar, y trató de salir airoso de la situación apoyando la espalda en el respaldo del banco como si estuviera muy satisfecho y luego, para demostrar que se sentía a gusto, se metió las manos en los bolsillos de los lados de la chaqueta. Pero en cuanto hizo eso, sus mejillas perdieron el color y su expresión cambió de tal modo que se volvió ansiosa y asustada. Bush se alarmó al ver a Hornblower y pensó que le iba a dar un desmayo, pero inmediatamente después de pensar eso relacionó el cambio de expresión con el hecho de que se había metido las manos en los bolsillos. Hornblower tenía un gesto de horror como el que hubiera puesto un hombre que encontrara una serpiente en su bolsillo.
—¿Qué le sucede? —inquirió Bush—. ¿Qué diablos…?
Hornblower sacó lentamente la mano derecha del bolsillo, con algo dentro de ella y, después de mantenerla cerrada unos momentos, la abrió muy despacio, casi con desgana, como un hombre temeroso de su destino. Pero dentro tenía algo que no hacía daño: una moneda de plata con el valor de media corona.
—Eso no es motivo para ponerse nervioso —dijo Bush con asombro—. A mí no me importaría encontrarme media corona en el bolsillo.
—Pero… pero —dijo Hornblower tartamudeando.
Bush se dio cuenta entonces de las implicaciones que eso tenía.
—No estaba aquí esta mañana —dijo Hornblower y, sonriendo tristemente, como tantas veces hacía, añadió—: Sé perfectamente cuánto dinero tengo en los bolsillos.
—Supongo que sí —dijo Bush, y pese a pensar en todo lo que había ocurrido por la mañana y hacer deducciones, no llegó a comprender por qué Hornblower se preocupaba tanto por eso—. La puso la joven, ¿no cree?
—Sí, la puso María —respondió Hornblower—. Tiene que haber sido ella. Por eso se llevó mi chaqueta para limpiarla.
—Es un alma buena —dijo Bush.
—¡Dios mío! —exclamó Hornblower—. No puedo… no puedo…
—¿Por qué no? —preguntó Bush, aunque realmente pensaba que la pregunta no tenía respuesta.
—Porque no —respondió Hornblower—. Es… es… Quisiera que no lo hubiera hecho. Pobre chica…
—¿Por qué la llama pobre chica? —preguntó Bush—. Sólo ha tratado de hacerle un favor.
Hornblower le miró durante largo tiempo sin decir nada y después hizo un gesto de resignación, como si no tuviera esperanzas de que Bush llegara a ver el asunto desde su punto de vista.
—Puede juzgar el hecho como quiera —dijo Bush, decidido a hacer prevalecer su criterio—, pero no es necesario que actúe como si los franceses hubieran desembarcado, sólo porque una joven le metió media corona en el bolsillo.
—Pero, ¿no ve que…? —empezó a decir Hornblower, pero al final cesó en su intento de explicar lo que eso significaba.
Logró dominarse bajo la desconcertada mirada de Bush, y su expresión triste dio paso a la expresión inescrutable que tantas veces tenía, de modo que su cara parecía estar oculta tras un casco con la visera cerrada.
—Muy bien —dijo—. La aprovecharemos.
—¡Muchacho!
—Sí, señor.
—Queremos una pinta de vino. Manda a alguien a comprarlo corriendo. Que sea oporto.
—Sí, señor.
—¿Cuál es el postre de hoy?
—Pudín de pasas, señor.
—Muy bien. Trae un pedazo para cada uno y también la mermelada para extenderla por encima.
—Sí, señor.
—Y tomaremos queso con el vino. Si hay alguno aquí, tráelo, si no, manda a alguien a comprarlo en otro lugar.
—Tenemos queso aquí, señor.
—Entonces tráelo.
—Sí, señor.
Hornblower, como esperaba Bush, sólo comió la mitad del enorme pedazo de pudín que le habían servido y un pequeño trozo de queso, un trozo apenas suficiente para que el paladar apreciara su sabor. Entonces levantó la copa, y Bush le imitó.
—¡Por una encantadora dama! —dijo Hornblower.
Ambos bebieron, y en los ojos de Hornblower apareció un extraño brillo. Bush se preocupó por eso, pero se dijo a sí mismo que estaba harto de los cambios de humor de Hornblower. Entonces decidió desviar la conversación y se felicitó a sí mismo por haberlo hecho con tacto.
—¡Por una encantadora dama! —dijo Bush, levantando su copa.
—Un brindis muy oportuno —dijo Hornblower.
—¿Puede permitirse el lujo de jugar? —inquirió Bush.
—Naturalmente.
—¿Puede soportar otra mala racha?
—Puedo permitirme el lujo de perder una fase —respondió Hornblower.
—¡Ah!
—Pero si gano la primera, no importa que pierda las dos siguientes, y si gano la primera y la segunda, no importa que pierda las tres siguientes. Y así sucesivamente.
—¡Ah!
A Bush le pareció que eso no era muy esperanzador y le desconcertó el brillo de la mirada de Hornblower, que contrastaba con su rostro impasible. Se movió en el asiento debido al nerviosismo y cambió de nuevo la conversación.
—Van a mandar de nuevo al Hastings a realizar una misión —dijo—. ¿Lo ha oído?
—Sí. Y como estamos en tiempo de paz, los tres tenientes que irán a bordo ya han sido elegidos hace dos meses.
—Me lo temía.
—Pero nuestra oportunidad llegará, ya lo verá —dijo Hornblower.
—Cree usted que Parry llevará a Lambert a Long Rooms? —inquirió Bush después de apartar la copa de sus labios.
—No lo dudo —respondió Hornblower.
Parecía muy nervioso otra vez.
—Tengo que regresar allí enseguida —dijo—. Tal vez Parry haya convencido a Lambert de que comieran rápido.
—Me parece que eso es lo que habrá hecho —dijo Bush, poniéndose de pie.
—No es necesario que venga conmigo —dijo Hornblower—. No venga si no quiere. Quizá le resulte aburrido estar sentado allí sin hacer nada.
—No me lo perdería por nada del mundo —dijo Bush.