CAPÍTULO 18

Era un día frío de invierno en Portsmouth. Todo estaba cubierto de escarcha y el cortante viento del este soplaba en la calle cuando Bush salió del astillero. Se subió el cuello del chaquetón por fuera de la bufanda, se metió las manos en los bolsillos y empezó a caminar contra el viento con la cabeza gacha. Tenía los ojos llorosos y la nariz humedecida, y le parecía que el viento pasaba entre sus costillas, pues le dolían de nuevo las cicatrices que las cubrían. Se prohibió a sí mismo mirar hacia la taberna Keppel’s Head cuando pasó por delante. Sabía que dentro encontraría calor y buena compañía; sabía que allí estarían los afortunados oficiales que aún tenían el dinero conseguido como botín para gastar y otros oficiales más afortunados todavía, los que habían conseguido un empleo en la Armada en tiempo de paz, y que todos estarían conversando y bebiendo vino. Pero él no podía permitirse beber vino. Pensó que tomaría una jarra de cerveza, que le apetecía mucho, pero inmediatamente rechazó la idea aunque la tentación era muy fuerte. Era consciente de que no podía permitírselo, pues aunque tenía en el bolsillo la paga del mes (se la acababa de entregar el encargado de los pagos del Almirantazgo), debía durarle cuatro semanas y media. Naturalmente, había solicitado empleo en la marina mercante, como ayudante de capitán, pero actualmente tenía tan pocas posibilidades de conseguirlo como de obtener un empleo de teniente en la Armada. Puesto que había empezado a servir en la Armada como guardiamarina y había pasado allí toda su vida de adulto, no sabía nada acerca del embarque de mercancías ni de la estiba de la carga en los barcos. Además de eso, los marinos mercantes sentían desprecio por los que servían en la Armada y decían que en esta última se empleaban cien hombres para realizar un trabajo que en la marina mercante hacían entre seis. Y por otro lado, cada vez que licenciaban la tripulación de un barco de guerra, numerosos ayudantes de contramaestre que habían pertenecido a la marina mercante y habían sido reclutados a la fuerza por la marina de guerra intentaban recuperar sus antiguos empleos, y, como consecuencia, la competencia era más dura cada mes.

Alguien salió de una calle transversal justo delante de él y empezó a caminar en contra del viento. Era un oficial de marina. Por su andar desgarbado y el modo de inclinar los hombros en dirección contraria al viento, se dio cuenta de que era Hornblower.

—¡Señor! —gritó—. ¡Señor!

Hornblower, con una expresión malhumorada, se volvió hacia atrás y su malhumor desapareció en cuanto reconoció a Bush.

—¡Me alegro mucho de verle! —exclamó tendiéndole la mano.

—¡Me alegro mucho de verle a usted, señor! —exclamó Bush.

—No me trate de señor —dijo Hornblower.

—¿No, señor? ¿Qué…? ¿Por qué?

Hornblower no llevaba abrigo, y en el hombro izquierdo de su chaqueta no tenía la charretera que debía llevar por ser capitán. Bush miró mecánicamente hacia su hombro y notó en la tela los huecos de los alfileres con que la charretera estaba prendida a la chaqueta.

—No soy capitán —dijo Hornblower—. No confirmaron mi nombramiento.

—¡Dios mío!

Hornblower estaba muy pálido (Bush estaba habituado a ver su rostro bronceado) y tenía las mejillas hundidas, pero mantenía la expresión indiferente que Bush conocía tan bien.

—Los preliminares para las negociaciones de paz se firmaron el día que llegué a Plymouth en la Retribution —dijo Hornblower.

—¡Qué mala suerte! —exclamó Bush.

Los tenientes esperaban toda su vida por la coincidencia de circunstancias que les permitiera conseguir un ascenso, y la mayoría de ellos esperaban en vano. Era muy probable que Hornblower esperara en vano toda su vida.

—¿Ha solicitado empleo como teniente? —preguntó Bush.

—Sí, y supongo que usted también —respondió Hornblower.

—Sí.

No era necesario hablar más sobre ese tema. En tiempo de paz la Armada daba empleo a la décima parte de los tenientes que tenía a su servicio durante la guerra, y para que un teniente lo consiguiera debía tener mucha antigüedad o amigos poderosos.

—Pasé un mes en Londres, y durante todo ese tiempo el Almirantazgo y la Junta Naval estuvieron rodeados de una muchedumbre.

—Era de esperar —dijo Bush.

El viento empezó a aullar y se arremolinó en la esquina de la calle.

—¡Dios mío! —exclamó Bush—. ¡Qué frío!

Pensó en varias posibles maneras de continuar la conversación en un lugar abrigado. Si iban a Keppel’s Head, tendría que pagar por dos pintas de cerveza, y Hornblower también.

—Voy a Long Rooms, que está muy cerca de aquí —dijo Hornblower—. Venga conmigo si no tiene ningún compromiso.

—No tengo ningún compromiso —dijo Bush, en tono vacilante—, pero…

—Muy bien —dijo Hornblower—. Venga conmigo.

A Bush le había tranquilizado el tono confiado en que Hornblower habló de Long Rooms, que él conocía de oídas. Le habían contado que lo frecuentaban oficiales de la Armada y del Ejército que tenían dinero sobrante y jugaban haciendo apuestas muy altas, y, además, que el propietario ofrecía a sus clientes excelente bebida. Pensó que si Hornblower hablaba del lugar con despreocupación, sería porque no estaba en una situación tan desesperada como parecía. Cruzaron la calle y Hornblower abrió la puerta del local y la sujetó para que Bush entrara. La sala tenía las paredes recubiertas de roble, y la tristeza que producía el oscuro día en el exterior se transformaba aquí en alegría gracias a la luz de las velas y el calor del fuego del hogar. En el centro había varias mesas de juego preparadas para el juego de cartas y rodeadas de sillas; los extremos estaban amueblados como confortables salas de espera. Un sirviente con delantal de fieltro verde que estaba recogiendo la sala se acercó a ellos cuando entraron y cogió los sombreros de ambos y el chaquetón de Bush.

—Buenos días, señor —dijo.

—Buenos días, Jenkins —respondió Hornblower.

Hornblower se acercó rápidamente al fuego y se quedó allí para entrar en calor. Bush notó que le castañeteaban los dientes.

—En un día como éste no debería salir sin chaquetón —observó.

—Sí —dijo Hornblower.

Hizo esta afirmación tan brevemente que no parecía una frase neutra que expresara simplemente asentimiento. Por eso Bush comprendió que Hornblower no había salido a la calle sin abrigo cuando todo estaba cubierto de escarcha porque fuera un extravagante ni por descuido. Entonces le miró fijamente y se dispuso a hacerle una pregunta indiscreta, pero no llegó a formularla porque en ese momento se abrió detrás de él una puerta interior. Entró un hombre rechoncho que vestía elegantemente y a la última moda, pero que llevaba una peluca de pelo largo y empolvado recogido atrás, como lo usaba la generación anterior, y eso hacía difícil adivinar su edad. Les miró a los dos atentamente con sus oscuros ojos.

—Buenos días, marqués —dijo Hornblower—. Permítanme presentarles. El marqués de Sainte-Croix, el teniente Bush.

El marqués hizo una graciosa reverencia, que Bush trató de imitar. Pero Bush notó que, a pesar de haber hecho la graciosa reverencia, le escrutaba con la mirada, le miraba como un teniente a un aspirante a marinero o como un campesino a un cerdo en una feria. Le parecía que intentaba determinar si él era un buen jugador o no, pero entonces cayó en la cuenta de que llevaba un uniforme desgastado. Aparentemente, el marqués lo advirtió al mismo tiempo, pero no le dio importancia y empezó la conversación.

—El viento es cortante, ¿no le parece? —preguntó.

—Sí —respondió Bush.

—Seguramente habrá marejada en el Canal —continuó el marqués, escogiendo cortésmente un tema de conversación relacionado con la profesión de Bush.

—Sin duda —asintió Bush.

—No podrá llegar ningún barco desde el oeste.

—Puede usted estar seguro de ello.

El marqués hablaba muy bien el inglés. En ese momento se volvió hacia Hornblower.

—¿Ha visto al señor Truelove últimamente? —inquirió.

—No —respondió Hornblower—. Pero me encontré con el señor Wilson.

Bush había oído muchas veces los nombres Truelove y Wilson. Eran los más famosos agentes de negocios que se dedicaban a vender presas (la cuarta parte de los miembros de la Armada habían vendido sus presas a través de su compañía).

—Espero que haya tenido suerte y haya conseguido un valioso botín, señor Bush —dijo el marqués volviéndose hacia el teniente.

—No he tenido tanta suerte —dijo Bush, pensando que se había gastado sus cien libras en dos días de desenfreno en Kingston.

—Algunos consiguen sumas fabulosas, realmente fabulosas. Según me han contado, los tripulantes del Caradoc recibirán conjuntamente setenta mil libras cuando regrese.

—Es muy probable —dijo Bush, recordando lo que le habían dicho sobre las presas capturadas por el Caradoc en el golfo de Vizcaya.

—Pero mientras este viento siga soplando, no podrán ver el resultado de su buena suerte, pobrecillos. No les licenciaron cuando se firmó la paz, sino que les ordenaron irse a Malta para ayudar a la guarnición, pero se espera que llegarán de un momento a otro.

El marqués mostraba mucho interés en la Armada para ser un inmigrante y siempre era cortés, como puso de manifiesto lo que dijo a continuación.

—Considere ésta su casa, señor Bush —dijo—. Ahora le ruego que me perdone, pues tengo que atender muchos asuntos.

Se fue por una puerta que tenía una cortina. Bush y Hornblower se miraron.

—Es un tipo extraño —dijo Bush.

—No lo parece tanto cuando uno llega a conocerle —dijo Hornblower.

El fuego ya le había hecho entrar en calor, y tenía color en las mejillas.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó Bush, cuando la curiosidad logró vencer a la cortesía.

—Juego al whist —respondió Hornblower.

—¿Al whist?

Lo único que Bush sabía del whist era que era un juego lento y que gustaba a quienes disfrutaban con las actividades intelectuales. Prefería jugar a juegos en que la suerte fuera un factor mucho más importante y que no requirieran esfuerzo mental.

—Muchos militares y marinos vienen aquí a jugar al whist, y yo siempre estoy dispuesto para ser el cuarto jugador en un grupo —dijo Hornblower.

Bush había oído que en Long Rooms se jugaba también a los dados, al juego de los cientos, a la veintiuna e incluso a la ruleta.

—Los juegos en que las apuestas son altas se juegan ahí dentro —dijo Hornblower, señalando la puerta con la cortina—. Yo me quedo aquí.

—Es usted un hombre prudente —dijo Bush, convencido de que el joven no le daba toda la información.

Entonces, impulsado no por la curiosidad sino por el afecto que sentía por Hornblower, continuó haciéndole preguntas.

—¿Y gana? —inquirió.

—Con frecuencia —respondió Hornblower—. Lo suficiente para vivir.

—Pero recibe usted media paga, ¿verdad?

Hornblower cedió ante su insistencia.

—No —respondió—. No tengo derecho a ella.

—¿Que no tiene derecho? —preguntó Bush, alzando la voz un semitono—. Pero usted es un teniente.

—Sí, pero tenía temporalmente el grado de capitán y cobré tres meses la paga correspondiente antes que el Almirantazgo decidiera no confirmar mi nombramiento.

—Y entonces decidieron dejar de pagarle durante un tiempo, ¿no?

—Sí, hasta que llegue a saldar el exceso de dinero recibido —respondió Hornblower, esbozando una sonrisa que parecía natural—. He vivido así dos meses, y aún faltan cinco para que vuelva a recibir media paga.

—¡Dios santo! —exclamó Bush.

Vivir con media paga era difícil, pues implicaba pasar privaciones, pero al menos con media paga se podía vivir. Hornblower no tenía nada en absoluto. Ahora Bush comprendía por qué no llevaba abrigo. En ese momento vio en su mente, con tanta claridad como veía la sala donde estaba, una imagen que le indignó. Vio a Hornblower saltando a la cubierta del Renown con el sable en la mano para entablar un combate cuyo resultado sólo podría ser la muerte o la victoria. Aquel Hornblower que planeó un ataque, que trabajó incansablemente para que tuviera éxito y que arriesgó su vida abordando un navío estaba ahora castañeteando los dientes y tratando de entrar en calor junto al fuego que le brindaba, por caridad, un jugador que comía ranas y tenía aspecto de profesor de baile.

—¡Eso es una vergüenza! —exclamó Bush decidido a ofrecerle algo.

Le ofreció su dinero, aunque eso significaba que pasaría hambre y que sus hermanas, si bien no llegarían a pasar hambre, casi no tendrían qué comer. Pero Hornblower negó con la cabeza.

—Gracias —dijo—. Jamás olvidaré esto. Pero no puedo ni podría aceptarlo nunca, y usted lo sabe. Jamás dejaré de estarle agradecido. Y también le agradezco otra cosa: haber transformado el mundo que me rodea en un mundo mejor diciendo eso.

A pesar del rechazo de Hornblower, Bush volvió a hacer la oferta e insistió en que la aceptara, pero el joven se mantuvo firme en su decisión. Entonces Hornblower amplió la información que había dado a Bush, tal vez con el propósito de animarle, pues parecía decepcionado.

—Mi situación no es tan mala como parece —dijo—. Aunque le resulte extraño, recibo una paga regularmente. El marqués me paga un salario.

—No lo sabía —dijo Bush.

—Media guinea a la semana —dijo Hornblower—. Cada sábado por la mañana, llueva o haga sol, recibo diez chelines y seis peniques.

—¿Y qué tiene que hacer para ganarlo? —preguntó Bush, pensando que su paga era más del doble de esa suma.

—Sólo tengo que jugar al whist —respondió Hornblower—. Sólo eso. Estoy aquí desde mediodía hasta las dos de la madrugada, dispuesto para jugar al whist con tres jugadores que necesiten completar un grupo de cuatro.

—Entiendo —dijo Bush.

—El marqués es muy generoso, pues me permite usar su establecimiento gratuitamente. No pago nada por ser socio ni por usar las mesas. Además, puedo quedarme con las ganancias.

—¿Y paga usted cuando pierde?

Hornblower se encogió de hombros.

—Naturalmente. Pero no pierdo tan a menudo como cualquiera podría imaginarse, por una razón muy simple: los jugadores de whist que son rechazados por otros y tienen dificultades para encontrar compañeros de juego son malos jugadores. A pesar de eso, siempre están ansiosos por jugar. Cuando el marqués está aquí, si, por ejemplo, el mayor Jones, el almirante Smith y el señor Robinson buscan al cuarto jugador del grupo y todos los demás parecen estar ocupados, él me lanza una mirada como la que echaría una mujer a su marido si hablara en voz demasiado alta en un banquete, y yo me pongo de pie y me brindo a jugar con ellos. Lo que me parece raro es que digan que les gusta jugar con Hornblower, pues a menudo pierden dinero.

—Entiendo —dijo Bush y recordó a Hornblower junto a la fragua de la fortaleza de Samaná, organizando a los artilleros para atacar con balas rojas a los barcos corsarios españoles.

—Desde luego, no todo el monte es orégano —continuó Hornblower, que después de haberse franqueado hablaba sin contención—. Cuando uno juega con malos jugadores, después de la cuarta hora de juego empieza a aburrirse. Estoy seguro de que cuando vaya al infierno mi castigo será jugar con tipos que no prestarán atención a las cartas que tire. Sin embargo, de vez en cuando echo una partida o dos con buenos jugadores, y le confieso que a veces preferiría ser derrotado por un buen jugador a ganar a uno malo.

—No me extraña —dijo Bush y volvió a un tema que habían mencionado antes—. ¿Y las pérdidas?

Bush perdió la mayoría de veces que había jugado, y ahora, al pensar en ello serenamente, pudo recordar las ocasiones en que había sido débil.

—Puedo afrontarlas —dijo Hornblower, tocándose el bolsillo de la parte superior de la chaqueta—. Aquí tengo diez libras, mi corps de réserve, ¿sabe?, y por eso siempre puedo soportar una racha de pérdidas. Si esta reserva disminuyera, tendría que hacer un sacrificio para volver a aumentarla.

Bush pensó con amargura que el sacrificio a que se refería era hacer menos comidas al día. Tenía una expresión tan triste que Hornblower intentó darle ánimos.

—Pero sólo faltan cinco meses para que vuelva a recibir media paga —dijo—. Y tal vez antes un capitán me lleve a la mar. ¡Quién sabe!

—Es cierto —dijo Bush.

Era cierto, porque había posibilidades de que ocurriera. De vez en cuando volvían a encomendar una misión a un barco que ya no se usaba, y era posible que el capitán necesitara un teniente a bordo y pidiera a Hornblower que ocupara ese puesto, aunque todos los capitanes estaban acosados por amigos que perseguían un nombramiento. Además, el Almirantazgo estaba asediado por tenientes de más antigüedad (o con amigos poderosos), y lo más probable era que los capitanes hicieran caso de las recomendaciones de la máxima autoridad.

La puerta se abrió y entró un grupo de hombres.

—A esta hora empiezan a llegar los clientes —dijo Hornblower, con una amplia sonrisa—. Quédese y conocerá a mis amigos.

En el grupo se veían las chaquetas rojas de los militares, las azules de los marinos y las de color pardo y verde botella de los civiles. Bush y Hornblower les hicieron sitio cerca del fuego después de las presentaciones, y muchos de ellos se colocaron de espaldas a él con los faldones separados. Pero la conversación de cortesía y las exclamaciones con que aludían al frío pronto terminaron.

—¿Jugamos al whist? —preguntó tímidamente uno de los recién llegados.

—Yo no. Nosotros no —dijo otro, que parecía el jefe del grupo de los chaquetas rojas—. Los miembros del XXIX Regimiento de Infantería tienen cosas más importantes que hacer. Estamos comprometidos permanentemente con nuestro amigo el marqués, que nos espera en la otra sala. Venga, mayor, veamos si esta vez podemos cantar victoria.

—Entonces, ¿quiere ser el cuarto jugador de nuestro grupo, señor Hornblower? O tal vez quiera serlo su amigo, el señor Bush.

—Yo no juego —dijo Bush.

—Con mucho gusto —dijo Hornblower—. Sé que usted me disculpará, señor Bush. En aquella mesa está el número más reciente de la Naval Chronicle. También está la Gazette, y en la última página hay una carta que tal vez retenga su atención un rato. Además tiene un artículo que posiblemente le interesará.

Bush sabía qué carta era antes de coger la publicación, pero cuando la encontró, sintió una mezcla de asombro y alegría, la misma que había sentido al verlo por primera vez, al ver su nombre impreso: «Tengo el honor de… etcétera. William Bush».

Aparentemente, en tiempo de paz la Naval Chronicle tenía dificultades para llenar sus páginas, así que reimprimía despachos. Allí estaba la «Copia de una carta del vicealmirante sir Richard Lambert a Evan Nepean, secretario del Consejo de lores del Almirantazgo». Ésa era la carta que Lambert adjuntó a los informes. Allí estaba el primero. Bush experimentó una extraña sensación al recordar cómo había ayudado a Buckland a escribirlo cuando el Renown navegaba con rumbo oeste cerca de la costa de Santo Domingo, justo el día antes de que los prisioneros se amotinaran. Era el informe de Buckland que hacía referencia a la batalla de Samaná. Para Bush el fragmento más importante era: «… llevado a cabo con determinación bajo la dirección del teniente William Bush, el oficial de más antigüedad, cuyo informe adjunto». Y allí estaba el informe que Buckland había adjuntado, una verdadera obra literaria escrita por él:

En el Renown, frente a Santo Domingo.

9 de enero de 1802

Señor:

Tengo el honor de informarle…

Bush revivió esos días de un año atrás y releyó sus propias palabras, las palabras que con tanto esfuerzo había encontrado, aunque cuando las escribía había leído los informes de otros marinos para formar frases correctas.

… No puedo terminar este informe sin hacer referencia a la valentía y las valiosas sugerencias del teniente Hornblower, que entonces era segundo al mando del destacamento y a quien se debe en gran medida el éxito de la operación.

Ahora Hornblower estaba jugando a las cartas con un capitán de navío y dos contratistas.

Bush pasó las páginas de la Naval Chronicle. Allí estaba el informe de Plymouth, el informe diario de lo que había pasado en el puerto el mes anterior:

Hoy dieron la orden de licenciar a la tripulación de los siguientes barcos (…). Serán licenciadas la tripulación de La Diana, de 44 cañones, y la de la Tamar, de 38 cañones, tan pronto como lleguen al puerto (…). El Caesar, de 80 cañones, zarpó para Portsmouth, donde licenciarán a su tripulación.

Luego había una noticia tan significativa o más que ésa: «Ayer hubo una gran venta de artículos útiles procedentes de varios barcos de guerra». Era obvio que la Armada se reducía día a día, y cada vez que una tripulación era licenciada, un nuevo grupo de tenientes empezaba a buscar empleo. Más adelante estaba esta noticia:

Esta tarde un barco pesquero que salía de Atwater volcó, y perecieron ahogados dos hábiles pescadores, que han dejado tras sí una familia numerosa cada uno.

Eso era lo que contenía ahora la Naval Chronicle. En otro tiempo en sus páginas se contaban batallas como la del Nilo y la de Camperdown con detalles, y ahora se contaban accidentes de hábiles pescadores.

El artículo final también contaba un accidente, y a Bush le llamaron la atención dos nombres y, con el pulso acelerado, empezó a leerlo enseguida:

Anoche el chinchorro del Rapid, cúter de Su Majestad, al servicio del Tesoro Público, fue arrastrado por la marea cuando se alejaba de la costa entre la niebla después de haber entregado un mensaje y chocó contra el costado de un mercante fondeado en Fisher’s Nose y volcó. Dos marineros y un guardiamarina, el señor Henry Wellard, perecieron ahogados. El señor Wellard era un guardiamarina con excelentes cualidades, y había servido como voluntario en el Renown y desde hacía poco ocupaba un puesto en el Rapid.

Después de leer la noticia, reflexionó sobre ella, y le atribuyó tanta importancia que, a pesar de que leyó el resto de la Naval Chronicle, no se enteró de lo que decía. De repente se dio cuenta de que tendría que irse enseguida para poder coger la silla de posta hasta Chichester.

La puerta de Long Rooms se abría constantemente porque estaban llegando muchos hombres, algunos de los cuales eran oficiales de marina a quienes conocía de vista. Todos iban directamente al fuego para entrar en calor antes de jugar. Ahora Hornblower estaba de pie, y parecía que la partida había terminado. Bush aprovechó la ocasión para llamar su atención y comunicarle con un gesto que se iba. Hornblower se acercó hasta donde él se encontraba. Se estrecharon las manos con pena.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —preguntó Hornblower.

—Vengo cada mes para cobrar —dijo Bush—. Generalmente paso una noche aquí para esperar la silla de posta. Tal vez podríamos cenar juntos.

—Siempre podrá encontrarme aquí —dijo Hornblower—. Pero, ¿se queda en algún lugar habitualmente?

—Me quedo donde sea más conveniente —respondió Bush.

Ambos sabían que eso significaba que se quedaba en el lugar que fuera más barato.

—Yo me hospedo en la calle Highbury. Le daré la dirección.

Fue hasta un escritorio que había en un rincón, escribió la dirección en un papel y se lo entregó a Bush.

—Si quiere, puede quedarse en mi habitación cuando vuelva. La casera es muy severa y, además, seguramente cobrará por prepararle una cama, pero, a pesar de eso…

—Así ahorraré dinero —dijo Bush, guardándose el papel en el bolsillo, y después, tratando de ocultar con una sonrisa el sentimiento que inspiraba las palabras que iba a decir, añadió—: Y así estaré más tiempo con usted.

—¡Por supuesto! —exclamó Hornblower, sin poder encontrar palabras más adecuadas.

Jenkins se había acercado a ellos y sostenía el chaquetón de Bush abierto para que pudiera ponérselo. Había algo en el gesto de Jenkins que decía a Bush que todos los caballeros a los que el sirviente ayudaba a ponerse el abrigo en Long Rooms le daban un chelín. Al principio Bush pensó que prefería ser condenado al infierno a desprenderse de un chelín, pero luego cambió de idea porque se le ocurrió que si él no se lo daba, tal vez se lo daría Hornblower. Entonces se registró los bolsillos y dio la moneda a Jenkins.

—Gracias, señor —dijo Jenkins.

Jenkins se alejó, pero Bush se quedó allí unos momentos, dándole vueltas en la cabeza a una cuestión.

—El joven Wellard tuvo mala suerte —dijo con cautela.

—Sí —dijo Hornblower.

—¿Cree usted que estaba implicado en la caída del capitán?

—No puedo decírselo, porque no tengo suficientes elementos para formarme una opinión sobre eso —respondió Hornblower.

—Pero… —empezó a decir Bush, pero se interrumpió. Por la mirada de Hornblower comprendió que no servía de nada hacer más preguntas.

El marqués había regresado a la sala y miraba a su alrededor como si estuviera pasando inspección. Bush advirtió que se había fijado en que había varios hombres que no estaban jugando y en que Hornblower estaba junto a la puerta charlando tranquilamente. Entonces vio que lanzaba una mirada significativa a Hornblower y sintió terror.

—Adiós —dijo enseguida.

El viento del noreste que le recibió cuando salió a la calle era tan cruel como el resto del mundo.