CAPÍTULO 17

Así fue como Hornblower abandonó el Renown. Había conseguido el codiciado ascenso y tenía que armar la Retribution para que pudiera hacerse a la mar y organizar a los pocos tripulantes con que la habían dotado. Bush le vio algunas veces durante ese tiempo y volvió a felicitarle, esta vez sobrio, por llevar en el hombro izquierdo la charretera que indicaba que era capitán de corbeta, uno de esos hombres importantes cuya llegada a un barco anunciaban los ayudantes del contramaestre con pitidos y que tenían la seguridad de que algún día serían ascendidos a capitán. Bush le dio el tratamiento de señor, y aunque lo hacía por primera vez, no le pareció extraño.

Durante las últimas semanas Bush se había percatado de algo de lo que no se había dado cuenta durante los años que había servido en la Armada. Había pasado la mayor parte de esos años navegando, expuesto a los peligros de la mar, atravesando zonas de aguas profundas o con bancos de arena y soportando los constantes cambios de viento y de tiempo. En los navíos de línea en que había viajado, la proporción entre el tiempo que había participado en batallas y el que había navegado era de unos minutos por cada semana de navegación, de modo que había llegado a creer que un oficial de marina sólo necesitaba saber cosas relacionadas con la navegación. Hasta ahora creía que un oficial de marina debía conocer a fondo el proceso de gobernar un barco, aunque no sólo saber conducirlo sino conocer hasta los más pequeños detalles de los aparejos, y también aprender el Código naval y acostumbrarse a oír las bombas de agua, a comer carne de cerdo salada y a ver la podredumbre de la madera, pero nada más; sin embargo, ahora sabía que debía tener ciertas cualidades: iniciativa, aunque no temeridad, fortaleza física y espiritual, tacto para tratar a sus superiores y a sus subordinados, ingenio y agilidad mental. Una armada tenía que combatir y, por tanto, necesitaba ser guiada por hombres combativos.

Esta idea hizo que aceptara el ascenso de Hornblower, pero inmediatamente le perturbó otra cosa, algo realmente indigno. Tuvo que entablar una lucha no contra los hombres sino contra los animales, pues durante los seis días que los prisioneros españoles habían permanecido en el Renown, habían infestado el navío de todos los parásitos que vivían sobre ellos. Ahora había pulgas, piojos y chinches por todas partes del navío, y el hecho de que estuvieran dentro de una armazón de madera abarrotada de hombres y situada en el trópico favorecía su reproducción. Los marineros se raparon, metieron los coyes en agua hirviendo, y, en un desesperado intento de emparedar las chinches, pintaron el casco, pero, a pesar de que les pareció que eso daba buen resultado, comprobaron que no un par de días después, y todas las veces que lo repitieron, los insectos volvieron a aparecer. Parecía que incluso las cucarachas y las ratas, que siempre estuvieron en el navío, se habían multiplicado, pues eran omnipresentes.

Tal vez fue una desafortunada coincidencia que cuando estaba al borde de la desesperación debido a ese problema, recibió el dinero de la venta de las presas capturadas en Samaná. Ahora tenía cien libras para gastar y disponía de dos días de permiso, que le había concedido el capitán Cogshill, y Hornblower podía acompañarle durante ese tiempo. Pasó con Hornblower dos días extraordinarios, en los que se gastaron cien libras cada uno en las diversiones de dudosa moralidad que había en Kingston. Después de dos días y dos noches de desenfreno, Bush regresó al Renown temblando y cojeando y con muchos deseos de hacerse a la mar porque eso le permitiría recuperarse. Poco después, cuando regresó al puerto tras realizar la primera misión a las órdenes del capitán Cogshill, el capitán Hornblower le visitó para despedirse de él.

—Zarparé mañana por la mañana antes que deje de soplar el terral —dijo.

—¿Adónde se dirige, señor?

—A Inglaterra.

Bush no pudo reprimir un silbido ni pensar que en la escuadra había hombres que llevaban diez años fuera de Inglaterra.

—Regresaré enseguida —dijo Hornblower—. Tengo que acompañar a un convoy hasta los Downs[8] y llevar despachos a varios altos cargos y luego recoger las respuestas y escoltar a otro convoy hasta aquí. Es un viaje de rutina.

En efecto, aquél era un viaje de rutina para una corbeta. La Retribution, como las demás corbetas, podría luchar contra casi todos los barcos corsarios que surcaban los mares, ya que tenía dieciocho cañones y una disciplinada tripulación, y podría prestar mayor protección a un convoy que un navío o una fragata, que eran las embarcaciones que solían escoltar a los grandes convoyes.

—Sin duda, confirmarán su nombramiento, señor —dijo Bush, lanzando una mirada a la charretera de Hornblower.

—Eso espero —dijo Hornblower.

La confirmación de un nombramiento dado por el comandante general de una base naval en el extranjero era una simple formalidad.

—Bueno, lo confirmarán si no se firma la paz —dijo Hornblower.

—No hay posibilidades de que eso ocurra —dijo Bush.

Por la sonrisa de Hornblower, a Bush le pareció que el joven tampoco creía que hubiesen posibilidades de que se firmara la paz, a pesar de que los periódicos de hacía dos meses que acababan de llegar de Inglaterra contenían indicios de que se iban a entablar negociaciones. No obstante eso, puesto que Bonaparte, que estaba en el poder en Francia, era ambicioso y falto de escrúpulos, y puesto que no se había resuelto ninguna de las cuestiones que provocaron el conflicto entre los dos países, todos los hombres que luchaban en la guerra dudaban que esas negociaciones tuvieran como resultado la paz o siquiera un armisticio.

—Le deseo buena suerte, señor —dijo Bush, pero la frase no era una simple fórmula.

Se estrecharon las manos y se despidieron. La mañana siguiente quedó demostrado el aprecio que Bush sentía por Hornblower, pues salió del coy y subió a la cubierta para ver la Retribution, que parecía irreal en el gris amanecer y avanzaba con las gavias desplegadas en dirección al cabo que debía doblar, impulsada por el terral, mientras el sondador hacía mediciones desde el pescante. Cuando la perdió de vista, pensó que la vida en la Armada estaba llena de despedidas, y enseguida recordó que debía continuar la lucha contra las chinches.

Transcurrieron once meses. La escuadra navegaba contra los vientos alisios por el canal de la Mona, adonde Lambert la había llevado para conseguir los dos objetivos que generalmente tenía un almirante: ejercitar a sus hombres y escoltar a un convoy en la parte más peligrosa de su viaje. Desde el lugar donde estaba no se divisaban las montañas de Santo Domingo, que se encontraban al oeste, pero ya podía verse la isla Mona, redonda y un poco chata, y también su hermana Monita, que se le parecía mucho.

De repente el serviola de la fragata que iba delante izó unas banderas de señales.

—Es usted demasiado lento, señor Truscott —gritó Bush al guardiamarina encargado de las señales, como debía ser.

—Barco a la vista con rumbo noreste —dijo el guardiamarina, mirando las banderas por el telescopio.

Podía ser cualquier clase de barco, desde la avanzada de una escuadra francesa que había violado el bloqueo de Brest hasta un mercante extraviado.

Las banderas de señales descendieron y casi inmediatamente fueron sustituidas por otras.

—Barco amigo a la vista con rumbo noreste —dijo Truscott, mirando las banderas.

En ese momento cayó un aguacero que ocultó el horizonte. El Renown tuvo que abatir a sotavento para contrarrestar el impacto de la lluvia, que caía con estrépito sobre la cubierta, y casi se detuvo; pero poco después el viento amainó, el sol volvió a salir y el aguacero llegó a su fin. Bush empezó la tarea de volver a situar el Renown en la posición que le correspondía, exactamente a dos cables de la popa de la fragata que iba delante. El navío ocupaba el último lugar en la línea que formaban tres embarcaciones, y el buque insignia ocupaba el primero. Ya el barco desconocido se había alejado bastante del horizonte, y todos los que dirigieron hacia él su telescopio pudieron ver que era una corbeta. Al principio Bush pensó que podía ser la Retribution, que había hecho el viaje de ida y vuelta muy rápidamente, pero, cuando volvió a mirarla, comprobó que no lo era. Truscott se fijó en cuál era el número de la corbeta y lo buscó en la lista.

—Es la corbeta Clara y está al mando del capitán Ford —dijo.

Bush sabía que la Clara había zarpado con rumbo a Inglaterra para llevar despachos tres semanas antes que la Retribution.

—La Clara ha hecho una señal al buque insignia: «Traigo despachos» —continuó Truscott.

La corbeta se acercaba con rapidez. Las drizas del buque insignia izaron una hilera de bolas negras por un mástil que, al llegar al tope, se abrieron formando banderas.

—«A todos los navíos… —dijo Truscott en un tono que denotaba su nerviosismo, pues eso significaba que el Renown recibiría órdenes—. Fachear».

—¡Tirar de las brazas de la gavia mayor! —gritó Bush—. ¡Señor Abbott! Presente mis respetos al capitán y dígale que la escuadra se va a poner en facha.

La escuadra orzó e inmediatamente se detuvo entre las grandes olas. Bush vio la lancha de la Clara danzando entre las olas mientras se acercaba al buque insignia.

—Ordene a los marineros que no se separen de las brazas, señor Bush, porque creo que volveremos a cambiar la orientación de la gavia en cuanto sean entregados los despachos.

Pero Cogshill se equivocaba. Bush vio por el telescopio cómo el oficial de la Clara subía por el costado del buque insignia, pero los minutos pasaron y el buque y el resto de la escuadra siguieron en facha, cabeceando entre las olas. Por fin las drizas del buque insignia izaron otra hilera de bolas negras.

—«A todos los navíos… —dijo Truscott—. Capitanes, preséntense a bordo del buque insignia».

—¡Que baje la tripulación de la falúa! —gritó Bush.

Que el almirante quisiera comunicar la noticia a los capitanes de inmediato y personalmente indicaba que la noticia era importante o, al menos, insólita. Bush y Buckland caminaban de una punta a otra del alcázar mientras esperaban. Pensaban que quizá la escuadra francesa había salido de los puertos o sus aliados del norte habían amenazado con romper la alianza o había enfermado el rey. Sabían que podía haber sucedido cualquier cosa y de lo único que estaban seguros era de que algo había ocurrido. Los minutos pasaron y se convirtieron en períodos de media hora. Era improbable que la noticia fuera mala, pues si lo fuera, Lambert no perdería el preciado tiempo de esa manera, con toda la escuadra desplazándose lentamente hacia sotavento. Por fin el viento trajo consigo, por encima de las azules aguas, los pitidos que daban los ayudantes del contramaestre en el buque insignia y Bush miró el buque por el telescopio.

—Ya va a bajar el primero —anunció.

Las falúas se alejaron del navío una tras otra, y los dos tenientes pudieron ver enseguida la del Renown, en cuya bancada de popa iba sentado Cogshill. Buckland se acercó al costado cuando el capitán subía para darle la bienvenida, y el capitán, que parecía turbado, le saludó tocándose el sombrero.

—Se ha firmado la paz —dijo.

El viento arrastró hasta el navío el sonido de los vivas que dieron los tripulantes del buque insignia, a quienes seguramente acababan de comunicar lo sucedido, y fue ese sonido el que hizo parecer real la noticia que acababa de dar el capitán.

—¿La paz? —preguntó Buckland.

—Sí, la paz. En realidad, se han firmado los preliminares, y los embajadores se reunirán en Francia el próximo mes para establecer los términos del tratado, pero se considera que ya hay paz. Deben cesar las hostilidades en todas partes del mundo en cuanto esta noticia llegue a ellas.

—¡La paz! —exclamó Bush.

Durante nueve años el mundo había sido azotado por la guerra; los barcos habían ardido y los hombres habían derramado su sangre desde Manila a Panamá, tanto por el oeste como por el este. A Bush le costaba creer que ahora vivía en un mundo en que los hombres no disparaban a otros con sus cañones en cuanto les veían. A continuación Cogshill hizo un comentario relacionado con esa idea.

—Cuando nos encontremos con barcos de las repúblicas francesa, bátava[9] e italiana, tendremos que hacer la misma salva que se hace en honor de cualquier barco de guerra extranjero —dijo.

Buckland dio un silbido al oírle, y con razón, pues eso significaba que Inglaterra reconocía las repúblicas contra las que había luchado durante tanto tiempo. Ayer se consideraba casi una traición decir la palabra «república», y ahora, en cambio, un capitán acababa de usarla, sin darle importancia, al comunicar una disposición oficial.

—¿Y qué pasará con nosotros, señor? —preguntó Buckland.

—Eso es lo que todavía no sabemos —respondió Cogshill—. No obstante, la Armada reducirá el número de sus barcos al que le corresponde tener en tiempo de paz. Eso significa que dejará en los puertos a nueve de cada diez barcos y licenciará a sus tripulantes.

—¡Dios mío! —exclamó Bush.

En ese momento el viento trajo hasta el navío el sonido de los vivas que daban los tripulantes de la fragata que estaba delante.

—Llamen a todos los marineros —ordenó Cogshill—. Hay que informarles.

Los tripulantes del Renown se alegraron al oír la noticia y dieron vivas con tanto entusiasmo como los de los demás navíos. Para ellos significaba que estaba cerca el fin de una vida sujeta a una férrea disciplina y erizada de dificultades, que estaban cerca la libertad y el retorno al hogar. Bush observó aquel mar de rostros sonrientes y se preguntó qué significaba la noticia para él. Posiblemente la libertad, pero también vivir con la mitad de la paga de teniente, algo que no le había ocurrido nunca, pues empezó a servir en la Armada como guardiamarina cuando era muy joven (apenas recordaba cómo era la Armada entonces, cuando había paz) y en los nueve años de guerra sólo tuvo permiso durante dos cortos períodos. No le gustaban mucho las perspectivas que le ofrecía su vida futura. Miró hacia el buque insignia y luego se volvió hacia el guardiamarina encargado de las señales gritando.

—¡Señor Truscott! ¿No ha visto esa señal? ¡Atienda a sus obligaciones o lo pasará mal, con paz o sin ella!

El pobre Truscott miró la señal por el telescopio.

—«A todos los navíos…» —dijo—. «Formen en línea amurados a babor».

Bush miró al capitán con el fin de que le diera permiso para maniobrar.

—¡Marineros a las brazas! —gritó Bush—. ¡Cambien de orientación la gavia mayor! ¡Con más agilidad, marineros de agua dulce! ¡Todo a sotavento, timonel! ¡Señor Cope! ¿No tiene ojos en la cara? ¡Dé otro tirón a la braza de barlovento! ¡Maldita sea! ¡Cuidado! ¡Amarrar!

—«A todos los navíos…» —dijo Truscott, mirando el buque por el telescopio mientras el Renown ganaba velocidad y se situaba en la estela de la fragata que tenía delante—. «Virar en sucesión».

—¡Preparados para virar en redondo! —gritó Bush.

Mientras observaba cómo viraba la fragata que estaba delante, reprendió a los marineros por haber tardado en acudir a sus puestos para virar el navío.

—¡Malditos holgazanes! ¡Dentro de poco veré a algunos temblar en el enjaretado!

La fragata que estaba delante terminó de virar y el Renown avanzó entre la espuma que ella dejaba.

—¡Ahora a virar! —gritó Bush—. ¡Orienten las velas de proa! ¡Timón a sotavento!

El Renown viró trabajosamente y sus velas, amuradas a estribor, se hincharon.

—«Rumbo suroeste cuarta al oeste» —dijo Truscott, observando las banderas con la nueva señal.

Que el rumbo fuera suroeste cuarta al oeste indicaba que el almirante se dirigía a Port Royal. Bush supuso que ése era el primer paso para reducir el número de barcos de la Armada al que le correspondía en tiempo de paz. El sol producía una agradable sensación de calor, y el Renown, navegando con el viento en popa, avanzaba con rapidez por las aguas del mar Caribe y podía mantener su posición sin necesidad de que hicieran flamear la sobremesana. A Bush le parecía buena esa vida y no podía creer que fuese a terminar. Intentó imaginarse cómo sería un día de invierno en Inglaterra sin nada que hacer, sin ningún barco que gobernar. Pensaba en la media paga… Como sus hermanas recibían ahora la mitad de su paga, él se quedaría sin dinero, además de quedarse sin ocupación. Intentó imaginarse ese frío día de invierno, pero no pudo, y dejó de intentarlo.