CAPÍTULO 16

El interrogatorio de una comisión investigadora no era tan temible como un juicio ante un consejo de guerra. Además, no se anunciaba con un cañonazo ni izando una bandera en el buque insignia, como se anunciaba el juicio ante un consejo de guerra; los capitanes que formaban la comisión vestían el uniforme de diario; los testigos no tenían que declarar bajo juramento. Bush se había olvidado de esto último cuando fue llamado a comparecer ante ella.

—Por favor, siéntese, señor Bush —dijo el presidente de la comisión—. Según creo, está muy débil a consecuencia de las heridas que sufrió.

Bush fue cojeando hasta la silla que le señalaban y logró alcanzarla y sentarse justo cuando iba a caerse. En la gran cabina del Renown, donde el capitán Sawyer pasó días temblando y gimiendo, hacía un calor sofocante. El presidente tenía delante el rol y el diario de navegación del navío y sostenía en la mano un documento que Bush reconoció, el informe que hizo del ataque a Samaná y que entregó a Buckland.

—Las acciones a que hace referencia este informe son meritorias, señor Bush —dijo el presidente—. Aparentemente, pudo tomar la fortaleza sin que hubiera más de seis bajas, a pesar de que es una fortificación típica, con un profundo foso y altas murallas, de que tenía cañones de veinticuatro libras y de que estaba defendida por un grupo de setenta soldados.

—Les atacamos por sorpresa, señor —dijo Bush.

—Eso es lo que le hace merecedor de elogios.

La sorpresa que se llevó la guarnición de Samaná no era mayor que la de Bush al ver la acogida que le dispensaban, pues esperaba que le recibieran en una actitud tan hostil como la de los inquisidores. Miró a Buckland, que había declarado antes que él, y advirtió que estaba pálido y triste, pero no podía permitir que el teniente le distrajera porque tenía algo que decir.

—Quien merece los elogios es el señor Hornblower, señor —dijo—. El plan era suyo.

—También tuvo la generosidad de decir eso en su informe. Quiero manifestarle que esta comisión opina que el ataque a Samaná y la subsiguiente derrota del enemigo fueron acciones acordes a las tradiciones más antiguas de la Armada.

—Gracias, señor.

—Ahora pasemos al otro asunto: el intento de los prisioneros de apoderarse del Renown. Cuando eso ocurrió, usted desempeñaba provisionalmente el cargo de primer oficial ¿verdad, señor Bush?

—Sí, señor.

El presidente hizo que Bush evocara uno tras otro los acontecimientos ocurridos aquella noche. Bush dijo que Buckland le había encargado organizar la vigilancia y el reparto de comida a los prisioneros, entre los que estaban las esposas de cincuenta de ellos, y añadió que las había encerrado en la camareta de guardiamarinas. Luego admitió que era más difícil mantenerlas vigiladas a ellas que a los hombres, aseguró que esa noche había hecho las rondas después del toque de retreta, dijo que había oído ruidos y gritos, y muchas otras cosas.

—Y le encontraron tumbado en la cubierta entre los muertos, inconsciente y lleno de heridas, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Gracias, señor Bush.

Un joven capitán de cara sonrosada que estaba sentado en el extremo de la mesa hizo una pregunta.

—¿Y el capitán Sawyer permaneció encerrado en su cabina durante mucho tiempo antes que le asesinaran?

El presidente intervino.

—Capitán Hibbert, el señor Buckland ya nos ha informado de la indisposición del capitán Sawyer.

El presidente lanzó una mirada de reproche al capitán Hibbert, y a Bush le brincó el corazón dentro del pecho. Sawyer tenía esposa, hijos y amigos, y no iba a gustarles que se prestara atención al hecho de que muriese loco. Seguramente el presidente actuaba de este modo porque había recibido la orden expresa de no hablar de esa parte de los sucesos, y, puesto que Sawyer había muerto por su patria, le molestaba tanto como a Bush que hicieran preguntas sobre ella. Era probable que Buckland tampoco hubiera tenido que dar detalles de ella y que su expresión triste se debiera a que había hablado de su vergonzosa actuación cuando los prisioneros habían intentado apoderarse del Renown.

—Caballeros, ninguno de ustedes desea preguntar nada más al señor Bush, ¿verdad? —inquirió el presidente en un tono que impedía a los demás hacer más preguntas—. Llamen al teniente Hornblower.

Hornblower saludó a la comisión con una inclinación de cabeza, y Bush notó que tenía la expresión indiferente que tan bien conocía, tras la cual escondía su ansiedad. Le hicieron tan pocas preguntas sobre Samaná como a Bush.

—Nos han dicho que fue idea suya atacar la fortaleza y subir un cañón al acantilado para disparar a la bahía —dijo el presidente.

—No sé por qué, señor. El responsable de la operación era el señor Buckland.

—No voy a hacerle más preguntas acerca de ello, señor Hornblower. Creo que todos comprendemos. Ahora háblenos de la recuperación del Renown. ¿Qué llamó su atención?

Fue necesario hacer muchas preguntas a Hornblower para que contara la historia. Dijo que había oído dos disparos de mosquete, lo que le preocupó, y que luego había visto el Renown orzar, lo que le hizo estar seguro de que ocurría algo malo. Añadió que había reunido a los tripulantes de todas las presas y luego había abordado el Renown.

—¿No temía perder las presas, señor Hornblower?

—Era mejor perder las presas que el navío, señor. Además…

—¿Además qué, señor Hornblower?

—Corté todas las escotas y las drizas en las presas antes de abandonarlas, señor, porque así los españoles tardarían un buen tiempo en poner otras nuevas y sería fácil volver a capturarlas.

—Parece que pensó en todo, señor Hornblower —dijo el presidente, y hubo un murmullo de aprobación en la cabina—. Y también parece que contraatacó enseguida a los prisioneros en el Renown. No se detuvo a calcular la magnitud del peligro ni sabía si el intento de los prisioneros de apoderarse del navío había fracasado.

—En ese caso, no habría causado ningún daño a excepción de la rotura de las jarcias de las presas, señor. Sin embargo, si el navío hubiera estado realmente en manos de los prisioneros, habría sido necesario atacar antes que pudieran organizarse para defenderse.

—Comprendemos. Gracias, señor Hornblower.

La investigación estaba a punto de concluir. Carberry, que había resultado herido, todavía estaba demasiado débil para prestar declaración, y Whiting, el infante de marina, había muerto. Los miembros de la comisión cambiaron impresiones apenas unos momentos y comunicaron el resultado.

—La comisión opina que debemos investigar quién fue el prisionero español que asesinó al capitán Sawyer y que, si todavía está vivo, debemos llevarle a juicio. Y después de haber interrogado a los oficiales supervivientes del Renown, ha llegado a la conclusión de que este asunto no necesita más tramitaciones.

Eso significaba que no serían juzgados por un consejo de guerra. Bush, sintiendo un gran alivio, sonrió y buscó con la vista a Hornblower, y cuando sus miradas se cruzaron, vio que el joven estaba impasible e intentó dejar de sonreír y poner la expresión de un hombre con la conciencia tan limpia que no se inmutaba al enterarse de que no sería juzgado por un consejo de guerra. Entonces miró a Buckland y su alegría fue sustituida por la lástima. El pobre hombre estaba muy triste, pues sus esperanzas de ascender de categoría se habían truncado. Seguramente concibió muchas después de la capitulación de las tropas de Samaná, pues por haber conseguido una victoria tan importante y por estar su capitán incapacitado para dirigir un barco, había posibilidades de que le ascendieran a capitán de corbeta o incluso a capitán de navío; sin embargo, el hecho de que le hubieran apresado cuando estaba durmiendo acabó con ellas. Siempre le recordarían por eso, y nadie olvidaría el hecho nunca, aunque todos llegaran a olvidar las circunstancias en que ocurrió. Estaba condenado a ser siempre un teniente.

Bush se sintió culpable al recordar que fue su buena suerte la que le había hecho despertarse a tiempo aquella noche. Si bien era cierto que las heridas eran dolorosas, habían logrado desviar la atención de los demás e impedirles que pensaran en sus responsabilidades. Había luchado hasta que cayó en la cubierta inconsciente, y por eso era digno de alabanza, pero Buckland habría hecho lo mismo si se le hubiera presentado la oportunidad. Sin embargo, Buckland había fracasado, mientras que él había salido de aquella pesadilla en condiciones que al menos no eran peores que las de antes. Le parecía que eso era ilógico, pero habría tenido dificultad para expresarlo con palabras. Entonces pensó que la reputación y la promoción no tenían nada que ver con la lógica y que durante sus años de servicio en la Armada había comprobado que en ella imperaban la severidad y la ingratitud, y que las cosas dependían mucho más de la suerte que en otros sectores de la vida. La buena suerte iba y venía en la Armada, y había tan pocas posibilidades de preverla como de saber quiénes serían víctimas de la muerte cuando una batería lanzaba una andanada a una cubierta abarrotada. Pero era un fatalista y estaba resignado a esas cosas y, por otra parte, su estado de ánimo no era propicio para la reflexión.

—¡Ah, señor Bush, cuánto me alegro de verle en pie! —exclamó el capitán Cogshill—. Espero que se quedará a bordo y vendrá a comer conmigo. Y quiero que vengan también los otros tenientes.

—Con mucho gusto, señor —dijo Bush.

Los demás tenientes dijeron lo mismo cuando el capitán les invitó.

—¿Les parece bien dentro de cinco minutos? Excelente.

Los capitanes que formaron la comisión investigadora empezaron a salir del navío por orden de antigüedad, y las voces de los ayudantes del contramaestre resonaban en la cubierta cada vez que uno se iba, tras tocar con desgana el borde de su sombrero como reconocimiento de las atenciones recibidas. Esos hombres afortunados que habían alcanzado la categoría de capitán de navío, salieron uno tras otro por el portalón de babor, con sus relucientes charreteras y galones dorados, subieron a sus respectivas falúas y se dirigieron a sus barcos, que estaban anclados allí.

—¿Se quedará a comer en el navío, señor? —preguntó Hornblower a Bush.

—Sí.

Cuando Hornblower se dirigía a Bush en la cubierta de su propio navío, utilizaba la palabra «señor» con la misma naturalidad con que la omitió cuando le había visitado en el hospital. En ese momento se volvió hacia Buckland y le saludó tocándose el sombrero.

—¿Puedo dejar a Hart a cargo de la cubierta, señor? Estoy invitado a comer con el capitán.

—Muy bien, señor Hornblower —dijo Buckland con una sonrisa forzada—. Dentro de poco habrá a bordo dos tenientes más, así que usted dejará de ser el de menos antigüedad.

—No voy a lamentarlo, señor.

Esos hombres que habían pasado juntos tantas dificultades trataban de mantener la conversación, aunque fuera hablando de cosas triviales, para evitar que acudieran a su mente malos pensamientos.

—Es hora de que nos vayamos —dijo Buckland.

El capitán Cogshill era un hombre muy cortés y un buen anfitrión. En la gran cabina había ahora algunas flores, que seguramente estaban guardadas en la cabina de dormir mientras se hacían los interrogatorios para evitar que parecieran menos serios. Las ventanas estaban abiertas y entraba por ellas el poco aire que se movía.

—Esto es una ensalada de cangrejo, señor Hornblower, de cangrejo criado con leche de coco. Algunos lo prefieren al cerdo cebado con leche. ¿Le importaría servir ensalada a los que quieran probarla?

El repostero trajo una pierna de cordero humeante y la puso sobre la mesa.

—Una pierna de cordero fresco —dijo el capitán—. Las ovejas no se desarrollan bien en estas islas y me temo que esta pierna no tendrá muy buen sabor, pero tal vez les apetezca probarla. ¿Le importaría trincharla, señor Buckland? Como ven, caballeros, aún me quedan algunas patatas. La verdad es que uno se aburre de comer boniatos. ¿Quiere un poco de vino, señor Hornblower?

—Sí, señor.

—¡Por usted, señor Bush! ¡Por su pronto restablecimiento!

Bush estaba sediento y se bebió todo el vino. Cuando abandonó el hospital, Sankey le había advertido que no tomara demasiadas bebidas alcohólicas porque eso podría provocar la inflamación de las heridas, pero sentía placer cuando el vino pasaba por su garganta y le gustaba la sensación de calor que le producía en el estómago.

—Caballeros, aquéllos de ustedes que hayan estado con anterioridad en esta base naval seguramente conocerán esto —dijo el capitán, mirando una fuente que habían colocado frente a él—. Es un estofado antillano. Pero me parece que es tan bueno como el que hacen en Trinidad. ¿Quiere ser el primero en probarlo, señor Hornblower? ¡Pase!

La última palabra la había dicho en respuesta a quien llamaba a la puerta de la cabina. Enseguida entró un guardiamarina con un uniforme impecable. Por su uniforme y sus elegantes modales, parecía pertenecer a la clase de oficiales de marina que recibían una considerable cantidad de dinero de su familia o tenía una importante fortuna. Era, sin duda, un noble que prestaba servicio en la Armada durante un período que era reglamentario y tras el cual ascendería de categoría por favoritismo gracias a sus influencias.

—Me envía el almirante, señor —dijo.

Por su uniforme y sus modales, Bush, cuyos sentidos se habían agudizado con el vino, dedujo inmediatamente que el joven estaba al servicio del almirante.

—¿Y cuál es su mensaje? —inquirió Cogshill.

—El almirante le presenta sus respetos, señor, y dice que le gustaría que Hornblower fuera al buque insignia para verle cuando lo estime conveniente.

—La comida todavía no ha llegado ni a la mitad —comentó Cogshill, mirando a Hornblower.

Pero cuando un almirante pedía a un oficial que hiciera algo cuando lo estimara conveniente quería decir que lo hiciera inmediatamente, tanto si ese momento le parecía conveniente como si no, aunque, como era probable en este caso, fuera para tratar de un asunto sin importancia.

—Es mejor que me vaya, señor —dijo Hornblower y miró a Buckland—. ¿Me permite usar una lancha, señor?

—Perdón, señor —dijo el guardiamarina—. El almirante dijo que podía ir al buque insignia en la lancha en que yo he venido.

—Eso soluciona el problema —dijo Cogshill—. Es mejor que se vaya, Hornblower. Le guardaremos un poco de estofado para cuando regrese.

—Gracias, señor —dijo Hornblower poniéndose en pie.

En cuanto se fue, el capitán hizo la inevitable pregunta.

—¿Para qué demonios querrá ver el almirante a Hornblower?

Miró a un lado y a otro de la mesa, pero nadie respondió. No obstante, como Bush pudo ver, Buckland tenía un gesto preocupado. Parecía que era capaz de prever las cosas en medio de su sufrimiento.

—Bueno, con el tiempo lo sabremos —dijo Cogshill—. La botella de vino está junto a usted, señor Buckland. No deje que se detenga.

La comida continuó. El estofado irritó el paladar de Bush y le causó ardor de estómago, y por esa razón el vino no le producía una sensación agradable cuando lo tomaba. Cuando se llevaron el queso y quitaron el mantel, el repostero trajo fruta y nueces en platos de plata.

—Este oporto es de 1779 —dijo el capitán Cogshill—. Un buen año. No estoy seguro de que este coñac sea bueno, como suele pasar en estos tiempos que corren.

El coñac sólo podía llegar de Francia y se conseguía gracias al contrabando con el enemigo.

—Pero aquí tengo una excelente ginebra holandesa —continuó el capitán—. La compré cuando se vendió el botín que habíamos aprehendido al tomar San Eustaquio. Ésta es otra bebida holandesa, procedente de Curaçao. Tiene sabor a naranja, y si no les desagradan las cosas muy dulces, les gustará. Este aguardiente es sueco. Es muy fuerte, pero excelente. Lo conseguí cuando tomamos Saba. Dicen que el sabio nunca mezcla las bebidas hechas con cereales y las hechas con uva, pero, según creo, el aguardiente sueco se hace con patatas, así que no tiene nada que ver con esa prohibición. ¿Señor Buckland?

—Tomaré aguardiente —dijo Buckland, con voz poco clara.

—¿Señor Bush?

—Beberé lo mismo que usted, señor.

Ésa era la manera más fácil de decidir.

—Entonces bebamos coñac. ¡Caballeros, por que Boney[7] sea cada vez más débil!

Tras oír el brindis, todos bebieron, y el coñac produjo a Bush una agradable y cálida sensación. Bush estaba alegre y sereno y, después de dos brindis más, llegó a sentirse mejor que en todo el tiempo transcurrido desde que el Renown zarpó de Plymouth.

—¡Pase! —dijo el capitán.

La puerta se abrió despacio y Hornblower apareció enseguida. Bush notó que tenía la expresión preocupada de otras veces, a pesar de que veía su figura como si estuviera vibrando (como veía las balas rojas sobre la parrilla en Samaná) y de que no distinguía con claridad los lados de su cara.

—¡Pase, pase, hombre! —dijo el capitán—. Los brindis acaban de empezar. Siéntese donde estaba. El coñac es para los héroes, como dijo Johnson, que era un hombre sabio. Adelante, señor Bush.

—¡Batallas victoriosas, océanos de sangre, mares de presas, regreso feliz! —dijo Bush, orgulloso de haber recordado un brindis y de estar preparado para decirlo en cuanto se lo pidieran.

—Beba, beba, señor Hornblower —dijo el capitán—. Nosotros le llevamos ventaja y tardará en alcanzarnos. Hornblower bebió otra copa.

—Adelante, señor Buckland.

—¡Alegría, alegría, alegría y… y… y… más alegría! —exclamó Buckland, haciendo un esfuerzo para recordar las últimas palabras.

Su cara estaba roja como un tomate, y a Bush, que tenía exacerbada la imaginación, le parecía que era como el sol del crepúsculo y que llenaba toda la cabina.

—¡Pero si acaba usted de hablar con el almirante, señor Hornblower! —dijo el capitán, recordando esto repentinamente.

—Sí, señor.

La breve respuesta no estaba a tono con aquella atmósfera de alegría. Bush lo notó y, además, pensó que era significativa la pausa que siguió.

—¿Todo va bien? —inquirió después de unos momentos el capitán, que lamentaba inmiscuirse en los asuntos de otra persona pero se sintió impulsado a hacerlo por aquel silencio.

—Sí, señor —respondió Hornblower, mientras daba vueltas a la copa en la mesa con sus largos y nerviosos dedos, tan largos que a Bush le parecía que medían un pie—. Me ha nombrado capitán de la Retribution.

Dijo esas palabras en voz baja, pero resonaron en la silenciosa cabina como un tiro de pistola.

—¡Dios mío! —exclamó el capitán—. Entonces brindaremos por ello. ¡Por el nuevo capitán! ¡Un viva por el nuevo capitán!

Bush dio un viva con entusiasmo y se bebió la copa de coñac.

—¡Qué alegría, amigo Hornblower! —exclamó—. ¡Qué alegría, amigo Hornblower!

Para Bush ésa era realmente una buena noticia. Se inclinó hacia delante y dio palmadas en el hombro a Hornblower mientras acercaba su hombro a la mesa para que el joven pudiera ver bien su sonriente cara.

Buckland puso su copa sobre la mesa con estrépito.

—¡Maldita sea! —exclamó—. ¡Maldita sea!

—¡Tranquilo! —dijo el capitán en tono malhumorado—. Llenemos otra vez las copas. Déjeme llenarle la suya hasta el borde, señor Buckland. ¡Ahora por nuestro país! ¡Por la noble Inglaterra, la reina de las olas!

Buckland atemperó su ira después de beber gran cantidad de alcohol, pero más tarde, abrumado por la pena, se sentó en la mesa sin decir nada y las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Pero Bush estaba demasiado alegre para consentir que la tristeza de Buckland le afectara. Aquélla fue una de las comidas más agradables a que asistió en su vida, y su recuerdo le acompañó siempre, junto con el de la sonrisa de Hornblower al final de la comida.

—No podemos llevarle de nuevo al hospital hoy, señor —dijo Hornblower—. Sería mejor que durmiera en su cabina esta noche. Permítame llevarle hasta allí.

Ése fue un gesto amable. Bush puso los dos brazos sobre los hombros de Hornblower y empezó a caminar arrastrando los pies. Mientras arrastrara los pies y estuviera apoyado en él, no importaba que no moviera bien las piernas. Para Bush Hornblower era el mejor hombre del mundo y, mientras avanzaban, expresó lo que pensaba cantando: «¡Es un muchacho excelente…!». Hornblower le acostó en el oscilante coy y le sonrió mientras se agarraba a sus extremos. Bush se asombró de que el navío se balanceara tan fuertemente estando anclado.