CAPÍTULO 15

—El señor Hornblower le presenta sus respetos, señor —dijo el mensajero, asomando la cabeza por la puerta de la cabina de Bush después de llamar con los nudillos—. Ya se ve ondear la insignia del capitán frente al cabo Mosquito y vamos a hacer la salva, señor.

—Muy bien —dijo Bush.

Desde su coy seguía mentalmente las maniobras que hacían en el navío, y llegó a la conclusión de que ahora tenía las velas amuradas a babor y todas estaban cargadas, excepto las gavias y el foque. Además había deducido que estaban cerca de Gun Key. En ese momento oyó gritar a Hornblower.

—¡Brazas a sotavento! ¡Todos a virar!

Oyó el crujido de los cabos que movían el tablón del timón cuando éste giró y dedujo que estaban doblando el cabo Port Royal. El Renown se puso en posición horizontal (antes escoraba ligeramente) y luego escoró a babor, pero tan poco que Bush, tumbado en su coy, apenas lo percibió. Entonces se oyó el primer cañonazo de la salva, y Bush se sobresaltó a pesar de que Hornblower tuvo la amabilidad de avisarle que iban a disparar. Bush se acomodó de nuevo en el coy y los cañonazos siguieron sonando, a intervalos de cinco minutos. No podía moverse fácilmente, pero no por debilidad sino por los puntos de sutura que cerraban las numerosas heridas que tenía por todo el cuerpo. Estaba cosido como un edredón, y cualquier movimiento le causaba dolor.

Cuando la salva terminó, en el navío volvió a reinar el silencio. Bush estaba casi seguro de que habían disparado quince cañonazos, y por ello pensaba que habían ascendido a Lambert a vicealmirante. Suponía que el navío estaba entrando en la bahía Port Royal y trató de recordar cómo eran Salt Pond Hill y la montaña que estaba detrás, la montaña… No se acordaba de cómo se llamaba. Le parecía que el nombre era Linguanea o algo así, pero, en realidad, nunca lograba aprenderse los nombres españoles. Los de su tierra la llamaban la montaña que estaba detrás de Rock Fort o Long Mountain.

—¡Escotas de las gavias! —gritó Hornblower en la cubierta—. ¡Chafaldetes de las gavias!

El navío estaba llegando al lugar donde iba a anclar.

—¡Timón a sotavento!

El navío orzaría y perdería velocidad.

—¡Silencio en el combés!

Bush supuso que la palabrería de los marineros respondía a la excitación que sentían al aproximarse al puerto y a que los veteranos hablaban a los que iban a esa zona por primera vez de las tabernas y los antros de perdición que había en Kingston, la ciudad que había al final del canal.

—¡Echen el ancla!

Se oyó un estruendo y todo el navío vibró. Ningún marino, ni siquiera uno tan tranquilo como Bush, podía oír el ruido de la cadena del ancla al salir por el escobén sin emocionarse. Pero Bush sentía emoción por muy diversas razones. Todavía no iba de regreso a su patria, y aunque un incidente había terminado, no dudaba que iban a sucederse muchos otros. Había posibilidades de que ocurriera un desastre en el futuro próximo, aunque no uno en el que pudiera morir o resultar herido, pero él hubiera preferido arriesgarse a ambas cosas en lugar de afrontar la difícil situación por la que tenía que pasar. A pesar de su debilidad, notaba cómo aumentaba su tensión cuando pensaba en lo que podría depararle el futuro. Deseaba moverse, caminar o al menos mover el cuerpo, pues así podría relajarse, pero los cincuenta y tres puntos que unían los bordes de sus heridas le impedían hacer un solo movimiento. Era muy probable que se llevara a cabo una investigación para esclarecer lo ocurrido en el Renown, y que como consecuencia de ella los implicados fueran juzgados por un consejo de guerra en una serie de juicios.

El capitán Sawyer estaba muerto. Cuando los prisioneros intentaron apoderarse del navío, irrumpieron en la cabina donde el pobre demente estaba encerrado, y uno de ellos, sediento de sangre, le mató. Abrasarse en el fuego del infierno no era un castigo suficientemente duro para el hombre o la mujer que hizo eso, aunque desde determinado punto de vista podía considerarse un acto piadoso porque había significado la liberación del pobre hombre, que abrigaba temores infundados desde hacía demasiado tiempo. Era paradójico que un despiadado prisionero cortara la cabeza al loco mientras que los que hicieron prisionero a Buckland le dejaban vivo y se limitaban a amarrarle al coy para que no pudiera luchar mientras trataban de apoderarse de su navío. Buckland tendría que explicar muchas cosas a los investigadores.

Bush oyó sonar los silbatos de los ayudantes del contramaestre y aguzó el oído para escuchar las órdenes.

—¡Que baje la tripulación de la falúa! ¡Bajen la falúa!

Bush supuso que Buckland iba a bajar a tierra enseguida para entregar al almirante el obligado informe, y en cuanto terminó de hacer la suposición, Buckland entró en su cabina. Como era de esperar, estaba muy bien afeitado y vestido con un uniforme impecable, con su mejor chaqueta e inmaculados pantalones blancos. Tenía el corbatín perfectamente colocado, lo que demostraba que se había esmerado en ponérselo, y llevaba el sable colgado en el cinturón y el sombrero de dos picos en la mano. Agachó la cabeza para no golpearse con los baos que sostenían la cubierta y se quedó unos momentos allí de pie, mirando fijamente a Bush en silencio. Por lo general, sus mejillas estaban un poco abultadas, pero ahora estaban hundidas debido a su expresión preocupada. Tenía los ojos vidriosos y los labios temblorosos. Su aspecto era el de un hombre que iba a ser encarcelado.

—Va a entregar el informe ahora, ¿verdad, señor? —preguntó Bush, después de estar esperando durante un tiempo a que su superior hablara primero.

—Sí —respondió Buckland.

En la misma mano en que tenía el sombrero llevaba varios sobres sellados con los informes que había redactado. Para hacer el primero y el más difícil, que se refería a la destitución del capitán Sawyer, pidió ayuda a Bush; al hacer el segundo, referente a la rendición de las fuerzas españolas en Santo Domingo, había incorporado el informe que Bush le había entregado, aunque lo había adornado concienzudamente; el tercero, que estaba relacionado con el amotinamiento de los prisioneros y en el que afirmaba que le habían apresado cuando estaba durmiendo en su coy, lo había escrito sin la ayuda de Bush.

—Quisiera estar muerto —dijo Buckland.

—No diga eso, señor —dijo Bush en un tono tan alegre como se lo permitieron su propio miedo y su debilidad.

—Quisiera estar muerto —repitió Buckland.

—La falúa ya está lista, señor —dijo Hornblower—. Y las presas acaban de echar el ancla detrás del navío.

Buckland volvió sus inexpresivos ojos hacia el joven, cuyo aspecto no era muy bueno, aunque revelaba sus esfuerzos por arreglar su uniforme.

—Gracias —dijo Buckland y, después de una pausa, inesperadamente, formuló la pregunta que ya había hecho otras veces—: Dígame una cosa, señor Hornblower… Ésta es su última oportunidad… Dígame cómo se cayó el capitán por la escotilla.

—No puedo decírselo, señor —dijo Hornblower.

Ni de su gesto ni de su tono podía deducirse lo que pensaba.

—Mire, señor Hornblower —dijo Buckland, tamborileando con los dedos en los sobres de los informes—. He sido justo con usted y, como pronto podrá comprobar, le he elogiado cuanto he podido en estos informes. Le he dedicado grandes alabanzas por lo que hizo en Santo Domingo y por abordar el navío cuando los prisioneros se amotinaron. Grandes alabanzas, señor Hornblower. ¿No podría usted…?

—No puedo añadir absolutamente nada a lo que ya he dicho, señor —dijo Hornblower.

—Pero, ¿qué voy a decir cuando me pregunten? —inquirió Buckland.

—Simplemente diga la verdad, señor, que el capitán fue encontrado a cierta distancia de la escotilla y que las indagaciones no han revelado ninguna otra causa que no sea una caída accidental.

—Ojalá supiera lo que ocurrió —dijo Buckland.

—Usted sabe lo único que sabremos siempre, señor —afirmó Hornblower y, quitándole una hebra de filástica de la solapa a Buckland, dijo—: Con su permiso, señor. El almirante se alegrará mucho cuando se entere de que hemos expulsado a los españoles de Samaná, señor. Seguramente le preocupa mucho lo que pueda ocurrir a los convoyes en el canal de la Mona. Y hemos traído tres presas, un botín del que le corresponde recibir una octava parte. No creerá usted que se enfadará con nosotros por eso, ¿verdad, señor?

—No —respondió Buckland.

—En el buque insignia todos las están mirando con asombro. El almirante tiene que haberlas visto llegar junto con el navío y, sin duda, espera tener buenas noticias, así que no tendrá ganas de preguntar nada esta mañana, señor, a excepción de si quiere usted beber vino de Madeira o jerez.

Por mucho que Bush intentó descubrir si la sonrisa de Hornblower era espontánea o forzada sin conseguirlo, advirtió que el joven había logrado infundir ánimos a Buckland.

—Pero después… —aventuró Buckland.

—Después será otro día, señor. Pero podemos estar seguros de una cosa: a los almirantes no les gusta que les hagan esperar.

—Es mejor que me vaya —dijo Buckland.

Hornblower regresó a la cabina de Bush después de haber supervisado las maniobras de la falúa para zarpar. Bush se dio cuenta de que esta vez su sonrisa no era forzada y notó que las comisuras de los labios se movían de una forma curiosa.

—No veo nada de qué reírse —dijo Bush, tratando de acomodarse bajo la sábana que le cubría.

Ahora Bush sentía mucho más calor, debido a que el navío estaba detenido, a que la cercana costa impedía que el viento se moviera libremente y a que el despiadado sol daba de lleno en la cubierta, situada apenas una yarda por encima de su cabeza.

—Tiene razón, señor, no hay nada de qué reírse —dijo Hornblower, inclinándose hacia él para ajustar la sábana.

—Entonces borre esa maldita sonrisa de su cara —dijo Bush en tono malhumorado.

El calor y el nerviosismo, sumados a su debilidad, volvieron a embotar su mente.

—Sí, señor. ¿Puedo hacer algo más por usted?

—No —respondió Bush.

—Muy bien, señor. Entonces me ocuparé de mis otras obligaciones.

Cuando se quedó solo en la cabina, Bush se lamentó de que Hornblower se hubiera ido, pues, en la medida en que su debilidad se lo permitiera, le hubiera gustado hablar con él del futuro inmediato. No obstante, estuvo pensando un rato en el futuro mientras el sudor penetraba en las vendas que rodeaban su cuerpo, aunque estaba tan aturdido que sus pensamientos no seguían un orden lógico y terminó por maldecirse. Aguzó el oído para tratar de averiguar lo que ocurría en el barco, pero no obtuvo mejor resultado que cuando había tratado de adivinar el futuro. Cerró los ojos para dormirse, pero volvió a abrirlos cuando pensó en cómo se desarrollaba la entrevista de Buckland con el almirante Lambert.

Un muchacho que ayudaba al cirujano en la enfermería entró llevando una bandeja con una jarra y un vaso. Luego llenó el vaso con el líquido de la jarra y pasó un brazo por debajo del cuello de Bush a la vez que acercaba el vaso a su boca. Cuando el frío líquido llegó a los labios de Bush y su aroma a su nariz, se dio cuenta de que tenía una sed horrible y bebió sin parar hasta que dejó el vaso vacío.

—¿Qué es? —preguntó.

—Limonada, señor. Se la envía el señor Hornblower con sus respetos, señor.

—¿El señor Hornblower?

—Sí, señor. Un vivandero se abordó con el navío y el señor Hornblower le compró limones. Me ordenó que hiciera un zumo para usted.

—Dé las gracias al señor Hornblower de mi parte.

—Sí, señor. ¿Otro vaso, señor?

—Sí.

Esa vez le supo mejor. Poco después oyó una serie de ruidos cuya justificación no le fue posible encontrar: el ruido de unas botas pisando con fuerza la cubierta, órdenes dadas a gritos, el ruido de muchos remos agitando el agua junto al navío. Luego oyó pasos al otro lado de la puerta de su cabina y enseguida vio entrar a Clive, el cirujano, seguido de un desconocido, un hombre delgado, canoso y de brillantes ojos azules.

—Soy Sankey, cirujano del hospital naval —dijo—. He venido para llevarle a un lugar más cómodo.

—No quiero irme del navío —dijo Bush.

—Debería saber que en la Armada uno siempre tiene que hacer lo que no quiere hacer —dijo Sankey con la característica seriedad de su profesión, pero en tono irónico.

Quitó la sábana a Bush y observó su cuerpo vendado.

—Perdone este atrevimiento —dijo, en el odioso tono irónico—, pero tendré que firmar un recibo donde conste que usted me ha sido entregado. Supongo que usted, teniente, nunca habrá firmado un recibo por la entrega de provisiones sin ver antes en qué condiciones estaban.

—¡Váyase al diablo! —gritó Bush.

—¡Qué mal genio! —exclamó Sankey, mirando a Clive—. Me parece que no le ha prescrito una dosis suficiente de calmante.

Entonces, con la ayuda de Clive, giró a Bush con cuidado y lo puso boca abajo.

—Los españoles le han hecho unos cortes terribles, señor —dijo Sankey, observando la espalda de Bush—. Según creo, tiene nueve heridas.

—Y cincuenta y tres puntos —dijo Clive.

—Esto quedará muy bien en la Gazette —dijo Sankey en tono jocoso y luego, en tono solemne, añadió el siguiente comentario—: «El teniente Bush recibió nada menos que nueve heridas defendiendo heroicamente su navío». Pero me alegro de poder decir que va a recuperarse rápidamente.

Bush trató de girar la cabeza para dar una respuesta adecuada, pero sólo pudo emitir gruñidos inteligibles, porque el cuello era la parte del cuerpo que más le dolía, y cuando le pusieron boca arriba, ya se había callado.

—Ahora nos llevaremos al inocente cupido de aquí —dijo Sankey—. ¡Traigan la parihuela!

Cuando llegaron a la cubierta, la luz del sol deslumbró a Bush y Sankey se inclinó hacia él para cubrirle los ojos con la sábana.

—¡Deténgase! —exclamó Bush cuando se dio cuenta de cuál era su intención, y su voz aún era lo bastante potente para hacer detenerse a Sankey—. ¡Quiero ver!

Entonces encontró la justificación de las fuertes pisadas y la confusión que había en la cubierta. En el combés había un grupo de soldados de uno de los regimientos ingleses de las Antillas en fila, en posición de atención y con las bayonetas caladas. Otros soldados sacaban a los prisioneros españoles por las escotillas para llevarles a la costa en las lanchas que estaban abordadas con el navío. Bush reconoció a Ortega, que caminaba cojeando, sostenido por dos hombres. Tenía un muslo vendado y la pata del pantalón de ese lado cortada, y la venda y la otra pata del pantalón estaban cubiertas de una oscura capa de sangre seca.

—No hay duda de que son tipos peligrosos —dijo Sankey—. Ahora, si ha visto todo lo que quería, le bajaremos a la lancha.

En ese momento Hornblower salió del alcázar, fue corriendo hacia Bush y se arrodilló junto a la parihuela.

—¿Está bien, señor? —preguntó con ansiedad.

—Sí, gracias —respondió Bush.

—Ordenaré que recojan sus cosas y se las lleven, señor.

—Gracias.

—¡Cuidado con las eslingas! —gritó Hornblower cuando enganchaban los motones a la parihuela.

—¡Señor! —dijo el guardiamarina James a Hornblower, ansioso de captar su atención—. ¡Señor! ¡Una lancha con un capitán a bordo se está acercando al navío!

Esa noticia requería atención inmediata.

—Adiós, señor —dijo Hornblower—. Suerte, señor. Le veré pronto.

Hornblower se alejó, pero Bush no se ofendió porque su despedida fuese breve, pues sabía que iba a preparar la ceremonia adecuada para recibir a un capitán cuando subía a un barco. Por otro lado, Bush estaba deseoso de saber por qué tenía que venir un capitán al navío.

—¡Bájenle! —gritó Sankey.

—¡Deténganse! —gritó Bush y, en respuesta a la mirada inquisitiva de Sankey, añadió—: ¡Espere un minuto!

—No tengo inconveniente en esperar para enterarme de lo que ocurre —dijo Sankey.

Los gritos de los ayudantes del contramaestre se oyeron por toda la cubierta. Los grumetes subieron corriendo; los soldados dieron media vuelta para situarse frente al portalón de babor; los infantes de marina formaron junto a ellos. El capitán entró por el portalón de babor, entre los destellos que despedían sus dorados galones al sol. Hornblower le saludó tocándose el sombrero.

—¿Es usted el señor Hornblower, el teniente de más antigüedad a bordo de este navío?

—Sí, señor. Soy el teniente Horatio Hornblower, para servirle.

—Mi nombre es Cogshill —dijo el capitán antes de desdoblar un papel y leerlo—: «Órdenes de Richard Lambert, vicealmirante de la Escuadra Azul, caballero de Bath, comandante de la flota de Su Majestad destinada a la base naval de Jamaica, al capitán James Edward Cogshill, capitán de la Buckler, fragata de Su Majestad. Por la presente se le exige que suba inmediatamente a bordo del Renown, navío de Su Majestad, que está anclado en la bahía Port Royal, y tome el mando del susodicho navío pro tempore».

Cogshill volvió a doblar el papel. La toma del mando de un barco de Su Majestad, aunque el mando fuera temporal, era un acto solemne, que tenía que celebrarse con un determinado ceremonial. De acuerdo con la legalidad vigente, Cogshill no podía dar órdenes en el navío hasta que no leyera en voz alta el documento que le autorizaba a hacerlo. Ahora había acabado de leerlo y, por tanto, tenía los amplios poderes de un capitán, que le había otorgado el rey a través de los lores que presidían el Almirantazgo y el almirante sir Richard Lambert, y que le permitían encarcelar y azotar a los tripulantes y nombrar y destituir a los suboficiales.

—Bienvenido a bordo, señor —dijo Hornblower, tocándose el sombrero de nuevo.

—¡Qué interesante! —exclamó Sankey, sentándose junto a la parihuela donde estaba Bush, a quien los marineros acababan de bajar a la lancha del hospital—. Tome el mando, timonel. Sabía que Cogshill era uno de los capitanes preferidos del almirante. Nuestro amigo James Edward ha dado un gran paso al pasar de una fragata de veintiocho cañones a un navío de línea. Sir Richard no ha perdido el tiempo.

—Las órdenes decían que el mando era temporal —dijo Bush, sin atreverse a decir pro tempore porque no estaba seguro de que pudiera pronunciarlo bien.

—Suficiente tiempo para poner por escrito las órdenes que lo convertirán en un mando permanente —dijo Sankey—. Desde este momento la paga diaria que recibe Cogshill pasa de diez chelines a dos libras.

Los remeros negros de la lancha del hospital, doblando el cuerpo al remar, la hacían avanzar con rapidez por las brillantes aguas. Sankey volvió la cabeza hacia la pequeña flota que estaba anclada lejos de allí, una flota formada por un navío de tres puentes y dos fragatas.

—Ésa es la Buckler —dijo, señalando la fragata—. Cogshill tuvo mucha suerte llegando aquí en este momento. El almirante podrá dar muchos ascensos ahora. El Renown perdió dos tenientes, ¿verdad?

—Sí —respondió Bush.

A Roberts una bala le había partido en dos en el primer ataque a Samaná, y Smith había muerto en su puesto, defendiendo el alcázar cuando los prisioneros se amotinaron.

—Un capitán y dos tenientes —dijo Sankey, pensativo—. Sawyer estaba loco desde hacía algún tiempo, según creo.

—Sí.

—No obstante eso, lo mataron.

—Sí.

—Una serie de accidentes. Habría sido mejor que el primer oficial también hubiera muerto.

Bush no dijo nada respecto a ese comentario, aunque pensaba lo mismo. Buckland fue apresado cuando estaba en su coy y nunca lograría que los demás olvidaran eso.

—En mi opinión —dijo Sankey, en tono sentencioso—, nunca podrá conseguir un ascenso. Ha tenido mala suerte, pues si no le hubiera ocurrido eso, le darían un ascenso por el éxito del ataque a Santo Domingo. Por cierto, no le he felicitado por la victoria, señor. Enhorabuena.

—Gracias —dijo Bush.

—Una victoria importante. Veremos lo que hace sir Richard, a quien tanto respeto, con las vacantes. Ha puesto a Cogshill al mando del Renown, como sabemos, así que tendrá que promover a algún capitán de corbeta al grado de capitán de navío para que tome el mando de la Buckler, alguien que, sin duda, sentirá una inmensa alegría al alcanzar semejante categoría. Hay cuatro capitanes en esta base naval. ¿Cuál de ellos entrará por la puerta nacarada? Usted ya ha estado en esta base naval, ¿verdad, señor?

—Estuve aquí hace casi tres años —respondió Bush.

—Entonces es improbable que esté al corriente de la posición que ocupan los diferentes oficiales, según la estima en que sir Richard les tiene. Es obvio que tiene que ascender a un teniente, y no me cabe duda de quién será.

Sankey lanzó una mirada a Bush, y Bush le hizo la pregunta que esperaba.

—¿Quién?

—Dutton, el primer oficial del buque insignia. ¿Le conoce?

—Creo que sí. ¿No es un tipo muy alto y delgado que tiene una cicatriz en la mejilla?

—Sí. Sir Richard piensa que el teniente Dutton, dentro de poco el capitán Dutton, es el mejor marino del mundo, y me parece que él tiene la misma opinión.

Bush no tenía ningún comentario que hacer ni habría hecho ninguno si lo hubiera tenido, pues pensaba que el cirujano Sankey era atolondrado, chismoso y, además, capaz de repetir las observaciones que él hiciera. Se limitó a asentir con la cabeza (moviéndola tanto como se lo permitían el dolor del cuello y la posición en que se encontraba) y esperó a que Sankey continuara su monólogo.

—Así que Dutton será nombrado capitán. Eso significa que harán falta tres tenientes. Sir Richard podría complacer a tres amigos concediendo a sus hijos el ascenso de guardiamarina a teniente, si tuviera tres amigos, naturalmente.

—¡Dejen de remar! —gritó el timonel cuando la lancha bordeaba la punta del rompeolas—. ¡Atención, primer remero!

Los remeros abordaron la lancha con el muelle y la amarraron. Sankey bajó de la lancha y supervisó la tarea de sacar la parihuela, y luego los negros que la sostenían empezaron a avanzar por el camino que iba al hospital. Bush sintió tanto calor que le pareció que la isla era una gran bañera llena de agua caliente.

—Vamos a ver… —dijo Sankey, caminando junto a la parihuela al ritmo que ésta se movía—. Acabamos de decir que habrá que ascender a tres guardiamarinas, así que quedarán puestos libres para otros tres. Pero, déjeme ver… En la tripulación del Renown hubo bajas, ¿verdad?

—Muchas —respondió Bush.

Un buen número de guardiamarinas y ayudantes del contramaestre perdieron la vida defendiendo su navío.

—Desde luego. Era de esperar. Entonces habrá más de tres puestos libres. Los supernumerarios, los voluntarios y todos los desdichados que están sirviendo en la Armada con la esperanza de conseguir un ascenso y sin recibir una paga se alegrarán mucho de que se den tantos nombramientos. De esa forma pasarán del limbo de la nada al infierno de la categoría de oficial. El camino de la gloria… Bueno, no quiero que piense que pongo en duda sus conocimientos de literatura recordándole lo que dijo el poeta.

Bush no tenía idea de lo que había dicho el poeta, pero no iba a admitirlo.

—Ya hemos llegado —dijo Sankey—. Le acompañaré a su habitación.

La oscuridad del interior del edificio contrastaba con la intensa luz del sol de tal modo que Bush no pudo ver nada durante unos momentos. Pasó por corredores de paredes encaladas y luego llegó a una larga sala en penumbra dividida por mamparas en minúsculas habitaciones. De repente se percató de que estaba exhausto y de que lo único que quería era cerrar los ojos y descansar. Cuando por fin le pasaron de la parihuela a la cama y le acomodaron en ella, creyó que no sería capaz de resistir más el cansancio. No pudo atender a las últimas palabras que le dijo Sankey. Cuando pusieron el mosquitero y lo ajustaron a la cama, le dejaron solo. Entonces le pareció que subía a la cresta de una gran ola verde y luego bajaba deslizándose por ella y seguía deslizándose y deslizándose durante un tiempo infinito. Experimentó una sensación bastante agradable. Cuando llegó al pie de la ola, tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas y volver a subir a ella. Así continuó esa noche y el día y la noche siguientes, y durante ese tiempo llegó a conocer la vida en el hospital y los sonidos que se escuchaban en él: los quejidos de los pacientes que estaban detrás de otras mamparas, los aullidos de los locos al final del corredor de paredes encaladas, los ruidos producidos por los guardianes al hacer la ronda por la mañana y por la noche, y los ruidos que precedían a la comida, que desde el final del segundo día se esforzó por percibir.

—Es usted un hombre afortunado —dijo Sankey, observando su cuerpo lleno de suturas—. Todas estas heridas son superficiales; no hay ninguna profunda. Esto contradice lo que he observado durante mi vida profesional. Por lo general, los españoles usan sus dagas con mejores resultados. Fíjese en este corte.

El corte en cuestión se extendía desde el hombro de Bush hasta su columna vertebral, por tanto, las palabras de Sankey no podían interpretarse literalmente.

—Tiene por lo menos ocho pulgadas de largo y, en cambio, no más de dos de profundidad —continuó Sankey—. Sin embargo, el omóplato tiene un corte. Esta otra herida parece la única hecha con intención de llegar a una arteria. Es evidente que el hombre que tenía la daga quería hundirla completamente, pero la hundió de arriba hacia abajo. El hecho de que al principio los bordes sean dentados indica que las costillas hicieron que la punta se desviara y la hoja se deslizara hacia abajo, y aunque la hoja cortó algunas fibras del músculo latísimo dorsal, la herida no es profunda. Esto es obra de un aprendiz. Vuélvase, por favor. Si alguna vez usa una daga, señor Bush, recuerde inclinar la punta hacia arriba al clavarla. Cuando se clava hacia arriba, penetra en la cavidad que forman las costillas y que parece preparada para recibir un corte así; en cambio, cuando se clava hacia abajo, las costillas le impiden el paso porque están superpuestas, y entonces la hoja, como en este caso, va rebotando en vano de una a otra, como si llamara en cada una para entrar y cada una le negara la entrada.

—Me alegra saberlo, señor —dijo Bush—. ¡Ah!

—Todas las heridas se están curando sin problemas —dijo Sankey—. No veo ningún signo de gangrena.

Bush se dio cuenta de que Sankey movía la cabeza alrededor de su cuerpo con la nariz muy cerca de él, y recordó que era el olor producido por la gangrena lo primero que la ponía de manifiesto.

—Las heridas poco profundas y de bordes lisos que se cosen enseguida que han terminado de sangrar, se curan más fácilmente. Se curan muchísimo más fácilmente. La mayoría de las suyas tienen bordes lisos; sólo unas pocas tienen bordes dentados en alguna parte, como dije. Doble esta rodilla, por favor. Sus honorables cicatrices serán casi imperceptibles dentro de pocos años, señor Bush. En su amplio torso no quedarán más que unas finas entrecruzadas que apenas se notarán.

—Muy bien —dijo Bush.

No estaba seguro de lo que significaba la palabra «torso», pero no iba a pedirle a Sankey que le explicara el significado de ese ni de otros términos relacionados con la anatomía.

Esa mañana, apenas Sankey se fue, regresó con una visita.

—El capitán Cogshill viene a verle —dijo—. Aquí está, señor.

Cogshill miró a Bush, que permanecía tumbado en la cama.

—El doctor Sankey me ha dado buenas noticias, me ha dicho que se recuperará pronto —dijo.

—Eso creo, señor.

—El almirante ha ordenado formar una comisión para llevar a cabo una investigación, y yo soy uno de sus miembros. Naturalmente, necesitamos oír su declaración, señor Bush, y es mi deber averiguar cuándo podrá hacerla.

Bush se estremeció de miedo. Una investigación realizada por una comisión era un poco menos temible que el juicio ante un consejo de guerra, al que podría conducir. Aunque tuviera la conciencia tranquila, Bush preferiría mil veces gobernar un barco con la costa por sotavento y en medio de una tempestad a ser interrogado, tener que responder, exponer los motivos de su conducta para que fueran analizados y tal vez mal interpretados, y abrirse paso entre una maraña de cuestiones legales. Pero eso era una medicina que tenía que tomar, y lo mejor era apretarse la nariz y tragársela aunque le diera asco.

—En cualquier momento, señor.

—Mañana le quitaré los puntos, señor —intervino Sankey—. Como puede ver, el señor Bush todavía está débil. Estuvo a punto de desangrarse a causa de las heridas.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Quiero decir que estuvo a punto de perder toda la sangre. Y las molestias que sentirá cuando le quite los puntos…

—¡Ah, los puntos!

—Sí, los puntos, señor. Las molestias que sentirá cuando se los quite provocarán que tarde un poco más en recuperar las fuerzas. Pero si la comisión le permite estar sentado en una silla mientras presta declaración…

—Puede estar seguro de que la tendrá.

—Entonces, dentro de tres días podrá responder a todas las preguntas que sea necesario hacerle.

—¿Podría el próximo viernes?

—Sí, señor. Y aún me parece muy pronto. Me gustaría que fuera más tarde.

—No es fácil reunir a una comisión en esta base naval —dijo Cogshill cortés pero secamente—, pues la mayoría del tiempo los capitanes están realizando misiones con sus barcos. El próximo viernes es un día apropiado.

—Sí, señor —dijo Sankey.

Bush, que había soportado durante tanto tiempo la conversación de Sankey, se tranquilizó al ver que hablaba con moderación cuando se dirigía a alguien tan importante como un capitán.

—Muy bien —dijo Cogshill y saludó a Bush con una inclinación de cabeza—. Le deseo que se recupere muy pronto.

—Gracias —dijo Bush.

Aunque estaba tumbado boca arriba, no pudo evitar hacer el gesto de responderle con una inclinación de cabeza, pero las heridas le dolieron cuando empezó a doblar el cuello, lo que impidió que continuara e hiciera el ridículo. Cuando Cogshill se fue, Bush tuvo tiempo de pensar en el futuro, y el miedo le acompañó incluso cuando comió; pero cuando el ayudante del cirujano vino a llevarse los restos de la comida, trajo con él a otra visita, y al verla sus malos pensamientos desaparecieron. Allí en la puerta, con una cesta en la mano, estaba Hornblower, y Bush le sonrió:

—¿Cómo está, señor? —preguntó Hornblower.

Ambos se estrecharon las manos, y en sus rostros se reflejaba la satisfacción que sentían al verse.

—Estoy mejor porque le he visto a usted —dijo Bush con franqueza.

—Ésta es la primera ocasión que he tenido de bajar a tierra —se disculpó Hornblower—. He estado muy ocupado, como podrá imaginarse.

Bush podía imaginárselo. No le costaba deducir cuáles eran las innumerables responsabilidades que Hornblower había asumido. Tenía que volver a aprovisionar el Renown con pólvora, balas, comida y agua; limpiar el navío, puesto que ya habían sacado de él a los prisioneros; eliminar todos los vestigios de la batalla; cumplir las formalidades que requería la entrega de las presas, los heridos, los enfermos y las pertenencias de los muertos. Bush deseaba conocer en detalle la resolución de esas cuestiones, lo mismo que un ama de casa a quien una enfermedad le impidiese supervisar las tareas domésticas. Hizo muchas preguntas a Hornblower, y las discusiones sobre cuestiones técnicas que siguieron hicieron que el joven olvidase durante un tiempo la cesta que traía.

—Son papayas y mangos, señor —dijo—. Y una piña. Ésta es la segunda piña que veo en mi vida.

—Gracias. Es usted muy amable.

Pero no podía expresar ni la mínima parte de lo que sentía al recibir ese regalo, al descubrir ahora, después de estar solo en el hospital durante tantos días, que alguien se preocupaba por él, que al menos alguien pensó en él. Habló entrecortadamente y no dijo las palabras adecuadas, y sólo una persona sensible y comprensiva podría adivinar los sentimientos que las palabras no expresaban sino ocultaban tras ellas. Pero Hornblower le salvó de pasar un mal rato cambiando repentinamente de tema de conversación.

—El almirante comprará La Gaditana para la Armada —dijo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Tiene dieciocho cañones, algunos de seis libras y otros de nueve. Será clasificada como corbeta.

—Así que tendrá que promover a algún teniente al grado de capitán para darle el mando.

—Sí.

—¡Qué bien! —exclamó Bush.

Un afortunado teniente daría aquel importante paso. Podría ser Buckland, si no se diera importancia al hecho de que le habían apresado cuando estaba durmiendo en su coy.

—Lambert le ha dado el nombre de Retribution —dijo Hornblower.

—No es un nombre feo.

—No.

Hubo silencio durante unos instantes. Cada uno de ellos revivió los horribles momentos en que intentaron recuperar el Renown y mataron sin piedad a los españoles que les oponían resistencia.

—Supongo que sabrá que una comisión va a abrir una investigación —dijo Bush.

Esa idea era una consecuencia lógica de lo que pensaba antes.

—Sí. ¿Cómo se ha enterado usted?

—Cogshill vino hace muy poco a decirme que tengo que prestar declaración.

—Entiendo.

Hubo silencio otra vez, pero se prolongó más que antes, mientras los dos pensaban en las dificultades que les esperaban. Hornblower lo rompió deliberadamente.

—Quería decirle que tuve que amarrar cabos nuevos al tablón del timón del Renown, porque los dos estaban deshilachados. Se desgastan con facilidad, y creo que es porque forman un ángulo demasiado agudo.

Eso provocó una discusión sobre cuestiones técnicas que Hornblower se esforzó por continuar hasta que llegó la hora de marcharse.