CAPÍTULO 14

Bush estaba junto a Buckland en el alcázar del Renown y miraba la fortaleza por el telescopio.

—Ya se va el destacamento, señor —anunció. Y después de un intervalo continuó—: La lancha ha zarpado.

El Renown estaba anclado en la boca de la bahía Samaná, y justo detrás de él se encontraban sus tres presas. Las cuatro embarcaciones estaban abarrotadas de los enemigos que se habían rendido y que ahora eran sus prisioneros, y los tripulantes estaban listos para largar las velas en cuanto apareciera la señal en el Renown.

—La lancha ya está bastante lejos del muelle —dijo—. Me pregunto si… ¡Ah!

En ese momento salió de la fortaleza una enorme columna de humo entre la que saltaban por el aire trozos de piedra y ladrillo, y un instante después se oyó una explosión. Acababan de explotar las dos toneladas de pólvora junto a las que el destacamento de demolición había encendido una mecha de combustión lenta, y se habían venido abajo las murallas, los bastiones, la torre y la plataforma, y en el borde del empinado acantilado quedaban los restos de los cañones: pedazos de los cilindros partidos en dos, muñones, y recámaras con el fogón ensanchado. Cuando los insurgentes tomaran aquel territorio no podrían defender la bahía (ese destacamento ya había volado la batería que estaba al otro lado).

—Parece que lo han destruido todo, señor —dijo Bush.

—Sí —respondió Buckland, mirando por el telescopio las ruinas de la fortaleza, que ya se distinguían entre el humo y el polvo—. Zarparemos en cuanto los tripulantes suban la lancha a bordo.

—Sí, señor —dijo Bush.

Después de colocar la lancha en el lugar correspondiente, los marineros dieron vueltas al cabrestante para levar el ancla, y cuando ésta salió a la superficie, largaron las velas. El navío empezó a moverse en cuanto la gavia mayor se hinchó, y poco después, cuando el timonel dio vuelta al timón y los marineros tiraron de las escotas de las velas de proa, viró en redondo. El timonel volvió a girar el timón con fuerza para que las gavias tomaran el viento, y en cuanto el navío estuvo bajo su control, empezó a navegar de bolina en dirección al cabo Engaño para doblarlo, deslizándose suavemente por las aguas, escorado a sotavento, y las aguas comenzaron a arremolinarse bajo el tajamar. Apenas el Renown empezó a alejarse del escenario donde había conseguido la victoria, alguien dio vivas en la proa, y un momento después los dio toda la tripulación. Las presas se alejaban de allí al mismo tiempo que el navío, y sus tripulantes también dieron vivas. Bush dirigió el telescopio a La Gaditana, la presa más grande, la que tenía aparejo de navío, y vio que Hornblower estaba en el alcázar y saludaba al Renown agitando el sombrero en el aire.

—Comprobaré si todo está seguro abajo, señor —dijo Bush.

Varios infantes de marina con los mosquetes cargados y las bayonetas caladas estaban de centinelas junto a la puerta de la camareta de guardiamarinas. En el interior, donde había cincuenta mujeres y casi el mismo número de niños encerrados, Bush oyó un ruido confuso de voces. No era bueno que estuvieran encerrados, pero era necesario que se mantuvieran allí hasta que el navío zarpara. Más tarde se les permitiría subir en grupos a la cubierta para tomar el aire y hacer ejercicio. Las escotillas de la cubierta inferior donde se encontraban los cañones estaban tapadas con un enrejado, y cada una de ellas estaba vigilada por un centinela. Por los agujeros del enrejado salía el olor a humanidad, pues allí abajo estaban encerrados cuatrocientos soldados españoles en tan malas condiciones como en un barco negrero. Estaban allí desde hacía solamente unas horas, desde el amanecer, y ya se percibía aquel desagradable olor. A los hombres, al igual que a las mujeres, se les permitiría tomar el aire en grupos, y Bush sabía que eso requeriría un sinfín de precauciones y esfuerzos, tantos como los necesarios para encontrar un sistema para darles de comer y beber. En el navío todos los toneles de agua estaban llenos y había un cargamento de boniatos que habían traído desde la costa en dos lanchas, lo suficiente para hacer el viaje hasta Kingston, adonde llegarían en menos de una semana si, como era probable, el viento seguía soplando con la misma intensidad. Allí se acabarían los problemas, pues los prisioneros serían entregados a las autoridades militares (seguramente los prisioneros se sentirían aliviados como Bush).

El Renown costeaba la isla navegando de bolina, y cuando Bush regresó a la cubierta vio las verdes colinas de Santo Domingo por el costado de estribor. Cerca de ese costado navegaban con rapidez las tres presas, que, por orden suya, estaban bajo el mando de Hornblower. A pesar de que el Renown tenía todas las velas desplegadas y de que soplaba un viento de siete nudos, las tres podían navegar más rápido, pues, como todos los barcos corsarios, tenían la cualidad de navegar rápido de bolina, que era imprescindible tanto para hacer presas como para huir de los enemigos. Hornblower ya habría dejado atrás al Renown si no fuera porque tenía órdenes de mantener las presas cerca, por sotavento, para que el navío pudiera protegerlas si se encontraban con un enemigo. En las presas había un número muy escaso de tripulantes, pero también había prisioneros, el mayor número de prisioneros que Hornblower podía custodiar, que estaban encerrados en la cubierta inferior, igual que los que se encontraban en el Renown.

Buckland llegó al alcázar y Bush le saludó tocándose el sombrero.

—Si me lo permite, empezaré a traer a los prisioneros, señor —dijo.

—Haga lo que estime conveniente, señor Bush.

Destinaron el alcázar para las mujeres y la cubierta superior para los hombres. Fue difícil hacerles comprender que tenían que turnarse para salir al exterior, y aparentemente las mujeres que fueron conducidas al alcázar pensaron que siempre iban a estar alejadas de las que se habían quedado abajo, porque empezaron a lamentarse de que las hubieran separado, lo que no estaba a tono con la actitud grave que debía mantenerse en el alcázar de un navío de línea. Por otro lado, los niños no se sometieron a la disciplina y empezaron a correr en todas direcciones gritando, y varios marineros trataron desesperadamente de cogerles para llevarles de nuevo con sus madres. Otros marineros tendrían que encargarse de dar de comer y beber a los prisioneros. Después de resolver los diversos problemas difíciles que tenía planteados, Bush empezó a pensar que no merecía la pena llevar la vida del primer oficial de un navío de línea (que antes creía que era como la vida en el Paraíso, una vida tan extraordinaria que no podía pretender alcanzarla).

En el entrepuente estaban encerrados treinta oficiales, cuyas categorías abarcaban desde la del caballero Villanueva hasta la del segundo de a bordo de La Gaditana, y causaban tantos problemas a Bush como todos los demás prisioneros juntos, porque, tomaban el aire en la toldilla y desde allí se esforzaban por mantener una conversación con sus esposas, que estaban en el alcázar, y, además, porque la comida que comían tenía que proceder forzosamente de las provisiones de los oficiales y éstas mermaban con rapidez porque, como la mayoría de los españoles, tenían buen apetito. Bush estaba deseando llegar a Kingston, pero no tenía ganas ni tiempo para pensar en el recibimiento que les dispensarían, y tal vez era mejor así, pues, por una parte, tenía esperanzas de que le felicitaran por su participación en el ataque a Santo Domingo, pero, por otra, temía cuál sería el resultado de la investigación de la destitución del capitán Sawyer.

Día tras día el viento soplaba con la misma intensidad; día tras día el Renown se deslizaba suavemente por las azules aguas del Caribe con las presas por sotavento, por la amura de babor. Muy pronto los prisioneros, incluidas las mujeres, dejaron de marearse, y darles de comer y vigilarles se convirtieron en actos rutinarios. Cuando apareció por el norte el cabo Beata, los tripulantes amuraron las velas a babor y pusieron proa a Kingston, pero, después ya no tuvieron que volver a cambiar la orientación de las velas, porque el viento siguió soplando con mucha intensidad y la medición que se hacía con la corredera cada hora casi siempre daba ocho nudos como resultado. El sol salía cada día por la popa del navío, y cada tarde el bauprés apuntaba hacia una puesta de sol de vivos colores. Durante el día la luz solar daba constantemente en el navío, salvo en los breves intervalos en que el sol y el mar quedaban ocultos por las tormentas; durante la noche el navío cabeceaba fuertemente bajo un manto de estrellas debido a la marejada.

Una noche hermosa y oscura, Bush terminó la ronda y fue a dar el habitual informe a Buckland. Los centinelas estaban en sus puestos; los marineros a quienes les tocaba descansar dormían en la cubierta inferior con los faroles apagados; los marineros de guardia habían arriado las sobrejuanetes por si caía repentinamente algún chubasco durante la noche; el navío navegaba con rumbo este cuarta al norte; el señor Carberry era el oficial de guardia; las presas estaban a una distancia de una milla por la amura de babor; el infante de marina que vigilaba la cabina del capitán también estaba en su puesto. Bush contó todo esto a Buckland con la brevedad con que se comunicaban las cosas en la Armada, y Buckland le escuchó con la paciencia con que se escuchaban las cosas en ella.

—Gracias, señor Bush.

—Gracias, señor. Buenas noches, señor.

—Buenas noches, señor Bush.

La cabina de Bush estaba en la entrecubierta, y, debido al clima tropical, en el interior el aire estaba viciado y hacía mucho calor, pero a él no le importaba. Disponía de seis horas para dormir, ya que iba a hacerse cargo de la guardia de alba, y no quería desaprovecharlas. Se quitó el uniforme, pero se quedó con la camisa puesta, y antes de apagar la vela y acostarse, miró a su alrededor. Sus zapatos y sus pantalones estaban colocados encima del baúl porque eso le permitiría ponérselos rápidamente en caso de emergencia; el sable y las pistolas estaban colgadas del mamparo; todo estaba en orden. Puesto que el mensajero que vendría a despertarle traería un farol, sopló la vela poniendo la mano de modo que el aire exhalado se desviara y la apagó. Entonces se tumbó de espaldas en el coy y separó los brazos y las piernas del cuerpo para que el sudor se evaporara y cerró los ojos. Gracias a su apacible carácter se quedó dormido rápidamente, pero se despertó a medianoche y estuvo despierto el tiempo suficiente para oír llamar a la guardia, para decirse a sí mismo con alegría que no tenía que despertarse y para notar que aún no había sudado tanto como para que estar tumbado en el coy le resultara incómodo.

Volvió a despertarse más tarde, al oír algo que indicaba que no todo estaba en orden y, en la oscuridad, miró con extrañeza hacia arriba. Entonces oyó gritos y pasos rápidos por encima de su cabeza. Pensó que tal vez un chubasco había cogido desprevenidos a los marineros, pero se dio cuenta de que eso no justificaría tanto ruido. Le pareció oír gritos de dolor y el grito de una mujer, y se preguntó si aquellas malditas mujeres se estarían peleando otra vez. Volvió a oír pasos rápidos y gritos e inmediatamente saltó del coy. Abrió la puerta de golpe y en ese momento oyó un tiro de mosquete, que indicaba inequívocamente lo que estaba ocurriendo. Se volvió para coger el sable y las pistolas, y cuando salió de la cabina se oían gritos por todo el navío. Parecía que las escotillas eran las puertas del infierno y que los demonios salían por ellas y corrían en la penumbra por todo el navío dando gritos triunfales.

En cuanto salió, el centinela que estaba bajo el farol disparó su mosquete, y la luz del farol y el fogonazo le permitieron ver a una muchedumbre acercándose al centinela y derribándole. Vio al frente de la muchedumbre a una mujer, una hermosa mulata que era la esposa de uno de los oficiales de los barcos corsarios, y notó que tenía los ojos desmesuradamente abiertos y gritaba a voz en cuello mientras la guiaba. Apuntó hacia la multitud y disparó, pero la multitud llegó enseguida adonde estaba él y le forzó a retroceder hasta la puerta. En ese momento varias manos cogieron su sable, pero él consiguió arrebatárselo y luego pateó y golpeó furiosamente con la pistola descargada a los hombres que trataban de agarrarle. Después hundió su sable una y otra vez en la masa humana que le empujaba. Se dio golpes en la cabeza con los baos en dos ocasiones, pero no sintió los golpes. Poco después la multitud continuó avanzando y le dejó atrás. Los gritos y golpes siguieron oyéndose, aunque cada vez más lejos, pero Bush se había quedado atrás, se había salvado gracias a los hombres que estaban a sus pies retorciéndose y gimiendo, y tenía los pies descalzos cubiertos de la sangre caliente que manaba de sus heridas.

En lo primero que pensó fue en Buckland, pero le bastó echar una mirada atrás para comprender que no podría ayudarle, y, convencido de que su puesto estaba en el alcázar, empezó a correr hacia allí blandiendo la espada. Junto a la escala de toldilla había otro grupo de españoles gritando, y encima se oían los gritos de la guardia de popa, que luchaba contra ellos. En la proa había otros grupos combatiendo y, a la luz de las estrellas, se veía a muchos hombres con camisa blanca luchando desesperadamente. De repente Bush se dio cuenta de que estaba gritando como los demás. Se acercó a un grupo de hombres, vio a algunos volverse hacia él y sintió que una cabilla golpeaba con fuerza su sable. Pero cuando estaba trastornado por el deseo de luchar, era un temible enemigo y combinaba perfectamente su gran fuerza y su agilidad. Avanzó por la abarrotada cubierta dando sablazos y tratando de parar los golpes que le asestaban. Durante esos minutos de locura no sabía lo que hacía y no pensaba más que en luchar contra los enemigos para recuperar el navío solamente con la fuerza de su brazo; sin embargo, recobró el juicio cuando derribó a un hombre con el que luchaba, y pensó que debía dar ejemplo de valentía a los tripulantes y llamarles para que formaran un grupo compacto. Entonces, subiendo lo más posible la voz, gritó:

—¡Tripulantes del Renown! ¡Vengan aquí, tripulantes del Renown! ¡Vengan!

Hubo nuevos movimientos en medio de la confusión de la cubierta superior. Bush sintió un gran dolor a la vez que notó que algo atravesaba su omóplato y se giró instintivamente. Cogió a un hombre por la garganta y, después de luchar contra él con todas sus fuerzas, le inmovilizó, le alzó y le tiró contra la cubierta.

—¡Tripulantes del Renown! —gritó otra vez.

Se oyeron pasos rápidos y un grupo de hombres se agruparon alrededor de él.

—¡Adelante!

Pero cuando Bush y el pequeño grupo de tripulantes iban a cargar contra los enemigos, una muralla humana les atacó por detrás y les hizo retroceder por la cubierta hasta quedar pegados a la amurada. Un hombre que estaba delante de Bush gritó algo en español, y hubo un revuelo a su alrededor. Alguien disparó un mosquete, y el fogonazo iluminó los rostros cetrinos de los hombres que formaban un cerco a su alrededor con la bayoneta calada en el mosquete. Bush vio que el hombre que estaba junto a él se desplomaba en la cubierta dando un alarido y luego oyó cómo golpeaba sus pies al retorcerse. Era obvio que al menos un hombre había conseguido un mosquete (porque lo habría cogido de algún lugar o porque se lo habría quitado a un infante de marina) y había logrado ponerle una carga nueva. Si permanecían allí, les harían pedazos.

—¡Adelante! —volvió a gritar Bush dando un paso adelante.

Pero los desanimados hombres que estaban detrás de Bush no se movieron, y él retrocedió al chocar con el rígido cerco que les rodeaba. Otro mosquete disparó y otro hombre se desplomó. Alguien les gritó algo en español, y aunque Bush no entendió las palabras, estaba casi seguro de que les exigía que se rindieran.

—¡Antes te mataré! —gritó.

Estaba ciego de ira. La idea de que su magnífico navío cayera en manos extrañas le asustaba ahora más que nunca, porque comprendía que pronto podía hacerse realidad. Se preguntaba qué dirían los ingleses y la Armada real cuando se enteraran que uno de sus navíos de línea había sido capturado y llevado a algún puerto cubano. No quería vivir para averiguarlo. Estaba desesperado y prefería morir.

Esta vez no llamó a sus hombres con palabras sino con un grito que parecía el rugido de una fiera y enseguida empezó a avanzar. Estaba lleno de rabia, trastornado por el deseo de luchar y tenía la fuerza de un loco furioso. Penetró en el cerco que formaban a su alrededor los enemigos dando sablazos y fue el único de su grupo que logró atravesarlo. De repente notó que estaba en un espacio vacío de la cubierta y que la lucha continuaba a sus espaldas.

Su furia se atemperó, y se sorprendió al verse poco después agachado (casi podría decirse escondido) junto a un cañón de dieciocho libras de la cubierta superior, aparentemente olvidado por todos, sosteniendo todavía la espada. Estaba aturdido y se esforzaba en hacerse una idea de cuál era su situación mientras por su mente pasaban lentamente numerosas imágenes. No tenía duda de que algunos tripulantes habían puesto en peligro el navío por satisfacer su apetito sexual. Aunque creía que no hubo transacciones, que las mujeres no entregaron sus cuerpos a los tripulantes a cambio de su traición, suponía que se habían mostrado complacientes y que algunos de los que estaban de centinelas habían abandonado sus puestos para aprovechar la ocasión. Pensaba que, debido a eso, muchos prisioneros e incluso algunos oficiales habían logrado salir de donde estaban encerrados, aunque poco a poco, y que habían planeado cuidadosamente la sublevación. Seguramente el plan consistía en salir en tropel para que los centinelas no pudieran detenerles, apoderarse de armas y luego llevarse como corderos a los tripulantes que estaban durmiendo en sus coyes, y que por tanto no podían oponer resistencia, hasta la proa y los amontonarían junto a un costado. Después un grupo armado se quedaría vigilándoles mientras otros encerraban a los oficiales en la popa y subían a la cubierta para matar o apresar a todos los hombres que encontraran allí. Era probable que por todo el navío hubiera ahora pequeños grupos de marineros e infantes de marina que todavía estaban libres, como él, pero que no tenían armas y estaban desmoralizados; también era probable que cuando amaneciera los españoles se reorganizaran y aplastaran uno por uno a los grupos que opusieran resistencia. Era increíble que ocurriera una cosa así; sin embargo, ocurrió. Cuando a cuatrocientos hombres disciplinados y desesperados que no temían perder la vida los guiaban oficiales valientes podían llevar a cabo admirables acciones.

Alguien dio órdenes en español en el alcázar. El navío orzó cuando el timonel fue derribado y unas veces subía a la cresta de las olas y otras se hundía en el seno que se formaba entre ellas, mientras se oía el ruido atronador de las velas al gualdrapear. En pocos minutos los oficiales españoles que estaban a bordo (los oficiales de las presas) podrían controlar el navío, y aunque tuvieran una tripulación formada por marineros de agua dulce, podrían girar las vergas, manejar el timón y hacer que el navío fuera navegando de bolina hasta el canal de Jamaica, que estaba solamente a un día de navegación de Santiago de Cuba. Acababan de aparecer las primeras luces en el cielo, y la mañana, la horrible mañana, estaba a punto de comenzar. Bush movió la mano para sujetar mejor el sable y se pasó el antebrazo por la frente para limpiarse los ojos, que le parecían cubiertos de telarañas.

Entonces vio la gavia de un barco recortándose sobre el cielo cerca del otro costado del navío y notó que se movía en la misma dirección. Luego vio los mástiles, las vergas y los aparejos y poco después otra gavia. Se oyeron gritos en el Renown y luego el estruendo producido por los barcos al chocar. Hubo una angustiosa pausa, como la que precede el momento en que una gran ola rompe en la playa, y después asomaron por encima de la borda las cabezas y los hombros de varios marineros, los chacós de varios infantes de marina y brillantes bayonetas y hachas. Más allá Hornblower, sin sombrero, pasó las piernas por encima de la borda y saltó a la cubierta con el sable en la mano, y los que estaban a ambos lados de él saltaron también. Aunque Bush estaba débil, aún podía razonar y comprendió que antes de abordar La Gaditana con el navío para emprender el ataque, Hornblower había reunido a los tripulantes de las tres presas, que según sus cálculos eran treinta marineros y treinta infantes de marina. Pero mientras que una parte de su mente podía razonar, la otra estaba embotada y le hacía creer que todo lo que sucedía ante su vista se desarrollaba lentamente como en una pesadilla. Le pareció que los hombres que pasaban al abordaje bajaban muy despacio a la cubierta, que todo era raro e irreal y que los agudos gritos de los españoles eran gritos de niños pequeños que estaban jugando. Vio apuntar y disparar los mosquetes, pero los disparos no le parecieron más fuertes que los de una pistola de aire comprimido. Luego vio a los hombres que habían pasado al abordaje avanzar por la cubierta y trató de ponerse de pie para unirse a ellos, pero, sorprendentemente, sus piernas no se movieron, y se dio cuenta de que estaba tumbado en la cubierta y de que no tenía suficiente fuerza en los brazos para levantarse.

Vio la feroz y sangrienta lucha que entablaron con los enemigos. La lucha era tan encarnizada e irregular como la que la había precedido, y en ella intervenían repentinamente grupos de hombres que unas veces llegaban por un lado y otras por otro y que parecían salir de lugares recónditos. En ese momento la lucha se intensificó, pues apareció otro grupo, un grupo de marineros medio desnudos, al frente de los cuales estaba Silk blandiendo un arma difícil de manejar, un atacador, y empezó a descargar golpes a diestro y siniestro sobre los españoles agrupados delante de ellos. La lucha volvió a intensificarse y un soldado español que estaba herido en un muslo y cojeaba trató de escapar, pero un marinero británico le persiguió y le derribó clavándole una pica debajo de las costillas; el pobre hombre se quedó allí moviéndose casi imperceptiblemente sobre un charco de su propia sangre.

Ahora no había nadie en la cubierta superior excepto los cadáveres que estaban amontonados en ella, pero Bush sabía que los hombres continuaban luchando en la entrecubierta porque allí se oían disparos, gritos y golpes, aunque le parecía que se iban atenuando. No le resultaba agradable su debilidad. Tuvo la tentación de apoyar la cabeza en un brazo y olvidar sus obligaciones, pero afloraron los horribles pensamientos que se ocultaban en un rincón de su mente, esperando la ocasión de salir, y que le aterrorizaban; y luchar contra ellos le debilitó aún más. No obstante, apoyó la cabeza en un brazo, pero hizo un gran esfuerzo por levantarla otra vez. Luego tuvo que hacer un esfuerzo mayor por levantarla, pero se obligó a hacerlo porque era su deber enterarse de todas las cosas que ocurrían. En ese momento una fuerte voz hirió sus oídos, causándole dolor.

—¡Aquí está el señor Bush, señor!

Unas manos le levantaron la cabeza. El sol le dio en los ojos, y eso le molestó tanto que cerró los ojos.

—¡Bush! —dijo Hornblower con voz suave—. ¡Bush! ¡Bush, hábleme, por favor!

Dos manos sujetaban ahora su cara. Pudo separar los párpados lo suficiente para ver a Hornblower inclinado sobre él, pero no tenía fuerzas para hablar, así que se limitó a mover ligeramente la cabeza mientras sonreía porque las manos de Hornblower le transmitían tranquilidad y seguridad.